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Según la ciencia, ¿quiénes deberían ser los grupos prioritarios para recibir la vacuna de COVID-19?

Una buena parte del trabajo de los epidemiólogos consiste en planificar las campañas de vacunación de modo que se logre optimizar sus efectos: ante recursos siempre limitados, ¿a quiénes debe vacunarse primero para obtener un mayor beneficio?

Por ejemplo, la llamada vacunación en anillo, consistente en inmunizar a las personas con mayor riesgo de contraer el virus, como los contactos de los infectados, se empleó con enorme éxito en la erradicación de la viruela y en el despliegue de la vacuna contra el ébola en África. Otra estrategia, llamada cocooning (de cocoon, «capullo», por lo que cocooning vendría a significar «hacer el capullo»; es de suponer que los epidemiólogos castellanoparlantes utilizarán otra traducción mejor), se basa en vacunar a quienes rodean a las personas vulnerables para proteger a estas.

Sirva lo anterior para explicar que, en esto, también hay expertos; ni las vacunas ni la epidemiología se han inventado ayer. Y sobra decir que los epidemiólogos no disertan sobre ello mirando el vuelo de las aves o las entrañas de animales sacrificados, sino haciendo rigurosos estudios científicos y utilizando modelos matemáticos informatizados, a su vez construidos y alimentados con los datos de rigurosos estudios científicos. Y aunque esto debería resultar obvio, no parece serlo tanto cuando en estos días los periódicos, las radios y las televisiones se han llenado de comentaristas y tertulianos vírgenes en conocimientos epidemiológicos, pero unidos al grito de «¡HAY QUE VACUNAR A…!«.

Sin embargo, parece evidente que las autoridades contemplan otros criterios ajenos a los científicos. Por ejemplo, no hay criterios científicos que justifiquen una vacunación prioritaria de líderes políticos, gobernantes, militares, obispos… Por supuesto que hay una consideración hacia los trabajos esenciales. Pero ¿cuáles son? ¿Acaso no son esenciales los repartidores que ponen los alimentos en los estantes del súper o las personas que se sientan en la caja para atendernos?

En estos días han proliferado los colectivos que se consideran a sí mismos esenciales. Todo lo cual podría ser ampliamente discutible, pero no es materia de este blog. Lo que importa aquí es contar cuáles son los criterios científicos que los epidemiólogos están manejando respecto a quiénes deberían recibir la vacuna de forma prioritaria. Y subrayar que, al menos, ningún ciudadano ilustrado debería tomar como dogma lo que nadie que no sea epidemiólogo diga sobre a quién hay que vacunar primero (y los científicos tampoco dogmatizan).

Vacuna COVID-19 de Moderna. Imagen de U.S. Air Force / Joshua J. Seybert.

Vacuna COVID-19 de Moderna. Imagen de U.S. Air Force / Joshua J. Seybert.

Un reciente estudio publicado en Science por epidemiólogos de la Universidad de Colorado resume de forma muy clara cuáles son estos criterios: «Hay dos enfoques principales en la priorización de las vacunas: (1) vacunar directamente a aquellos con mayor riesgo de efectos graves, y (2) protegerlos indirectamente vacunando a aquellos responsables de la mayor parte de la transmisión«, escriben los autores.

Es decir, que según la ciencia no siempre es necesariamente más efectivo vacunar primero a los grupos de mayor riesgo, sino que en ocasiones puede obtenerse un mejor resultado si se vacuna a los colectivos que más están extendiendo el virus. Por ejemplo y curiosamente, otros estudios previos citados por los autores han descubierto que en ciertas circunstancias deberían ser los niños quienes recibieran de forma prioritaria la vacuna de la gripe, ya que son los principales contagiadores. En concreto, al parecer la protección directa de los más vulnerables (como los ancianos y enfermos crónicos) es más eficaz cuando hay mucha transmisión de la gripe, pero cuando esta es baja, funciona mejor la protección indirecta vacunando a los niños.

En el caso de la COVID-19, todo es nuevo: nuevo virus, nuevas formas prioritarias de transmisión (aerosoles frente a gotículas y objetos o superficies), nuevos riesgos (transmisión asintomática o presintomática), nuevas vacunas (las de ARN se aplican por primera vez en la población general)… Pero claro, el hecho de que todo sea nuevo no implica que la opinión de cualquiera sobre a quién vacunar primero sea igualmente válida; solo implica que los epidemiólogos deberán hacer un esfuerzo extra para obtener conclusiones avaladas por la ciencia. Y que, como siempre ocurre en ciencia, se necesitarán muchos estudios, no siempre concordantes entre sí, para llegar a un consenso.

Por ejemplo y ya en concreto sobre la COVID-19, otro estudio previo, aún no publicado, tenía en cuenta las posibles variaciones en la efectividad de las vacunas y en su disponibilidad para calcular la priorización óptima. Según este estudio, una vacuna de baja efectividad debería destinarse con preferencia a las personas de más edad, mientras que con otra de alta efectividad debería en cambio priorizarse la vacunación de las personas más jóvenes, a no ser que la disponibilidad de la vacuna sea escasa, en cuyo caso debería favorecerse la protección directa de los ancianos. Y ¿por qué? Porque así es como, según los resultados del modelo matemático, consiguen reducirse más las muertes en cada caso.

Otro factor a considerar para una estrategia óptima, como señalaba otro estudio aún sin publicar, es si una vacuna solo protege de la enfermedad o también bloquea la transmisión del virus. Por último, hay más ingredientes a añadir, como la incógnita sobre qué vacunas protegen en qué medida contra las nuevas variantes del virus que van a continuar surgiendo, hasta qué punto puede proteger una sola dosis de las vacunas que requieren dos si la segunda no está disponible, o si combinar dos dosis de vacunas distintas puede mejorar la protección. Todo lo cual ilustra claramente que el asunto es mucho más complejo de lo que parecen sugerir las opiniones de los tertulianos.

En concreto y en el caso de la cóvid, los autores del estudio de Science llegan a la conclusión de que la vacunación prioritaria de las personas mayores de 60 años es la estrategia que más consigue reducir la mortalidad en la mayoría de los escenarios. Curiosamente, hay matices, ya que la vacunación de personas entre 20 y 49 años es más eficaz para reducir los contagios con una vacuna altamente efectiva y que bloquea la transmisión, y hay ciertas situaciones en las que esta estrategia sería ligeramente mejor para reducir la mortalidad, como cuando se aplican medidas para contener los contagios (como está ocurriendo ahora), o las dosis de la vacuna son escasas, o la vacuna es poco eficaz en personas mayores.

Pero salvando estos matices, concluyen los autores, «para la reducción de la mortalidad, la priorización de los adultos más ancianos es una estrategia robusta que será óptima o casi óptima para minimizar la mortalidad para virtualmente todas las características posibles de las vacunas«. Los investigadores recomiendan una última medida para mejorar el resultado: postergar la vacunación de las personas seropositivas frente a las seronegativas. Es decir, vacunar primero a quienes no han pasado la enfermedad.

Sin embargo, conviene aclarar, ya dicho más arriba, que esta es ciencia en proceso: otro estudio reciente de simulación publicado por investigadores de la Universidad de Nueva York en la revista Advanced Theory and Simulations y que ha tomado como escenario un lugar muy concreto, la localidad neoyorquina de New Rochelle, concluye que «priorizar la vacunación de las personas de alto riesgo tiene solo un efecto marginal en el número de muertes por COVID-19«.

En general, las autoridades han priorizado la vacunación de las personas mayores. Pero más allá de esto entran factores que estos modelos no contemplan, y que son esenciales de cara a esta segunda fase del plan de vacunación en la que nos hallamos ahora: si se dice que debería vacunarse a los colectivos más expuestos y con mayor riesgo, ¿cuáles son los colectivos más expuestos y con mayor riesgo?

Por ejemplo, la Comunidad de Madrid dijo que estudiaría la vacunación del personal de hostelería por estar expuesto a un mayor riesgo. Al mismo tiempo, dice que los bares y restaurantes son seguros, lo que implica que el personal de hostelería no está expuesto a un mayor riesgo. Con este ejemplo se entiende que ahora las decisiones sobre quiénes recibirán la vacuna próximamente ya no estarán basadas en la ciencia, sino en otro tipo de criterios.

Pero también la ciencia puede analizar cuáles son los colectivos que están expuestos a un mayor riesgo. Diversos estudios han analizado las tasas de infecciones y la mortalidad en distintos colectivos profesionales en diferentes lugares. He aquí algunos datos:

En EEUU, el estado de Washington examinó la incidencia de la cóvid por sectores industriales, concluyendo que los más afectados son, obviamente, los trabajadores sanitarios y sociales (25%), seguidos de agricultura, bosques, pesca y caza (11%), pequeño comercio (10%), fabricación (9%), hostelería (7%), construcción (7%), administración pública (5%), transporte y almacenaje (4%), gestión de residuos (4%), educación (3%) y otros menores.

Un estudio en Reino Unido dirigido por la Universidad de Glasgow y publicado en Occupational & Environmental Medicine, del grupo BMJ, descubre los colectivos profesionales más afectados por cóvid grave: trabajadores sanitarios, seguidos muy de lejos por transporte y trabajadores sociales, con educación, alimentación y policía y otras fuerzas en un nivel mucho menor de riesgo.

También en Reino Unido, el gobierno ha recopilado las muertes por cóvid en distintos sectores profesionales. Después de los trabajadores sanitarios y sociales como grupo más afectado, hay ciertos datos destacados, como una especial incidencia en las mujeres que trabajan en fábricas. No se registra una mortalidad especialmente alta en el sector educativo en general, pero sí en particular en los hombres profesores de secundaria (recordemos que en España se ha priorizado la vacuna para docentes de infantil y primaria, edades con menos propensión a contraer el virus que los adolescentes de secundaria).

