¿Se subestimó la amenaza del coronavirus de la COVID-19?

Parece que han pasado meses. Y, de hecho, han pasado; en concreto, ya casi dos. Fue el 24 de enero, al día siguiente de que en China se decretaran los cierres, las cuarentenas y las restricciones de viaje en Wuhan y otras ciudades de Hubei, cuando aquí escribí esto:

Pero a segunda vista, lo cierto es que hay motivos para que el 2019-nCoV sea incluso más preocupante que el ébola para la población en general. En primer lugar, y mientras que la posibilidad de transmisión del temible virus africano por el aire (aerosoles) aún es controvertida, en el caso del nuevo coronavirus chino parece confirmada, lo que apunta a un contagio fácil como el de una gripe. Y este es precisamente uno de los rasgos que los expertos suelen atribuir al hipotético virus que podría causar la próxima gran pandemia.

Por otra parte, también suele señalarse que el ébola mata demasiado y demasiado deprisa, por lo que resulta más asequible localizarlo y contenerlo. El causante ideal de una futura pandemia global sería, dicen los expertos, un virus con síntomas más leves e inespecíficos, lo que dificultaría su reconocimiento, y con una mortalidad baja, lo que le daría ocasión de expandirse. Pero incluso con una letalidad de solo un 2%, su impacto podría ser devastador; pensemos que la gripe de 1918 infectó a la tercera parte de la población mundial. Si algo semejante llegara a ocurrir hoy, imaginemos lo que supondrían más de 300.000 víctimas mortales en una población como la española.

En resumen, el coronavirus chino se parece bastante al retrato robot del virus que a juicio de los expertos podría causar el próximo gran desastre epidémico. Y aunque en estos días a todos aquellos que tenemos una cierta relación con estos asuntos suelen preguntarnos si hay motivos para la preocupación, en realidad no se trata tanto de temer la posibilidad de que un virus como este pueda llevarnos al otro barrio a cada uno de nosotros en particular, sino de la perspectiva, que nadie puede descartar, de un azote global que deje una herida profunda en nuestro mundo, como lo hizo la gripe de 1918.

Por entonces, al virus se le conocía simplemente como el nuevo coronavirus chino, y la Organización Mundial de la Salud (OMS) le había asignado el nombre provisional de 2019-nCoV. Aún había causado solo 26 muertes entre un millar de afectados en China, y muchos lo veían como un problema ajeno, algo que nunca llegaría aquí.

Poco después, todo comenzó a desbordarse. Los casos empezaron a detectarse fuera de China y comenzaron a crecer. Del relativo desinterés anterior se pasó en solo unos días al pánico y la histeria colectiva. El foco del interés público se desplaza y se concentra fácilmente por la acción de los medios y por la amplificación de las redes sociales. Se malentendieron algunas cosas. Entonces, y por tratar de contribuir a mantener las cosas en su contexto, a no perder la perspectiva general y evitar el inmenso sesgo cognitivo que se estaba generando con respecto al nuevo virus, escribí esto:

Y, mientras, aquí estamos, inmersos en una epidemia de pánico e histeria por un virus que hasta ahora ha matado a 425 personas en todo el mundo (dato de hoy), y cuya letalidad, en el peor de los casos, será solo un poco más elevada que la de cualquier gripe; en el mejor, podría ser incluso menor, una vez que se tengan mejores estimaciones de los casos asintomáticos.

[…]

Hoy la gripe continúa siendo el problema epidemiológico infeccioso presente y futuro que más preocupa a los expertos y a las autoridades.

[…]

Pero arriesgando un poco, me atrevería a proponer uno de los posibles factores que quizá hayan contribuido a inflar ese globo: el nombre. La gripe ya es algo cotidiano y conocido.

Durante aquellos días, hubo medios que empezaron a difundir la idea errónea de que la nueva enfermedad era «como una gripe», confundiendo el mensaje que en aquel momento entidades como la OMS y otras autoridades trataban de transmitir: no se trataba de que la hoy llamada COVID-19 fuera una gripe, sino que la gripe era, y hoy todavía es, la mayor lacra infecciosa permanente con efectos mucho más graves para la salud pública en los países desarrollados (el resto tienen otros problemas probablemente más acuciantes) que cualquier otro tipo de patógeno epidémico surgido hasta ahora, incluido el coronavirus SARS-CoV-2. Mientras el mundo está sumido en la locura del coronavirus, en esta temporada la gripe ha infectado ya solo en EEUU a 36 millones de personas, provocando 370.000 hospitalizaciones y 22.000 muertes, según datos del Centro de Control de Enfermedades de aquel país.

