Una Presidencia rumana homófoba en la UE no borrará los colores del arcoíris de Europa

Por Enrique Anarte (@enriqueanarte)

Sede del Consejo de la Unión Europea

Por primera vez desde que se unió al bloque comunitario, el 1 de enero de 2007, Rumanía asumirá el próximo 1 de enero la Presidencia rotatoria del Consejo de la Unión Europea. Como de costumbre, se habla de los desafíos que afrontará el club en los seis meses en los que Bucarest será algo así como su segunda capital. Esta vez, sin embargo, para muchos de estos grandes rompecabezas del proyecto europeo es difícil, por no decir imposible, encontrar precedentes de una magnitud semejante: pensemos en la salida de Reino Unido, prevista para el 29 de marzo de 2019; o en las amenazas para el Estado de derecho en Hungría y Polonia, ambos miembros en una etapa más que tensa de sus relaciones con Bruselas.

La propia Rumanía está en el punto de mira de las instituciones comunitarias por su escasez de compromiso –por decirlo de una manera suave– en los ámbitos de la lucha contra la corrupción y la independencia judicial. En noviembre, la Comisión Europea publicó un informe en el que castigaba duramente los “retrocesos” de Bucarest, que hasta ahora había recibido evaluaciones generalmente positivas. En el centro de la polémica están unas leyes de reforma del sistema judicial que, a juicio de las instituciones comunitarias, amenazan con revertir diez años de progresos.

Esta controvertida reforma judicial es la punta del iceberg de las preocupaciones relativas al respeto del Estado de derecho en Rumanía. En Bruselas, así como en la mayoría de las capitales de la Unión, se observan con preocupación síntomas que, según cada vez más analistas, apuntan a una deriva semejante a la de Varsovia y Budapest. Para quien no haya estado muy pendiente de la actualidad europea de los últimos meses, digamos que la Hungría de Viktor Orbán y la Polonia del PiS –ambos gobiernos, por cierto, integrados en la familia política del Partido Popular Europeo– se han rebelado abiertamente contra los valores de democracia y derechos humanos defendidos por la UE, abrazando un nacionalismo ultraconservador cercano al defendido por Donald Trump en Estados Unidos o Vladímir Putin en Rusia (según convenga, en términos geopolíticos).

Rumanía no es Hungría, ni Polonia. Ni tampoco Bucarest es Washington o Moscú. Pero será el Gobierno rumano el que, al menos de cara al público, tenga el timón del proyecto europeo en los próximos meses.

Ese mismo Ejecutivo –socialdemócrata– que hace unos meses volvía a tensar las cuerdas de su relación con la Unión mediante la celebración de un referéndum en Rumanía que aspiraba a instaurar una definición heterosexual del matrimonio en la Constitución rumana, intentando así prohibir constitucionalmente una hipotética legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo. Un plebiscito que atacaba el corazón del Derecho comunitario (la igualdad y la no discriminación) y del que Bucarest no se distanció lo suficiente, e incluso en sus inicios llegó a alentar tibiamente. Como ya explicamos en su momento en 1 de cada 10, sin duda por las motivaciones homófobas de muchos de los integrantes y simpatizantes de dicho Gobierno, pero sobre todo con el objetivo de generar una gruesa cortina de humo evitando hablar de la sempiterna lacra de la corrupción, por no mencionar los problemas cotidianos de la ciudadanía rumana: precariedad, machismo, racismo contra la comunidad gitana, etcétera.

¿Qué puede esperarse de un Gobierno de esta índole al frente de la Presidencia del Consejo? Evidente, no demasiado, al menos en materia de derechos de las personas lesbianas, gais, bisexuales, trans e intersexuales (LGTBI).

Huelga decir que Rumanía no moverá un dedo por situar los derechos humanos de este colectivo entre las prioridades del club comunitario, como dudosamente lo hará respecto de la violencia machista y la desigualdad de género. La brecha entre las preocupaciones de la ciudadanía –recordemos que estos asuntos, junto con el cambio climático, están entre las principales preocupaciones de los europeos, especialmente de aquellos más jóvenes­­­­– y las propuestas de la clase política seguirá ensanchándose, o al menos no se reducirá. Y, si estos asuntos escalan posiciones en la agenda pública comunitaria, será gracias al esfuerzos de toda una serie de actores del ecosistema comunitario (funcionarios europeos, diplomáticos de los Estados miembros, activistas, etcétera) que llevan años empujando en esa dirección. Pero no será el Ejecutivo rumano quien los ponga sobre la mesa. No después de su complacencia con un voto popular que podría haber consagrado la homofobia en la Constitución rumana, como ya ocurrió en su momento en Croacia, o como estuvo cerca de ocurrir en Eslovaquia.

Cabría espera, sin embargo, una especie de efecto bumerán en una política europea en la que cada vez tienen más voz unas fuerzas de ultraderecha que, pese a seguir siendo por lo general minoritarias, a menudo logran monopolizar el debate público, marcar la agenda y arrastrar hacia la derecha radical a las formaciones conservadoras más moderadas. En ese contexto, los actores del ecosistema europeo se van a ver obligados a tomar una postura clara en el marco de los ataques a los valores europeos. Cada vez de manera más firme, la Comisión sostiene que los derechos LGTBI son derechos humanos que deben ser defendidos y promovidos por la Unión. El reciente encontronazo entre 19 países europeos y las posiciones diplomáticas homófobas y tránsfobas de Hungría y Polonia pone de manifiesto que, además de Bruselas, son muchas más las capitales que están dispuestas a dar la cara por unos derechos que tardaron décadas en conquistarse, y que, incluso en aquellas jurisdicciones más protectoras, aún están lejos de garantizar una igualdad real.

No, la UE no puede hacer mucho, en términos legales, en materia de derechos LGTBI, ya que las competencias concernidas corresponden mayoritariamente al ámbito nacional. Pero, en el campo de batalla político, tanto las instituciones comunitarias como los Estados miembros pueden tomar partido, demostrar que hay una alternativa al populismo que abandera el odio. No esperen ver a las autoridades rumanas tomando la bandera arcoíris por estandarte, pero cuenten con que en los próximos meses habrá momentos para que cada gobierno tenga que jugar sus cartas. Y, aunque sea por corrección política, aunque sean meras formalidades, tan lejanas de la dolorosa realidad cotidiana de la violencia y la discriminación, habrá –pequeñas– derrotas de la homofobia. Casi imperceptibles. De esas que solo la Historia, a largo plazo, es capaz de registrar.

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