Un estudio del Instituto Noruego de Salud Pública ha analizado los casos de cóvid por profesiones. En la primera ola los más afectados fueron los profesionales sanitarios, seguidos de los conductores de autobuses, tranvías y taxis. Pero curiosamente, en la segunda ola la situación cambió por completo: los sanitarios pasaron a un nivel mucho menor de infecciones, mientras que en este periodo las profesiones con más casos fueron camareros/as (incluyendo bares, restaurantes y establecimientos de comida rápida), azafatos/as, transportistas, taxistas, dependientes y recepcionistas. Los autores del estudio explican la posible causa de la discrepancia por el hecho de que al comienzo de la pandemia el testado estaba priorizado sobre todo para el personal sanitario.

Un estudio aún no publicado de la Universidad de California en San Francisco ha analizado los sectores profesionales en los que la cóvid se ha cobrado un mayor exceso de mortalidad en California. Los resultados son algo inesperados: el colectivo más afectado son los cocineros (extrañamente, no los camareros), seguido de los trabajadores de empaquetamiento y envasado, agricultores, panaderos, construcción, producción, operadores de costura y comercio.

En resumen, en este batiburrillo de datos al menos puede verse que, después de la prioridad absoluta de los profesionales sanitarios y sociales, quiénes están más o menos expuestos o corren mayor o menor riesgo puede ser algo discutible y variable según los lugares y otras circunstancias. Pero que nos interesa proteger a las personas que producen alimentos, los transportan y los venden. Y que si algunos datos apuntan a que el personal de hostelería es, en efecto, de alto riesgo, es porque trabaja en lugares de alto riesgo.

Pero sobre todo, si algo parece especialmente claro es que los líderes políticos y gobernantes en ningún caso forman parte de esos grupos de riesgo. Como escriben tres investigadores de la Universidad Johns Hopkins en The New England Journal of Medicine, «los marcos de priorización creados por paneles de expertos y adoptados por los estados no conceden a los líderes gobernantes ningún estatus especial, y darles prioridad suscita importantes preguntas sobre justicia y transparencia«.

Las vacunas de Pfizer-BioNTech y Moderna neutralizan la variante británica del coronavirus

Entre las aproximadamente 200 vacunas en distintas fases de desarrollo, pruebas o aprobación contra la COVID-19, se encuentran representadas todas las tecnologías actualmente disponibles, pero podemos trazar una línea de separación entre dos grandes tipos: las que utilizan el virus (atenuado o inactivado para que no cause enfermedad) y las que no. Estas últimas emplean solo una pequeña parte de él, normalmente fabricada en el laboratorio, y combinada con otros elementos para conseguir que el sistema inmune monte una defensa eficaz contra esa parte del virus.

Exceptuando algunas de las chinas (Sinovac y Sinopharm), las vacunas de las que oímos hablar en estos días son todas de esta segunda clase, y todas ellas utilizan la misma parte del virus, la proteína Spike (S) con la que el SARS-CoV-2 se ancla a la célula. Todas utilizan la proteína S completa: Pfizer-BioNTech, Moderna, Oxford-AstraZeneza, Janssen/Johnson & Johnson, Novavax, la china de CanSino y la rusa Sputnik V (léase «uve» de vacuna, no «cinco»), por citar aquellas de las que más se habla. Una opción alternativa es emplear solo un fragmento de S responsable de la unión a la célula, llamado RBD (siglas de Dominio de Unión al Receptor). Pfizer y BioNTech tienen una segunda vacuna de este tipo en pruebas.

Por otra parte, estas vacunas difieren también en cómo introducen esa proteína o fragmento de proteína en el organismo. Las de Pfizer-BioNTech y Moderna lo hacen insertando en las células las instrucciones genéticas (ARN) para que ellas mismas fabriquen esas proteínas, mientras que las de Oxford-AstraZeneca, Janssen/Johnson & Johnson, CanSino y la Sputnik V incorporan la proteína a un virus inofensivo, y la de Novavax utiliza únicamente la propia proteína.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Entre todas estas opciones, a priori no hay una mejor ni peor; todas son válidas y todas pueden servir. Son los ensayos clínicos los que determinan en la práctica cuáles de ellas muestran un mejor comportamiento, máxima eficacia con mínimos efectos adversos. Las vacunas de virus completo atenuado o inactivado representan la primera generación, una tecnología ya casi con cien años de historia y de eficacia muy contrastada; muchas de las vacunas que solemos ponernos son de este tipo. Las vacunas recombinantes (las que emplean proteínas individuales o virus inofensivos como vehículos) empezaron a desarrollarse a partir de los años 80 y ya incluyen algunas muy extendidas por todo el mundo. Las últimas en llegar han sido las de ARN, creadas a finales del siglo pasado por la bioquímica húngara Katalin Karikó y el inmunólogo estadounidense Drew Weissman –ganadores del próximo Nobel, si es que aún queda algo de justicia en el mundo– y que solo ahora han comenzado a administrarse de forma masiva.

Pero de todo lo anterior se entiende que unas sí pueden estar mejor preparadas que otras para continuar siendo eficaces si el virus cambia. Las nuevas variantes (no «cepas») surgidas en Reino Unido, Brasil o Sudáfrica tienen cambios en la proteína S, especialmente en el RBD. Algunas de estas mutaciones pueden modificar la conformación de la proteína de tal modo que los anticuerpos neutralizantes y los linfocitos producidos por el sistema inmune –ya sea por infección previa o por vacunación– contra la variante original no puedan reconocer estas conformaciones distintas, y por lo tanto la nueva variante escape a la inmunidad ya creada. Y por lo tanto, que la nueva variante infecte a una persona vacunada o que ya pasó la enfermedad.

Así, cuantos más antígenos diferentes pueda presentar la vacuna al sistema inmune, más difícil será que el virus pueda evadirse si cambia alguno de sus componentes: las vacunas de virus completo tienen más posibilidades de servir contra variantes distintas que aquellas que solo utilizan la proteína S completa, y estas a su vez más que las que solo emplean el fragmento RBD.

Pero en la práctica, la única manera de saber si las vacunas funcionan contra nuevas variantes del virus es comprobarlo. Cuando surgió la nueva variante británica se encendieron las alarmas, ya que en principio no podía asegurarse que las vacunas disponibles continuaran siendo válidas. Ahora tenemos la confirmación de que al menos las de Pfizer-BioNTech y Moderna, las más utilizadas hasta ahora en Europa y EEUU, funcionan también contra esta nueva variante, aunque quizá su eficacia sea algo menor.

En un estudio aún sin publicar, los investigadores de Moderna han recogido muestras de sangre de ocho pacientes y 24 monos inoculados con las dos dosis de la vacuna estadounidense, y las han expuesto a partículas virales construidas artificialmente con diferentes versiones de la proteína S, incluyendo las presentes en las variantes británica y sudafricana del virus. Los resultados indican que el suero de los vacunados tiene la misma capacidad neutralizante contra la variante británica que contra la original. En el caso de la sudafricana, la neutralización originada por la vacuna se reduce a una quinta o una décima parte, pero según los autores esto todavía ofrece una neutralización significativa contra esta variante.

Por su parte, en un estudio publicado en Science, investigadores de BioNTech y Pfizer han construido también partículas virales artificiales con la versión de la proteína S de la variante británica del virus y han analizado la capacidad de neutralización del suero de 40 personas inmunizadas con la vacuna de estas dos compañías. «Los sueros inmunes mostraban una neutralización ligeramente reducida pero generalmente preservada en su mayoría«, escriben los autores, concluyendo que según sus datos «el linaje B.1.1.7 [la variante británica] no escapará a la protección mediada por [la vacuna de Pfizer-BioNTech] BNT162b2«.

En otro estudio aún sin publicar, investigadores de la Universidad Rockefeller de Nueva York, los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH) y Caltech han analizado la sangre de 20 personas que han recibido las dos dosis de la vacuna de Moderna o de la de Pfizer-BioNTech. Aunque encontraron que algunos de los anticuerpos producidos por estas personas pierden eficacia contra las nuevas variantes del virus, en algunos casos de forma drástica, en cambio observaron que en general los sueros mantienen una buena capacidad neutralizante contra dichas variantes, lo que atribuyen al hecho de que la sangre de las personas vacunadas contiene distintos anticuerpos, algunos de los cuales continúan siendo válidos.

Una advertencia final: todo lo anterior son estudios de laboratorio, que aún deberán confirmarse en el mundo real. Pero conviene subrayar que incluso si las nuevas variantes surgidas hasta ahora aún pueden contenerse con las vacunas actuales, surgirán otras que no; esto es casi inevitable, ya que los virus están sometidos a la selección natural tanto como cualquier otro ser vivo en la naturaleza (en este caso, su naturaleza somos nosotros). Por tanto, a medida que nuestras vacunas les impidan sobrevivir y reproducirse, estaremos favoreciendo que prosperen los mutantes capaces de escapar a nuestro control. Estos encontrarán su particular paraíso sobre todo en las personas inmunodeprimidas o aquellas que desarrollen menos inmunidad.

Sin embargo, esto no debería suponer un gran obstáculo para el futuro control de la pandemia. En especial, las plataformas de ARN como las de Moderna y BioNTech permiten modificar el diseño de las vacunas con enorme rapidez para atajar las nuevas variantes. Es una carrera de humanos contra virus. En Alicia a través del espejo, decía la Reina Roja que en su mundo era necesario correr mucho para quedarse en el mismo sitio. En biología evolutiva esta idea se ha utilizado durante décadas para explicar cómo las especies deben evolucionar para sobrevivir en un entorno cambiante en competición con otras especies. El caso de los virus no es diferente. Pero una vez que estamos en esa carrera de la Reina Roja, todo irá bien mientras continuemos corriendo al mismo ritmo que el virus.

