Así era amarla (parte I)

Por Sara Levesque

 

Imagino que fue tarde para ser sincera, pero al final me atreví. Le dije «te quiero». Es la verdad, la quiero. La quiero pedir perdón, la quiero amar, la quiero soñar, la quiero follar, la quiero sentir, la quiero hacer feliz, la quiero de mil maneras y cada una es más mortal que la anterior.

Imagino muchas cosas, entre ellas, que tiene a otra que se lo dice y su voz suena más convincente que la mía. Madrid, tal y como lo conocía paseando a su lado, ha desaparecido para convertirse en el escenario de una guerra que libramos mi corazón y yo por sobrevivir a nuestro propio pasado.

Había una vez una calle al final de una bifurcación. Era una calle en la que amanecimos, por la que nos perdimos hasta que quisimos. Una calle que conocí tras una cena, una de tantas cenas. Pero no fue una cena como las demás. Ni tampoco una calle igual que el resto. Una calle tras una cena. No sé en cuál de los dos lugares me enamoré.

Está lloviendo y me acuerdo de ella. Lo hago demasiado. Más de lo que debería.

Antes de conocerla no esperaba nada de nadie. Empezaba mi rutina deseando que acabase pronto y pasar al día siguiente para vivir el bucle otra vez. Apenas salía de casa. Cuando no me quedaba más remedio, mis pasos de muerta en vida parecían no querer llegar nunca a su destino. Me arrastraba por la calle, cabizbaja. Me deslizaba con el balanceo del metro, cabizbaja. Y en casa, sobrevivía cabizbaja.

No era por un problema en las cervicales. Simplemente, no tenía ganas de volver a mirar a nadie a los ojos. Ni siquiera a los míos, ante el espejo. Observaba mi pelo, la ropa, los dientes… Lo justo para estar presentable. Todo, menos a los ojos. Me avergonzaba lo que transmitían. Y es que aún me cuesta perdonarme por mi cobardía aquella noche, tan llena de energía y que, al acabarse, acabó también con mi esperanza. Una noche que ella habrá olvidado, pero yo no lo consigo…

Me dolían los ojos de tanto bochorno que escondían. Por eso iba cabizbaja. Un mal día, comenzó a chispear. Llegué a dudar de si llovía en la calle o en mis ojos, empañados por su propio aguacero. Levanté la vista, hecha un nudo, y me encontré con ella. Fue sin querer. Vi cómo sonreía y ya no puedo volver a cerrar los ojos sin que su imagen parpadee flotando. Los días que nos veíamos, me saludaba con una carcajada y así aprendí a hacerlo de nuevo. Por repetición. Porque cuando lo hacía ella quedaba bonito y quise probar a enseñar a mi boca a expresar ese gesto. Al principio, las comisuras de mis labios chirriaban. Luego, se fueron engrasando; en especial, con la lluvia.

Adoro que llueva, como ahora mismo. Algunas chispas de agua me saltan a la cara cuando tengo la ventana abierta para oler el agrisado del clima. Los vecinos me miran raro desde el refugio de sus casas, pero me resbala como resbala el agua por mi rostro. Me relaja sentir el frescor del aguacero en el ambiente. Lo deja todo limpio.

Desde el cielo gotea, pero no hace frío. Sé que nunca más podré sentir las bajas temperaturas mientras me siga calentando con su recuerdo. Mientras me siga durmiendo sintiendo el aroma de su pelo revuelto, anhelando conciliar el sueño con una mano sobre su pecho. Más que por tocarle las tetas, pretendería tocarle el corazón a través de la piel.

Una piel que es la mejor manta que una podría echarse por encima. Una piel exquisita y perfumada, suave, caliente y entregada, como una carretera por la que no me importaría volver a coger el coche para extraviarme.

Esa era ella. Y así era amarla. Era como abrazar el vacío. Un vacío equivocado, un vacío con /b/. Un vacío en el que solo existe la hostia que te das cuando llegas al suelo. Porque la cruda realidad es que no hay nadie abajo para amortiguar tu caída. A nadie le importa que revientes.

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