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Por qué las mascarillas son el fracaso de la respuesta contra la pandemia

Antes de la pandemia de COVID-19, los científicos llevaban años alertando de que la pregunta no era si volveríamos a sufrir una gran epidemia global como las de tiempos pasados, sino cuándo. Quienes nos dedicamos a contar la ciencia recogíamos y explicábamos aquellos avisos de los expertos. Y sí, aquellos artículos se leían con interés; algunos los leían con interés. Pero incluso en estos se notaba que no lo entendían como la certeza que se pretendía transmitir que era, sino como una amenaza abstracta, vaga y lejana. Como que el Sol se apagará algún día, o que un asteroide como el que liquidó a los grandes dinosaurios acabará haciendo una nueva carambola con nosotros. O como esas advertencias de las madres que nunca nos tomamos del todo en serio, «ponte un abrigo que vas a coger frío», «como sigas así vas a acabar…».

Es por esto que una de las cosas más sorprendentes durante el primer tsunami de la pandemia fue leer y escuchar todos aquellos «no puede estar pasando», «nunca nos lo habíamos imaginado», «esto parece una película»… (por no hablar ya de los que aún siguen pensando que esto no ha pasado). ¿Dónde estaba metida esta gente cuando los científicos alertaban de lo que iba a caernos encima? Es cierto que, antes de esta pandemia, ningún medio de comunicación abría jamás su portada o su informativo con estas noticias. Al fin y al cabo los medios son un reflejo de la sociedad, y por ello siempre se han ocupado más de las cosas que realmente importan a la sociedad, como si tal político le da la mano o un abrazo a tal otro con el que está peleado. La posibilidad de que una pandemia borrara de la faz de la Tierra a buena parte de una generación de abuelos y a muchas otras personas no podía competir con lo que dice un político con veinte micrófonos delante.

Sobre todo cuando estos mismos políticos también vivían osadamente ignorantes de ese riesgo. Osadamente porque, como conté aquí en pleno confinamiento de marzo de 2020, desde hace años la Organización Mundial de la Salud (OMS) mantiene una herramienta de autoevaluación denominada SPAR (IHR State Party Self-Assessment Annual Report) para que los países valoren sus propias capacidades en materia de las Regulaciones Internacionales de Salud (International Health Regulations, IHR), lo que incluye la preparación y respuesta contra epidemias.

Y, según esta herramienta, en 2018 España se consideraba por encima de la media global en 12 de las 13 capacidades. En todas ellas nos poníamos a nosotros mismos una nota de entre 8 y 10: «mecanismos de financiación y fondos para la respuesta a tiempo a emergencias de salud pública», un 8; «función de alerta temprana: vigilancia basada en indicadores y datos», otro 8; «recursos humanos», pues también un 8; «planificación de preparación para emergencias y mecanismos de respuesta», un 10, ahí; «capacidad de prevención y control de infecciones», otro 10. Por qué no, si uno se pone su propia nota.

La única capacidad en la que España bajaba del notable y se equiparaba a la media global era en «comunicación de riesgos», un 6. Aunque si un 6 se entiende como un «bien» en este caso también nos estábamos sobrevalorando, es evidente que en las otras capacidades mencionadas nuestra percepción de nosotros mismos distaba de la realidad en una magnitud poco menos que galáctica, como han demostrado los hechos: España ha sido uno de los países más duramente castigados por la COVID-19, con la cuarta mayor mortalidad general del mundo (en tasa de muertes por infecciones, IFR) y también la cuarta mayor mortalidad del mundo descontando la influencia de la pirámide poblacional, según un gran análisis publicado en febrero en The Lancet.

Pero cuidado: quienes tanto han aprovechado estos datos para culpar a un gobierno concreto o a un color político concreto, ¿dónde se manifestaban antes de la pandemia alertando de que, en caso de un desastre semejante, este país estaba abocado a un naufragio sanitario apocalíptico? ¿Cuándo presentaron quejas, iniciativas o propuestas para mejorar nuestra preparación contra epidemias y corregir ese inmenso desfase entre nuestra percepción de la realidad y la realidad? La preparación contra una pandemia no se improvisa. La catástrofe que hemos sufrido no es solo achacable a un gobierno concreto, estatal ni autonómico, sino a todos los que anteriormente han pasado por la poltrona sin preocuparse lo más mínimo por esa barbaridad que decían los científicos, siempre tan alarmistas. Han sido años y años de ignorancia e inacción. Que hemos pagado con creces.

Y por cierto, quien sí alertó de todo ello hasta la afonía antes de la pandemia fue la OMS. Ese organismo al que tanto desdeñan ahora esos mismos que nunca quisieron escuchar lo que decía cuando alertaba sobre lo que nos iba a caer encima, sin que a nadie pareciese importarle.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero, en fin, el pasado no puede cambiarse. No existe el condensador de fluzo, ni el DeLorean, ni Marty McFly. Lo que sí podemos es trabajar en el presente para cambiar el futuro. Porque ahora ya sabemos que la amenaza era real. Hace dos años no podíamos improvisar. Pero entonces podíamos haber empezado a trabajar de cara al futuro.

Y ¿se ha hecho?

A principios de marzo, un grupo de científicos de la London School of Hygiene & Tropical Medicine dirigido por el epidemiólogo Adam Kucharski, una de las voces más autorizadas durante la pandemia, publicaba en The Lancet un comentario bajo el título «Las medidas respecto a los viajes en la era de las variantes del SARS-CoV-2 necesitan objetivos claros». Lo que decían Kucharski y sus cofirmantes era que los gobiernos han estado tomando y destomando medidas con respecto a los viajes, como pasaportes de vacunación, prohibiciones de vuelos, controles en los aeropuertos incluyendo test, aislamientos y cuarentenas, todo ello con «justificaciones débiles», «sin declarar objetivos claros ni las evidencias que las respaldan».

A lo largo de la pandemia han sido innumerables los estudios retrospectivos o de modelización que han mostrado que las restricciones de viajes no han impedido la propagación ni la introducción del virus en unas u otras regiones. Lo que sí han hecho ha sido retrasar lo inevitable. Por ello, Kucharski y sus colaboradores no dicen que estas medidas no sirvan para nada; lo que dicen es que estas medidas deberían entenderse como una solución temporal que «podría proporcionar tiempo a los gobiernos para desarrollar estrategias a largo plazo, como reforzar la vigilancia, el rastreo de contactos, las medidas de salud pública y las campañas de vacunación». Una vez que una variante ha entrado en el país, dicen, «las restricciones de viajes continuadas tendrá un impacto extremadamente limitado en la epidemia local».

Así, lo que los investigadores defienden (y coinciden con lo defendido por muchos otros a lo largo de la pandemia) es que una reacción de urgencia puede incluir restricciones de viajes, pero solo como medidas temporales, como un modo de comprar tiempo mientras se organizan las medidas necesarias de control local. Preparación para el futuro.

Bien sabemos que en este país algunos gobiernos han utilizado los aeropuertos como arma arrojadiza para culpar a otros gobiernos de la situación de la pandemia. Pero esos gobiernos acusadores, ¿han tomado medidas mientras tanto en su región de competencia? Puedo hacer un cherry-picking de datos contando que, cuando llamé al número de teléfono correspondiente para informar de un caso de COVID-19 en mi familia, jamás nadie me llamó de vuelta para hacer un rastreo de contactos. Pero sin cherry-picking, creo que decir que el rastreo de contactos en toda España en general ha sido entre simbólico e inexistente no es alejarse mucho de la realidad.

En resumen, el mensaje es este: existen ciertas medidas que pueden ser desgraciadamente inevitables en un momento determinado, pero que deben entenderse como temporales mientras se trabaja en la puesta a punto de las soluciones definitivas.

Pasemos ahora a otro ejemplo de lo mismo, muy de actualidad, y creo que a estas alturas es fácil adivinar lo que sigue. Después de las lógicas dudas e incertidumbres iniciales sobre el modo de transmisión de la COVID-19, hace ya al menos año y medio que comenzó a perfilarse la transmisión por aerosoles como la vía principal de contagio; rebuscando en el archivo de este blog, creo que fue en septiembre de 2020 cuando escribí aquí que las nuevas ideas clave que se habían instalado ya entre la comunidad científica para controlar la pandemia eran ventilación y filtración.

El peligro está en el aire. Y por lo tanto donde debe actuarse, donde debería haberse comenzado a actuar hace al menos año y medio, es en el aire. No en la cara de la gente.

Al comienzo de la pandemia tampoco estaba claro si las mascarillas eran un modo eficaz de protección, ya que había poca literatura científica al respecto, algo inconsistente, siempre referida a otros virus y normalmente solo a las mascarillas quirúrgicas, ya que las FFP2/N95 apenas se utilizaban en la práctica clínica normal. La urgencia de esta crisis incitó docenas y docenas de nuevos estudios, de los cuales puede concluirse que sí, las mascarillas funcionan, pero no son un salvoconducto contra la infección. En los entornos experimentales y controlados pueden alcanzarse grados de protección muy altos, pero los estudios en el mundo real generalmente muestran que la reducción de riesgo, aunque existe, es relativamente modesta.

Al comienzo de la pandemia aceptamos infinidad de medidas y restricciones porque entonces eran un mal menor, un mal necesario para compensar esa falta de preparación previa. Pero lo hicimos bajo la (ingenua, como se ha visto) creencia de que nos sometíamos a estos males necesarios como medidas de transición mientras se ponían en marcha las soluciones definitivas. En un primer momento no se podía hacer otra cosa. Pero ante el claro consenso científico sobre la transmisión del virus por el aire, esto debería haber llevado a una transformación radical y urgente de los sistemas de calidad del aire en los espacios públicos cerrados: periodo de consultas con todos los expertos y partes, redacción de nuevas leyes, implantación de las nuevas normativas con los periodos de adaptación necesarios, incluso ayudas económicas para hacer frente a los gastos necesarios.

Dos años después del comienzo de una pandemia que ha matado a más de seis millones de personas en todo el mundo según datos oficiales, que podrían ascender a más de 18 millones reales según un reciente estudio en The Lancet, teniendo durante gran parte de este periodo la certeza y la constancia de que el virus se transmite a través del aire, ¿qué ha sido lo que se ha hecho en estos dos años para atajar esa vía mayoritaria de contagio y, de paso, prevenir futuras pandemias similares?

Mascarilla obligatoria. Y que no nos juntemos.

Por si a alguien le sirve de consuelo (es solo un decir), España no es el único país en esta situación. De hecho, puede decirse que al respecto de nuevas legislaciones estrictas sobre calidad del aire en interiores no se ha hecho fundamentalmente nada en ningún otro lugar. Con respecto a EEUU, la situación —la misma que aquí— la resume muy bien este tuit del especialista en infecciosas de Stanford Abraar Karan:

«La dependencia en mascarillas mejores es porque el aire en nuestros espacios cerrados compartidos no es lo suficientemente seguro. El problema para arreglarlo es que la responsabilidad recae sobre el gobierno y los negocios que tienen que pagar para ello. Así que, en vez de eso, dejan que nos peleemos entre nosotros sobre las mascarillas», dice.

Pero sucede que en EEUU al menos ya hay un tímido avance al respecto. El pasado martes, según contaba el Washington Post, la Oficina de Ciencia y Tecnología de la Casa Blanca organizó un evento virtual bajo el lema «Let’s Clear the Air on COVID», «limpiemos el aire de cóvid». La directora de esta oficina, Alondra Nelson, escribía después: «Aunque existen varias estrategias para evitar respirar ese aire —desde el teletrabajo a las mascarillas—, podemos y deberíamos hablar más de cómo hacer el aire en interiores más seguro, filtrándolo o limpiándolo».

En el artículo, firmado por Dan Diamond, los científicos aplauden este movimiento, aunque lamentan la enorme tardanza con la que llega. Como dice David Michaels, de la Universidad George Washington, el aire limpio debe ser una prioridad como lo es el agua limpia.

Y mientras, ¿qué ocurre al sur de los Pirineos?

Lo que ocurre es que, día sí, día no, oímos o leemos a algún especialista en salud pública o medicina preventiva (afortunadamente, otros no piensan así) decir que las mascarillas deberían quedarse al menos en algunos ámbitos, porque no solo la cóvid, sino la gripe, el Virus Respiratorio Sincitial… Que nos acostumbremos a ellas. Que ya son parte de nuestras vidas. Que para siempre.

Las mascarillas son un mal. Las hemos aceptado como un mal necesario por el bien común, durante dos años enteros ya. Millones de niños pequeños ya no recuerdan cómo era vivir sin mascarilla, cómo era ver las caras de sus compañeros y profesores en clase. Más allá del debate político e ideológico, la verdadera discusión no debería ser si se retiran o no se retiran las mascarillas en interiores en función del nivel de riesgo actual o por lo que se esté haciendo en otros países; la verdadera discusión debería ser por qué en un año y medio no se ha avanzado ni un solo paso hacia la solución definitiva para que las mascarillas ya no sean necesarias. Para asegurar que respiremos aire limpio en todos los recintos interiores y no tengamos que vivir con la cara cubierta. Soluciones del siglo XXI, no de tiempos de la Peste.