No es posible convencer a los antivacunas: las campañas de información no bastan

En los casi siete años que llevo haciendo este blog, me he ocupado aquí en numerosas ocasiones de las pseudociencias; lo suficiente para recibir mi correspondiente ración de troleo y hate mail. Pero no lo suficiente para contentar a quienes, comprensiblemente, me reprochan que pese a todo no le dedico a ello suficiente cuota de pantalla. Y digo comprensiblemente porque entiendo el argumento: algunos piensan que todo outlet mediático de ciencia tiene la obligación inherente de combatir la anticiencia a capa y espada, noche y día, dada la importancia de la misión. Y esto es razonable. Lo que ocurre es que, la vocación de apóstol, se tiene o no se tiene, y yo no la tengo.

Entiéndase: lo de apóstol no va con ningún ánimo peyorativo, sino simplemente descriptivo. Un apóstol (acepción 5 de la RAE) suele plantarse en mitad del ágora para pregonar su mensaje a aquellos que no necesariamente quieren escucharlo, con el propósito de captar su atención a toda costa y convencer al menos a algunos de ellos. En cambio, lo mío es más sentarme en un rincón y contar cosas de las que sé para quienes voluntariamente deseen sentarse a escuchar.

En el menú de esas cosas no solo se incluyen la inmunología, mi materia de tesis (sí, es cierto que desde febrero este blog se ha convertido en coronablog, como lo llama un amigo, pero creo que en este caso sí es una obligación ineludible), la bioquímica y la biología molecular, mi especialidad de carrera, o la biología sin más, mi campo profesional, sino también la ciencia en general. Lo bueno de la ciencia es que es sistemática y previsible. Conociendo sus mecanismos, se sabe qué buscar, cómo buscarlo y a quién preguntar; diferenciar ciencia de lo que no lo es y a los auténticos expertos de quienes no lo son. Buscando esa ciencia y preguntando a quienes la conocen, es posible también contar cosas de las que uno no sabe, de forma no demasiado desacertada (creo, aunque es simplemente una visión personal, que esto es lo que diferencia la divulgación científica de la información científica).

Entre esas cosas de las que no sé se incluye la psicología de la conspiranoia, la pseudociencia y la anticiencia. Y como no sé, no aventuro opiniones personales que no tendrían el menor valor, sino que desde hace años sigo los estudios que publican quienes sí saben, y pregunto a sus autores. Y esos estudios y esos autores me han transmitido repetida y consistemente un mensaje común: no es posible convencer con argumentos racionales a quienes no basan su pensamiento en argumentos racionales. Por explicarlo de algún modo, tratar de convencer con argumentos científicos a un conspiranoico, creyente en la pseudociencia o defensor de la anticiencia, es como cambiarnos de calcetines para ver si cambia el color del jersey.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Recientemente insistía sobre ello en un artículo en The Conversation el psicólogo Jay Maddock, profesor de Salud Pública de la Universidad A&M de Texas. Maddock ponía dos ejemplos. En 2008 se extendió en EEUU el bulo de que el entonces presidente Barack Obama no había nacido en aquel país, un rumor alentado, cómo no, por Donald Trump. A instancias de una petición, se rescató y examinó el certificado de nacimiento de Obama en Hawái –el propio Maddock presidía la Comisión de Salud de aquel estado por entonces–, certificándose su autenticidad. Para sorpresa de Maddock, el bulo siguió vivo y coleando, inmune a la evidencia. Y aún perdura.

Para el caso que nos ocupa, Maddock contaba también que en una ocasión escuchó un podcast sobre el movimiento antivacunas, al que llamaba una mujer que no creía en la seguridad de las vacunas. El locutor le preguntaba cuántas pruebas más –las que ya existen son muy numerosas y arrolladoras– necesitaría para cambiar de idea. La mujer respondía que no existía ningún volumen de pruebas capaz de convencerla de lo contrario.

Maddock aclara que esa idea tan extendida de que la creencia en conspiranoias y pseudociencias obedece a una carencia de suficiente información para adoptar juicios racionales correctos es, simplemente, una idea de la vieja escuela. Anticuada. Obsoleta. Descartada. Los antivacunas, o más ampliamente los adeptos a cualquier conspiranoia o construcción mental acientífica o anticientífica, no son en general más tontos ni más ignorantes. En su lugar, explica el psicólogo, la mente humana tiene tendencia a los sesgos cognitivos que bloquean el pensamiento racional; son como atajos que nos ayudan a procesar más fácilmente la información en un mundo complejo, saturado de datos y opiniones.

En concreto, el psicólogo se centra en el sesgo que más compete a este terreno, la disonancia cognitiva: cuando recibimos información que no está alineada con nuestras creencias, se nos crea un conflicto que solemos resolver simplemente interpretando esa nueva información de un modo que justifica nuestras creencias preexistentes, y todo arreglado. Para ello contamos además con la ayuda del sesgo de confirmación: escuchamos solo aquello que alimenta nuestras creencias e ignoramos el resto.

Según Maddock, estos fenómenos se hiperinflaman en la era de las redes sociales, hoy convertidas en la principal fuente de información para multitud de personas que han preferido prescindir de los medios de comunicación; esta opción reduce la disonancia cognitiva al evitar aquellas informaciones que uno no desea recibir, las contrarias a las propias creencias, sumiendo a la gente en burbujas donde no se corre el riesgo de afrontar informaciones incómodas.

(Nota: Aunque Maddock no menciona tal cosa, uno no puede evitar la sensación de que, en una sociedad tan hiperpolarizada como la española de hoy en día, los medios tradicionales también están contribuyendo a alimentar esas burbujas de ceguera lateral, que se han inflado también durante la pandemia para defender o atacar respectivamente la gestión de los dos bandos políticos).

Todo esto viene al caso porque nos hallamos ahora en un momento crucial, en el que va a comenzar el despliegue masivo de las vacunas contra la cóvid. Una vez más se escucharán los mensajes de los antivacunas. Y sí, es esencial tratar de neutralizar estos mensajes, porque su efecto en los indecisos puede ser demoledor. Con frecuencia he observado a mi alrededor –e incluso escuchado en algunos medios– que, si bien la mayoría de los científicos no cree (nótese la cursiva) en un vínculo entre vacunas y autismo, algunos sí lo defienden ateniéndose a presuntos datos. Esto es completamente falso: ningún científico defiende este vínculo porque tales datos jamás han existido; el autor de este bulo, el exmédico inglés Andrew Wakefield, inventó una relación inexistente con el propósito de lucrarse con las patentes de diagnóstico que registró y con demandas contra las compañías fabricantes de vacunas, como en su día destapó una investigación del BMJ (British Medical Journal).

Así, incluso mensajes falsos, sobre los que no existe ni ha existido nunca la menor sombra de debate en la comunidad científica, llegan a calar entre el público, alimentando la reticencia a las vacunas. Diversos estudios han mostrado que la propagación de estos bulos, apoyada en el poder de las redes sociales, incide directamente en la actitud del público frente a las vacunas.

En un nuevo estudio en la revista BMJ Global Health, los expertos en políticas de salud pública Steven Lloyd Wilson y Charles Wiysonge han analizado el efecto de la desinformación sobre las vacunaciones en la población de 137 países, y lo han cuantificado: los resultados muestran que un solo punto de aumento de la difusión de informaciones falsas sobre vacunas, en una escala de cinco puntos, se asocia con un aumento del 15% en los tuits negativos sobre las vacunas, y con un 2% de reducción en la tasa de cobertura de vacunación año tras año en un país.

Los resultados del estudio son sumamente preocupantes, pero es de vital importancia asimilar las conclusiones de los autores, según reflejan en otro artículo en The Conversation. Lloyd Wilson y Wiysonge escriben:

Los resultados demuestran que la divulgación pública y la educación pública sobre la importancia de la vacunación no bastarán para asegurar una óptima cobertura de las vacunas de COVID-19. Los gobiernos deberían responsabilizar a las redes sociales obligándolas a retirar los contenidos antivacunas falsos, con independencia de la fuente.

Y añaden:

La clave para contrarrestar la desinformación online es su retirada de las redes sociales. La presentación de argumentos contra la desinformación flagrante tiene el efecto paradójico de reforzar la desinformación, porque argumentar en contra de ella le confiere legitimidad.

Conclusión. Seguro que en los próximos meses vamos a escuchar de nuevo mil veces repetida esa idea obsoleta y demostradamente errónea: que la antivacunación se combate con información y campañas. Esta información y estas campañas son sin duda ineludibles, y quizá puedan salvaguardar a algunos indecisos de caer en la negación.

Pero no servirán de nada contra la antivacunación. No son la clave. No bastan. Y no funcionarán mientras el mensaje positivo no se acompañe con una supresión del mensaje negativo, mientras se siga permitiendo la desinformación en las redes sociales y mientras los medios continúen dando acogida a falsos debates y voz a falsos mensajes.

Célula de español científico: una vacuna no es un «antídoto»

No es que importe mucho ni a muchos, pero dado que probablemente nadie más va a decirlo, al menos alguien tiene que intentar velar un poco por la precisión del lenguaje en lo que se refiere a la pandemia de COVID-19. O al menos, que no pueda decirse que nadie lo ha dicho.

