¿Quién teme a lo queer? – Palabras que piensan (o fantasmas pese a todo)

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

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El ser que puede ser comprendido es lenguaje

Gadamer

¿Somos capaces de resignificar? ¿Cuándo una palabra cargada de pensamiento modulador, de significado, pierde su memoria y (re)dirige su acción performativa? ¿Ocurre efectivamente alguna vez, o siempre quedará el rastro? Hay un fantasma que recorre nuestro contexto pragmático y, como lo hiciera aquel de la Europa marxista, lo encontramos hoy en (aparentemente feliz) equilibrio interpretativo. Sontag nos dijo en sus célebres diarios que “nada no es interpretado”, es decir, que no hay elemento legible que sea mera lectura, y que todo cuerpo/objeto será sometido a la interpretación, será palabra interpretada (traducida, si se prefiere) según parámetros propios, ajenos, sociales, estructurales, intuitivos, fallidos, eficaces, fugitivos quizá, contingentes en suma. Si somos cuerpos ahí, puestos en contexto y disponibles para lectura, somos palabra. Si somos palabra somos carga, pensamiento y memoria. La palabra se interpreta. La palabra es, por tanto, necesariamente errónea. Actuamos mediante significados en disputa, cuya memoria recoge el pasado, estructura el presente y orienta posibles futuros. Somos palabras en movimiento, somos fantasmas pese a todo.

Cuando Butler habla sobre el fenómeno de resignificación queer, señala que ni el poder ni el discurso renuevan por completo su peso, como podría imaginarse desde una utópica reorientación radical. Y pregunta:

“¿Cómo es posible que los efectos aparentemente injuriosos del discurso lleguen a convertirse en recursos dolorosos a partir de los cuales se realice una práctica resignificante? No se trata de comprender solamente cómo el discurso agravia a los cuerpos, sino de cómo ciertos agravios colocan a ciertos cuerpos en los límites de las ontologías accesibles.”

Es decir,  no se trata sólo de de asumir el riesgo de habitar el margen, sino de caer en un “fuera” del texto, en el otro lado de lo entendible.

El hecho de disputar un significado coloca nuestro cuerpo en perpetuo instante de peligro, en equilibrio ambivalente entre posibilidades; entre las que si bien se encuentra la orientación política hacia la que deseamos dirigirnos, la imposibilidad radical de habitar ese espacio también existe. Con esto no señalo (nada más lejos) que debamos asumir lo queer sin sus múltiples problemas, como lo lejano de su propia carga, de la mano de la muchas veces asunción acrítica de la teoría hegemónica anglosajona. Desde luego la propia palabra “queer” no contiene un rastro simbólico igualmente eficaz para un contexto hispanohablante, y cabría cuestionarse si lo hemos adquirido cuando era ya de facto un “chic cultural” (académico al menos, y elitista en ocasiones) siguiendo la expresión de Preciado. Ninguna situación es comparable, y no se trata de eso, pero sí es cierto que por mucho que a ciertos sectores del activismo y pesos de la intelectualidad patria les merezca poco respeto (ya daremos ejemplos en otra ocasión) hay que reconocerle a lo queer el impacto en la praxis deconstructiva del lenguaje (y en conceptos nucleares como “identidad” o “categoría”) que ha tenido y tiene en nuestro cotidiano. Es modelo probable, si se quiere, modelo de posibilidad o acceso al tránsito lingüístico, a lo híbrido y su consecuencia destructiva, del actuar y de hecho (des)hacer el lenguaje que, si bien nos hace legibles como señaló Gadamer, también nos recluye o expulsa a lugares ignotos de invisibilidad. Si nos cuestionamos sobre la posibilidad de resignificar los elementos del dolor, y sobre la probabilidad de gestionar su memoria para redirigirlos a orientaciones liberadoras, lo queer apunta un itinerario enormemente interesante en tanto indaga, precisamente, en el concepto mismo de probabilidad como espacio habitable desde el que escribir nuestro relato. Y dado que los humanos, en las bellas palabras de Gopegui, no somos sino probables, parece adecuado como mínimo prestar atención a esta teoría/práctica a la hora preguntarnos sobre el futuro.

Lo queer puede ser quizá mero ejemplo, mapa de (des)lectura contra la tendencia a universalizar, que anime a comprender la desorientación como lugar y la posibilidad de indiferenciarse de las definiciones. Si bien sabemos que esa indefinición nos fuerza en ocasiones a la violencia, también sabemos que es liberadora y que puede generar colectividades y alianzas otras de cuerpos indiferenciados de la norma, y no basadas en esencias categóricas.

No se trata tanto de asumir lo queer sin ambages, y mucho menos sin cuestionar una vez más sus problemas, sino de comprender que el discurso está siempre en tránsito interpretativo. Y volver entonces a la pregunta: ¿Somos capaces de resignificar? Siempre habitaremos la palabra en su extensión memorial, en su huella pasada y en su signo futuro, de puntillas sobre el presente interpretado. La narrativa cultural tiene una fuerza arrolladora que empuja el relato en una dirección (una “Gran Voluntad”, que nos diría Rodrigo García Marina) y es verdad que tenemos la sensación, implacable en muchas ocasiones, de imposibilidad de contrariar esa fuerza volitiva, esa dirección del texto. ¿Somos capaces de generar un nuevo diccionario, o tenemos que actuar según los rastros y tratar (¡tratar!) por todos los medios de ganar la batalla de la resignificación?

Habitar, como habitamos, el rastro narrativo, nos coloca como equilibristas en un lugar de permanente ambivalencia. Lo único cierto es que somos sujetos del resto, transmisores del discurso (y su fantasma, pese a todo). Y nuestra práctica diaria, nuestra acción equilibrista supone, quizá, una caída en la frondosidad inexplorada del lenguaje que haga reconocibles con el tiempo nuevas formas de subjetivación, nuevos parámetros para la interpretación y la existencia. Es un riesgo inevitable que corremos, siempre, los testigos del relato, los cuerpos ahí.

 

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