Singapur marca el camino a la post-pandemia: volver a la vida normal en un mundo con COVID-19

Durante la pandemia de COVID-19, cada uno de los sectores de la sociedad con relevancia en una crisis como esta ha tenido su papel:

Los científicos han buscado respuestas, pero en ciencia las respuestas tardan en llegar, y en muchos casos solo lo hacen pasando por errores y rectificaciones. Mientras el público exigía verdades absolutas, inmutables e inmediatas YA, la inmensa mayoría de los científicos expertos se han mantenido en el papel y en el tono que les corresponde, el de la prudencia, la provisionalidad, el respeto a los datos y algo más, algo que el público tampoco suele entender: la frialdad. Los científicos son humanos. Pero la ciencia es fría, y cuando no lo es deja de ser ciencia.

Los políticos se han mantenido en su papel de no escuchar a los científicos, salvo a aquellos cuyos datos les resultan provechosos para defender sus agendas, haciendo un cherry-picking de los resultados científicos o directamente ignorándolos e inventando los suyos propios, como cuando dicen que sus medidas funcionan sin que exista ninguna constancia científica de ello sino, como mucho, solo una simple correlación sin causalidad demostrada.

Los medios han gozado de tiempos dorados gracias a una conjunción sinérgica entre la ansiedad del público por saber y una mezcla, no siempre equilibrada ni en todos los medios por igual, de noticias veraces, verdades a medias nacidas de la falta de conocimiento y experiencia en la materia, comentarios de opinadores sin conocimiento ni experiencia en la materia, pero con mucha intención política (ver párrafo anterior), y simples fake news.

¿Y el público? Bueno, el público… El público no sabía nada de virus ni epidemias, ni le interesaba lo más mínimo saber nada de ello antes de esta pandemia. Y es comprensible que fuera así. Aunque no muy sensato, dado que esto ha contribuido a amplificar la desinformación. Como experiencia personal, recientemente un conocido que no se dedica a nada relacionado con todo esto, ni sabía nada de mi ocupación, comenzó a disertarme sobre las vacunas de COVID-19. Escuché respetuosamente hasta que tuve que corregirle una de sus afirmaciones, una de esas ideas comunes erróneas. Se me quedó mirando con disgusto para luego afirmar que «todos nos hemos convertido en expertos». Y por incómoda que resultara la situación, tuve que aclararle que algunos ya lo éramos.

Una de las reglas sagradas no ya del periodismo, sino supongo que de cualquier actividad que dependa de la respuesta del público, es que la gente es maravillosa. Que la gente no tiene culpa de nada. Que la gente siempre tiene razón. Ojalá, si algo positivo pudiera extraerse de esta catástrofe global, es que no es así. El público tiene buena parte de culpa de lo ocurrido en el mundo en el último año y medio. Hala, ya está dicho.

Una imagen del metro de Singapur en mayo de 2020, durante la pandemia de COVID-19. Imagen de zhenkang / Wikipedia.

Una imagen del metro de Singapur en mayo de 2020, durante la pandemia de COVID-19. Imagen de zhenkang / Wikipedia.

Durante esta pandemia ha ocurrido algo muy curioso, y es que hemos pasado del cero al infinito. Antes, cuando a nadie le importaban los patógenos infecciosos ni las epidemias, que eran cosa de países tercermundistas, los miles de muertes anuales por gripe o enfermedades similares pasaban inadvertidos para la gente, los medios, los políticos. Lo he escuchado con frecuencia: «es que no lo sabíamos». Pero íbamos al trabajo o salíamos a cualquier lugar con síntomas de gripe y sin la menor precaución. Es más, se miraba mal a quien no acudía a trabajar por tener gripe, y en cambio se aplaudía a quien presumía de estar hecho una mierda, pero allí, al pie del cañón en su puesto de trabajo. De esta irresponsabilidad nacían infinidad de cadenas de contagios que terminaban en muertes, habitualmente las de los más ancianos y enfermos crónicos. Pero «es que no lo sabíamos».

En ese mismo antes, los expertos en medicina preventiva y salud pública solían advertirnos de que no debemos beber, no debemos fumar, debemos hacer ejercicio físico todos los días, debemos comer más vegetales, menos carne y nada de sal, grasas saturadas, carbohidratos ni alimentos procesados, no debemos beber refrescos azucarados, no debemos exponernos al sol, no debemos respirar el aire contaminado de las ciudades, debemos dormir ocho horas diarias…

¿Les hacíamos caso? Bueno, unos más que otros, en esto sí, en esto otro no… Ellos cumplen una función necesaria y vital como pepitos grillos de nuestra salud. Hay una cierta corriente extendida en la medicina según la cual la medicina del futuro debe ser preventiva. Pero es cuestión de opiniones, y no todo el mundo está de acuerdo en que el enfoque más adecuado sea tratar a todas las personas como enfermas en potencia, aunque sea económicamente más ventajoso para los sistemas de salud prevenir las enfermedades que curarlas. Por rarísimo que parezca, también hay quienes piensan que más vale curar. Lo cual, por otra parte, resulta ser el propósito original para el que se inventó la medicina.

Y si esto está abierto a la discusión, que lo está, también puede estarlo la conveniencia de que el discurso público en estas fases terminales de la pandemia (cuidado, ver más abajo: una cosa es que la pandemia cese, y otra muy diferente que el virus desaparezca; la pandemia está en fase terminal porque está en proceso de convertirse en endemia) recaiga predominantemente en los especialistas en salud pública y medicina preventiva. Que quede claro, las visiones y recomendaciones de estos expertos son necesarias, y muy merecedoras de escucha y de crédito. Pero antes, en general, no solían ser ley.

El problema con la medicina preventiva y la salud pública es el uso del principio de precaución. Allí a donde la ciencia aún no ha llegado con sus poderosos instrumentos, suele ocurrir que ese vacío se rellena con el principio de precaución. Es un comodín muy útil. Pero creo que fue Michael Crichton quien dijo que, llevado al extremo, el principio de precaución recomienda no aplicar el principio de precaución, por precaución, ya que no aplicarlo podría conseguir más beneficios que aplicarlo. Y esto no es un chiste: un ejemplo lo hemos tenido en la suspensión cautelar de las vacunaciones de COVID-19 con Astra Zeneca por los posibles efectos adversos, que ha podido causar más muertes al ralentizarse la inmunización de la población.

El principio de precaución es también el que motiva que algunos especialistas en medicina preventiva y salud pública, como hemos leído y escuchado en los medios, se hayan opuesto a la retirada de las mascarillas en los espacios abiertos al aire libre. Dicen que no está garantizada la total ausencia de contagios en estas situaciones, y que la ciencia aún no ha podido valorar con total fiabilidad y sin género de duda el riesgo de transmisión al aire libre.

Y dicen bien, porque es cierto. Es más, y aunque la ciencia acabe llegando allí con sus poderosos instrumentos, la posibilidad de un contagio al aire libre es algo que nunca va a estar totalmente descartado al cien por cien, garantizado, blindado, sellado y rubricado. Van a producirse contagios al aire libre. Pocos y minoritarios, pero van a producirse. Ahora bien: ¿queremos rellenar ese vacío con el principio de precaución? ¿Queremos seguir utilizando mascarillas hasta que llegue el momento en que tengamos la absoluta certeza de que de ningún modo puede existir el más mínimo riesgo de contagio?

Pues hay una mala noticia. Y es que ese momento nunca va a llegar.

Desde hace un año y medio, en este blog se han presentado descubrimientos científicos relevantes sobre el coronavirus de la COVID-19, su enfermedad y la pandemia que ha causado. Pero cuando tocaba opinar, se ha defendido una opinión. Una que ha costado no ya críticas, lo cual es razonable, sino incluso insultos y ataques personales, que no lo es. Y esa opinión ha sido esta: en un primer momento, ante la arrolladora avalancha inicial de la pandemia, era una dolorosa pero inevitable obligación cerrar la sociedad como se hizo, porque no podía permitirse que la gente muriese a cientos o a miles sin poder ocupar una cama de hospital ni recibir atención médica, y porque no podía permitirse que los profesionales sanitarios murieran no ya por el contagio, sino extenuados por un esfuerzo sobrehumano.

Había que cerrar la sociedad. Pero no para que este virus lo paráramos unidos, porque no se puede, sino para aplanar la curva espaciando los contagios a lo largo del tiempo con el fin de evitar la saturación del sistema sanitario. Un año y medio, y todavía cuesta que se entienda. Se hizo. Mejor o peor, pero era lo que debía hacerse.

Y sin embargo, en las fases posteriores, el enfoque debía ser otro. Desde el comienzo, las previsiones de los expertos han dicho que este virus no se marcha. Como no se ha marchado ningún otro (viruela aparte). Que ya forma parte del mundo. Que no se le puede devolver a la no-existencia. Y que por lo tanto, tarde o temprano tendríamos que aprender a convivir con él. Y que por lo tanto, lo antes posible debíamos intentar reabrir la sociedad para volver al mundo que hemos conocido y que todos, también los más jóvenes, los que están empezando a conocerlo, tienen derecho a conocer como lo hemos conocido los ya mayores. Y sin que continuamente se les esté criminalizando por ejercer ese mismo derecho que nosotros, quienes ahora les censuramos por su comportamiento, ejercimos con total libertad cuando teníamos su edad.

(Nota de advertencia: que nadie identifique esto como una postura política, porque no lo es. De hecho, algunos políticos que han hecho gala en sus eslóganes de ser los adalides de la reapertura de la sociedad en realidad no reabrieron la sociedad, sino solo la economía, mientras nos mantenían encerrados en nuestros barrios o pueblos sin derecho a salir salvo para trabajar y nos prohibían reunirnos en la intimidad sagrada de nuestros hogares con quien nos diese la real gana).

Pero esto, claro, se ha dicho en voz baja, porque no queda bien. Pocos han sido quienes se han atrevido a decir públicamente que es necesario volver cuanto antes a una normalidad real. Y es por esto que ha caído como una refrescante lluvia de verano, o como una cálida ráfaga de invierno, leer en este mismo diario la noticia sobre el plan post-pandemia que se está preparando en Singapur.

Resumiendo la información, el país del sudeste asiático, que ha conseguido mantener en todo momento unas cifras muy bajas de contagios y muertes con restricciones muy fuertes, ha anunciado el plan que prepara de cara a la post-pandemia: reconoce la realidad de que el virus nunca va desaparecer y que van a seguir produciéndose contagios y muertes, si bien en un grado mucho menor que en la fase epidémica de la enfermedad. Y por lo tanto, esta va a ser tratada como otras enfermedades endémicas, como la gripe o la varicela. Habrá test al alcance de todo el que lo quiera. Pero no habrá medidas drásticas de salud pública con la pretensión de eliminar todo riesgo de contagio. No habrá cuarentenas. No habrá aislamientos. Y tampoco se publicarán cifras diarias de casos ni de muertes, ni se supone que de indicadores de incidencia, sino solo datos agregados como se hace con la gripe.

En fin, «seguir con nuestras vidas», han dicho los responsables del gobierno.

No va a ser inmediato, claro, ya que depende del progreso de la vacunación. Pero que yo sepa, es la primera vez que un gobierno en algún lugar del mundo (hablo de gobiernos no negacionistas de la pandemia) dice en voz alta lo que hasta ahora se ha dicho mucho en voz baja: que en breve deberemos comenzar a tratar la COVID-19 como cualquier otro de los riesgos a nuestra salud, y vivir con él. Que los especialistas deberán seguir diciendo lo que debemos y no debemos hacer, como siempre han hecho sin que por ello se haya prohibido la venta de alcohol o de alimentos procesados ni se haya obligado a la población a hacer ejercicio físico o a dormir ocho horas diarias (aunque, todo sea dicho, este sería un momento histórico inmejorable para que, en adelante, a quien esté al pie del cañón en su puesto de trabajo con síntomas de gripe no se le considere el empleado del mes, sino un trepa y un imbécil irresponsable).

Singapur ha marcado un camino. Es de esperar que este arriesgado movimiento vaya a cosechar críticas incluso en las revistas médicas y científicas. Pero ojalá cunda el ejemplo y sirva para que otros gobiernos pierdan el miedo a seguirlo. Ahora bien: ¿podrán vivir los medios sin publicar sus ensaladas diarias de cifras? ¿Podrán vivir los ciudadanos sin devorar esas ensaladas diarias de cifras y sin acusar a nadie de sustraerle sus ensaladas diarias de cifras? ¿Podrán vivir los políticos (y sus palafreneros) sin tener siempre a mano el garrote pandémico para atizar al contrario y desviar así la atención de sus propios errores? Y sobre todo, ¿podremos, quienes lo deseemos, vivir una vida normal sin necesidad de emigrar a Singapur?

¿Debería ser obligatoria la vacunación contra la cóvid?

No parece que esté en el ánimo de las autoridades españolas imponer la vacunación obligatoria contra la COVID-19, algo que se está discutiendo también en otros países. Las razones a favor de la obligatoriedad son obvias y no necesitan explicación: desde que la pandemia comenzó a ser tal y los estudios científicos empezaron a revelar el perfil de este virus, se hizo evidente que no iba a desaparecer sin más, y que la única salida era la imunidad. Hoy muchos están ya familiarizados con la idea de la inmunidad grupal/colectiva/de rebaño. Y aunque algunos vayamos a vacunarnos el primer día que se nos permita, cuando nos toque el turno, esto solo servirá para nuestra tranquilidad personal; para que todo vuelva a la normalidad sería necesario que una inmensa mayoría de la población hiciera lo mismo. Y si las encuestas aciertan, no parece que esto vaya a ocurrir con una vacunación voluntaria.