Los periodistas son incansables consumidores de sinónimos. Dado que se considera pobre repetir la misma palabra dos veces de forma relativamente seguida en un texto, se buscan términos alternativos. De ahí surgen expresiones como «el ejecutivo», cuando uno vuelve a referirse por segunda vez al gobierno, o las perífrasis para designar a los partidos políticos, como «la formación liderada por fulano», o sobre todo, esos términos tan típicos del periodismo deportivo, como «esférico» por «balón», «guardameta» por «portero» o «tanto» por «gol».

En el caso de la pandemia y con toda la información actual sobre las vacunas, también los periodistas se han visto obligados a elegir un sinónimo. Pero han elegido mal. Porque últimamente no dejo de escuchar la palabra «antídoto» como sinónimo de «vacuna». Y no, un antídoto no es una vacuna. Son dos conceptos totalmente diferentes.

Vacuna contra la gripe. Imagen de CDC.

Vacuna contra la gripe. Imagen de CDC.

No hace falta, creo, explicar qué es una vacuna. Pero un antídoto es una sustancia que se administra a una persona envenenada para neutralizar los efectos del veneno. En muchos casos ese fármaco es un anticuerpo que se une a las moléculas del veneno y anula su efecto. Es decir, que un antídoto actúa contra un veneno, no contra un patógeno (de hecho, incluso cuando ese veneno lo produce un patógeno, como una bacteria, tampoco suele llamarse antídoto, sino antitoxina); no es preventivo, sino que se administra a una persona ya envenenada; y no busca una respuesta activa del organismo como en el caso de la vacuna, sino que se limita a neutralizar el veneno de forma pasiva. O sea, no tiene nada que ver con una vacuna. Y por lo tanto, llamar antídoto a una vacuna es un sinsentido que chirría enormemente.

Como sinónimo de «vacuna» podría utilizarse simplemente un término más genérico como «formulación» o incluso «fármaco» o «medicamento», ya que una vacuna es un fármaco preventivo (también hay vacunas terapéuticas, aunque no es el caso). Si el contexto de la frase lo permite, dos sinónimos adecuados son «inmunización» e «inoculación». Ninguno de los dos es realmente un sinónimo exacto de «vacuna», ya que la inmunización es más amplia, pudiendo referirse a otros casos en los que no interviene una vacuna. Inmunización se aplica también a la pasiva, cuando se administran anticuerpos contra un patógeno.

En cuanto a la inoculación, originalmente era de hecho un método distinto de la vacunación; esta última se refería a la protección contra la viruela mediante la inyección de material del virus vacuno, mientras que la inoculación se refería a la variolación, el uso de material de la propia viruela humana. Actualmente la inoculación abarca también situaciones en las que no se pretende una inmunización, por ejemplo cuando se inocula un cultivo celular con un microbio, o un alimento con un hongo (como la levadura) destinado a la fermentación. Pero salvando estas diferencias, puede considerarse que «inmunización» e «inoculación» son opciones adecuadas cuando interesa no repetir la palabra «vacuna».

Y por cierto, una última aclaración: el nombre comercial (su verdadero nombre es Gam-COVID-Vac) de la vacuna rusa Sputnik V debe leerse como «Sputnik uve», y no como «Sputnik cinco», como a menudo se está diciendo y escuchando en los medios. «V» no es el número romano 5, sino simplemente una letra uve de… vacuna.

¿Debería ser obligatoria la vacunación contra la cóvid?

No parece que esté en el ánimo de las autoridades españolas imponer la vacunación obligatoria contra la COVID-19, algo que se está discutiendo también en otros países. Las razones a favor de la obligatoriedad son obvias y no necesitan explicación: desde que la pandemia comenzó a ser tal y los estudios científicos empezaron a revelar el perfil de este virus, se hizo evidente que no iba a desaparecer sin más, y que la única salida era la imunidad. Hoy muchos están ya familiarizados con la idea de la inmunidad grupal/colectiva/de rebaño. Y aunque algunos vayamos a vacunarnos el primer día que se nos permita, cuando nos toque el turno, esto solo servirá para nuestra tranquilidad personal; para que todo vuelva a la normalidad sería necesario que una inmensa mayoría de la población hiciera lo mismo. Y si las encuestas aciertan, no parece que esto vaya a ocurrir con una vacunación voluntaria.

(Nota: siempre insisto en algo que no debe olvidarse, y es que la inmunidad grupal no detendrá en seco la propagación del virus por arte de magia, sino que será una frenada lenta. Superar este umbral logrará que la curva adopte una trayectoria descendente constante, sin posibilidad de volver a remontar –siempre que la inmunidad sea duradera, claro–, pero los contagios continuarán, disminuyendo poco a poco hasta que la epidemia se extinga).

Pero aunque no sea necesario explicar por qué lo más sensato y racional sería una vacunación obligatoria, es obvio que existen argumentos en contra que van más allá de lo sensato y racional, apelando a cuestiones éticas, legales, políticas, ideológicas… Argumentos que, por otra parte, son opinables y pueden rebatirse.

Primer argumento: no puede confiarse en la absoluta seguridad de las vacunas

Sin duda este es el principal argumento contra la vacunación obligatoria, el que más ronda en las cabezas de quienes rechazan vacunarse o son reticentes a hacerlo: el miedo.

Aunque en la discusión pública suelen armar más ruido los movimientos antivacunas, no olvidemos que, cuando la Organización Mundial de la Salud definió las 10 mayores amenazas actuales para la salud, no incluyó entre ellas la antivacunación, sino la «reticencia a las vacunas», un concepto más amplio que incluye no solo las corrientes militantes radicales anticientíficas, sino también a los ciudadanos normales que simplemente tienen miedo de sufrir alguna reacción adversa.

Como inmunólogo, confieso que nunca he acabado de entender por qué parecen existir siempre más reticencias frente a las vacunas que a otros medicamentos. Una vacuna es un medicamento. Que, como todos los medicamentos, busca alterar ciertos mecanismos del organismo de modo que se logre un efecto terapéutico. Todos los medicamentos conllevan un pequeño riesgo de efectos secundarios que aparecen detallados en el prospecto. La única diferencia en el caso de las vacunas es que se administran a personas sanas, por lo que normalmente no existe la sensación de necesidad personal del enfermo que toma un medicamento. Pero en la situación actual nadie debería dudar de que existe una urgente necesidad colectiva.

Vacuna. Imagen de U.S. Air Force / Staff Sgt. Joshua Garcia.

Vacuna. Imagen de U.S. Air Force / Staff Sgt. Joshua Garcia.

No pretendo aquí convencer a nadie sobre la seguridad de las vacunas, dado que no podría aportar nada nuevo al respecto frente a la información que puede encontrarse por todo internet. Pero sí quisiera corregir un error muy común que observo a mi alrededor, y es que muchas personas parecen creer que la seguridad de las vacunas se da poco menos que por supuesta por defecto y mientras no se demuestre lo contrario, como cuando se saca a la venta cualquier artículo de consumo. Algunos medios están contribuyendo a esta idea errónea calificando de conejillos de indias a las primeras personas que van a recibir las vacunaciones masivas.

No es así. Las vacunas no tienen por qué ser seguras de por sí, y esto no se da por hecho en ningún caso. Las vacunas son seguras porque toda vacuna aprobada por las autoridades reguladoras ha superado varias fases de ensayos que han analizado exhaustivamente su seguridad. Antes de los datos de eficacia que han saltado a los medios, las vacunas han pasado por fases previas en las que solo se ha analizado su seguridad, no su eficacia. Y antes de eso, se han testado en animales, solo cuando su perfil de seguridad era lo suficientemente convincente como para iniciar tales ensayos. Los conejillos de indias no son las personas, sino los conejillos de indias; o más concretamente –las cobayas no suelen utilizarse mucho en la ciencia actual– los ratones y monos que han recibido las vacunas en primer lugar. En resumen, las vacunas son seguras cuando se descubre que lo son. Y ninguna que no sea capaz de demostrarlo consigue la autorización necesaria para llegar a la población.

Segundo argumento: es una invasión de las autoridades en la libertad de elegir

Aquí salimos de la ciencia para entrar en el terreno ético-político-ideológico. Respecto a cuánta cuota de nuestra libertad personal estamos dispuestos a ceder a las autoridades, es algo que varía con los tiempos y las culturas. Por ejemplo, en España aceptamos con toda naturalidad que es obligatorio para todos los mayores de 14 años tener un DNI o un NIE para los extranjeros. Pero en Reino Unido y EEUU no existen estos documentos a nivel estatal y con carácter general obligatorio para todos los ciudadanos, porque allí los intentos de los gobiernos de implantarlos han encontrado fuertes resistencias de amplios sectores de población que consideran un DNI obligatorio como una invasión de la libertad y la privacidad.

Lo mismo se aplica a otras medidas que buscan el bien común incluso sacrificando alguna pequeña libertad personal. E incluso a ciertas obligaciones que realmente no logran un bien común, sino simplemente el nuestro propio. Por ejemplo, en España es obligatorio llevar cinturón de seguridad en el coche y casco en la moto, cuando estas medidas realmente no buscan el bien común sino el individual del propio usuario. Existen argumentos razonables para defender que el casco debería ser una cuestión de libertad personal, ya que el no llevarlo no perjudica a otros, y de hecho es así en muchos países.

Pero en el caso de las vacunas, y como ya he explicado aquí anteriormente, no es una cuestión de libertad personal, ya que afecta a toda la comunidad. Ya antes de la cóvid, la entrada de un niño no vacunado en un aula ha representado siempre un riesgo para otros niños que, o bien no han podido vacunarse por motivos médicos, o bien sí han recibido la inoculación pero no han desarrollado inmunidad. En España no existe ninguna vacunación obligatoria –es solo un eufemismo que designa a las que el usuario no tiene que pagar directamente. El problema es que dejar esta responsabilidad en manos de los centros educativos lleva a inútiles y costosas batallas legales cuando los legisladores se lavan las manos.

