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En tiempos de pandemia, la medicina basada en pruebas es más importante que nunca

Quizá a algunos les resulte extraño, pero no toda la medicina es ni ha sido siempre científica. Un amigo farmacéutico suele decir que Medicina es una carrera de letras: del mismo modo que los estudiantes de Derecho aprenden delito-artículo-pena, los de Medicina aprenden síntomas-diagnóstico-tratamiento, lo que asienta el aprendizaje sobre todo en la capacidad memorística más que en la comprensión de la ciencia que hay (o debería haber) detrás, como solía quejarse otra amiga médica. Lo cual, de por sí, no tendría nada objetable si esa triple relación siempre estuviese sólidamente avalada por estudios científicos. Pero no es así.

Los casos más extremos del alejamiento entre medicina y ciencia los tenemos en las prácticas pseudocientíficas que han emergido del propio seno de la primera: Samuel Hahnemann y su homeopatía, Andrew Taylor Still y su osteopatía, Paul Nogier y su auriculoterapia, Edward Bach y sus flores homónimas, Ignaz von Peczely y su iridología, o Andrew Wakefield y su vínculo inventado entre vacunas y autismo, son solo algunos ejemplos de cómo los propios médicos en ocasiones han fabricado sus propios sistemas de proclamas sin fundamento científico; en algunos casos, en el honesto –aunque frustrado– intento de encontrar alternativas a la medicina convencional, en otros por un mucho menos honesto ánimo de lucro fraudulento, como en el caso de Wakefield.

Pero estos casos son solo la punta del iceberg. Sabemos de médicos actuales que respaldan y fomentan pseudomedicinas. Esto era algo más justificable que hoy en un pasado sorprendentemente reciente, cuando, citando palabras de la escritora de ciencia Laura Spinney en Nature, la práctica médica era «un revoltijo acientífico de investigación, experiencia, anécdota y costumbre». En especial, era la experiencia, más que la adherencia estricta a la ciencia revisada por pares y publicada, lo que solía elevar a los médicos, a unos más que a otros, a una categoría de modernos chamanes poseedores de un conocimiento iniciático.

En 1991 el médico canadiense Gordon Guyatt, de la Universidad McMaster, acuñó la expresión Evidence-Based Medicine (EBM), o medicina basada en pruebas o en evidencias (aunque esta última palabra tiene un significado diferente en castellano), como «el uso concienzudo, explícito y juicioso de las mejores pruebas al tomar decisiones sobre el cuidado de pacientes individuales»; es decir, medicina basada en ciencia de calidad.

Naturalmente, Guyatt no inventó la medicina científica, que ya existía desde hacía siglos. Pero en un mundo en el que tan colegiado y en ejercicio está el médico que sigue la ciencia como el que recomienda a sus pacientes homeopatía, vitamina C o dietas detox, Guyatt y otros profesionales vieron la necesidad de construir un sistema objetivo y sólido que permitiera separar claramente la medicina científica de la que no lo es.

Imagen de PublicDomainPictures.net.

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En las décadas transcurridas desde esta fundación cuasioficial, la medicina basada en ciencia ha trascendido enormemente, hasta tal punto que ya forma parte integral de la discusión dentro del panorama de las ciencias biomédicas. No todos los profesionales aplauden cerradamente y sin resquicios esta forma de entender la práctica médica, y algunos de ellos lo hacen con argumentos razonables: por ejemplo, dicen, en ocasiones los tratamientos pueden no contar con la suficiente evidencia científica, pero a la hora de apagar un fuego es necesario tirar de todos los recursos disponibles; confiar solo en la medicina basada en ciencia puede atar las manos a la hora de aplicar ciertas intervenciones avaladas por la experiencia, defienden.

Y no les falta razón. Pero nadie pretende decir que la medicina basada en ciencia de alta calidad sea la única que funciona; es la única que se ha demostrado que funciona. Por supuesto que la experiencia siempre ha sido y será valiosa; de hecho, la experiencia clínica también se considera parte esencial de la EBM. El problema es que ese valor no es objetivable ni cuantificable, y para eso son necesarios los ensayos clínicos. Es decir, la ciencia.

En especial, la EBM es un grano en la parte sobre la que se sienta el cuerpo para las marcas comerciales que hacen proclamas no apoyadas en la evidencia científica. En 2012 una investigación del Centre for Evidence-Based Medicine (CEBM) de la Universidad de Oxford, en colaboración con la revista BMJ (British Medical Journal), examinó 431 proclamas de 104 productos deportivos que aseguraban mejorar el rendimiento de los deportistas: desde bebidas isotónicas y suplementos nutricionales a ropa o zapatillas, incluyendo las que utilizó el jamaicano Usain Bolt en los Juegos Olímpicos de Pekín en 2008.

