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Una detrás de la otra

Por Sara Levesque

 

Tropecé con todos los peldaños. De callar tengo carraspera. He amado a la misma mujer muchos años. Me hubiese gustado que, a tiempo, lo supiera.

Hubiese sido mejor arriesgarnos y fallar que seguir soñándonos entre vacilaciones, imaginando un mañana a su lado sin que esté ella, en realidad. En los espacios vacíos es donde más la veo. En una charla de bohemios, cuando más la escucho. Y en los pellizcos de una llovizna, donde más cerca la siento. Y aunque mi corazón, a estas alturas de hojalata, me siga latiendo desconfiado, no puede evitar sentirse feliz porque una vez tuvo cerca su calor. Fue bonito cuando nos terminábamos las frases que dejábamos a medias. Y que, a veces, no acabásemos ni la primera palabra porque hablábamos con las pupilas. Quería quedarme a pasar las noches en su mirada y verla amanecer. Pelearnos por el lado de la cama y llegar a un acuerdo a través de un atajo: ella encima y yo debajo. Mi musa (no) tiene la culpa de que siga fantaseando con poder cumplir nuestras viejas promesas algún día. El día en que aún le asome por la sonrisa un pedacito del amor que nunca cumplimos.

Y llegó el día que, en realidad, era mi mejor sueño. Abrí la boca y salieron las palabras en su dirección.
—Me gusta tu sonrisa.
—Gracias, es una cicatriz. Deberías haberla visto en sus mejores días.
—Tranquila. Todos cometemos terrores.

Con esta conversación tan escueta me di cuenta de que empecé a sanarme de la herida con que suicidé mi corazón durante tantos años. He descubierto que descalza soy mucho más alta. Sin maquillaje estoy mucho más guapa. Sin el ceño fruncido brilla más mi mirada. Si no grito, me escucharás mejor. Y sin ropa, soy más auténtica.

Necesité siete años para dejar de ponerme unas gotas de perfume en las muñecas y el cuello. Una fragancia que me recordaba bastante a la suya, con ese peculiar aroma tropical y sensual. Siete años para dejar de meterme en la cama, apagar la luz y hacerle el amor a distancia, como tantas veces desde que nos conocimos. Siete años para que mis dedos no mutaran en su tacto ––la pasión es la suma de dos personas que se cruzan por el camino; ella era mi pasión––. Siete años para no volver a explotar de puro gozo, empapando de lujuria la sábana y, por ende, todo el dormitorio. Siete años para sobrevivir al asfixiante olor a fantasía. Siete años para dejar de mentirme en la cama.

Necesité siete años para confesarle lo que escondía. Me alegro de haberlo hecho, aunque ahora no quiera saber nada. Huyendo de mí como si sufriera de peste y no de amor, aunque sea un amor que ya apesta. Creo que, a veces, es bueno ser sincero. Así se puede meditar desde otra perspectiva, hacer cambios y seguir adelante. Avanzando sin tropezarte con tus propios pies en los errores pasados.

Sin tener ni idea, ideo algo de lo que sea. Sea más fácil o difícil, difícilmente puedo evitarlo. Evitar lo mismo de siempre. Siempre pensando en sus piernas sin fin. Fingiendo que ya no duele, duele más que si lo admito. Admito que fui una cobarde que ardía, ardía en deseos de no volver a callar. Callarme sería un gran error, error que no pienso permitir. Permitir a mi vergüenza irse, irse a un mundo mejor. Mejor me voy con otra, otra que me sonría. Sonriéndonos, miro de rebote su foto. Fotofobia me provoca aquel instante nuestro. Nuestro mundo pasó a mejor vida. Vida pasada que ya no temo. Temo pocas cosas ya. Ya ves lo que cambian esas hostias del ayer. Ayer pensaba en nosotras. «Nosotras» hoy se ha alterado gracias a otra. Otra mujer por la que soñar. Soñar sin miedo a provocar un nuevo nudo en mí. Mi única duda es si le queda mejor el pelo largo o corto. Corto de raíz con todo aquello. Aquello que me anulaba ahora me aprueba. A prueba quedo con todas las mujeres que surjan a partir de ahora. Ahora deseo estar feliz con una; una detrás de otra.

 

© Sara Levesque

 

Ella lo inspiró; yo lo respiro

Por Sara Levesque

 

Hoy hay un señor en el metro con aspecto de no tener trabajo. Lo primero que pienso de él es que será un artista aficionado. Lleva el pelo cortado casi al cero, pero le distingo las entradas. Las gafas se le aguantan a duras penas sobre una nariz enrojecida. Calculo que cargará unos cuarenta años de esclavitud encima, condena arriba, condena abajo. Lleva una mochila que no es de marca, y ropa no muy maltratada. Cobija sus pies en unas botas de montaña que parecen haber ansiado más cimas de las que podían subir. Va abrigado con nada más que una camisa vaquera grisácea. Parece cansado de la vida, o como si la vida se hubiera cansado de él.

