Mi yo

Por Sara Levesque

 

A veces escribo para mi yo, como esta noche. Cuando eso ocurre, me fascina la sensación que produce el sabor de un cigarro de madrugada. La primera calada, en especial. El humo, al ascender, dibuja las letras de su nombre en trazos barrocos. La toxicidad del tabaco se suma a la suya; así duele menos. Se escapó como se escapa esta neblina venenosa por mi ventana abierta.

Se está levantando aire… Es la anticipada brisa en una noche con estrellas en la que yo me he estrellado. Un gran tapiz salpicado de lentejuelas. Cada una me recuerda a sus casi inapreciables pecas. Y las dos relucientes Osas, las orillas de su busto, perdidas en el horizonte como esas constelaciones.

El humo me envuelve como se arremolinaba ella a mi cintura cuando solía abrazarme; consentía todos sus arrumacos. Al darme la vuelta, me perdía en su mirada, deseando besarla hasta olvidarnos. Deseando acabar, cómo no, enredadas bajo la sábana. Deseando que me susurrara tenues caricias en otro idioma, uno nuevo que había aprendido. Deseando confirmar que sonaba delicioso desde sus labios. Sonaba lindo. Deseando respirar con un siseo aspirado, como si al tocarla estuviese ardiendo y quisiera incinerarme a su lado.

Era muy prudente cuando tenía que serlo. Y la más puta cuando se lo pedía el cuerpo, como al irse corriendo, en el sentido menos visceral de la expresión: no el fisiológico, sino el que implicaba una mudanza.

Ahora me consuelo besando el filtro cada noche. Para ser sincera, si este es exquisito, su sabor debía de ser la hostia.

Envuelta en estos pensamientos, comprendo cómo sería la triste, pero breve vida de mi cigarro. Imaginé que permanecería en silencio con él olvidado en mis labios temblorosos. El furioso viento lo fumaría por mí. Dos gruesos ríos encharcarían el maquillaje de mis mejillas. Lloraría sin pronunciar ningún sonido. Sin aspavientos. Lloraría muerta en vida con un llanto enigmático, mudo, casi anónimo.
Recordaría cómo Mimi, durante años, se expresó con tanta seguridad en sí misma que la creí. Siempre habló mucho; nunca dijo nada. De igual modo, me tragué sus mentiras.

Observaría, con el aire otoñal bailando en estado salvaje junto a mi pelo castaño, cómo mi otra mitad se alejaba cada vez más calle arriba. Así vería mi futuro en aquel momento: cuesta arriba.

Me sacaría de la boca lo que quedase del cigarro y lo arrojaría al suelo con furia, apuñalándolo hasta la muerte con el tacón de mi zapato. Con el otro pie pisaría mi propio corazón, que Mimi habría dejado resbalar hasta el suelo el día que se lo regalé. Entonces, comenzaría a llover. Caería en la ciudad un chaparrón de recuerdos en forma de afilada y afónica llovizna. Las nubes esconderían el cielo tiñendo el día de oscuridad. Sería algo más que negro, parecería el antónimo de la luz. El agua acabaría por enterrar los restos del pitillo, poniendo punto y final a dos historias de amor que empezaron donde lo hacen todas: en los labios de alguien especial.

© Sara Levesque

 

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