En otros países sí se han ido imponiendo las vacunaciones obligatorias en los niños, y sin duda este es un camino que poco a poco irá recorriéndose en todo el mundo. Probablemente en general se cree que debe recorrerse con calma, de modo que vaya calando en los ciudadanos sin que se interprete como una imposición inaceptable. Pero si dejar que un solo niño muera por esta inacción ya es inaceptable, mucho más inaceptable es dejar que miles de personas continúen muriendo de cóvid cuando tenemos el modo de evitarlo.

Tercer argumento: la obligatoriedad en algunos países no ha conseguido más vacunaciones

Habría que preguntar a los expertos en leyes si el hecho de que una norma no cale ni se acepte de forma inmediata en la sociedad es algo que invalide la norma. Pero desde el punto de vista de un no experto, no lo parece. Volviendo al ejemplo del cinturón de seguridad, los que ya tenemos años recordamos la época en que esta obligación se impuso en España. No fue ni mucho menos una medida que estuviera refrendando lo que ya ocurría en la calle: nadie llevaba cinturón en los asientos traseros, y muchos tampoco en los delanteros. Al principio hubo un amplio rechazo, e incluso abundaban los típicos comentarios que descalificaban a quienes tomaban esta precaución.

El uso del cinturón de seguridad no se impuso por aclamación popular, porque de pronto la gente se volviera más sensata, sino por obligación legal y por mecanismos sancionadores. El hecho de que en algunos países la vacunación obligatoria todavía no haya logrado aumentar las cuotas de vacunación simplemente revela que se está recorriendo ese camino, y que las leyes y las sanciones no deben bajar la guardia hasta que la responsabilidad de todos en este terreno se acepte como algo natural.

Cuarto argumento: es mejor educar que obligar, la obligación crea rechazo

Por supuesto que la educación pública es esencial, pero plantear la educación y la obligatoriedad como una dicotomía es un falso debate. Muchas de las medidas que a partir de un cierto momento se imponen como obligatorias en la sociedad necesitan campañas paralelas de información y educación para que el público comprenda el porqué de la medida. Ceder a la tentación de no disgustar a nadie simplemente para no engrosar las filas de los antivacunas nos llevaría a permitir cualquier clase de pseudomedicina o, en un sentido más amplio, cualquier clase de negocio fraudulento.

Quinto argumento: es mejor una obligatoriedad indirecta

Algunos defienden que puede ser más aconsejable dejar que la propia sociedad vaya presionando hacia la vacunación obligatoria a través de mecanismos, digamos, no oficiales: que los empleadores, propietarios de negocios abiertos al público, compañías de transportes y otros etcéteras pidan certificados de vacunación a sus empleados/clientes/usuarios y otros etcéteras, de modo que los ciudadanos se sientan obligados a vacunarse, sin que las autoridades se lo impongan, si quieren optar a llevar una vida normal.

Esta sería una posible vía. Pero en mi opinión, es una vía equivocada. Es un error suponer que las empresas privadas deban hacerse cargo de una responsabilidad del bien común cuando las autoridades renuncian a dicha responsabilidad. Y es un error suponer que van a hacerlo si esto les supone un daño a su negocio, perdiendo clientes o trabajadores cualificados.

Pero sobre todo, esta postura puede dar a entender una reticencia a las vacunas por parte de las propias autoridades que no resulta precisamente muy ejemplar ni muy educadora. Si las autoridades están realmente convencidas de que los beneficios de las vacunas exceden infinitamente a sus posibles perjuicios, ¿por qué sus acciones sugieren lo contrario y, sobre todo, cómo esperan educar a los ciudadanos? Las medidas no farmacológicas para contener la pandemia, como los confinamientos, se han impuesto de manera obligatoria, a pesar de que sus perjuicios son grandes y evidentes, tanto para la actividad económica como para la salud física y mental de las personas. ¿Qué problema hay entonces en imponer como obligatoria una medida cuyos beneficios son inmensos y cuyos perjuicios son mínimos?

Sexto argumento: no puede imponerse a las personas de bajo riesgo

Otra de las ideas que está circulando es que, dado el bajo riesgo que generalmente supone la cóvid en las personas jóvenes y sanas, sería excesivo obligar a este sector de población a vacunarse. Una vez más, subyace a este argumento la falsa idea de que la vacunación conlleva un riesgo solo aceptable cuando el beneficio es inmenso.

Por supuesto que también existen otras razones en contra de este argumento. Para el conocimiento científico actual, la cóvid todavía es una siniestra lotería. Hay jóvenes sanos que mueren y personas mayores que pasan la infección sin enterarse. Hasta que se conozcan en detalle los factores que determinan el pronóstico de la enfermedad en cada paciente, si es que algún día llegan a conocerse, no puede asegurarse que nadie esté libre de riesgo. Y sería una inmensa contradicción en el mensaje público de las autoridades si por un lado se destaca la importancia de la prevención entre los jóvenes, como se está haciendo, y por otro lado se les considera eximidos de la obligación de vacunarse porque el riesgo no va con ellos.

Pero sobre todo, la pandemia nos ha dejado el mensaje de que este es un problema global. Y que este es un momento histórico en el que el compromiso humanitario nos pide actuar todos para salvar a todos. El compromiso social solidario de todos no consiste en aplaudir en los balcones o cantar el Resistiré, sino en aceptar la obligación ética de vacunarse. Y si existen objeciones a que una obligación ética de tal urgencia se convierta en una obligación legal, quienes se niegan a imponer la obligatoriedad de vacunarse tendrán que encontrar la manera de educarnos a quienes no comprenderemos cuál es entonces el propósito de las leyes.

Por qué vacunas como la de Pfizer-BioNTech son el futuro de la inmunidad

El anuncio de los primeros resultados de la fase 3 de la vacuna contra el coronavirus SARS-CoV-2 de Pfizer y BioNTech, que habla de más de un 90% de eficacia, ha sido acogido con enorme optimismo. Por supuesto que aún son datos preliminares y que deberán pasar por el filtro de la publicación científica, pero hay al menos dos razones para creer que los resultados anunciados son legítimos.

Primera, ambas compañías han declarado que los datos fueron revisados por un panel de expertos independientes antes del anuncio, lo que ya aporta una primera revisión por pares. Y segunda, con todos los ojos del mundo pendientes de las vacunas del coronavirus, y aunque las startups biotecnológicas como BioNTech –la compañía alemana creadora de la vacuna– no siempre se distinguen por ceñirse a expectativas realistas sobre sus productos en desarrollo, en cambio parece poco razonable que una gran empresa cotizada en bolsa como Pfizer –desarrolladora de la vacuna– y que se juega tanto en esta operación se arriesgue a crear falsas esperanzas para luego ver desplomarse sus valores (aunque algunos de sus directivos ya han hecho caja con el subidón bursátil posterior al anuncio). Dada la excepcionalidad de este caso, además, las compañías han hecho público el protocolo de los ensayos, que suele ser confidencial.

Por el momento, aún es muy poco lo que sabemos. Según divulgaron ambas empresas en una nota de prensa conjunta, de los más de 43.000 participantes en la fase 3, casi 39.000 han recibido las dos dosis de la vacuna desde el comienzo de esta fase a finales de julio. Entre todos ellos, los investigadores han encontrado 94 casos de COVID-19. Aunque no han detallado cuántos de estos correspondían al grupo del placebo y cuántos habían recibido la vacuna real, de los datos concluyen que la eficacia de la vacuna es superior al 90%. Todo ello, sin efectos secundarios de importancia. El análisis se completará cuando se hayan contabilizado 164 casos de cóvid.

Ilustración del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

Ilustración del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de CDC/ Alissa Eckert, MS; Dan Higgins, MAM / Wikipedia.

Aún faltan importantes dudas por aclarar:

  • La eficacia superior al 90% según estos datos no implica necesariamente que, en la práctica, la vacuna vaya a proteger a 9 de cada 10 personas. El análisis completo de los resultados podría rebajar esta cifra, a lo que hay que añadir, por un lado, que la eficiencia (porcentaje de protección en el mundo real, fuera de los ensayos) probablemente será menor, y que las personas de más edad tienen una respuesta más débil, según se comprobó en las primeras fases de las pruebas de esta vacuna. En cualquier caso, teniendo en cuenta que las vacunas de la gripe suelen rondar una eficiencia del 60%, y que en EEUU se exige una eficacia mínima del 50%, se diría que la vacuna de Pfizer y BioNTech tiene un margen sobrado para demostrar su utilidad.
  • Habrá que esperar a la publicación del estudio para comprobar el grado de gravedad de los casos de cóvid detectados en las personas vacunadas, lo cual podría ser importante de cara a la aprobación de la vacuna.
  • Otra incógnita será si las personas vacunadas y que puedan contraer el virus (con independencia de que enfermen o no) pueden o no transmitirlo a otros. Esto no debería ser en principio un impedimento para una posible aprobación si las personas vacunadas quedan protegidas de la enfermedad.
  • Tampoco se sabe aún qué eficacia podría tener la vacuna en personas previamente expuestas al virus, un dato que también debería aparecer en el análisis final del ensayo.
  • Por último, la gran incógnita es la duración de la inmunidad, algo que solo podrá comprobarse a largo plazo. Esta foto fija del estudio se ha hecho 28 días después de la primera dosis y 7 después de la segunda, pero aún persiste la cuestión de si la protección podrá prolongarse más allá de unos meses. El seguimiento se mantendrá durante dos años.

En cualquier caso, los datos invitan a pensar que la protección a corto plazo está conseguida superando con creces las expectativas. Y es especialmente relevante que esto se haya logrado con la vacuna de Pfizer y BioNTech, por lo siguiente.