¿Por qué estas miles de muertes no parecen importar a nadie? ¿Por qué no provocan cada invierno el pánico, los cierres, las cuarentenas? Quizá por el mismo motivo por el que esto tampoco satura los sistemas sanitarios: simplemente, ya lo tenemos asumido y absorbido en el sistema y en nuestras mentes, porque es el pan nuestro de cada invierno. Quisiera ofrecer aquí datos de España o de Europa, pero estos no se facilitan con tanta actualización, o al menos yo no los he encontrado. Pero es tan interesante como aterrador contemplar este gráfico de EuroMoMo, la entidad que vigila el exceso de mortalidad y sus causas en Europa. Aquí vemos cómo se dispara la mortalidad cada invierno, sobre todo en las personas de mayor edad. Este es el trágico balance de la gripe y de las otras 67 enfermedades estacionales que padecemos.

Número de muertes en Europa por semanas y años en cuatro grupos de edad. Fuente: EuroMoMo.

Número de muertes en Europa por semanas y años en cuatro grupos de edad. Fuente: EuroMoMo.

La interpretación errónea de las referencias a la gripe se sumó a los argumentos, por parte de medios no especializados y de un sector del público, según los cuales la epidemia del SARS-CoV-2 se ha gestionado mal, o se ha reaccionado tarde. Se han ensalzado las desafortunadas palabras del cirujano Pedro Cavadas cuando dijo que el gobierno chino estaba maquillando las cifras para ocultar un número de enfermos y de muertos diez o cien veces mayor, algo que entonces era una mera especulación sin el menor fundamento y que hoy es simplemente falso a todas luces. En el colmo del disparate, incluso ha llegado a decirse que acertaron más en la previsión sobre esta pandemia ciertos personajes que viven de alarmar al público hasta por una sombra en la foto de un cementerio o por un ruido de fondo en una grabación en un pueblo en ruinas.

Pero que haya ocurrido todo lo anterior es natural, o al menos esperable. Como también lo es que incluso la reacción a una pandemia se haya politizado, hasta el punto de que apoyar la acción de las autoridades de este país o denostarla parece depender del color político que tiña el cerebro de cada cual.

Y sin embargo, lo único que en el fondo impera es esto: las autoridades de este país, con Fernando Simón a la cabeza en los aspectos científicos de la epidemia, se han ceñido en todo momento a la ciencia vigente y han actuado de acuerdo al conocimiento científico disponible. Digan lo que digan Twitter o los tertulianos de turno. Ni siquiera, pongamos por ejemplo, un doctorado en inmunología, como el mío, faculta para cuestionar las decisiones de los expertos en epidemiología cuando dichas decisiones se ciñen a la ciencia vigente. Pero sí para apreciar que la inmensa mayoría de las opiniones que se vierten por ahí libremente criticando esas decisiones tienen el mismo valor que las que yo podría aportar sobre las decisiones económicas del gobierno; o sea, ninguno.

El problema obvio es que el conocimiento científico de hoy no es el mismo que el de hace semanas. Y las decisiones de hace semanas se tomaron con el conocimiento correcto, pero incompleto, de hace semanas. Cuando ahora en los medios aparecen personajes como el médico Oriol Mitjà exigiendo la dimisión de los responsables de la epidemia en España por lo que según él son graves errores cometidos en la gestión de esta crisis, es tentador empuñar los tridentes y prender las antorchas. Pero probablemente muchos de quienes ahora le jalean ignoran que este es el mismo Mitjà que el 11 de febrero calificaba al coronavirus como «infección leve» a la cual atribuía una letalidad baja, del 0,2%, «muy similar a la de la gripe epidémica que padecemos todos los inviernos».

(Lo más curioso de todo es que, en el fondo, Mitjà tenía razón entonces en sus datos, por lo que habría hecho mejor en ceñirse a sus anteriores declaraciones. Pero no adelantemos).

Cuando en España no se tomaron esas decisiones drásticas que posteriormente se han tomado, era porque se desconocían datos esenciales sobre la epidemia que hoy se conocen. Y entre todos ellos, fundamentalmente este: según dos estudios recientes, la inmensa mayoría de los infectados por el SARS-CoV-2 no se conocen ni se contabilizan, por no presentar síntomas o solo muy leves, pero son focos potenciales de transmisión.

Uno de los estudios, publicado en Science, estima que el 86% de los contagiados no aparecen en los datos, y que estos son responsables del 79% de las infecciones que sí aparecen finalmente como casos documentados. El otro, aún sin publicar (hasta donde sé), calcula que en total el virus ha infectado al 19,1% de la población de la ciudad de Wuhan, lo que asciende a 1.905.526 personas. Casi dos millones, frente a los algo más de 50.000 que sí presentaron síntomas y necesitaron atención hospitalaria.

