Que el populismo no nos quite nuestra Europa arcoíris

Por Enrique Anarte (@enriqueanarte)

 

Hace décadas, pocos imaginaron que sería posible una suerte de esfera política supranacional capaz de defender a quienes abrazan la libertad, al margen de la norma social, frente a los excesos homófobos y tránsfobos de la política nacional. El próximo domingo, los europeos nos jugamos esa Unión Europea.

Seamos honestos: el mundo es, en muchos sentidos, un lugar menos peligroso para las personas lesbianas, gais, trans, bisexuales e intersexuales (LGTBI), y en general para cualquiera que desafíe las normas del cisheteropatriarcado, menos peligroso que años atrás.

No hace tanto de aquellos tiempos en los que la homosexualidad era por norma una enfermedad o un delito, en los que vivir libremente el género sentido era una utopía. Sí, esta sigue siendo la realidad cotidiana en muchas, demasiadas, zonas del mundo, también en el continente europeo. Pero precisamente nosotros, los españoles, quizás seamos quienes más de cerca hemos vivido el giro copernicano que han dado las actitudes sociales en muchas ciudades, regiones e incluso naciones enteras. La obligación moral y política de seguir luchando por una igualdad real no debe en ningún caso hacernos olvidar que nuestro país, que hace apenas unas décadas estaba regido por una dictadura de corte fascista, encabeza el estudio más amplio que se ha hecho a escala global sobre la aceptación social de la homosexualidad.

Ese mismo mundo, sin embargo, ese planeta que se ahoga vertiginosamente entre toda clase de residuos del “progreso” humano, es también un mundo donde gente llamada Trump, Bolsonaro, Putin, Erdogan, Duterte o Museveni, pero también Orbán, Kaczynski o Salvini, se empeña en ponernos al resto ante una cruda realidad que aquí en Occidente tendemos a ignorar: no hay linealidad histórica que nos proteja.

No hay avance que no pueda ser revertido, no hay conquista que no pueda ser arrebatada; no hay sueño, por justo que sea, que no pueda ser arrancado de las manos de un inocente y hecho añicos ante sus ojos. No es que hayamos venido a esta vida a sufrir, como gusta sugerir a algunos credos: hemos venido a pelear por lo que queremos y, si es necesario, a defenderlo con uñas y dientes.

En ese mundo que tan fecundo parece haberse vuelto para las malas hierbas, la Unión Europea se ha convertido, aún con sus claroscuros, en una aliada de las minorías sexuales, tanto a escala de la política europea como en la arena geopolítica mundial. Desde las primeras resoluciones del Parlamento comunitario contra la homofobia en distintos ámbitos, y especialmente a partir de la aprobación de la directiva que prohíbe la discriminación por motivos de orientación sexual en el ámbito laboral (en toda la Unión; sí, también en la Polonia del PiS), las instituciones de la UE se han convertido en un importante actor, además de un eficaz medio, para promover y defender los derechos humanos de las personas LGTBI en el territorio del selecto club, al menos en aquellas áreas en los que los países han concedido competencias a Bruselas.

Pero es que, además, esa misma Bruselas es desde hace unos años una ferviente defensora de los derechos del colectivo LGTBI en el resto del mundo. Ello a pesar de la desafección y la distancia de la ciudadanía respecto de las instituciones comunitarias y los constantes intentos de los reforzados euroescépticos (o eurófobos) de torpedear los esfuerzos por hacer de la construcción europea un proyecto cada vez más democrático y más cercano a los objetivos de derechos humanos consagrados en sus Tratados.

Es esa UE la que nos jugamos en estas elecciones. Las encuestas sitúan a los populistas de extrema derecha, profundamente antieuropeos, en muy buen lugar para lograr que sus proclamas incendiarias ganen terreno a cambio de su apoyo a otros partidos (léase conservadores con pocos escrúpulos a la hora de pactar con la ultraderecha o dejar crecer en su seno liderazgos autoritarios a la húngara, aunque tampoco estaría mal que la familia socialdemócrata hiciese lo propio con su enano rumano).

Este populismo (homófobo, y tránsfobo, pero también machista y xenófobo) cuestiona los fundamentos europeístas que han podido hacer de la UE el motivo de esperanza que es hoy en día en un panorama internacional con no tantos incentivos para el optimismo. Su proyecto es un ataque al corazón de la Europa que ha abierto sus brazos al arcoíris como pocos Gobiernos nacionales lo han hecho. Un ataque al modelo de sociedad que permite soñar con una ciudadanía plena para todos, todas, todes, sin excepción.

La UE debería ser nuestro foro: el de quienes creemos que los ideales de universalidad y dignidad de sus Tratados merecen el esfuerzo de hacer que el barco navegue. No dejemos que nos arrebaten las ganas de trabajar en sus imperfecciones. No volvamos a las fronteras que nos dejaban a solas con nuestra soledad. Si alguien necesita vía libre para volar, somos nosotrxs.

Los comentarios están cerrados.