Las muchas vacunas actualmente en desarrollo contra el coronavirus SARS-CoV-2 cubren todo el amplio espectro de tecnologías diferentes. Algunas de ellas se basan en propuestas más clásicas, como utilizar el virus atenuado o inactivado, y otras en sistemas más novedosos, como construir virus recombinantes o pseudotipados (es decir, utilizar como vehículo otro virus inofensivo al que se le colocan proteínas o material genético del virus contra el que se quiere inmunizar). Pero entre la gran diversidad de tecnologías distintas, la de BioNTech y Pfizer (un caso similar es la de Moderna) representa una solución que muchos ven como el gran futuro de las vacunas: plataformas de ARNm.

La idea consiste en fabricar un gen del virus en forma de ARN mensajero (ARNm), la copia del ADN que se utiliza para producir las proteínas codificadas en el genoma. Este fragmento de ARN se elige de modo que corresponda a una proteína del virus (antígeno) cuya neutralización lo impida infectar; por ejemplo, la proteína que el virus emplea para invadir las células (en este caso, la proteína S, Spike o Espícula). De este modo, cuando el sistema inmune neutralice dicho antígeno, la infección quedará abortada.

Este fragmento de ARNm se dispone en una estructura adecuada para cumplir su función; en el caso de las vacunas de Moderna y BioNTech, se encapsula en forma de nanopartícula de lípidos. Dado que la membrana de las células también está formada por lípidos, esto facilita la fusión de las nanopartículas con las células, las cuales incorporarán ese ARNm del virus y lo utilizarán como si fuera de un gen propio, produciendo así la proteína vírica que estimulará la respuesta inmune.

La ventaja de este sistema no es solo que prescinda del uso del virus completo, lo cual puede implicar cierto riesgo de desarrollar la infección; sino que, sobre todo, esta plataforma puede adaptarse fácilmente para crear nuevas vacunas contra otros virus futuros, solo cambiando el fragmento de ARNm por el del virus correspondiente. Las vacunas de ARNm son tan novedosas que todavía no existe ninguna aprobada contra otros virus. Pero la tecnología tiene un altísimo perfil de seguridad, y el hecho de que en solo unos meses haya podido desarrollarse una formulación con tan aparente éxito contra este nuevo virus –el tiempo medio de desarrollo de una vacuna suele ser de 10 a 15 años– augura un gran futuro para esta tecnología en la lucha contra nuevas epidemias emergentes.

A esto se suma que, además, las vacunas de ARN son buenas candidatas a disparar una buena respuesta inmunitaria de células T. Recordemos que la inmunidad adaptativa, que así se llama a la dirigida específicamente contra un patógeno concreto, se divide en dos ramas, una basada en los anticuerpos (producidos por los linfocitos B) y otra en los linfocitos T. Mientras que los test serológicos del coronavirus solo miden los anticuerpos, en cambio existen sospechas, basadas en la experiencia con otros coronavirus, de que una buena parte de la inmunidad prolongada al virus de la cóvid pueda depender de las células T. En el caso de la vacuna de BioNTech-Pfizer, se ha optimizado la fórmula para que el ARN sea deglutido por las llamadas células dendríticas, un tipo de células del organismo que están especializadas en capturar antígenos y presentarlos al sistema inmune para estimular tanto la producción de anticuerpos como la respuesta de las células T.

Hay una pega de la vacuna de BioNTech-Pfizer que ya se ha señalado, y es el hecho de que necesita congelación a -70 °C; en nevera solo es estable durante 24 horas. Pero en realidad esto debería ser más una pega para las compañías fabricantes que para quienes estamos esperando una vacuna. Explico. Moderna ha conseguido que su vacuna, aun siendo de formulación general similar a la de Pfizer-BioNTech, en cambio sea estable a -20 °C, la temperatura de un congelador de cocina, y aguante hasta una semana en nevera.

Esto significa que, si las vacunas de Moderna y de BioNTech deben competir, la primera tendrá más posibilidades de imponerse, dado que su conservación es más sencilla (y más aún la de otros tipos de vacunas que se conservan en nevera o a temperatura ambiente). Pfizer, por su propio interés de cara a esa posible competencia, está trabajando en mejorar la estabilidad de su vacuna. Por el momento, esta compañía ha diseñado un refrigerador especial para transportar las vacunas con sensores térmicos y localización GPS. En un futuro próximo, quizá otros métodos de conservación en estudio puedan aumentar la estabilidad de las vacunas de ARN a temperaturas menos exigentes.

Pero, sinceramente, a estas alturas y al menos en los países desarrollados, no debería ser un gran problema desplegar las infraestructuras necesarias para almacenar y distribuir masivamente un producto conservado a -70 °C. En los laboratorios son de uso común los congeladores de -80 °C, y para el transporte existen el nitrógeno líquido (-196 °C), que ahora se usa hasta en cocina, y la nieve carbónica o hielo seco (-70 °C). Si en los últimos meses no ha habido problema para que surjan de debajo de las piedras infinidad de empresas dedicadas a fabricar mascarillas desechables —la próxima gran lacra medioambiental— o productos desinfectantes tan exóticos como innecesarios, ¿no podríamos esperar algo de inversión en cadenas de frío que quizá realmente sí vayamos a necesitar?

Por su parte, Rusia ha anunciado también esta semana que su vacuna Gam-COVID-Vac, conocida como Sputnik V (una vacuna de adenovirus recombinante), también arroja más de un 90% de eficacia en datos de fase III que solo incluyen 20 casos de cóvid. Esperemos que sea cierto y que la cifra se mantenga al ampliar la muestra a niveles más significativos, pero debemos recordar que en este caso se trata de propaganda oficial del gobierno ruso, cuyas proclamas anteriores han sido consideradas prematuras y cuestionables; no en vano el Instituto Gamaleya, creador de la vacuna Sputnik V, se autodefine como «la institución de investigación líder en el mundo».

Queda una última reflexión respecto a algo que se ha comentado en los medios en días pasados, y es la aparente resistencia de una parte de la población a vacunarse contra la cóvid una vez que la inmunización esté ampliamente disponible. Conviene recordar que, si bien las personas que se vacunen no estarán menos protegidas por el hecho de que sus vecinos no lo hagan, la vacunación NO es un problema de elección personal, como he subrayado repetidamente aquí: quienes pudiendo vacunarse elijan no hacerlo serán responsables de poner en peligro a las personas que no puedan vacunarse o no desarrollen inmunidad a pesar de hacerlo. Y estarán impidiendo la inmunidad de grupo necesaria para acabar con la pandemia.

Llama poderosamente la atención que ciertos medios, los mismos que insisten sin descanso en medidas como el uso de la mascarilla y en la reprobación de las fiestas y otras actividades contrarias a la normativa, estén transmitiendo la visión equidistante de que el rechazo a las vacunas pueda ser éticamente comparable a su aceptación, solo por el hecho de ser legal (creo que no hacen falta ejemplos de que no todo lo legal es ético). Es necesario insistir en la advertencia del director de la revista The Lancet, Richard Horton, en un reciente editorial: «Los periodistas deberían evitar la difusión involuntaria de desinformación. Jamás deberían dar ningún tipo de plataforma a los escépticos de las vacunas […] La desinformación sobre las vacunas de la COVID-19 no se está tomando tan en serio como se debería. Esa complacencia debe acabar».

Sí, es posible infectarse dos veces con el coronavirus, y quizá las vacunas no lo impidan

En semanas pasadas he destacado aquí un importante mensaje que los expertos están repitiendo y que debería ir calando: que la ventilación y la filtración del aire pueden ser armas fundamentales en la lucha contra el coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19; no solo por su capacidad potencial de reducir enormemente los contagios, sino también por tratarse de medidas cuya aplicación es relativamente fácil (una legislación oportuna y una adaptación de los locales que requeriría una cierta inversión) y que son sostenibles a largo plazo, lo que permitiría quizá relajar otras más disruptivas e insostenibles. Su único inconveniente, si acaso, es que son menos teatrales que las actuales, y algunos expertos ya han advertido de que los gobiernos parecen a veces más interesados en implantar medidas muy visibles que fomenten la sensación de seguridad y la impresión de que se está haciendo algo, aunque su utilidad práctica sea limitada, dudosa o nula, o simplemente no se apoye en ninguna evidencia científica (termometría ambulante, felpudos desinfectantes, prohibiciones de fumar en las terrazas…).

Pero cuando comento este asunto, suele surgir una pregunta: ¿a largo plazo? ¿Qué largo plazo? ¿Seis meses, un año, dos…? Durante este tiempo y por incómodo que resulte, suelen decir, podríamos tirar con distancias, cierres, algún confinamiento local y ocasional, limitaciones de aforo y mascarillas, puesto que de aquí a un año, dos a lo sumo, nos dicen que todos estaremos vacunados y que la COVID-19 solo será un mal recuerdo.

Respuesta: largo plazo es… siempre. Porque incluso si disponemos de una o varias vacunas de aquí a un año, o dos, esto no va a eliminar el virus. La COVID-19 no va a desaparecer de la faz de la Tierra. Ninguno de los virus contra los que existen vacunas ha desaparecido por el mero hecho de que una parte de la población se vacune (el ser humano únicamente ha erradicado un par de enfermedades infecciosas, con intensas campañas globales a lo largo de décadas). Y si bien algunas de las vacunas existentes, como la de la fiebre amarilla, pueden llegar a protegernos de por vida, en cambio otros patógenos son capaces de infectarnos cada año, como la gripe. Y cuanto más se sabe sobre la inmunidad al SARS-CoV-2, más se va pareciendo al ejemplo de la gripe que al de la fiebre amarilla.