Estos datos explican que el virus escapara tan fácilmente de Wuhan, retrasando la propagación de la epidemia a otros lugares pero sin lograr reducirla, en contra de lo que las drásticas medidas adoptadas allí invitaban a suponer. Se ha dicho que hasta cinco millones de habitantes abandonaron aquella región antes de los cierres. Muchas de estas personas estaban ya contagiadas sin saberlo. Y sin que los científicos lo supieran. Para las autoridades de otros países, era imposible adoptar medidas basadas en una avalancha de personas contagiadas que entonces aún no se conocía. Y para quienes ahora quieren destacar como los salvadores de la humanidad, es muy fácil hacerse los listos a toro pasado, como decía alguien en Twitter.

Pero los datos de estos estudios son también una buena noticia. Porque si los contagiados asintomáticos o levemente sintomáticos son la inmensa mayoría, esto implica que la peligrosidad del virus es, en efecto, mucho menor de lo que se ha manejado en un principio, dando la razón a la anterior encarnación de Mitjà. Conviene aclarar que los epidemiólogos manejan dos conceptos muy diferentes que en los medios y entre el público suelen confundirse. Uno es el Case Fatality Ratio (CFR), o mortalidad entre las personas que están enfermas y que por tanto en su mayoría requieren atención hospitalaria. Y otro diferente es el Infection Fatality Ratio (IFR), o mortalidad entre todas las personas que están contagiadas, estén enfermas o no.

Una parte del pánico viene provocada por el cálculo de la OMS de que el virus tiene una mortalidad del 3,4%. El mensaje que cala entre el público es este: entre 3 y 4 personas de todas las que contraen el virus mueren. Pero ya expliqué aquí que esto no es cierto: en el infortunado experimento natural del barco Diamond Princess, más de la mitad de los pacientes eran asintomáticos, y el IFR fue del 0,85%. Pero los nuevos estudios arrojan datos aún más esperanzadores. Según los datos de Wuhan, el IFR es de 0,04%; mueren 4 de cada 10.000 personas que contraen el virus. Incluso sumando el efecto retraso (que ya expliqué aquí), la cifra sube solo al 0,12%. Una letalidad incluso menor que la aventurada por Mitjà cuando era de la opinión de que la del coronavirus es una infección leve.

A estas alturas, ya no pueden ignorarse los datos de que la gran mayoría de las infecciones son asintomáticas y de que, entre las sintomáticas, la gran mayoría son leves. Por supuesto que esto no disminuirá la tragedia de los casos que sí son graves o letales, ni la desolación de quienes están perdiendo a los suyos en esta batalla.

Pero de cara a cómo se están presentando los datos al público, y del efecto que esta presentación de datos ejerce sobre el público, surge una pregunta: cuando se informa diariamente del número de infectados y del número de muertes, y para evitar que cualquier tuitero haga una regla de tres que lleva a una conclusión errónea, ¿no sería conveniente aclarar que la cifra de contagiados corresponde solo a los casos registrados, la mayoría sintomáticos y/o hospitalizados, y que en realidad el número total de personas con el virus es probablemente hasta 40 veces mayor? ¿Y que por lo tanto la mortalidad es entre uno y dos órdenes de magnitud más baja de lo que se entiende?

Es decir: cuando hoy se cuenta que en España hay cerca de 14.000 contagiados, los estudios de los expertos dicen que sencillamente eso no puede ser cierto. Debería decirse que hay cerca de 14.000 personas en atención sanitaria o testados positivos con o sin síntomas, pero se supone que estos últimos son una pequeñísima minoría, por lo que, si los datos de los dos estudios anteriores son aplicables, el número total de contagiados en España podría andar hoy en torno al medio millón.

Y del mismo modo, las decisiones de hoy no pueden tomarse con los datos que aún no se conocen y que, esperemos, se acabarán conociendo algún día. Por ejemplo, son pocas las personas jóvenes y sanas que mueren por este virus, pero las hay. ¿Por qué? Hoy no se sabe. Quizá estas personas tengan propensión a reacciones hiperinmunes en las que es el propio sistema inmunitario el que provoca la catástrofe del organismo. O tal vez algún día se conozca algún factor de riesgo adicional, hoy inimaginable, que de haberse conocido hoy habría permitido proteger a estas personas. Pero por desgracia, una bola de cristal es solo una esfera de vidrio.

Claro que este altísimo porcentaje de casos no detectados ni registrados implica también una mala noticia. Mañana seguimos.

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