Azul, azul

Por Sara Levesque

 

—Me gusta el color de tu camiseta —me dijo una vez.
—Gracias. A mí el de tus ojos —respondí.

No sé si fue el color de sus ojos o el de su sonrisa, o la luz del atardecer, que como iba a llover me inundó de coraje por si el agua se tragaba el mundo con nosotras dentro. Pero con esa atmósfera alternativa, lo que me pedía el cuerpo era besarla hasta que nuestros labios fuesen uno solo. Y que fuera lo que tuviera que ser. Como la vez que nos fuimos de escalada.

Soy muy selectiva. Me atraen ciertos peligros. El alpinismo. El buceo. Trepar hasta la profundidad de su alma…

The Nose imponía.

Su perfil era enorme y poderoso. De lejos parecía una gigantesca nariz. Una tocha infinita. La montaña más lisa, preciosa y peligrosa que he visto. Como ella. Con su pelo desorganizado, también era preciosa. Y peligrosa. Como la montaña.

A solas en la explanada, decidimos tumbarnos sobre el césped. Frondoso. Mullido. Me hacía recordar partes del cuerpo que no vienen a cuento. La miré de reojo. Tenía la vista alzada al cielo. Hacia el horizonte. El maldito horizonte que tanto le complacía. Era tan eterno… El condenado horizonte…

Quería empezar la escalada, pero la hipnótica figura de mi musa me impedía sacarle los ojos de encima. Entonces, se giró y me besó en la mejilla. No me lo esperaba, a veces era desconcertante. Como si su pensamiento fuese «te quiero cuando a mí me dé la real gana».

Yo fui tan idiota que acepté. Toqué su camiseta turquesa pensando que estaría mejor sin ella, queriendo de repente escalar su peligrosidad en vez de la de la montaña.

The Nose, con su roca lisa, infinita hasta el malvado horizonte, había desaparecido. El tiempo se detuvo con nosotras a sus costados. Deseaba abrazarle los labios y sentir su textura mientras dejábamos en el olvido el tiempo perdido. Me aproximé más a ella sin soltar su camiseta, la única textura a la que tenía acceso. Busqué sus ojos, intentando descifrar su expresión. Sonreír con menos miedo de lo normal. Me acerqué aún más, dispuesta a precipitar mi lengua por el acantilado de su abismal boca.

Sin esperarlo, se separó y correteó con los pantalones rebosantes de raquíticas briznas de hierba a ponerse el material, dispuesta a comenzar la ascensión. Su impulsividad me dejaba perpleja. Una vez más. La observé con la boca abierta, con cara de tonta.

Delante de mí, el azul de su camiseta. Arriba, el azul del absurdo horizonte. Y ella, con el paisaje, si se desnudara formaría el conjunto ideal para que Reverón la incluyera en su Período Azul.

Corría muy rápido. Saltaba, volaba con su encantadora forma de mirar al cielo con los brazos abiertos, como Heidi.

Adoraba pillarla mirando el puto horizonte…

Y es que, a veces, he sentido cierta esperanza por minucias. Ganas de acelerar esa parte para revivir una apagada ilusión. Olvidé decirle que soy un desastre, que no me ignorase más, esto no fue ficción. Pasé mucho tiempo viendo las estrellas destellando. Plateadas lágrimas de mis luceros al suelo, sintiéndome sin querer, como un poeta soñando…

© Sara Levesque

 

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