Ahora sabemos a ciencia cierta que es posible que una persona contraiga el virus, enferme, desarrolle inmunidad, se cure, y pocos meses después vuelva a infectarse por segunda vez.

En los primeros tiempos de la pandemia surgieron observaciones anecdóticas sobre pacientes que parecían haber contraído una segunda infección por el coronavirus después de haber sanado. Pero en aquellas ocasiones, la ciencia optó por la hipótesis más prudente: que esas personas no hubiesen eliminado todos los restos del virus en su organismo y que esa segunda detección correspondiera a trozos rotos del virus que aún no habían desaparecido.

Nótese que «prudente», si se trata de ciencia, tiene un significado distinto que si se habla de salud pública. En este último caso, sin duda lo más prudente era advertir a las personas curadas de la cóvid de que no bajaran la guardia y siguieran tomando precauciones, por si acaso. Por el contrario y desde el punto de vista científico, mientras no se demostrara lo contrario, la hipótesis de los restos virales no eliminados era más prudente que la de una reinfección, un fenómeno en principio más raro.

Pero ya se ha demostrado lo contrario.

Viales de la vacuna candidata rusa Gam-COVID-Vac/Sputnik V. Imagen de Mos.ru/Wikipedia.

Viales de la vacuna candidata rusa Gam-COVID-Vac/Sputnik V. Imagen de Mos.ru/Wikipedia.

En realidad, la demostración es sencilla cuando, en efecto, una persona ha sufrido dos infecciones sucesivas e independientes: basta con secuenciar los genomas de ambos virus, el de la primera detección y el de la segunda, y compararlos. Si es el mismo virus, no podrá concluirse nada con total seguridad. Pero si ambos son virus distintos, formas diferentes del SARS-CoV-2 que están circulando entre la población, entonces queda demostrado que esa persona se ha infectado dos veces. En los primeros casos reportados en primavera no pudieron compararse ambos virus, por lo que no pudo confirmarse la reinfección.

A finales de agosto, investigadores de la Universidad de Hong Kong divulgaron a los medios la confirmación de que un paciente de 33 años, que había contraído el coronavirus hacía cuatro meses y medio y había sanado, se había infectado por segunda vez. A su regreso de España, y al pasar por los test obligatorios a la entrada en Hong Kong, una PCR detectó el virus en su organismo. Al secuenciar su genoma y compararlo con el de la primera infección, los científicos comprobaron que se trataba de dos linajes diferentes (no es correcto hablar de «cepas», ya que los virólogos suelen reservar este término para virus cuyas propiedades biológicas son distintas): el primer virus correspondía a la variante que circulaba en marzo y abril, mientras que el segundo era el que predominaba en Europa durante el verano. Dado que este último ha ido acumulando mutaciones con el tiempo, los investigadores descartan que el paciente pudiera haber adquirido los dos virus al mismo tiempo, antes de que su organismo desarrollara inmunidad.

Aunque debido a la trascendencia de la noticia los científicos comunicaron sus resultados de inmediato a través de los medios, el estudio ha sido aceptado para su publicación en la revista Clinical Infectious Diseases, por lo que podemos darlo por bueno. Pero aunque aún no puede descartarse que se trate de un fenómeno raro, sí sabemos que no es el único: posteriormente se han reportado nuevos casos en Bélgica, Holanda y EEUU.

¿Qué implicaciones tiene esto de cara a las vacunas? O dicho de otro modo: ¿es posible conseguir con una vacuna una protección mejor, más completa y duradera, que con la infección natural?

La respuesta corta: sí, es posible, pero no es lo más habitual, y lo malo es que no siempre es fácil conseguirlo.

La respuesta larga: existen casos en que una vacuna consigue una inmunidad mejor que la infección natural. Por ejemplo, los niños pequeños no logran montar una respuesta inmune extensiva contra ciertas bacterias cuyos principales antígenos son azúcares complejos (polisacáridos) presentes en la membrana celular, porque su sistema inmune aún no ha aprendido a hacerlo. En estos casos, una vacuna que lleve esos azúcares anclados a proteínas consigue estimular el sistema inmune de los niños de un modo más eficaz que la propia infección. En otros casos, la mayor concentración del antígeno en la vacuna que en el propio patógeno consigue estimular una respuesta más fuerte que este; ocurre, por ejemplo, con la vacuna contra el Virus del Papiloma Humano. Las vacunas llevan además sustancias llamadas adyuvantes que potencian la respuesta. Y por último, la vía de administración de la vacuna también puede ayudar a optimizar su efecto.

Pero, en general, lo normal es esperar que una vacuna provoque una inmunidad comparable a la de la infección natural; la ventaja de la vacuna es que permite inmunizarse como si se hubiera pasado la enfermedad, pero sin pasarla y de forma totalmente segura. El sistema inmune es muy complicado, y aún oculta grandes misterios. Y aunque una vacuna no se «descubre», no es un hallazgo afortunado, sino un producto de ingeniería diseñado y fabricado siguiendo recetas estandarizadas de eficacia probada, existe cierto grado de incertidumbre, menor cuanto más se conoce cómo responde el sistema inmune a la infección natural con el patógeno.

Aquí ya se ha comentado que la inmunidad contra el coronavirus en las personas que han pasado la infección aún oculta muchas incógnitas. Algunos estudios han descubierto que los anticuerpos desaparecen rápidamente, en un par de meses, pero ni siquiera este es un asunto cerrado: un reciente estudio en Islandia ha descubierto niveles sostenidos de anticuerpos contra el SARS-CoV-2 cuatro meses después de la infección. Entre la comunidad inmunológica cunde la idea de que probablemente la memoria a largo plazo de la infección con este coronavirus, como ocurre con otros parecidos, podría no recaer tanto en los anticuerpos, producidos por los linfocitos B, sino en los linfocitos T, otro departamento de la respuesta inmune adquirida que tiene un papel crucial y que no se detecta en los test serológicos.

Pero mientras continúa la investigación sobre la inmunidad al virus, ya es un hecho innegable que la reinfección a los pocos meses existe. Y dado que aún no hay motivos para esperar que las vacunas en desarrollo inmunicen mejor que la infección, sería conveniente moderar el tono de los mensajes sobre las vacunas, a veces teñido en los medios de un exceso de optimismo, para no inflar las expectativas. En palabras de los autores del estudio de Hong Kong, «puede que las vacunas no proporcionen una protección de por vida contra la COVID-19».

Entre las incógnitas aún pendientes, queda una crucial, y es si una segunda infección puede pasarse de forma más leve que la primera. En principio, podría e incluso debería ser así; el sistema inmune no olvida del todo: no solo perduran las células B de memoria, esperando en silencio a que el virus aparezca de nuevo para lanzar una segunda andanada de anticuerpos, sino que también las células T pueden prolongar la protección mucho más allá de lo que dura la primera oleada transitoria de anticuerpos. Y esto es posiblemente lo que sucedió en el paciente de Hong Kong, quien ha pasado la segunda infección sin síntomas. Pero por desgracia, esto tampoco es aplicable a todos los casos: un paciente reinfectado en Nevada (EEUU) ha sufrido una cóvid más grave en su segunda infección que en la primera.

En resumen, no perdamos la esperanza de que alguna de las vacunas en desarrollo, o versiones posteriores, consigan una protección fuerte y duradera que nos permita recuperar la vida tal y como era antes. En ocasiones, y si los antígenos clave del virus no varían a lo largo del tiempo, podría bastar con dosis sucesivas de recuerdo para mantener la protección. Pero, por el momento, es más realista moderar las expectativas de que «la» vacuna sea LA solución definitiva contra el coronavirus. Sin duda, las vacunas serán un hito crucial en la lucha contra esta lacra, pero aún ni hay motivos para confiar demasiado en que vayan a protegernos totalmente y para siempre, ni mucho menos en que vayan a borrar el virus del mundo. La lucha deberá seguir: como escribían los autores del estudio del paciente de Hong Kong, «probablemente la COVID-19 continuará circulando entre la población humana, como ocurre con otros coronavirus».

¿Es posible tener una vacuna contra el nuevo coronavirus durante esta epidemia?

El director de la agencia de enfermedades infecciosas de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH), Anthony Fauci, dijo el viernes en una rueda de prensa que en dos meses y medio podríamos tener una vacuna contra el nuevo coronavirus 2019-nCoV. Las palabras de una figura de la solvencia y el prestigio de Fauci, a quien debemos buena parte de lo que sabemos sobre el VIH y el sida, tienen una sobrada garantía de credibilidad. Pero por si la declaración de Fauci pudiera dar la impresión de que en dos meses y medio cualquiera podrá vacunarse contra la epidemia que ahora tanto preocupa al mundo, conviene una explicación más detallada de qué significan exactamente sus palabras.

Hay una creencia errónea muy extendida que aquí me he ocupado varias veces de desmentir, y es la idea de que la vacuna contra el ébola se creó en un tiempo récord tras el brote de 2014-2016. Esta vacuna, llamada originalmente rVSV-ZEBOV y hoy ya con su marca comercial, Ervebo, ha ayudado enormemente a contener el brote de ébola que comenzó en el Congo en agosto de 2018, y que aún continúa activo, si bien a un nivel residual que no representa una preocupación global.

Pero es importante conocer esto: la plataforma en la que se basa la vacuna del ébola comenzó a desarrollarse en 1996. El trabajo para adaptar esta plataforma al ébola se inició en 2001. En 2003 se solicitó la patente de la vacuna. Once años después de aquello, cuando surgió el brote que tanto atemorizó a la población mundial, la vacuna aún no estaba preparada para su uso general, dado que aún estaba en pruebas. En 2015 se entregaron 1.000 dosis a la Organización Mundial de la Salud como medida de emergencia para tratar de ayudar a la contención del brote. Pero solo con el nuevo brote en 2018 comenzó a utilizarse como una herramienta real de contención en lo que se conoce como un protocolo de vacunación en anillo, que consiste en administrarla al círculo de personas que rodean a los pacientes contagiados.