Yo estoy de pie al final del vagón, él va sentado en el suelo. A veces me mira. También al resto de pasajeros. Escribe en un cuaderno con un pilot fuertemente agarrado con tres dedos, como si ese fuera su último instrumento de trabajo, la última oportunidad laboral que le quede y temiera que se le escapase. Yo hago lo mismo que él: emborrono el libro que estoy leyendo con un lápiz casi consumido, con mi mala y preciosa letra. Me pregunto si le llamaré tanto la atención como para escribir sobre mí, como estoy haciendo yo con él.

Parece un artista asimétrico. Una de esas personas que cierra todos los bares, recordando la victoria de su propia existencia, cuando le conocían y era número uno en ventas. Ahora, parece que no le queda más remedio que tirarse a una rubia detrás de otra, bebiendo sin sed. Durmiendo sin sueño. Los días dorados pasaron a mejor vida mientras él ansía oxígeno en la peor cara de la moneda hasta que se canse de respirar. A este virtuoso, ahora miembro de la bajeza, parece que solo le quedan sus propias mentiras, que solo le aguantan sus viejas traiciones.

Me hace recordar el tremendo discurso que redacté para leer en el funeral de mi primera novela, en los crudos momentos en que pensaba que jamás sería publicada:

Estamos aquí reunidos, en una gélida mañana, para decir adiós a una novela que, aunque desconocida, llegó a ser muy querida por sus artistas más cercanos: Ramón y yo misma. Fue asesinada cruelmente a manos del «no» editorial. Sus restos yacen ahora entre tantos manuscritos manoseados, consumidos, olvidados, despojados, desterrados…

Más gélida es la ausencia de esta obra en el mercado. Nunca la veremos expuesta en librerías. Nunca saldrá en los periódicos ––salvo su esquela––. Nunca renacerá en forma de película. Y, por supuesto, sus personajes nunca seguirán el guion de su versión teatral.

Tus horas de esfuerzo, tinta sobre papel, tecleos de madrugada y cigarros sin fin te echarán de menos. La autora pide discreción y que se rece una oración por los editores, para que aparten el dinero de su mente y aprendan a descubrir la importancia de la esencia artística.

Luz a la luz. Tierra a la tierra. Cenizas al cenicero. Y polvo tras polvo.
Hasta siempre, Bohemia.
Descansa En Paz.

Azul, azul

Por Sara Levesque

 

—Me gusta el color de tu camiseta —me dijo una vez.
—Gracias. A mí el de tus ojos —respondí.

No sé si fue el color de sus ojos o el de su sonrisa, o la luz del atardecer, que como iba a llover me inundó de coraje por si el agua se tragaba el mundo con nosotras dentro. Pero con esa atmósfera alternativa, lo que me pedía el cuerpo era besarla hasta que nuestros labios fuesen uno solo. Y que fuera lo que tuviera que ser. Como la vez que nos fuimos de escalada.

Soy muy selectiva. Me atraen ciertos peligros. El alpinismo. El buceo. Trepar hasta la profundidad de su alma…

The Nose imponía.

Su perfil era enorme y poderoso. De lejos parecía una gigantesca nariz. Una tocha infinita. La montaña más lisa, preciosa y peligrosa que he visto. Como ella. Con su pelo desorganizado, también era preciosa. Y peligrosa. Como la montaña.

A solas en la explanada, decidimos tumbarnos sobre el césped. Frondoso. Mullido. Me hacía recordar partes del cuerpo que no vienen a cuento. La miré de reojo. Tenía la vista alzada al cielo. Hacia el horizonte. El maldito horizonte que tanto le complacía. Era tan eterno… El condenado horizonte…

Quería empezar la escalada, pero la hipnótica figura de mi musa me impedía sacarle los ojos de encima. Entonces, se giró y me besó en la mejilla. No me lo esperaba, a veces era desconcertante. Como si su pensamiento fuese «te quiero cuando a mí me dé la real gana».

Yo fui tan idiota que acepté. Toqué su camiseta turquesa pensando que estaría mejor sin ella, queriendo de repente escalar su peligrosidad en vez de la de la montaña.

The Nose, con su roca lisa, infinita hasta el malvado horizonte, había desaparecido. El tiempo se detuvo con nosotras a sus costados. Deseaba abrazarle los labios y sentir su textura mientras dejábamos en el olvido el tiempo perdido. Me aproximé más a ella sin soltar su camiseta, la única textura a la que tenía acceso. Busqué sus ojos, intentando descifrar su expresión. Sonreír con menos miedo de lo normal. Me acerqué aún más, dispuesta a precipitar mi lengua por el acantilado de su abismal boca.

