¿Llegaremos a tiempo?

Por Violeta Lanza (@LanzaVioleta)

«Aquella aldea gallega, hoy»

Mi abuela, que nació y creció en una aldea gallega, pasaba gran parte de los veranos de su infancia paseando con sus hermanas. Las vecinas no solían acercarse a ellas porque hacían algo que nunca antes habían visto allí: se ponían pantalones. Las vestía su madre, y era común que una mujer llevara pantalones donde ella había nacido, en el lado francés de la frontera con los Pirineos. Pero las mujeres aún no se ponían pantalones en aquella aldea, y por hacerlo mi abuela y sus hermanas eran consideradas raras.

Pasó poco tiempo hasta que los habitantes de la aldea dejaron de mirarlas mal. Los prejuicios son así. Aunque en un momento dado parecen justificados, en realidad son débiles y por eso terminan desapareciendo. Hoy nos resulta absurdo que les pareciera antinatural el hecho de que una mujer lleve pantalones. Pero así era. En realidad no sólo no tiene nada de malo, sino que hacerlo tiene ventajas como pasear sin preocupación por las ortigas o montar en bicicleta cómodamente. Por eso llegó un momento en el que mi abuela y las demás chicas de la aldea pudieron ponerse pantalones sin temor al rechazo. Cualquiera que pase hoy por allí verá que casi todas las mujeres los llevan.

Mi abuela llegó a tiempo de ponerse pantalones, pero hubo muchas otras cosas para las que no llegó a tiempo. Un verano 70 años después de aquellos en los que paseaba con sus hermanas, ella y yo estábamos hablando en la cocina de su casa. Se me ocurrió hacerle una pregunta: “Abuela, cuando eras pequeña, ¿qué querías ser de mayor?”. La respuesta a mi pregunta fue un gesto de desconcierto. Caí en la cuenta: a mi abuela nadie le había preguntado, cuando era pequeña, lo que quería ser de mayor. Las mujeres se casaban y hacían el trabajo doméstico. Era impensable que escogieran una vida profesional.

Hoy nos parecen absurdas las justificaciones que se daban al hecho de que las mujeres no pudieran elegir una vida laboral. Realmente creían que las mujeres son menos capaces, o que es necesario que uno de los dos miembros de la pareja se quede en casa para poder sostener la economía familiar. Realmente lo creían, pero en realidad estos argumentos no son sólidos y por ello terminaron despareciendo.

Lo dramático de los prejuicios es que aunque son débiles, al mismo tiempo tienen un poder inmenso sobre nosotros. Hasta que desparecen, mientras están vigentes, condicionan nuestra vida de manera inescapable. Mi abuela podría haber sido tantas cosas si hubiera nacido cuando yo nací. Pero no las fue. No llegó a tiempo. Vivió en un contexto cargado de prejuicios acerca de lo que corresponde hacer a cada género. Ese verano, 70 años después de sus paseos con sus hermanas, ella y yo estábamos hablando en la cocina y no en su despacho. Un despacho que de haber existido podría haber contenido libros que habría publicado, informes que habría escrito, carpetas llenas de papeles de las reuniones que habría preparado como científica, escritora o tantas otras. Pero estábamos en la cocina y no en su despacho porque no había hecho nada de eso.

Hace 70 años las vecinas criticaban a mi abuela por llevar pantalones. Les resultaba antinatural, aberrante. Hoy, es impensable que un hombre se ponga una falda. Resulta antinatural, aberrante. Hoy, si naces con pene tienes que identificarte como hombre, no puedes identificarte con otro género o con ninguno. Tienes que llamarte Juan, Jaime o David, pero no puedes llamarte Marta, Luisa o Laura. Tienes que llevar el pelo corto, no ponerte maquillaje. Lo contrario es antinatural, aberrante.

Como resultado de los prejuicios que hoy siguen limitando la noción de género, todas las personas que no se ajustan a ella sufren inmensamente. Ya se trate de personas transexuales, personas no binarias o tantas otras. Hoy muchas de ellas tienen que renunciar a algo tan esencial como su identidad. De lo contrario tendrán inmensas dificultades para encontrar trabajo y se arriesgarán a ser rechazadas incluso por sus seres queridos. Si hubieran nacido dentro de 100 años podrían vivir, libres de prejuicios acerca de su nombre, su ropa, su cuerpo, su identidad. Pero no han llegado a tiempo.

Nuestras vidas discurren en la tensión entre el tiempo que nos ha tocado vivir y un tiempo futuro en el que los prejuicios que nos condicionan se habrán derrumbado. Puede resultar insoportable el dolor de saber que tantas vidas han sido frustradas, y siguen siéndolo, sencillamente porque no llegaron a tiempo. Pero el dolor no puede paralizarnos. Los prejuicios no se derrumban solos. Somos nosotros quienes los derrumbamos. No es necesario liderar todo un movimiento. Bastan los pequeños gestos, que en realidad marcan diferencias abismales. Un post en Facebook a favor de una causa, no permitir un comentario sexista o LGBTfóbico por parte de un amigo, compartir nuestra propia orientación sexual o identidad de género -allí donde sea seguro- para transformar mentalidades.

Quizá los prejuicios que es más necesario superar no son los ajenos, sino los propios. Los habitantes de la aldea de mi abuela daban por sentado que las mujeres no se podían poner pantalones, o que no podían trabajar fuera de casa. Del mismo modo, cada uno de nosotros damos por sentado normas que hemos interiorizado, cuya justificación en realidad es débil y que sólo causan sufrimiento a otros. Si no pasa nada porque una mujer se ponga pantalones, ¿por qué es malo que un hombre se ponga falda? ¿Por qué es un problema que alguien cambie su nombre de Pepe a Marta? Podemos examinar bajo una mirada crítica nuestras creencias, y negar validez a las que sólo generan sufrimiento bajo una falsa apariencia de solidez.

¿Llegaremos a tiempo? Sólo si nosotros mismos, entre todos, traemos ese tiempo libre de prejuicios.

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