(Nota: siempre insisto en algo que no debe olvidarse, y es que la inmunidad grupal no detendrá en seco la propagación del virus por arte de magia, sino que será una frenada lenta. Superar este umbral logrará que la curva adopte una trayectoria descendente constante, sin posibilidad de volver a remontar –siempre que la inmunidad sea duradera, claro–, pero los contagios continuarán, disminuyendo poco a poco hasta que la epidemia se extinga).

Pero aunque no sea necesario explicar por qué lo más sensato y racional sería una vacunación obligatoria, es obvio que existen argumentos en contra que van más allá de lo sensato y racional, apelando a cuestiones éticas, legales, políticas, ideológicas… Argumentos que, por otra parte, son opinables y pueden rebatirse.

Primer argumento: no puede confiarse en la absoluta seguridad de las vacunas

Sin duda este es el principal argumento contra la vacunación obligatoria, el que más ronda en las cabezas de quienes rechazan vacunarse o son reticentes a hacerlo: el miedo.

Aunque en la discusión pública suelen armar más ruido los movimientos antivacunas, no olvidemos que, cuando la Organización Mundial de la Salud definió las 10 mayores amenazas actuales para la salud, no incluyó entre ellas la antivacunación, sino la «reticencia a las vacunas», un concepto más amplio que incluye no solo las corrientes militantes radicales anticientíficas, sino también a los ciudadanos normales que simplemente tienen miedo de sufrir alguna reacción adversa.

Como inmunólogo, confieso que nunca he acabado de entender por qué parecen existir siempre más reticencias frente a las vacunas que a otros medicamentos. Una vacuna es un medicamento. Que, como todos los medicamentos, busca alterar ciertos mecanismos del organismo de modo que se logre un efecto terapéutico. Todos los medicamentos conllevan un pequeño riesgo de efectos secundarios que aparecen detallados en el prospecto. La única diferencia en el caso de las vacunas es que se administran a personas sanas, por lo que normalmente no existe la sensación de necesidad personal del enfermo que toma un medicamento. Pero en la situación actual nadie debería dudar de que existe una urgente necesidad colectiva.

Vacuna. Imagen de U.S. Air Force / Staff Sgt. Joshua Garcia.

Vacuna. Imagen de U.S. Air Force / Staff Sgt. Joshua Garcia.

No pretendo aquí convencer a nadie sobre la seguridad de las vacunas, dado que no podría aportar nada nuevo al respecto frente a la información que puede encontrarse por todo internet. Pero sí quisiera corregir un error muy común que observo a mi alrededor, y es que muchas personas parecen creer que la seguridad de las vacunas se da poco menos que por supuesta por defecto y mientras no se demuestre lo contrario, como cuando se saca a la venta cualquier artículo de consumo. Algunos medios están contribuyendo a esta idea errónea calificando de conejillos de indias a las primeras personas que van a recibir las vacunaciones masivas.

No es así. Las vacunas no tienen por qué ser seguras de por sí, y esto no se da por hecho en ningún caso. Las vacunas son seguras porque toda vacuna aprobada por las autoridades reguladoras ha superado varias fases de ensayos que han analizado exhaustivamente su seguridad. Antes de los datos de eficacia que han saltado a los medios, las vacunas han pasado por fases previas en las que solo se ha analizado su seguridad, no su eficacia. Y antes de eso, se han testado en animales, solo cuando su perfil de seguridad era lo suficientemente convincente como para iniciar tales ensayos. Los conejillos de indias no son las personas, sino los conejillos de indias; o más concretamente –las cobayas no suelen utilizarse mucho en la ciencia actual– los ratones y monos que han recibido las vacunas en primer lugar. En resumen, las vacunas son seguras cuando se descubre que lo son. Y ninguna que no sea capaz de demostrarlo consigue la autorización necesaria para llegar a la población.

Segundo argumento: es una invasión de las autoridades en la libertad de elegir

Aquí salimos de la ciencia para entrar en el terreno ético-político-ideológico. Respecto a cuánta cuota de nuestra libertad personal estamos dispuestos a ceder a las autoridades, es algo que varía con los tiempos y las culturas. Por ejemplo, en España aceptamos con toda naturalidad que es obligatorio para todos los mayores de 14 años tener un DNI o un NIE para los extranjeros. Pero en Reino Unido y EEUU no existen estos documentos a nivel estatal y con carácter general obligatorio para todos los ciudadanos, porque allí los intentos de los gobiernos de implantarlos han encontrado fuertes resistencias de amplios sectores de población que consideran un DNI obligatorio como una invasión de la libertad y la privacidad.

Lo mismo se aplica a otras medidas que buscan el bien común incluso sacrificando alguna pequeña libertad personal. E incluso a ciertas obligaciones que realmente no logran un bien común, sino simplemente el nuestro propio. Por ejemplo, en España es obligatorio llevar cinturón de seguridad en el coche y casco en la moto, cuando estas medidas realmente no buscan el bien común sino el individual del propio usuario. Existen argumentos razonables para defender que el casco debería ser una cuestión de libertad personal, ya que el no llevarlo no perjudica a otros, y de hecho es así en muchos países.

Pero en el caso de las vacunas, y como ya he explicado aquí anteriormente, no es una cuestión de libertad personal, ya que afecta a toda la comunidad. Ya antes de la cóvid, la entrada de un niño no vacunado en un aula ha representado siempre un riesgo para otros niños que, o bien no han podido vacunarse por motivos médicos, o bien sí han recibido la inoculación pero no han desarrollado inmunidad. En España no existe ninguna vacunación obligatoria –es solo un eufemismo que designa a las que el usuario no tiene que pagar directamente. El problema es que dejar esta responsabilidad en manos de los centros educativos lleva a inútiles y costosas batallas legales cuando los legisladores se lavan las manos.

En otros países sí se han ido imponiendo las vacunaciones obligatorias en los niños, y sin duda este es un camino que poco a poco irá recorriéndose en todo el mundo. Probablemente en general se cree que debe recorrerse con calma, de modo que vaya calando en los ciudadanos sin que se interprete como una imposición inaceptable. Pero si dejar que un solo niño muera por esta inacción ya es inaceptable, mucho más inaceptable es dejar que miles de personas continúen muriendo de cóvid cuando tenemos el modo de evitarlo.

Tercer argumento: la obligatoriedad en algunos países no ha conseguido más vacunaciones

Habría que preguntar a los expertos en leyes si el hecho de que una norma no cale ni se acepte de forma inmediata en la sociedad es algo que invalide la norma. Pero desde el punto de vista de un no experto, no lo parece. Volviendo al ejemplo del cinturón de seguridad, los que ya tenemos años recordamos la época en que esta obligación se impuso en España. No fue ni mucho menos una medida que estuviera refrendando lo que ya ocurría en la calle: nadie llevaba cinturón en los asientos traseros, y muchos tampoco en los delanteros. Al principio hubo un amplio rechazo, e incluso abundaban los típicos comentarios que descalificaban a quienes tomaban esta precaución.

El uso del cinturón de seguridad no se impuso por aclamación popular, porque de pronto la gente se volviera más sensata, sino por obligación legal y por mecanismos sancionadores. El hecho de que en algunos países la vacunación obligatoria todavía no haya logrado aumentar las cuotas de vacunación simplemente revela que se está recorriendo ese camino, y que las leyes y las sanciones no deben bajar la guardia hasta que la responsabilidad de todos en este terreno se acepte como algo natural.

Cuarto argumento: es mejor educar que obligar, la obligación crea rechazo

Por supuesto que la educación pública es esencial, pero plantear la educación y la obligatoriedad como una dicotomía es un falso debate. Muchas de las medidas que a partir de un cierto momento se imponen como obligatorias en la sociedad necesitan campañas paralelas de información y educación para que el público comprenda el porqué de la medida. Ceder a la tentación de no disgustar a nadie simplemente para no engrosar las filas de los antivacunas nos llevaría a permitir cualquier clase de pseudomedicina o, en un sentido más amplio, cualquier clase de negocio fraudulento.

Quinto argumento: es mejor una obligatoriedad indirecta

Algunos defienden que puede ser más aconsejable dejar que la propia sociedad vaya presionando hacia la vacunación obligatoria a través de mecanismos, digamos, no oficiales: que los empleadores, propietarios de negocios abiertos al público, compañías de transportes y otros etcéteras pidan certificados de vacunación a sus empleados/clientes/usuarios y otros etcéteras, de modo que los ciudadanos se sientan obligados a vacunarse, sin que las autoridades se lo impongan, si quieren optar a llevar una vida normal.

Esta sería una posible vía. Pero en mi opinión, es una vía equivocada. Es un error suponer que las empresas privadas deban hacerse cargo de una responsabilidad del bien común cuando las autoridades renuncian a dicha responsabilidad. Y es un error suponer que van a hacerlo si esto les supone un daño a su negocio, perdiendo clientes o trabajadores cualificados.

Pero sobre todo, esta postura puede dar a entender una reticencia a las vacunas por parte de las propias autoridades que no resulta precisamente muy ejemplar ni muy educadora. Si las autoridades están realmente convencidas de que los beneficios de las vacunas exceden infinitamente a sus posibles perjuicios, ¿por qué sus acciones sugieren lo contrario y, sobre todo, cómo esperan educar a los ciudadanos? Las medidas no farmacológicas para contener la pandemia, como los confinamientos, se han impuesto de manera obligatoria, a pesar de que sus perjuicios son grandes y evidentes, tanto para la actividad económica como para la salud física y mental de las personas. ¿Qué problema hay entonces en imponer como obligatoria una medida cuyos beneficios son inmensos y cuyos perjuicios son mínimos?

Sexto argumento: no puede imponerse a las personas de bajo riesgo

Otra de las ideas que está circulando es que, dado el bajo riesgo que generalmente supone la cóvid en las personas jóvenes y sanas, sería excesivo obligar a este sector de población a vacunarse. Una vez más, subyace a este argumento la falsa idea de que la vacunación conlleva un riesgo solo aceptable cuando el beneficio es inmenso.

Por supuesto que también existen otras razones en contra de este argumento. Para el conocimiento científico actual, la cóvid todavía es una siniestra lotería. Hay jóvenes sanos que mueren y personas mayores que pasan la infección sin enterarse. Hasta que se conozcan en detalle los factores que determinan el pronóstico de la enfermedad en cada paciente, si es que algún día llegan a conocerse, no puede asegurarse que nadie esté libre de riesgo. Y sería una inmensa contradicción en el mensaje público de las autoridades si por un lado se destaca la importancia de la prevención entre los jóvenes, como se está haciendo, y por otro lado se les considera eximidos de la obligación de vacunarse porque el riesgo no va con ellos.

Pero sobre todo, la pandemia nos ha dejado el mensaje de que este es un problema global. Y que este es un momento histórico en el que el compromiso humanitario nos pide actuar todos para salvar a todos. El compromiso social solidario de todos no consiste en aplaudir en los balcones o cantar el Resistiré, sino en aceptar la obligación ética de vacunarse. Y si existen objeciones a que una obligación ética de tal urgencia se convierta en una obligación legal, quienes se niegan a imponer la obligatoriedad de vacunarse tendrán que encontrar la manera de educarnos a quienes no comprenderemos cuál es entonces el propósito de las leyes.

En tiempos de pandemia, la medicina basada en pruebas es más importante que nunca

Quizá a algunos les resulte extraño, pero no toda la medicina es ni ha sido siempre científica. Un amigo farmacéutico suele decir que Medicina es una carrera de letras: del mismo modo que los estudiantes de Derecho aprenden delito-artículo-pena, los de Medicina aprenden síntomas-diagnóstico-tratamiento, lo que asienta el aprendizaje sobre todo en la capacidad memorística más que en la comprensión de la ciencia que hay (o debería haber) detrás, como solía quejarse otra amiga médica. Lo cual, de por sí, no tendría nada objetable si esa triple relación siempre estuviese sólidamente avalada por estudios científicos. Pero no es así.

Los casos más extremos del alejamiento entre medicina y ciencia los tenemos en las prácticas pseudocientíficas que han emergido del propio seno de la primera: Samuel Hahnemann y su homeopatía, Andrew Taylor Still y su osteopatía, Paul Nogier y su auriculoterapia, Edward Bach y sus flores homónimas, Ignaz von Peczely y su iridología, o Andrew Wakefield y su vínculo inventado entre vacunas y autismo, son solo algunos ejemplos de cómo los propios médicos en ocasiones han fabricado sus propios sistemas de proclamas sin fundamento científico; en algunos casos, en el honesto –aunque frustrado– intento de encontrar alternativas a la medicina convencional, en otros por un mucho menos honesto ánimo de lucro fraudulento, como en el caso de Wakefield.

