Así era amarla (parte II)

Por Sara Levesque

 

Amarla implicaba que era imposible olvidarla. Si me llamaba «pequeña», me era imposible olvidarla. Si se acercaba hasta mí con su sonrisa de la mano, me era imposible olvidarla. Si me miraba desde sus ojos inocentes, me era imposible olvidarla. Si escuchaba la canción que tanto le gustaba, me era imposible olvidarla. Si llovía, me era imposible olvidarla. Si, además, me preparaba un café, me era imposible olvidarla. Si cerraba los ojos, me era imposible olvidarla. Si los abría, me era imposible dejar de verla en las caras de los demás.

Qué quieres que te diga, Lector… Me era imposible olvidarla. Pero no dejar de escribirla. Como expresé al inicio, solo soy una escritora a la que no conoce nadie que se pasa los días intentando reescribir su vida. En círculos, dando vueltas a sus errores en bucle. Y poniendo a ese error el nombre de otras mujeres para no recordar el de verdad porque duele demasiado.

Así, ella podría seguir con su vida y yo recuperar el rumbo de la mía. ¿Por qué? Porque solo soy una escritora a la que nadie conoce, que siempre sostiene un pie en el borde del precipicio y el otro en el aire, en duda, sin saber si avanzar o recular.

La verdad es que tengo justo lo que me merezco. SOLEDAD. Noches sin dormir. Durmiendo solo en sueños. Cuando sueño con ella. Por eso no me conoce nadie. Porque solo me quiero para confundirme con mi musa. Porque, sin saber el motivo, cuando la escribo suelto el bolígrafo para seguir trabajando con otro de distinto color, creando así un vaivén de tonalidades que empezó en los matices de su mirada; según le diera la luz, sus ojos eran miel, ocres o café. Todo el espectro de la arena…

No me dejé ser feliz. Siempre quería algo inalcanzable. Parecía necesitarlo para estar contenta. Visitaba sus fotos tres veces al día, como un medicamento que, en vez de curarme, me enfermaba más. Un fármaco del que tenía que tomar el recuerdo de su risa en pequeñas dosis para no desarrollar intolerancia y que no le cayera peor a mi cuerpo.

Era el remedio para no contagiarme de melancolía. Era el auxilio para la tristeza. Si alguna vez me curo, no volveré a pensarla jamás. Ahora, desde esta perspectiva de más de un lustro de distancia, aprecio con precisión que fui una cobarde. Llegué a despreciarme por ello. Casi dolía. Después de un puñado de años solo puedo mirar de lejos sus labios a través de las fotografías que fue dejando por el camino. También esos expresivos ojos. Y acordarme del eco de su voz que se gangoseaba cuando las lágrimas pedían la vez para regar tan otoñal mirada.

Imaginé otra situación en la que dije lo que quería escuchar en vez de repetírmelo en silencio, rebotando sin parar dentro de mi cabeza. Le demostraba lo que llevábamos meses gritando con discreción. Era un secreto a voces. Era un murmullo a veces. Sostener su barbilla con mucha delicadeza, como si sujetase aire, y unir mis labios a los suyos, que tan bonitos versos recitaban. Versos que enamoraban, y así me quedé yo. Tal vez, acabar en su casa o la mía. Y si no, no pasaría nada. La eternidad ha decidido apropiarse aquella velada, aquellas miradas furtivas y apresuradas, casi vergonzosas.

Tuve pánico al espanto de perderla y al final pasó lo que tenía que pasar. Si estuviéramos cara a cara, la abrazaría de manera tan intensa que podría llegar a deshacerla con mi soledad.

Ahora ya no me interesa saber la hora, el día o el mes en que estamos. Me da bastante igual que haya otra en su vida, otra a la que ama y le recita toda la poesía que ha escrito.

Es la musa encarnada de nuestra vida pasada. Desde que se marchó tengo el corazón a dieta. Aquel secreto gutural fue igual que uñas rasgando una pizarra, o un tenedor arañando un plato con mucha rapidez. Como si el plato fuese mi cerebro y los silencios en voz alta, el odiado utensilio.

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