Ella lo inspiró; yo lo respiro

Por Sara Levesque

 

Hoy hay un señor en el metro con aspecto de no tener trabajo. Lo primero que pienso de él es que será un artista aficionado. Lleva el pelo cortado casi al cero, pero le distingo las entradas. Las gafas se le aguantan a duras penas sobre una nariz enrojecida. Calculo que cargará unos cuarenta años de esclavitud encima, condena arriba, condena abajo. Lleva una mochila que no es de marca, y ropa no muy maltratada. Cobija sus pies en unas botas de montaña que parecen haber ansiado más cimas de las que podían subir. Va abrigado con nada más que una camisa vaquera grisácea. Parece cansado de la vida, o como si la vida se hubiera cansado de él.

Yo estoy de pie al final del vagón, él va sentado en el suelo. A veces me mira. También al resto de pasajeros. Escribe en un cuaderno con un pilot fuertemente agarrado con tres dedos, como si ese fuera su último instrumento de trabajo, la última oportunidad laboral que le quede y temiera que se le escapase. Yo hago lo mismo que él: emborrono el libro que estoy leyendo con un lápiz casi consumido, con mi mala y preciosa letra. Me pregunto si le llamaré tanto la atención como para escribir sobre mí, como estoy haciendo yo con él.

Parece un artista asimétrico. Una de esas personas que cierra todos los bares, recordando la victoria de su propia existencia, cuando le conocían y era número uno en ventas. Ahora, parece que no le queda más remedio que tirarse a una rubia detrás de otra, bebiendo sin sed. Durmiendo sin sueño. Los días dorados pasaron a mejor vida mientras él ansía oxígeno en la peor cara de la moneda hasta que se canse de respirar. A este virtuoso, ahora miembro de la bajeza, parece que solo le quedan sus propias mentiras, que solo le aguantan sus viejas traiciones.

Me hace recordar el tremendo discurso que redacté para leer en el funeral de mi primera novela, en los crudos momentos en que pensaba que jamás sería publicada:

Estamos aquí reunidos, en una gélida mañana, para decir adiós a una novela que, aunque desconocida, llegó a ser muy querida por sus artistas más cercanos: Ramón y yo misma. Fue asesinada cruelmente a manos del «no» editorial. Sus restos yacen ahora entre tantos manuscritos manoseados, consumidos, olvidados, despojados, desterrados…

Más gélida es la ausencia de esta obra en el mercado. Nunca la veremos expuesta en librerías. Nunca saldrá en los periódicos ––salvo su esquela––. Nunca renacerá en forma de película. Y, por supuesto, sus personajes nunca seguirán el guion de su versión teatral.

Tus horas de esfuerzo, tinta sobre papel, tecleos de madrugada y cigarros sin fin te echarán de menos. La autora pide discreción y que se rece una oración por los editores, para que aparten el dinero de su mente y aprendan a descubrir la importancia de la esencia artística.

Luz a la luz. Tierra a la tierra. Cenizas al cenicero. Y polvo tras polvo.
Hasta siempre, Bohemia.
Descansa En Paz.

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