Pero estos casos son solo la punta del iceberg. Sabemos de médicos actuales que respaldan y fomentan pseudomedicinas. Esto era algo más justificable que hoy en un pasado sorprendentemente reciente, cuando, citando palabras de la escritora de ciencia Laura Spinney en Nature, la práctica médica era «un revoltijo acientífico de investigación, experiencia, anécdota y costumbre». En especial, era la experiencia, más que la adherencia estricta a la ciencia revisada por pares y publicada, lo que solía elevar a los médicos, a unos más que a otros, a una categoría de modernos chamanes poseedores de un conocimiento iniciático.

En 1991 el médico canadiense Gordon Guyatt, de la Universidad McMaster, acuñó la expresión Evidence-Based Medicine (EBM), o medicina basada en pruebas o en evidencias (aunque esta última palabra tiene un significado diferente en castellano), como «el uso concienzudo, explícito y juicioso de las mejores pruebas al tomar decisiones sobre el cuidado de pacientes individuales»; es decir, medicina basada en ciencia de calidad.

Naturalmente, Guyatt no inventó la medicina científica, que ya existía desde hacía siglos. Pero en un mundo en el que tan colegiado y en ejercicio está el médico que sigue la ciencia como el que recomienda a sus pacientes homeopatía, vitamina C o dietas detox, Guyatt y otros profesionales vieron la necesidad de construir un sistema objetivo y sólido que permitiera separar claramente la medicina científica de la que no lo es.

Imagen de PublicDomainPictures.net.

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En las décadas transcurridas desde esta fundación cuasioficial, la medicina basada en ciencia ha trascendido enormemente, hasta tal punto que ya forma parte integral de la discusión dentro del panorama de las ciencias biomédicas. No todos los profesionales aplauden cerradamente y sin resquicios esta forma de entender la práctica médica, y algunos de ellos lo hacen con argumentos razonables: por ejemplo, dicen, en ocasiones los tratamientos pueden no contar con la suficiente evidencia científica, pero a la hora de apagar un fuego es necesario tirar de todos los recursos disponibles; confiar solo en la medicina basada en ciencia puede atar las manos a la hora de aplicar ciertas intervenciones avaladas por la experiencia, defienden.

Y no les falta razón. Pero nadie pretende decir que la medicina basada en ciencia de alta calidad sea la única que funciona; es la única que se ha demostrado que funciona. Por supuesto que la experiencia siempre ha sido y será valiosa; de hecho, la experiencia clínica también se considera parte esencial de la EBM. El problema es que ese valor no es objetivable ni cuantificable, y para eso son necesarios los ensayos clínicos. Es decir, la ciencia.

En especial, la EBM es un grano en la parte sobre la que se sienta el cuerpo para las marcas comerciales que hacen proclamas no apoyadas en la evidencia científica. En 2012 una investigación del Centre for Evidence-Based Medicine (CEBM) de la Universidad de Oxford, en colaboración con la revista BMJ (British Medical Journal), examinó 431 proclamas de 104 productos deportivos que aseguraban mejorar el rendimiento de los deportistas: desde bebidas isotónicas y suplementos nutricionales a ropa o zapatillas, incluyendo las que utilizó el jamaicano Usain Bolt en los Juegos Olímpicos de Pekín en 2008.

Los autores descubrieron que para la mayoría de los productos no había estudios científicos disponibles, y los que sí existían para algunos de ellos eran de baja calidad. Solo encontraron tres estudios de alta calidad; curiosamente, ninguno de estos mostró ningún beneficio del producto en cuestión, a pesar de que su publicidad los anunciaba. El estudio levantó un gran revuelo en Reino Unido, y algunas de las compañías concernidas salieron al paso para defender las virtudes de sus productos, a pesar de que ya eran difícilmente defendibles.

Y por supuesto, la EBM no solo es una molestia para las marcas de productos deportivos: como comentaremos otro día, también las farmacéuticas tienen lo suyo. El gran problema de la llamada Big Pharma no es, como sostiene el mito conspiranoico popular, que las compañías defrauden y mientan; estos son simplemente casos de delitos, que existen en todas las industrias, pero que no dejan de ser aislados y puntuales, por mucha resonancia que alcancen. En cambio, lo que no es aislado y puntual ni es delictivo, pero sí una enorme falla estructural contraria a la bioética, es que las compañías controlen los ensayos de sus propios fármacos, y que muchas de sus proclamas se basen en estudios que son publicables y se publican, pero que están cogidos por los pelos: según los criterios de la EBM, son de baja calidad; no demuestran lo que dicen demostrar.

La EBM tiene hoy un inmenso valor para informar y educar a los ciudadanos/consumidores sobre las opciones que eligen, para que no se dejen engañar por las proclamas publicitarias. Pero la EBM cobra un especial significado en tiempos de cóvid, porque es notorio que las autoridades reguladoras, tanto en España y sus Comunidades Autónomas como en muchos otros lugares, no se están guiando necesariamente por estos criterios. Lo cual puede ser discutible; si hablábamos de apagar un fuego, una pandemia es sin duda un incendio planetario. Pero, al menos, las autoridades deberían ser transparentes y tratar a los ciudadanos como adultos, explicándoles claramente cuál es el nivel de evidencia científica de las intervenciones que prescriben. Cuáles están basadas en ciencia sólida. Cuáles se adoptan simplemente por el principio de precaución sin pruebas que las avalen. Y cuáles se están adoptando a pesar de que la evidencia científica disponible no les atribuye el menor beneficio, pero se adoptan por… ¿Por?

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Es comprensible que muchos negocios privados estén recurriendo a una teatralidad excesiva en sus medidas –minimizando las menos teatrales pero mucho más útiles, como la ventilación y la filtración del aire– con el fin de infundir en el público una sensación de seguridad que atraiga clientes. Es comprensible, aunque sería recomendable más divulgación para que los ciudadanos aprendan a distinguir lo que realmente les va a proteger de lo que es mera farándula; ningún establecimiento comercial contrata a chamanes para que agiten ramitas sobre sus clientes con el fin de protegerlos del mal de ojo (o a sacerdotes para que esparzan agua bendita, que cada cual elija su ejemplo).

En cambio, lo que sí es inaceptable es que las instituciones y administraciones públicas estén malgastando el dinero de todos y su propio tiempo, que también pagamos con dinero de todos, en medidas inútiles o cuya eficacia no viene avalada por la menor evidencia científica: termómetros sin contacto, cámaras térmicas, felpudos desinfectantes, «desinfección» de espacios al aire libre (entrecomillado porque no existe tal desinfección), limpiezas excesivas y compulsivas, a veces con productos innecesarios…

Desde el comienzo de la pandemia, tanto los científicos del CEBM de Oxford como otras instituciones y numerosos investigadores se han ido ocupando de vigilar la información científica disponible para divulgar la realidad sobre los datos (otro día podríamos hacer aquí un repaso). Sin embargo, las conclusiones científicas actuales sobre las medidas adoptadas no se están dando a conocer a los ciudadanos por parte de las autoridades gubernamentales.

En algunos casos, se han producido errores clamorosos de comunicación: Fernando Simón justificando el cambio en la recomendación sobre las mascarillas porque no había para todos, en lugar de explicar la nueva evidencia científica que entonces aconsejaba ese cambio (la transmisión asintomática y el hecho de que la mascarilla protege más a los otros). O divagando sobre las razones del exceso de mortalidad no incluido en las cifras de fallecidos, en lugar de explicar lo que sí se está discutiendo en otros países: que distinguir muertes por cóvid de muertes con cóvid no siempre es posible, y que la cóvid está arrastrando un exceso de mortalidad añadido por intervenciones médicas retrasadas o suspendidas, camas UCI no disponibles para otros enfermos, quiebra del apoyo social…

En otros casos, se toman medidas a tontas y a locas en lo que parece pura teatralidad política que revela una trágica ausencia de asesoría experta: la Comunidad de Madrid (y otras) derrochando el dinero en inútiles y caros termómetros sin contacto y desinfecciones compulsivas mientras se pide la amable colaboración de voluntarios para el rastreo de contagios, e imponiendo en los colegios un aluvión de medidas desnortadas y en muchos casos intrínsecamente contradictorias, exagerando la obligación de las mascarillas pero dejando de lado las medidas probadamente más eficaces, como las distancias (cuando no se dota del profesorado adicional para asegurarlas) y la purificación y renovación del aire.

Lo de la falta de asesoría no es una opinión, sino una desgraciada evidencia: esta semana Isabel Díaz Ayuso, la misma que hace meses afirmaba que la «D» de COVID era de «diciembre», decía que «todos pensaban» que la pandemia «iba a durar lo que iba a durar», cuando ningún científico experto y reputado ha dicho jamás tal cosa; solo Donald Trump lo pensaba.

En los días pasados he preguntado a un puñado de científicos expertos para un reportaje sobre la presente y futura estacionalidad del coronavirus. A grandes rasgos, todos coincidían en que deberemos prepararnos para un invierno muy complicado, y en que, a menos que exista una vacuna extremadamente efectiva (en términos médicos, eficacia y efectividad no son sinónimos; el segundo se refiere a su utilidad en el mundo real), deberemos esperar años venideros en los que probablemente la cóvid regresará invierno tras invierno, sin que aún parezca claro si las reinfecciones serán frecuentes o raras, o si serán comúnmente más o menos graves.

La semana pasada, un representante de la Organización Mundial de la Salud advertía de que todavía estamos solo «al comienzo» de la pandemia, «ni siquiera a la mitad». Tenemos mucho tiempo por delante para aprender a escuchar a los científicos expertos. Y para exigir a nuestros gobernantes que lo hagan, y que se limiten a contarnos lo que ellos dicen, no lo que «todos piensan». Y a actuar en consecuencia.

No, la OMS no ha dicho que el coronavirus de la COVID-19 no se transmite por el contacto con superficies

Nada tiene de raro que durante esta pandemia del coronavirus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, estén proliferando infinidad de bulos; o sea, lo que el diccionario define como «noticia falsa propalada con algún fin». Si hay o no un fin en todas las desinformaciones o noticias falsas difundidas sobre el virus y sus circunstancias, es imposible saberlo con certeza. Pero en algunos casos hay claros intereses económicos involucrados, y no nos fijemos solo en quienes tratan de vender curas milagrosas, algo que probablemente no engañe a la mayoría; publicar libros o vídeos en YouTube difundiendo teorías conspiranoides sobre, por ejemplo, el origen del virus, también es un negocio.

Pero dejando de lado estos bulos más evidentes (para los interesados, algunos de ellos se refutan en esta página de la Organización Mundial de la Salud), hay una tendencia creciente que ha venido en estas últimas semanas para hacer saltar la alarma antibulos. Y es que la pandemia también puede ser un jugoso nicho comercial: bienvenidos al nuevo negocio de la desinfección y la seguridad contra el coronavirus, en el que ya comienzan a florecer las proclamas contrarias a la evidencia científica; algunas de ellas, incluso peligrosas.

Pero antes de entrar en esta cuestión, que dejaremos para mañana, hay otra previa que conviene aclarar hoy. Dado que la desinfección busca eliminar el coronavirus de las superficies, antes debemos preguntarnos: ¿puede el coronavirus transmitirse por el contacto con superficies?

Desinfección del metro de Teherán contra el coronavirus. Imagen de Zoheir Seidanloo / Wikipedia.

Desinfección del metro de Teherán contra el coronavirus. Imagen de Zoheir Seidanloo / Wikipedia.

Y la respuesta es sí. Era sí desde el principio, y continúa siendo sí. Nada ha cambiado. Y no, como voy a explicar, la Organización Mundial de la Salud (OMS), ni ha publicado ningún estudio al respecto, ni mucho menos las conclusiones de tal inexistente estudio contradicen ninguno anterior, afirmando que el coronavirus no pueda contraerse por el contacto con superficies.

Esta es la historia: me llega por amigos la noticia de que, según la OMS, el virus no se contagia por las superficies. Y al parecer, lo están publicando grandes medios de toda solvencia.

De entrada, la noticia no es que sea sorprendente, sino más bien increíble. Con estudio científico o sin él, en ciencia a menudo ocurre –y este es un caso claro– que es imposible demostrar un negativo. Jamás ningún científico, ni tampoco un organismo como la OMS, afirmaría categóricamente que este virus no puede de ningún modo transmitirse por el contacto con superficies.

Al ir a las noticias publicadas, aparece un titular casi idéntico en varios medios: «La OMS no encuentra pruebas del contagio del coronavirus por el contacto con objetos». También el texto se repite de forma muy similar en todos los casos, ya que es un teletipo enviado por una de las principales agencias de noticias del país.

A primera vista, podría parecer un simple caso de interpretación confusa por parte de algunos lectores. En ciencia es muy diferente decir “NO hay pruebas de que” que decir “hay pruebas de que NO”; el viejo lema de que la ausencia de prueba no es prueba de ausencia. Pero incluso si se tratara simplemente de que algunos lectores han ido más allá de lo que realmente dice el titular, sería relevante que la OMS hubiera emprendido un estudio científico destinado a comprobar la transmisión del virus por superficies y objetos, y que dicha investigación hubiera encontrado solo resultados negativos; no probaría la no transmisión, pero sería un fuerte indicio. “Este estudio contradice algunos anteriores sobre la permanencia del virus en superficies”, dice un vídeo publicado en un diario.