(Nota: también hay que decir que existe una diferencia esencial entre los brotes de 2014 y 2018, que los expertos ya se encargaron de destacar en su momento. El primero se originó en Guinea-Conakry, un país costero donde la movilidad es bastante alta, mientras que el actual afecta a regiones relativamente aisladas en la profunda selva congoleña).

En resumen: la vacuna del ébola ha llevado más de 15 años de trabajo. El hecho de que ahora la tengamos no es fruto de los esfuerzos puestos en marcha a raíz de la epidemia de 2014, sino que se lo debemos a que el gobierno de Canadá, cuyo sistema de salud pública creó la vacuna, pensó que merecía la pena invertir en este proyecto cuando todos los demás países lo habían desechado considerando que el virus del Ébola no era una preocupación desde el punto de vista del bioterrorismo (se contagia con relativa dificultad y mata demasiado deprisa).

Imagen de John Keith / Wikipedia.

Imagen de John Keith / Wikipedia.

Crear una vacuna ha sido tradicionalmente un proceso muy laborioso, casi artesanal, en el que había que comenzar de cero cada nueva formulación, eligiendo el tipo más adecuado, y luego ir tuneándola a lo largo del proceso hasta obtener la receta perfecta. En general, la idea que se nos presenta en el cine de que durante un brote vírico puede desarrollarse en caliente una vacuna para atajar la expansión de ese mismo brote, es ciencia ficción.

Pero aquí entran los matices que es necesario explicar. Pensemos en esos hospitales que se han levantado en Wuhan en cuestión de días, algo que también parecería una fantasía. Hace unos días, El País publicaba un interesante reportaje en el que expertos en arquitectura explicaban cómo era posible lograrlo. La idea básica era esta: con suficiente dinero y mano de obra, puede hacerse, y si normalmente esto no ocurre aquí no es por imposibilidad, ya que no existe ninguna innovación radical en el proceso aplicado por los chinos, sino sencillamente porque a nadie le interesa construir tan rápido.

La clave del proceso, según explicaban los arquitectos, consiste en emplear elementos prefabricados, de tal modo que no haya que edificar ladrillo a ladrillo, sino que solo sea necesario llevar las piezas al lugar de construcción y montarlas.

Las nuevas tecnologías de vacunas están logrando esto mismo: emplear elementos prefabricados de modo que en cada caso concreto solo sea necesario introducir las piezas específicas de cada virus en una plataforma ya existente.

Este es el camino que comenzó a abrirse con el desarrollo de las vacunas de virus recombinantes o vectores recombinantes. El método consiste en coger un virus modificado, inocuo para el organismo, y disfrazarlo con el traje del virus contra el cual se quiere inmunizar, las proteínas de su envoltura. Una vez introducido en el organismo, invade las células y se reproduce en ellas como un virus normal, provocando una respuesta inmunitaria contra su disfraz, que en el futuro podrá atacar al virus original.

La vacuna del ébola es un ejemplo de este tipo. En el futuro, quizá una mayor estandarización de estos sistemas permita obtener nuevas vacunas de forma más rápida. En el caso del ébola, la plataforma concreta que se ha utilizado se desarrolló durante el propio proceso de crear la vacuna, por lo que ha sido un trabajo largo.

Pero la tecnología de vacunas no se detiene. Desde hace años se vienen investigando las vacunas de ADN, consistentes en introducir directamente en el organismo un ADN que las células pueden utilizar para crear por sí mismas una proteína del virus, de modo que el sistema inmunitario reconoce este elemento como extraño y reacciona contra él, lo que prepara al cuerpo para responder contra el virus completo si llega a presentarse.

En esta misma línea, aún hay un paso más allá, y es utilizar un ARN mensajero (ARNm) en lugar de un ADN. El ARNm es la copia desechable del ADN que las células utilizan para fabricar las proteínas codificadas en los genes. Es decir, con esto se le ahorra a la célula el trabajo de producir el ARNm a partir del ADN vírico; ya se le da hecho. Hasta hace muy poco este enfoque era inviable porque el ARNm es normalmente muy inestable y se degrada fácilmente, pero recientemente se han encontrado mecanismos para hacerlo más resistente y duradero.

Este es el enfoque que emplea la apuesta más ambiciosa de las que ya están en marcha para producir una vacuna contra el nuevo coronavirus 2019-nCoV, la que motivó las palabras de Fauci. La compañía Moderna ha desarrollado una plataforma de ARNm que dice poder adaptar fácilmente para la obtención rápida de una vacuna contra este virus, un proyecto que está llevando a cabo en colaboración con los NIH. Fauci dijo que hasta ahora el proyecto está progresando a la perfección, que ya se ha logrado inducir la respuesta inmune en ratones contra el gen del 2019-nCoV insertado en el ARNm, y se mostró enormemente optimista al afirmar que en solo dos meses y medio podrían comenzar los ensayos clínicos en humanos.

La de Moderna no es ni mucho menos la única vacuna contra el coronavirus que ya está cocinándose en los laboratorios. También de ARNm es la fórmula que desarrolla la alemana CureVac, mientras que la estadounidense Inovio, en colaboración con la china Beijing Advaccine, prepara una vacuna de ADN. Otro enfoque distinto es el de la Universidad de Queensland en Australia, basado en una tecnología llamada molecular clamp, que consiste en crear proteínas del virus y graparlas en su configuración original para que el sistema inmunitario genere una respuesta contra ellas capaz también de reconocer las proteínas en el virus completo. Los investigadores australianos esperan tener una vacuna lista en seis meses.

Por su parte, algunos gigantes del sector también se han sumado a la carrera. Johnson & Johnson ha anunciado el proyecto de una vacuna de vector viral, como la del ébola, y Glaxo Smithkline ha ofrecido además poner su tecnología al servicio de otras partes que puedan contribuir a la obtención rápida de una vacuna.

Algunos de estos proyectos cuentan con la financiación de la Coalición para las Innovaciones en Preparación para Epidemias (CEPI), una entidad público-privada nacida en Davos y con sede en Noruega, que ha lanzado un concurso vigente hasta el 14 de febrero para financiar nuevas propuestas de desarrollo de vacunas contra el 2019-nCoV, por lo que en los próximos días podrían surgir nuevos proyectos. El objetivo de esta entidad es potenciar proyectos capaces de obtener vacunas contra virus emergentes en un plazo de 16 semanas.

En total, a fecha de hoy ya se han anunciado más de una docena de proyectos de desarrollo de vacunas contra el nuevo coronavirus, y vendrán más.

Pero ahora vienen las malas noticias.

Y es que, incluso si proyectos como el de Moderna llegan a término con la insólita rapidez en la que confía Fauci, cuando él hablaba de «llegar a la gente» en dos meses y medio, no se refiere a la distribución masiva de la vacuna, sino al comienzo de los ensayos clínicos.

Los ensayos clínicos de cualquier nuevo medicamento llevan años y años, hasta que puede establecerse sin género de dudas que el producto no causa daños graves y que hace aquello para lo cual se diseñó. En situaciones de emergencia global, como la actual, este proceso puede intentar comprimirse lo más posible. Pero esta posibilidad de compresión tiene un límite. Como ejemplo, tenemos dos casos cercanos en el tiempo.

En 2013, menos de un año después del comienzo del brote del coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), la compañía Novavax anunció que ya había obtenido una vacuna. Han pasado casi siete años, y la vacuna sigue en pruebas. También en 2013, Inovio anunció que su nueva vacuna había superado los ensayos preclínicos (en animales), y que pronto comenzaría a probarse en humanos. Siete años después, la compañía acaba de anunciar que pronto emprenderá la Fase 2 de los ensayos clínicos, del mínimo de tres fases necesarias antes de que un medicamento comience a administrarse a la gente.

¿Alguien recuerda la epidemia del zika en América en 2015, el virus transmitido por mosquitos que causaba microcefalia en los fetos? Varias compañías se lanzaron entonces al desarrollo de vacunas, y en 2016 teníamos ya varias formulaciones anunciadas. Los NIH de EEUU trabajan nada menos que en seis vacunas distintas. Pero aún no existe una vacuna aprobada contra el zika. Y no porque los productos en desarrollo no estén funcionando, sino porque aún les queda un largo camino de pruebas por recorrer antes de llegar al mercado.

Es más: lo cierto es que ninguna de las compañías startup que cuentan con novedosas plataformas tecnológicas para la creación rápida de vacunas tiene todavía ni una sola formulación aprobada para su uso general en humanos.

La pregunta lógica es: ¿no podría abreviarse todo este proceso de ensayos clínicos? Pero las respuestas son otras preguntas: ¿estaría el público dispuesto a apostar por el posible beneficio de una nueva vacuna, aceptando expresamente el riesgo de un producto no lo suficientemente probado? ¿Estarían las autoridades dispuestas a aceptar la responsabilidad de dar luz verde a productos no lo suficientemente probados? ¿Estarían las compañías dispuestas a asumir el riesgo de perder demandas millonarias, incluso mediando consentimientos firmados?

En resumen, y salvo que mucho cambien las cosas, aunque la tecnología de vacunas esté progresando de un modo que habría sido increíble solo hace unos años, el largo y complejo escollo de los imprescindibles ensayos clínicos seguirá determinando que cada nueva vacuna no sea una esperanza para el presente brote, sino para futuros brotes.