Sin esperarlo, se separó y correteó con los pantalones rebosantes de raquíticas briznas de hierba a ponerse el material, dispuesta a comenzar la ascensión. Su impulsividad me dejaba perpleja. Una vez más. La observé con la boca abierta, con cara de tonta.

Delante de mí, el azul de su camiseta. Arriba, el azul del absurdo horizonte. Y ella, con el paisaje, si se desnudara formaría el conjunto ideal para que Reverón la incluyera en su Período Azul.

Corría muy rápido. Saltaba, volaba con su encantadora forma de mirar al cielo con los brazos abiertos, como Heidi.

Adoraba pillarla mirando el puto horizonte…

Y es que, a veces, he sentido cierta esperanza por minucias. Ganas de acelerar esa parte para revivir una apagada ilusión. Olvidé decirle que soy un desastre, que no me ignorase más, esto no fue ficción. Pasé mucho tiempo viendo las estrellas destellando. Plateadas lágrimas de mis luceros al suelo, sintiéndome sin querer, como un poeta soñando…

© Sara Levesque

 

Raras

Por Sara Levesque

 

Soy rara. Mi musa también. Era tan rara como yo. Dos extrañas en un mundo a la par que nosotras.

Llovía y era la excusa perfecta para acordarme de ella. En realidad, no precisaba motivos.
Me hechizaba la lluvia casi tanto como me hechizaba ella. Las nubes maquillaban de gris el día. Y ese sigue siendo mi color favorito. Porque se sale de lo común. Porque no le agrada a todo el mundo. Como la lluvia. Como ella. Como yo. Y la hora de la siesta, en la que mejor me encuentro. Aunque no para dormir.

Me encantaba que, cuando coincidía que tocaba reposar la comida y chispeaba, nosotras aprovechemos esa pausa de relax para repartir nuestras huellas por la ciudad mientras los de los demás dormían.

Ese peculiar halo era el lienzo perfecto para dibujar mi cuerpo enredado con el suyo. Cualquier día me servía para dar un paso y atreverme a besar su cuello infinito, esnifando el aroma de sus cabellos. Cogerle de la mano, irnos juntas a casa, trazar una ruta en nuestras pieles y amarnos con música de chaparrón de fondo. Después de hacer el amor, lo desharíamos para volverlo a hacer. Solo para que la rutina no se nos comiera. Devorarnos entre nosotras sería más que suficiente. Casi como sucumbir al sadismo. Porque todo es soñado por mi enamorada mente con forma de su corazón. La luz que iluminó mi oscuridad es que ella fuera tan rara como yo.

Cualquier día me servía para estar con ella, excepto los viernes. Los viernes procuraba no verla. Procuraba estar a solas con su recuerdo. El viernes era mi día. Pienso que primero debes aprender a estar contigo mismo para saber convivir con los demás. Como la mayoría de escritores, me gusta estar sola. Sé estar sola. Pero los viernes necesitaba estar sola.
Quería llegar a casa anocheciendo, apenas cenar, fumarme un cigarro, escribir sobre ella, beberme una copa, asomarme a la ventana, odiar el amor que le tenía, soñarla un poquito, meterme en la cama, follarla un muchito, echarla de menos y dormirme sin más. Le dije que los viernes procuraría no verla. Prefería imaginarla. Tan firme fui con ese planteamiento que me concedió encantada todos los viernes del calendario y los seis días restantes, por si me eran necesarios. Fue la generosidad más cruel que alguien me ha entregado en la vida.

A pesar de ello, lucía preciosa en todo su esplendor. Lucía preciosa con su vestido de rayas. Adoré su cuerpo y su pelo así, estrambótico, libre, sin atusar, como incoherente. Era su estilo. Me encantaba que nos mintiéramos al oído sobre cómo el tiempo no nos había rozado, ni mucho menos cambiado. Lucía preciosa bajo la luz del atardecer que, como iba a diluviar, era peculiar. Se me antojaba dulce y plena. Y cuando le cotilleaba el perfil, entendía que su silueta era mejor que cualquier escultura de un gran artista. Lucía preciosa en el escenario cuando me buscaba desde sus ojos, tan expresivos como la luna, y en esa mirada distinguía el brillo de su calor. Porque a su lado, hasta por las noches sonreía el sol. Lucía preciosa en esta vida. ¿Y sabes por qué, Lector? Porque su curva más provocadora, la que más me excitaba, de la que siempre quería averiguar su sabor no era la de su delantera, ni la de sus posaderas, ni siquiera la más cóncava de su cuerpo. No. Era su sonrisa. Un día le pedí que aprendiera a cuidarla para que siguiera siendo curva, no fuera que se le olvidase hasta acabar perdiéndose en una recta infinita. No se le olvidó. Tampoco recordó lo hermosa que era la vida para mí cuando ella le sonreía a los días.

© Sara Levesque