Pero es que nada de lo anterior es cierto. Ni existe ningún estudio que por tanto no contradice nada, ni la OMS ha dicho tal cosa. La OMS no encuentra pruebas de que el coronavirus se transmita a través de objetos o superficies, sencillamente porque no puede encontrarlas si no las ha buscado, pero la OMS no ha pretendido en ningún momento decir que lo ha hecho y no las ha encontrado.

La fuente a la que se refiere la noticia en cuestión no es un estudio científico ni un informe, sino un documento de directrices publicado el 15 de mayo por la OMS y titulado “Limpieza y desinfección de superficies ambientales en el contexto de la COVID-19”. Su propósito es, según aclara la propia OMS, servir de guía sobre los procedimientos a adoptar para limpiar y desinfectar superficies de cara al control de la propagación del virus.

En este documento, la OMS no describe ningún dato nuevo, sino que se limita a recordar lo ya publicado en los estudios anteriores: “El virus de la COVID-19 se transmite sobre todo a través del contacto físico estrecho y las gotitas respiratorias, mientras que la transmisión por el aire es posible durante los procedimientos médicos que generan aerosoles. En el momento de esta publicación, la transmisión del virus de la COVID-19 no se ha vinculado de forma concluyente a superficies ambientales contaminadas en los estudios disponibles”, resume la OMS.

Sin embargo, el documento pasa entonces a dedicar casi cinco páginas a describir los procedimientos recomendados de limpieza y desinfección de superficies, dado que sí existen tanto “pruebas de superficies contaminadas en entornos de cuidado sanitario” como “experiencias pasadas de contaminación de superficies que se vincularon a transmisión de la infección con otros coronavirus”, lo que sugiere que la transmisión por superficies contaminadas es perfectamente posible, aunque aún no se haya demostrado. Por ello, la recomendación de la OMS es que las superficies, “sobre todo donde se atiende a los pacientes de COVID-19, deben ser correctamente limpiadas y desinfectadas para prevenir nuevas transmisiones”.

Por último, hay otro error de bulto en la noticia publicada que también puede confundir a los lectores. La OMS menciona dos estudios anteriores, muy difundidos en su día, según los cuales el virus puede permanecer activo durante 4 horas en cobre, 1 día en telas, madera y cartón, 2 días en vidrio, 4 días en acero inoxidable y plástico, y 7 días en el exterior de una mascarilla. Pero según el mismo vídeo publicado en uno de los medios, “la OMS advierte que esos estudios hacían pruebas en laboratorios y no en la vida real, por lo que no eran concluyentes”.

No es cierto. La OMS no dice tal cosa ni jamás lo diría, ya que los experimentos citados son perfectamente válidos y concluyentes de cara a la información que aportan, y es la permanencia del virus viable en distintos tipos de superficies en condiciones controladas de laboratorio, que es como se hacen estos experimentos. De ninguna manera el mensaje de la OMS es que “ahora” haya señalado esos estudios “como no concluyentes por estar realizados en un laboratorio”, como dice la noticia; simplemente se trata de advertir de que, como precisa el documento de la OMS, los experimentos “deben interpretarse con precaución en un ambiente real”, donde muchos otros factores pueden afectar a la viabilidad del virus.

Conclusión: todo lo anterior es un perfecto ejemplo de esas viejas historias del teléfono roto, donde el contenido inicial se deforma hasta convertirse en algo que no tiene nada que ver con lo dicho ni lo pretendido. Claro que hay una razón para que esto haya ocurrido; en su documento, la OMS aclara a quién iba dirigido: “profesionales sanitarios, profesionales de la salud pública y autoridades sanitarias que estén desarrollando e implantando políticas y procedimientos operativos sobre la limpieza y desinfección de superficies ambientales en el contexto de la COVID-19”. No era una nota de prensa ni ninguna clase de nueva información de interés público destinada a los medios. Y se entiende qué ocurre cuando alguien a quien no va dirigido lo interpreta a su manera y lo convierte en un titular tan bonito como falso.

Una vez aclarado esto, podemos pasar a la siguiente pregunta: ¿qué hay de las desinfecciones y medidas de seguridad que estamos viendo estos días en los medios? ¿Qué hay de esos reportajes que están apareciendo en los telediarios, sin el menor contraste crítico con una fuente científica acreditada, sobre restaurantes con túnel de desinfección a la entrada, centros comerciales donde la luz ultravioleta impide que el virus se adhiera, ozono a gogó, detección de coronavirus por cámaras térmicas o termómetros sin contacto, desinfección de calles… Ha nacido la nueva pseudociencia del siglo XXI, la de la seguridad anti-covid. Mañana seguimos.

Si todo vuelve a ser igual después del coronavirus, esto volverá a suceder

Ayer y anteayer explicábamos aquí las principales razones por las que el mundo está sucumbiendo ante el coronavirus. Por un lado, y a pesar de las continuas e innumerables advertencias de expertos y organismos sobre la inminencia de una pandemia que mataría a millones de personas —el SARS-CoV-2 aún no llega a esos niveles de letalidad, pero puede llegar, según los modelos—, ni siquiera los gobiernos de los países más poderosos y con más recursos se lo tomaron lo suficientemente en serio como para desplegar planes sólidos de preparación, exceptuando a Corea del Sur, que en 2015 le vio las orejas al lobo con el peligroso brote del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), mucho más letal que la COVID-19.

Por otro lado, y como también conté aquí, el SARS-CoV-2 se ha revelado como el equivalente biológico de un grupo terrorista encubierto, lo que ha cogido desprevenidos a los propios científicos y expertos: pasa desapercibido y viaja oculto, pero cuando actúa, puede ser extremadamente letal para sus objetivos. La preparación era mayor para un virus como el ébola, menos contagioso, que no se esconde y es por ello más fácil de contener: solo lo transmiten las personas enfermas, que padecen una fiebre hemorrágica muy incapacitante. Por el contrario, el virus de la COVID-19 es de fácil transmisión, asintomático en un enorme número de casos, y tanto estos como los preclínicos –antes de mostrar síntomas– son también potenciales focos de contagio; pero cuando alcanza a los grupos más vulnerables puede ser devastador, como estamos viendo en los brotes surgidos en residencias de ancianos.

Imagino que a estas alturas casi todos conocemos ya casos de contagio, en propia carne o en nuestro entorno cercano, entre nuestros familiares, amigos y conocidos. Y casos de muertes. Hay quienes ya han perdido de un plumazo a su padre y a su madre, o a sus abuelos. Y aunque los fallecimientos entre las personas más jóvenes son raros, también ocurren.

Pero por encima de esta tragedia colectiva, no debemos perder de vista que podía haber sido mucho peor. El coronavirus MERS tiene una letalidad reportada del 35% (Case Fatality Ratio, que como ya expliqué es el porcentaje de personas enfermas que mueren, no el de contagiadas o Infection Fatality Ratio). La gripe aviar H5N1 se lleva por delante al 60% de las personas enfermas; es más probable morir que vivir. Es más: tanto esta gripe como la pandémica de 1918 mataron con preferencia a niños y adultos jóvenes y sanos. Imaginemos por un momento cómo sería la actual pandemia de la COVID-19 si en lugar de perder a nuestros ancianos estuviéramos perdiendo a nuestros hijos. Si los telediarios se llenaran día a día con cifras de NIÑOS muertos. Sí, podría haber sido muchísimo peor. Y puede serlo en el futuro.

Imagen de Studio Incendo / Wikipedia.

Imagen de Studio Incendo / Wikipedia.

Ya es hora de que, de una vez por todas, el mundo desarrollado comience a tomarse en serio la preparación contra futuras epidemias. Hay quienes han denominado a la COVID-19 «la pandemia del siglo». Pero queda mucho siglo por delante, y los expertos advierten de que llegarán otras y podrían ser infinitamente más graves. Además de que muchos parecen ignorar que la pandemia de gripe A de 2009 causó unas 280.000 muertes, una consulta muy recomendable para tomar perspectiva es la página de alertas de brotes infecciosos en la web de la Organización Mundial de la Salud (OMS): en lo que llevamos de año y además del infame SARS-CoV-2, hemos tenido ya brotes de ébola (por suerte, en este caso para anunciar su inminente fin), MERS, sarampión, dengue, fiebre de Lassa y fiebre amarilla.

Así pues, para que todo vuelva a ser como antes, como reza uno de los lemas que se repiten estos días, no todo puede volver a ser como antes. Algunas cosas tienen que cambiar para que otras no cambien. No se trata de que convirtamos el distanciamiento social en una costumbre; sino al contrario, para que el distanciamiento social no tenga que convertirse en una costumbre, deberán tomarse otras medidas. Será tarea de los expertos en salud pública decidir qué cosas y cómo, diseñar protocolos, destinar recursos… Pero algunas medidas muy concretas son evidentes y/o han sido repetidas (y desoídas) también innumerables veces por los expertos, cosas que han sido hasta ahora y que no pueden ser. Por ejemplo:

No puede ser que los productos antibacterianos se despachen como si fueran caramelos

El peligro no está solo en los virus. Uno de los mayores riesgos infecciosos para el panorama de la salud pública global son las bacterias resistentes, que según la OMS causan 700.000 muertes al año y podrían llegar a los 10 millones en 2050. Esta inmensa amenaza es desconocida para el público en general, pero los expertos llevan también años advirtiendo de que nos estamos quedando sin antibióticos, ya que el abuso de estos medicamentos durante décadas ha seleccionado y propiciado la proliferación de las cepas más resistentes.

Hoy el uso de los antibióticos está más controlado en los países desarrollados. Pero en cambio, se ha extendido la estúpida moda de los productos con compuestos antibacterianos (no confundir con los desinfectantes como la lejía): jabones, geles, champús, limpiadores, toallitas, e incluso tablas de cocina, esponjas… Y también estos compuestos, como el triclosán o el triclocarbán, conducen a su propia inutilidad, favoreciendo el crecimiento de las cepas resistentes. Algunas personas desarrollan una histeria germófoba que no se corresponde en absoluto con la realidad del riesgo habitual. La venta de los productos con compuestos antibacterianos debería restringirse a los usos para los que realmente son necesarios, como en los entornos hospitalarios. Y eso, si es que realmente son eficaces, lo cual ni siquiera parece claro.

No puede ser que la higiene pública sea solo una prioridad relativa

Podríamos pensar que vivimos en una sociedad bastante higiénica. Pero ¿es así? Hoy quien encienda un cigarrillo en un bar o un restaurante puede recibir una multa de cientos o miles de euros, a pesar de que esta sola acción esporádica no va a causar ningún daño a nadie; el tabaco mata, pero lo hace por exposición repetida. Sin embargo, en estos días están muriendo personas por contagios que pueden haberse producido con un simple contacto esporádico de la mano con una superficie contaminada.

¿Podemos llamar a la policía para que se clausure un bar o un restaurante por riesgo a la salud pública cuando encontramos los baños sucios, o cuando no hay jabón o ni siquiera agua para lavarnos las manos (o no hay agua caliente, la recomendada para un correcto lavado)? Nos resultaría inaceptable que pidiéramos un tenedor en un restaurante y nos dijeran que no tienen más. El local en cuestión pasaría de inmediato al fondo del pozo de TripAdvisor. Y sin embargo, hemos aceptado la ausencia de papel higiénico en los baños como algo normal, hasta el punto de que llevamos toallitas o pañuelos de papel para usarlos en tales casos.

Por supuesto que existen normativas sanitarias e inspecciones periódicas. Pero ¿cómo se compadece esta presunta vigilancia con lo que todos podemos ver fácilmente a diario en innumerables baños públicos? Y no se trata solo de lo que descubrimos a simple vista: ¿existe una vigilancia microbiológica constante y rigurosa de estos locales? Cuando se hace un verdadero estudio de este tipo, tomando muestras para la comprobación genética (por PCR) de la contaminación microbiológica, surgen los horrores: en 2014, un estudio en EEUU encontró casi 78.000 tipos de bacterias en los baños de una universidad, casi la mitad de origen fecal, e incluyendo bacterias multirresistentes a antibióticos y virus de papiloma y herpes. Y eso que aquellos baños se desinfectaron antes del experimento y parecían limpios a simple vista. Imaginemos los otros.

Imagen de pexels.com.

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No puede ser que nos expongamos a un riesgo de contagio por sacar dinero de un cajero o comprar un billete de metro

Pero cuidado: el riesgo no está solo en los baños públicos, ni mucho menos. Cajeros automáticos, terminales de pago, pantallas táctiles de uso público, pistolas de gasolineras, pomos de puertas… Todo aquello que muchos tocamos a diario y que también tocan muchas otras personas son focos de infecciones, e incluso más que un inodoro público, ya que, como ha quedado bien claro en los mensajes transmitidos durante la actual pandemia, las manos son la principal vía de contagio. Como conté aquí recientemente, un estudio en el aeropuerto de Helsinki (Finlandia) descubrió que una de cada dos bandejas de plástico de las que se usan para pasar por los escáneres de rayos contenía virus patógenos.

No es descartable que muchas personas contagiadas por el virus de la COVID-19 lo hayan contraído por el simple contacto con una de estas superficies de uso tan común. Y parece evidente que los responsables de la salud pública deberían buscar las maneras de evitarlo. El cómo, ellos sabrán: guantes (como los de las gasolineras, que muchas veces se acaban y no se reponen), sistemas sin contacto como el pago por móvil o las tarjetas de pago contactless (¡pero buscando un sistema que evite marcar el PIN con los dedos!), más puertas automáticas, más grifos y dispensadores de jabón automáticos…

Pero sobre todo, es necesario que se nos facilite el lavado de manos frecuente y en cualquier lugar. Que en todos los lugares de gran tráfico, como aeropuertos, estaciones de autobús, tren o metro, intercambiadores de transportes, centros comerciales, estadios, etcétera, haya puntos de lavado de manos obligatorios por ley. Que los baños públicos de todos los locales, bares y restaurantes, bien surtidos de agua caliente, jabón y dispensadores y grifos sin contacto físico, estén disponibles por ley a cualquier viandante, consuma o no consuma. Y que nosotros, todos, convirtamos la correcta higiene de manos en un precepto básico del orden social.

No puede ser, por el Dios cristiano, el musulmán, los siete dioses antiguos y los nuevos, el señor de luz, y todos los dioses de Asgard y Vanaheim, que las vacunaciones sigan siendo voluntarias

Para conducir una moto es obligatorio llevar casco, a pesar de que no hacerlo únicamente perjudica al propio motorista. Sin embargo, una persona que no se vacuna es un gravísimo e inaceptable riesgo para la comunidad, ya que rompe la inmunidad grupal y pone en riesgo a aquellos vacunados que no han desarrollado inmunidad, y a quienes no pueden vacunarse por motivos médicos. La vacunación no puede ser una decisión personal, porque sus efectos no lo son: TODA persona no vacunada es un posible foco de contagio. No puede permitirse jamás que un niño no vacunado entre en un aula.

Vivimos engañados por el concepto de las «vacunas obligatorias», ya que en realidad no lo son. Es un eufemismo que distingue a las cubiertas por la sanidad pública de las que no lo están. La sanidad pública debe ampliar su cobertura de vacunas, y las obligatorias deben serlo de verdad. En varios países se están adoptando diferentes medidas para que así sea, desde negar las coberturas públicas a quienes rehúsan las vacunas, hasta multas e incluso penas de prisión.

El sarampión, una enfermedad contra la que existe una vacuna totalmente segura y eficaz, mató en 2018 a 140.000 niños en todo el mundo. Repetimos con letras: ciento cuarenta mil niños muertos. La inmensa mayoría de ellos no tuvieron acceso a una vacuna por haber tenido la mala fortuna de nacer en países pobres. Pero en los países ricos, el cáncer social de los movimientos antivacunas ha hecho repuntar enfermedades que estaban controladas. En abril de 2019 la ciudad de Nueva York, afectada por un peligroso brote de sarampión en Brooklyn, ordenó la vacunación obligatoria en 48 horas, bajo penas de multa o prisión. En Europa, nuestro Centro para el Control de Enfermedades ha alertado de que los casos de sarampión se han multiplicado en los últimos años; en 2017 se cuadruplicaron respecto al año anterior.

Recientemente dos expertos en salud pública de la Universidad de Arizona, Christopher Robertson y Keith Joiner, especializados en el estudio de cómo el transporte aéreo facilita la expansión de brotes epidémicos, recomendaban en un artículo en The Conversation que se dispongan medidas legales para denegar el embarque en los aviones a las personas que no cumplan con las vacunaciones obligatorias, y que se construyan bases de datos para que las autoridades y las aerolíneas puedan comprobar el estado de vacunación de los posibles pasajeros. Según estos dos expertos, al menos en EEUU estas medidas no entrarían en conflicto con los derechos constitucionales. En los aviones compartimos durante horas el aire, los baños y las superficies con otras muchas personas, y todos nos dispersamos una vez que hemos llegado al destino; son perfectos incubadores de epidemias.

No puede ser que la protección de datos prevalezca sobre la protección de vidas

Al hilo de lo anterior, y si a alguien le parece que poner nuestros datos de vacunación a disposición de autoridades o incluso de compañías privadas es un atentado contra nuestra privacidad, hay una decisión que deberíamos tomar, y es si preferimos la protección de datos o la protección de vidas. Aquí comenté ayer el caso de Corea del Sur, que al menos hasta ahora ha contenido la epidemia de SARS-CoV-2 no solo con los test masivos, sino también con una flagrante invasión de la privacidad: por medios tecnológicos se han rastreado los movimientos de las personas contagiadas a través de cámaras de televisión, teléfonos móviles y tarjetas de crédito, y estos datos se han publicado, sin información identificativa, para que cualquier persona pudiera comprobar si había podido tener contacto con algún contagiado.

Por muy escrupulosos que seamos hoy con nuestra privacidad de datos, que en circunstancias normales está bien que así sea, en circunstancias excepcionales como las actuales la protección de vidas debe prevalecer. En los medios occidentales se ha criticado la invasión de la privacidad en Corea y se ha dicho que esto sería inaceptable para nuestra mentalidad. Pues deberá dejar de serlo: debería ser una obligación de ciudadanos solidarios y responsables poner nuestros datos a disposición de las autoridades si con ello pueden rastrearse los posibles contagios. Y quien tenga algo que ocultar en los datos de su teléfono móvil o de su tarjeta de crédito, será su problema personal con aquellos a quienes está ocultando dichos datos.

No puede ser que las personas con enfermedades transmisibles vayan alegremente por la calle dispersando su infección

En estos días se repiten los grandes elogios hacia la solidaridad y la responsabilidad de la población española, y todo el que elogia recibe a su vez el afectuoso aplauso social. Pero en fin, alguien tendrá que hacer el papel antipático; no se trata de entrar en valoraciones, sino solo de constatar los hechos: ¿quién en este país se ha puesto alguna vez una mascarilla para no contagiar a otros su gripe?

Y sin embargo, ahora la visita al súper nos descubre una clara mayoría de personas con mascarillas para no contagiarse ellas mismas, desoyendo la recomendación de las autoridades, privando de estos recursos a quienes realmente los necesitan —personal sanitario y de emergencias— y, además, utilizándolos mal: mascarillas por debajo de la nariz, manos tocando la cara para recolocarlas, mascarillas que se bajan y se arrugan bajo el labio inferior para hablar por el móvil y luego vuelven a subirse (todo ello visto personalmente)… Los defensores de la mascarilla se basan en que ayuda a no tocarse la cara; bien, ¿y los datos?

¿Quién se ha quedado alguna vez en casa con gripe para no contagiar a otras personas, y no por el propio malestar? Pongámoslo aún más difícil y excluyamos las bajas laborales, que a eso es fácil apuntarse: ¿quién alguna vez ha rechazado una quedada, unas cañas, un cine, una cena, para no esparcir su gripe a los cuatro vientos?

La gripe mata. Mucho. Concretamente, las gripes estacionales causan cada año hasta 650.000 muertes por enfermedad respiratoria, según la OMS, y en España la temporada de gripe 2018-2019 dejó 6.300 muertes, según el Informe de Vigilancia de la Gripe en España del Instituto de Salud Carlos III; fue un balance mejor que la temporada anterior. Y en las cadenas de transmisión que conducen a esas muertes podemos haber participado cada uno de nosotros, transmitiendo la gripe a otros por haber salido de casa cuando sabíamos que estábamos enfermos.

No puede ser que esto no importe a nadie simplemente porque las decenas de miles de hospitalizaciones por gripe (35.000 la pasada temporada, 50.000 la anterior) no saturan los sistemas de salud, que generalmente ya están dimensionados para acoger esos picos invernales (ver figura). Entre el pánico y los confinamientos de la COVID-19, y el encogimiento general de hombros ante la mortalidad de la gripe, hay un término medio que sería deseable mantener siempre: aplicarnos el #QuédateEnCasa para no contagiar a otros siempre que nos encontremos enfermos; ponernos una mascarilla si no nos queda más remedio que salir estando enfermos; y el lavado de manos, etcétera, etcétera.

Los picos invernales de la mortalidad de la gripe en España. Imagen del ISCIII.

Los picos invernales de la mortalidad de la gripe en España. Imagen del ISCIII.

Conclusión:

Quizá algo de lo anterior, o incluso todo, pueda a muchos parecerles exagerado, propio de germófobos obsesivos como aquel Howard Hughes que retrataba Leonardo DiCaprio en la película El aviador. Pero quienes ya tenemos edad recordamos la época en que se fumaba incluso en los aviones. Hubo un cambio drástico de mentalidad respecto al tabaco. Urge un cambio de mentalidad aún más radical frente a las enfermedades infecciosas; estamos hablando de algo que, esperemos que sea solo por unos meses, ha sido capaz de cambiar la vida del planeta tal como la conocíamos. Y que volverá a suceder, incluso en una versión mucho más aterradora, si después del coronavirus todo vuelve a ser como antes; si, como decía un reciente artículo editorial en The Lancet, no conseguimos romper el «ciclo de pánico y después olvido» al que estamos acostumbrados.

España creía estar preparada al 100% para contener una epidemia: por qué el mundo sucumbe al coronavirus

Hace tiempo, mucho antes de que todo esto comenzara, recuerdo que una newsletter de un medio científico llevaba un artículo titulado «La gran pandemia de nuestro tiempo», o algo parecido. Uno, que fue investigador en inmunología, trata de mantenerse al día sobre todo lo nuevo relativo a enfermedades infecciosas. Así que pinché en el titular. Resultó que el artículo hablaba de la obesidad.

No se trata de desdeñar el papel de la obesidad como factor de riesgo de enfermedades, que lo es. Pero hablar de la obesidad como pandemia no solo es técnicamente incorrecto, algo impropio de un medio científico, sino que ahora, frente a lo que estamos padeciendo, casi parecería un mal chiste, si no fuera porque no estamos para chistes.

(Nota aclaratoria: «pandemia» es un término reservado para las enfermedades infecciosas. Nada impide utilizarlo en sentido metafórico, como cuando se dice que «fulano ha provocado un terremoto con sus declaraciones». Pero llamar pandemia a cualquier cosa que nos apetezca confunde y no ayuda. Y por otra parte, la obesidad es un factor de riesgo, no una causa de muerte, excepto quizá para casos como el de la mujer obesa de Pensilvania que mató a su novio sentándose sobre él. Por más veces que se repita hasta el hartazgo «la obesidad mata a X millones de personas«, no, la obesidad no mata. Facilita que otras cosas maten).

La anécdota ilustra una realidad alarmante. El mundo (rico) suele estar hoy inmensamente preocupado por la obesidad, el cáncer, las enfermedades cardiovasculares, el alzhéimer… Pero ha olvidado las enfermedades infecciosas. Suele citarse el ejemplo de William Stewart, que fue cirujano general de EEUU y que en 1967 dijo: «Es hora de cerrar el libro de las enfermedades infecciosas, y de declarar ganada la guerra contra las pestes».

El problema es que, en realidad, Stewart jamás dijo tal cosa, como demostró un estudio en 2013, por lo que al pobre doctor se le ha colgado un injusto sambenito por algo que nunca dijo. Pero sí es cierto que, como reconocían los propios autores de aquel estudio absolutorio, la frase falsamente atribuida a Stewart refleja una forma de pensar y una tendencia entre muchos de sus contemporáneos, y desde entonces largamente instalada en nuestra sociedad.

Y eso es lo que nos ha llevado a este desastre.

Por mucho que pueda criticarse la actuación frente al coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 por parte de tal o cual gobierno, nacional o autonómico, propio o extranjero, las críticas a un bando de la trinchera y al otro que tanto están proliferando en estos días simplemente nacen de un interés político partidista-guerrillero. No aportan absolutamente nada útil. Porque lo único cierto es que, en realidad, nadie ha sabido qué hacer ante esta crisis. Y si nadie ha sabido qué hacer ante esta crisis es porque nadie tenía buenos planes sobre qué hacer ante esta crisis. Y si nadie tenía buenos planes sobre qué hacer ante esta crisis es porque nadie esperaba esta crisis. Y si nadie esperaba esta crisis es porque nadie creyó a quienes llevan años avisando de esta crisis.

Desinfección en Bilbao por el coronavirus de COVID-19. Imagen de Eusko Jaurlaritza / Wikipedia.

Desinfección en Bilbao por el coronavirus de COVID-19. Imagen de Eusko Jaurlaritza / Wikipedia.

Esta semana, el magnate de la prensa Juan Luis Cebrián escribía en su periódico El País un artículo titulado “Un cataclismo previsto”, con este subtítulo: “Las principales instituciones mundiales denunciaron hace meses que un brote de enfermedad a gran escala era una perspectiva tan alarmante como realista y alertaron de que ningún Gobierno estaba preparado”.

Cebrián se refería sin duda, aunque no lo detallaba, a un informe titulado “A World at Risk” (Un mundo en riesgo), publicado en septiembre de 2019 por el Global Preparedness Monitoring Board (GPMB) –un organismo de la Organización Mundial de la Salud y el Banco Mundial– y que advertía de la amenaza de una pandemia por un posible nuevo patógeno respiratorio altamente contagioso que podría matar a millones de personas, y de que los gobiernos del mundo no estaban preparados para ello.

Ahora bien, ¿escribió algo Cebrián sobre dicho informe cuando este se publicó, en septiembre, en aquellos tiempos en que la vida era normal? Cebrián tiene una silla en Davos, el lugar donde se cocinan las decisiones del planeta, además de ser una de las personas más influyentes en nuestro país. ¿No podía haber llevado aquel informe a la atención de los líderes mundiales antes, cuando habría servido de algo? Porque ser profeta del pasado es muy fácil. De hecho, es una ocupación tan desvalorizada que ahora los tenemos a millones en Twitter.

Pero el informe citado por Cebrián es solo uno más de una larga cadena de voces de expertos y de organismos científicos y sanitarios que durante años han advertido del riesgo de una gran pandemia que pondría el mundo patas arriba. Escojo solo tres ejemplos de mi propio archivo de tiempos ya relativamente lejanos, pre-COVID-19:

En 2007, hace 13 años, cuando el peligro era la muy letal gripe aviar H5N1, escribí esto:

A tenor de la expansión de este virus y a juicio de la Organización Mundial de la Salud, “el mundo está más cerca que nunca de otra pandemia desde 1968”, año en que acaeció la última del siglo XX. Los autores del presente estudio confían en que los nuevos datos contribuyan a la lucha contra “la inevitable pandemia que puede matar a decenas de millones”.

En 2015, hace cinco años, con ocasión del brote del coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS) en Corea del Sur, escribí esto:

Ya son muchos los expertos que advierten de que, en materia de nuevas enfermedades infecciosas, es prioritario que los esfuerzos, la financiación y los protocolos clínicos se adecúen en tiempo y forma a lo que aún no ha llegado, pero sin duda llegará.

La última de las voces advirtiendo sobre el hielo delgado que pisamos ha sido la de Bill Gates. En la cuarta cumbre anual sobre filantropía celebrada este mes por la revista Forbes, el cofundador de Microsoft participó en un coloquio sobre las lecciones aprendidas de la crisis del ébola. En opinión de Gates, la próxima epidemia de este virus no nos sorprenderá sin preparación, pero no podemos decir lo mismo de futuras pandemias causadas por otros patógenos de más fácil contagio. Y advertía: “Lo que con más probabilidad puede matar a diez millones de personas en los próximos 30 años es una epidemia”. “La filantropía no es lo suficientemente grande para ocuparse de todo el problema. El gobierno debe asumir el papel dominante”, demandaba Gates. Y lo cierto es que ya son demasiados avisos como para seguir ignorándolos.

Y en 2016 hablé de otro de esos estudios que nos habían advertido:

La fundación sueca Global Challenges Foundation y el Global Priorities Project de la Universidad de Oxford acaban de publicar su informe anual Riesgos Catastróficos Globales 2016, que analiza las amenazas debidas a «eventos o procesos que podrían llevar a la muerte de aproximadamente una décima parte de la población mundial, o que tengan un impacto comparable». Al frente de estos riesgos se encuentran los únicos que históricamente han alcanzado este nivel de letalidad: las pandemias.

Son solo tres ejemplos de cómo a innumerables expertos se les ha secado la boca durante años alertando de que esto iba a llegar, y de que no estábamos preparados. También durante años, todos los que nos dedicamos a comunicar la ciencia hemos hecho de altavoz de esas demandas, pero por desgracia sin los miles de vatios de sonido de un Cebrián. Bien, aquello sobre lo que se lleva años advirtiendo por fin ha llegado. ¿Y quién estaba preparado?

Corea del Sur.

Durante estos días se ha hablado mucho de cómo este país asiático ha conseguido, al menos por el momento, contener la epidemia de COVID-19 sin recurrir a medidas drásticas de confinamiento de la población. Pero no se ha contado la historia completa, ya que la realización de test masivos a la población y otras medidas más controvertidas, como el rastreo y la vigilancia de movimientos de las personas contagiadas y sus contactos, no son fruto de la improvisación, de una ocurrencia repentina. A diferencia de otros, Corea ya estaba preparada.

En 2015, cuando surgió el brote de MERS mencionado más arriba, el gobierno coreano se tomó muy en serio la preparación del país contra futuras epidemias. El Centro para el Control de Enfermedades de aquel país hizo un reanálisis completo y concienzudo de sus estrategias, y elaboró un plan detallado y exhaustivo contra futuras amenazas. Aquella preparación de ayer es el éxito de hoy.

Sin embargo, exceptuando Corea, el resto de los países han ignorado sistemáticamente las advertencias de los expertos sobre terribles pandemias inminentes. En EEUU, por ejemplo, el diario The New York Times ha revelado en estos días que en 2019 se llevó a cabo un gran proyecto gubernamental de simulación de una pandemia, llamado Crimson Contagion, y no era el primer proyecto de este tipo. Pero la preparación real de aquel país para la COVID-19 queda patente en la situación actual. Concluye el NYT: “El conocimiento y el sentido de urgencia sobre el peligro parece no haber llegado nunca a recibir la suficiente atención al más alto nivel del ejecutivo o del Congreso, dejando a la nación con fondos insuficientes, carencia de equipos y desorganización dentro y entre diversas ramas y niveles del gobierno”.

Y ¿qué hay de nuestro país? Las cifras actuales también hablan por sí solas. Pero la situación actual, se engañe quien se engañe dando vueltas en su rueda política de hámster, no se debe a lo hecho o no hecho ahora, sino a lo no hecho durante años, con gobiernos del PP y del PSOE, y autonómicos de otros colores diversos.

Y esto es lo más irónico: existe un sistema de autoevaluación de los países para la OMS sobre las capacidades del sistema nacional de salud en materia, entre otras, de vigilancia, enfermedades zoonóticas, respuesta, coordinación, laboratorios, políticas reguladoras y comunicación de riesgos. El informe de España de 2018 que, repito, es una autoevaluación del propio país, se ponía una nota de entre 80 y 100% en todo, excepto en comunicación de riesgos, con una nota del 60%.

Por ejemplo, en “mecanismos de financiación y fondos para la respuesta a tiempo a emergencias de salud pública”, España se ponía a sí misma un 80%; un 8, notable. En “función de alerta temprana: vigilancia basada en indicadores y datos”, otro 8, lo mismo que en recursos humanos. Pero en “planificación de preparación para emergencias y mecanismos de respuesta”, nos dábamos a nosotros mismos un 10. Y en “capacidad de prevención y control de infecciones”, pues otro 10, para qué menos.

En resumen: hemos vivido engañados. Y ahora nos gusta seguir engañándonos a nosotros mismos fingiendo que la situación actual es culpa del gobierno central, si somos de derechas, o del autonómico de Madrid, si somos de izquierdas.

Y ¿qué nos enseña todo esto? Nos enseña que esto no puede volver a ocurrir. Que ya es hora de que, de una vez por todas, todos los gobiernos de todos los países, en la medida de su nivel de desarrollo, comiencen a tomarse realmente en serio la preparación contra enfermedades infecciosas epidémicas. En estos días se transmite la idea de que algún día todo volverá a ser igual que antes, y se entiende que mensajes como este son necesarios ahora para reforzar la moral durante el confinamiento. Pero no puede ser así: para que algunas cosas no cambien, otras deberán cambiar para siempre, o pronto nos encontraremos con la próxima pandemia, de un virus quizá mucho más letal que el SARS-CoV-2. Mañana seguimos.

¿Las palomas pueden transmitir enfermedades? Sí, como cualquier otro animal (I)

Recojo el testigo de mi compañera Melisa Tuya, que ayer daba voz en su blog En busca de una segunda oportunidad a la asociación Mis Amigas Las Palomas, dedicada a promover la protección de estos animales tan desdeñados y aborrecidos por muchos. El espíritu crítico debe incitar siempre a cuestionar los tópicos, y cuando la pregunta es de carácter científico, los que tenemos la suerte de haber recibido formación en este campo contamos con la oportunidad impagable de encontrar una respuesta basada en datos reales. Ah, ¿he dicho impagable? No: si además nos pagan por nuestra curiosidad, mejor que mejor.

La gente en la ciudad y la gente en el campo tenemos en común el hecho de compartir nuestros espacios vitales con las palomas. Y aunque las nuestras, las torcaces (Columba palumbus) puedan parecer subjetivamente más bonitas que las de ellos, las domésticas o comunes (Columba livia domestica), no es más que un juicio opinable sobre dos especies estrechamente emparentadas. Sin embargo, suelen ser las segundas las que reciben el calificativo desdeñoso de «ratas con alas» y el desprecio de infinidad de urbanitas.

Palomas domésticas. Imagen de pixabay.

Palomas domésticas. Imagen de pixabay.

Debo aclarar que, aunque no creo que pueda llegar a considerarme un ornitólogo aficionado, tengo aprecio por las aves, los únicos dinosaurios que lograron sobrevivir a su gran extinción. Pero para dar respuesta a la pregunta «¿son las palomas tan peligrosamente contagiosas como todo el mundo parece creer repitiendo lo que todo el mundo dice?», lo único que voy a hacer aquí es contrastar datos extraídos de fuentes científicas.

Por supuesto, todo el que haya cursado alguna asignatura de microbiología y parasitología ya conoce la respuesta: ¿pueden las palomas transmitir enfermedades peligrosas a los humanos? Sí, por supuesto que pueden. Hay un dato concreto que aparece en múltiples artículos periodísticos, y es el de 60: sesenta enfermedades que las palomas pueden contagiarnos.

Buscando una referencia científica, he encontrado una revisión publicada en 2004 por dos investigadores de la Universidad de Basilea (Suiza) que mencionaba el dato, aunque no puedo saber si es la fuente original (dado que muchos artículos periodísticos no suelen incluir esos subrayados en azul que yo procuro siempre añadir). Pero ahí está el hecho: «la paloma doméstica alberga 60 organismos patógenos humanos diferentes», escribían los autores.

En 2010 tuvo bastante resonancia por aquí un estudio del Centro de Investigación en Sanidad Animal de Valdeolmos (CISA-INIA) que analizó la presencia de microbios patógenos para los humanos en 118 palomas de los parques y jardines de Madrid. Los investigadores encontraron que más de la mitad de los animales (52,6%) llevaban la bacteria Chlamydia psittaci, que puede causar una grave enfermedad respiratoria llamada psitacosis, y que más de dos terceras partes (69,1%) contenía Campylobacter jejuni, otra bacteria causante de diarreas que es una frecuente culpable de las intoxicaciones alimentarias. Los autores concluían: «Por tanto, estas aves pueden suponer un riesgo de salud pública para las poblaciones humanas. Estos datos deberían tenerse en cuenta de cara a la gestión de la población de palomas».

Naturalmente, la información se difundió en muchos medios, que titularon con alguna variación más o menos afortunada, o más o menos alarmista, de la frase con la que Biomed Central, la editorial de la revista científica, lanzó su nota de prensa: «las palomas llevan bacterias dañinas».

Por otra parte y si uno busca casos en las bases de datos de estudios científicos, es innegable que pueden encontrarse casos reales de enfermedades transmitidas al ser humano por las palomas. Si no me falla la búsqueda, el último caso reportado hasta hoy se publicó en enero de este año, y corresponde a una mujer holandesa de 54 años que murió por un fallo respiratorio debido a una infección por Paramixovirus de Paloma de Tipo 1 (PPMV-1). Los autores escriben que la probable ruta de contagio fue «el contacto directo o indirecto con palomas infectadas».

La mujer seguía un tratamiento de inmunosupresión por haber recibido un trasplante de médula ósea, pero a nuestros efectos no nos fijemos en este dato, sino más bien en el hecho de que además de las bacterias analizadas en el estudio de Madrid, las palomas puede también albergar otros organismos peligrosos, como ciertos parásitos y virus transmisibles a los humanos (la gripe aviar es un ejemplo conocido).

Por todo ello, a la menor búsqueda en Google es inmediato encontrar infinidad de webs, incluso de organismos públicos, que advierten contra el contacto con las palomas, incluso indirecto, por el grave riesgo de contraer alguna terrible enfermedad.

Aquí termina el alegato de la acusación. Si ya se han cansado de leer, pueden quedarse con todo lo anterior y utilizarlo como referencia sólida (al menos ahí tienen los enlaces a los estudios) para defender ante sus amigos que las palomas son ratas aladas, sucias y contagiosas. Pero si les interesa conocer la otra cara de la realidad para formarse un juicio crítico, les invito a volver aquí mañana para leer el alegato de la defensa: ahora toca situar todo lo anterior en su contexto más amplio para valorarlo en su justa medida. Y como comprobarán, la cosa cambia radicalmente.

Ahora les toca al panga y a la tilapia: ¡a por las antorchas y los tridentes!

[Suspiro] No sé si servirá de algo tratar de poner las cosas en su sitio. Probablemente sea un empeño estéril, dado que algunos reportajes televisivos vergonzosamente sensacionalistas ya se han encargado de extender su muy rentable mancha amarilla entre el público. Pero alguien tiene que dejar constancia escrita de ciertas cosas, para que al menos estén accesibles a quien busque una verdad desprovista de interés por los índices de audiencia.

Filete de panga. Imagen de Wikipedia.

Filete de panga. Imagen de Wikipedia.

Primero, lo verdadero. Sí, es cierto, el panga y la tilapia no son los pescados más nutritivos del mundo. Hablando llanamente, cualquiera podría decir que son la versión piscícola de lo que suele llamarse comida basura: alimentos de consumo fácil y atractivo que resultan sabrosos por su grasa, y que son perfectamente mejorables desde el punto de vista nutritivo.

Imagino que a nadie se le escapa que no conviene abusar de este tipo de comida. Pero una cosa es consumir con moderación y otra erradicarla, como algunos pretenden hacer (y han hecho) con los comedores escolares. Y si se trata de esto último, imagino que a todos esos portadores de antorchas y tridentes jamás de los jamases se les ocurrirá llevar a sus hijos a una hamburguesería, pizzería, puesto de hot dogs o tienda de chuches, ni les comprarán nunca ningún tipo de bollo, galleta o refresco.

Segundo, también verdadero: el panga se cría en condiciones medioambientalmente irresponsables, motivo que ha llevado a Carrefour a retirarlo de sus hipermercados. Pero ¿desde cuándo se ha vuelto el ciudadano medio tan ecológicamente concienciado con la huella medioambiental de los alimentos que consume?

Si este se ha convertido de repente en un criterio principal de valoración para el consumidor sin que nos hayamos enterado, es de suponer que la inmensa mayoría de la población ya será vegetariana, dado que, citando palabras de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) relativas a la producción ganadera de carne:

El sector ganadero es una amenaza principal para muchos ecosistemas y para el planeta en su conjunto. Globalmente es una de las mayores fuentes de gases de efecto invernadero y uno de los factores dominantes en la pérdida de biodiversidad, mientras que en los países desarrollados y emergentes es tal vez la primera causa de contaminación del agua.

Lo verdadero acaba aquí. Ahora, lo falso: NO es cierto que el panga o la tilapia sean especies ricas en contaminación por mercurio. Según los expertos, el problema de la contaminación por mercurio en el pescado no es un fenómeno estrictamente local, sino regional e incluso global. Esta polución se vierte a las aguas por la minería, pero también a la atmósfera por la quema de carbón, circulando por el aire hasta depositarse en el agua. En su forma orgánica muy tóxica, metilmercurio, es absorbida por el escalón más bajo de la pirámide trófica, las algas. A partir de ahí va progresando y aumentando su concentración a lo largo de la cadena: un pez se come el alga, otro pez se come al pez.

La consecuencia es que la contaminación por mercurio es mayor cuanto más arriba está una especie en la pirámide; los superpredadores como el tiburón, el atún o el emperador son los peces con mayor concentración de mercurio. El panga es un omnívoro, no un superpredador.

Un informe de la OCU encontró bajos niveles de mercurio (dentro de los límites legales) en panga y tilapia. Pero es un inmenso error de comunicación pública lanzar estos datos alegremente sin compararlos para ponerlos en su contexto. Uno de los estudios más exhaustivos sobre la contaminación del mercurio en especies marinas de consumo es el realizado por la Administración de Fármacos y Alimentos de EEUU (FDA) de 1990 a 2012. En una lista de casi 70 animales marinos que podemos encontrar en los mercados, este es el resumen de los resultados:

  • Las especies con mayores niveles de mercurio son, en este orden, el blanquillo (Malacanthidae), emperador, tiburón, sierra (Scomberomorus cavalla) y atún. Todas las especies de atún utilizadas para consumo figuran en la mitad superior de la tabla de los más contaminados con mercurio.
  • La tilapia es el sexto pescado que menos mercurio contiene, igualado con la sardina, por debajo del salmón y la anchoa.
  • La concentración de mercurio en el emperador es 75 veces mayor que en la tilapia. En el atún es 53 veces mayor que en la tilapia.
  • La lista de la FDA no incluye individualmente el panga, sino su grupo, los siluriformes, ya que el panga en EEUU sustituye a la producción local de estos peces. Sin embargo, el panga solo se incluye en este grupo hasta 2003, año en que la legislación en EEUU retiró la etiqueta de siluriformes al panga para evitar la competencia con el producto local. Así pues, en este caso el dato solo es válido de 1990 a 2003. Los siluriformes quedan en la lista en el décimo lugar de los menos contaminados con mercurio, igualado con el calamar, por debajo del abadejo, el cangrejo de río, el arenque y la caballa. El atún tiene casi 29 veces más mercurio.
  • Muchas de las especies con mayores niveles de mercurio son las empleadas para la elaboración de sushi, ya que esta preparación suele utilizar peces en la cúspide de la pirámide trófica. Y no se fíen del etiquetado: según un estudio reciente que he contado en otro medio, una gran cantidad del pescado vendido como sushi es fraudulento; no pertenece en realidad a la especie que se anuncia.

Otros estudios recientes del panga vendido en Europa no han encontrado contaminaciones de mercurio alarmantes ni por encima de los niveles legales. En junio de 2016 y debido a la expansión de las proclamas contra el panga en los medios europeos, un estudio elaboró todo un perfil toxicológico de este pescado.

La conclusión de los autores fue que una persona podría consumir entre 3 y 166 kilos de panga al día durante todos los días de su vida antes de sufrir algún efecto adverso debido a sus contaminantes. «La evaluación del riesgo toxicológico no apoya ninguno de los riesgos toxicológicos sugeridos en los medios», escribían los investigadores. «Se concluye que el consumo del panga disponible en el mercado europeo no representa ningún riesgo para la salud del consumidor».

Nos queda el alegato sobre la baja cantidad de omega 3 que contiene el panga, como se ha pregonado en muchos medios. Como he dicho arriba, no pretendo defender que este pescado sea una opción nutritiva, pero de todos modos tampoco soy nutricionista. Sin embargo, respecto a las presuntas virtudes milagrosas del omega 3, creo que también conviene poner las cosas en su sitio con unos cuantos datos estrictamente científicos. Para ello traigo aquí las conclusiones literales no de una, sino de cuatro revisiones sistemáticas recientes, esos estudios que a su vez reúnen los datos de otros muchos estudios previos para analizarlos en su conjunto:

Nuestro meta-análisis muestra pruebas insuficientes de un efecto preventivo de los suplementos de ácido graso omega 3 contra accidentes cardiovasculares entre los pacientes con historial de enfermedad cardiovascular

(Kwak et al, 2012)

Dados los inconsistentes beneficios reportados en estudios clínicos y experimentales y los efectos potencialmente adversos en el ritmo cardíaco […], el omega 3 debe prescribirse con precaución y deben reconsiderarse las recomendaciones generalizadas de aumentar el consumo de pescado o tomar suplementos de omega 3.

(Billman, 2013)

En conjunto, los suplementos de omega 3 no se asocian con un riesgo más bajo de mortalidad por cualquier causa, ni con muerte cardiaca, muerte súbita, infarto de miocardio o accidente cerebrovascular.

(Rizos et al, 2012)

Un gran volumen de literatura que comprende numerosos estudios de muchos países y con diferentes características demográficas no ofrece pruebas que sugieran una asociación significativa entre los ácidos grasos omega 3 y la incidencia de cáncer. Es improbable que los suplementos de omega 3 en la dieta prevengan el cáncer.

(MacLean et al, 2006)

Después de todo esto tal vez se pregunten, y con razón: ¿a qué se debe entonces la mala fama de estos peces? Yo no puedo responderles a esta pregunta; hágansela a quienes se han ocupado de crear y fomentar esta histeria colectiva. Ya lo dijo Séneca: cui prodest scelus, is fecit. A quien aprovecha el crimen, ese es su autor.

Cuidado con el radón, el monstruo que vive en el sótano

Como en los cuentos de Lovecraft, la amenaza llega desde el submundo. Si usted vive en la franja occidental de la Península que desciende desde Galicia hasta el Sistema Central, esto le interesa. Sepa que tal vez se encuentre en una zona de alta exposición al radón, un gas radiactivo que aparece en el ambiente durante la desintegración del uranio-238 atrapado en el suelo y en las rocas, y que está presente de forma natural en pequeñísima proporción en el aire que respiramos.

Con el radón sucede como con los virus: la percepción pública tiende a desplazarse fácilmente del cero al infinito sin término medio. La mayoría de la gente no conoce el problema de este gas, pero a veces ocurre que quienes se enteran de ello pasan de inmediato al extremo del pánico.

Lo cierto es que el radón es un problema de salud pública reconocido por la Organización Mundial de la Salud, que mantiene un proyecto internacional al respecto. Pero como recordaba el pasado 7 de noviembre (Día Europeo del Radón) el experto del Ilustre Colegio Oficial de Geólogos (ICOG) Luis S. Quindós Poncela, que dirige el Grupo Radón en la Cátedra de Física Médica de la Universidad de Cantabria, lo prioritario es presentar el problema a los poderes públicos y a los ciudadanos para facilitar la información primero, y la actuación después.

El problema con el radón no es que estemos potencialmente expuestos a una fuente de radiación externa, como cuando nos hacemos una radiografía, sino que estamos potencialmente expuestos a contaminación radiactiva: cuando respiramos, introducimos el radón en nuestros pulmones, y así llevamos la fuente de radiación con nosotros. Y si bien el propio gas se desintegra en unos propios días, al hacerlo origina otros compuestos también radiactivos que nos someten a una exposición más prolongada. Esta radiación sostenida puede provocar mutaciones en el ADN cuya consecuencia más fatal es el cáncer.

El radón se filtra al aire desde el suelo, por lo que el riesgo es mayor cuanto más permeable es el terreno bajo nuestros pies. Según Quindós Poncela, las arcillas contienen una concentración de uranio apreciable, pero «su elevada impermeabilidad hace que la cantidad de radón que alcanza la superficie sea muy pequeña». En cambio el granito es más poroso y suele formar paisajes muy rotos, como ocurre en la Sierra de Guadarrama, y es en este tipo de suelos donde «el radón se desplaza más fácilmente y puede alcanzar la superficie del suelo en mayor proporción», añade el experto.

Vías de entrada del radón en una casa. Imagen de la Universidad de Cantabria.

Vías de entrada del radón en una casa. Imagen de la Universidad de Cantabria.

Dado que el radón surge desde lo profundo, las zonas de mayor riesgo en las viviendas son los sótanos y plantas bajas. Suele decirse que a partir del segundo piso ya no existe riesgo, pero no siempre es así: Quindós Poncela advierte de que el suelo no es la única fuente del gas. Los materiales de construcción, si se han extraído de una zona con presencia de uranio, también pueden desprender radón. Además el gas se disuelve en el agua, lo que añade otro factor de riesgo en viviendas que reciban el suministro de un pozo.

Curiosamente, la eficiencia energética de las viviendas actuales es un factor que juega en contra de la seguridad contra el radón. Según Quindós Poncela, la construcción de casas cada vez más herméticas no favorece la eliminación del gas: «Mientras que una vivienda antigua renueva el aire de su interior unas tres veces por hora, una moderna necesita dos horas para llevar a cabo dicha renovación. Este hecho favorece la presencia y acumulación de radón en el interior de las casas», dice.

En los años 90 se emprendió una campaña de medición de radón en viviendas en toda España, gracias a la cual hoy tenemos el mapa de riesgo publicado por el Consejo de Seguridad Nuclear y que pego a continuación. Pero para Quindós Poncela, las 9.000 mediciones tomadas todavía son insuficientes. Y no solo hace falta una mayor vigilancia: el ICOG reclama a las autoridades «que se apliquen cuanto antes medidas constructivas frente al radón (diseño de cimentaciones, ventilación pasiva, análisis de materiales de construcción, etc.), incluyéndolas en el Código Técnico de la Edificación, y mejorando además la definición de las zonas de riesgo en nuestro país».

Mapa de riesgo del radón en España. Imagen del Consejo de Seguridad Nuclear.

Mapa de riesgo del radón en España. Imagen del Consejo de Seguridad Nuclear.

En cuanto a las zonas de riesgo, un caso particular estudiado por el Grupo Radón de Quindós Poncela es el de Torrelodones, el pueblo de la sierra madrileña donde vivo, y donde el granito aflora del suelo en cada recodo del paisaje.

Las medidas tomadas en Torrelodones muestran una amplia variación de los niveles de radón, pero en casi todos los casos se mantienen bastante por debajo de los 200 becquerelios por metro cúbico (Bq/m³). En este rango, los expertos recomiendan simplemente «incrementar la ventilación natural de la vivienda para conseguir concentraciones tan bajas como sea posible».

Solo en una ubicación la medida llega a los 266 Bq/m³, y es en la zona de Colonia Varela; si lo conocen, a la espalda del centro comercial Espacio Torrelodones. Pero incluso en este lugar no hay motivo para la alarma: por debajo de 400 Bq/m³ no se considera necesario aplicar medidas de remedio, sino solo aumentar la ventilación, especialmente en sótanos y plantas a ras de suelo.

Es de esperar que la insistencia de los expertos y la divulgación del problema del radón facilite una mayor vigilancia y una ampliación de las mediciones. Pero si viven en una zona propensa a este riesgo y quieren quedarse más tranquilos, ustedes mismos pueden medir el nivel de radón en su casa: la web del Grupo Radón ofrece un kit, con dos detectores y sus instrucciones, por 80 euros más IVA y gastos de envío.