Los autores descubrieron que para la mayoría de los productos no había estudios científicos disponibles, y los que sí existían para algunos de ellos eran de baja calidad. Solo encontraron tres estudios de alta calidad; curiosamente, ninguno de estos mostró ningún beneficio del producto en cuestión, a pesar de que su publicidad los anunciaba. El estudio levantó un gran revuelo en Reino Unido, y algunas de las compañías concernidas salieron al paso para defender las virtudes de sus productos, a pesar de que ya eran difícilmente defendibles.

Y por supuesto, la EBM no solo es una molestia para las marcas de productos deportivos: como comentaremos otro día, también las farmacéuticas tienen lo suyo. El gran problema de la llamada Big Pharma no es, como sostiene el mito conspiranoico popular, que las compañías defrauden y mientan; estos son simplemente casos de delitos, que existen en todas las industrias, pero que no dejan de ser aislados y puntuales, por mucha resonancia que alcancen. En cambio, lo que no es aislado y puntual ni es delictivo, pero sí una enorme falla estructural contraria a la bioética, es que las compañías controlen los ensayos de sus propios fármacos, y que muchas de sus proclamas se basen en estudios que son publicables y se publican, pero que están cogidos por los pelos: según los criterios de la EBM, son de baja calidad; no demuestran lo que dicen demostrar.

La EBM tiene hoy un inmenso valor para informar y educar a los ciudadanos/consumidores sobre las opciones que eligen, para que no se dejen engañar por las proclamas publicitarias. Pero la EBM cobra un especial significado en tiempos de cóvid, porque es notorio que las autoridades reguladoras, tanto en España y sus Comunidades Autónomas como en muchos otros lugares, no se están guiando necesariamente por estos criterios. Lo cual puede ser discutible; si hablábamos de apagar un fuego, una pandemia es sin duda un incendio planetario. Pero, al menos, las autoridades deberían ser transparentes y tratar a los ciudadanos como adultos, explicándoles claramente cuál es el nivel de evidencia científica de las intervenciones que prescriben. Cuáles están basadas en ciencia sólida. Cuáles se adoptan simplemente por el principio de precaución sin pruebas que las avalen. Y cuáles se están adoptando a pesar de que la evidencia científica disponible no les atribuye el menor beneficio, pero se adoptan por… ¿Por?

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Es comprensible que muchos negocios privados estén recurriendo a una teatralidad excesiva en sus medidas –minimizando las menos teatrales pero mucho más útiles, como la ventilación y la filtración del aire– con el fin de infundir en el público una sensación de seguridad que atraiga clientes. Es comprensible, aunque sería recomendable más divulgación para que los ciudadanos aprendan a distinguir lo que realmente les va a proteger de lo que es mera farándula; ningún establecimiento comercial contrata a chamanes para que agiten ramitas sobre sus clientes con el fin de protegerlos del mal de ojo (o a sacerdotes para que esparzan agua bendita, que cada cual elija su ejemplo).

En cambio, lo que sí es inaceptable es que las instituciones y administraciones públicas estén malgastando el dinero de todos y su propio tiempo, que también pagamos con dinero de todos, en medidas inútiles o cuya eficacia no viene avalada por la menor evidencia científica: termómetros sin contacto, cámaras térmicas, felpudos desinfectantes, «desinfección» de espacios al aire libre (entrecomillado porque no existe tal desinfección), limpiezas excesivas y compulsivas, a veces con productos innecesarios…

Desde el comienzo de la pandemia, tanto los científicos del CEBM de Oxford como otras instituciones y numerosos investigadores se han ido ocupando de vigilar la información científica disponible para divulgar la realidad sobre los datos (otro día podríamos hacer aquí un repaso). Sin embargo, las conclusiones científicas actuales sobre las medidas adoptadas no se están dando a conocer a los ciudadanos por parte de las autoridades gubernamentales.

En algunos casos, se han producido errores clamorosos de comunicación: Fernando Simón justificando el cambio en la recomendación sobre las mascarillas porque no había para todos, en lugar de explicar la nueva evidencia científica que entonces aconsejaba ese cambio (la transmisión asintomática y el hecho de que la mascarilla protege más a los otros). O divagando sobre las razones del exceso de mortalidad no incluido en las cifras de fallecidos, en lugar de explicar lo que sí se está discutiendo en otros países: que distinguir muertes por cóvid de muertes con cóvid no siempre es posible, y que la cóvid está arrastrando un exceso de mortalidad añadido por intervenciones médicas retrasadas o suspendidas, camas UCI no disponibles para otros enfermos, quiebra del apoyo social…

En otros casos, se toman medidas a tontas y a locas en lo que parece pura teatralidad política que revela una trágica ausencia de asesoría experta: la Comunidad de Madrid (y otras) derrochando el dinero en inútiles y caros termómetros sin contacto y desinfecciones compulsivas mientras se pide la amable colaboración de voluntarios para el rastreo de contagios, e imponiendo en los colegios un aluvión de medidas desnortadas y en muchos casos intrínsecamente contradictorias, exagerando la obligación de las mascarillas pero dejando de lado las medidas probadamente más eficaces, como las distancias (cuando no se dota del profesorado adicional para asegurarlas) y la purificación y renovación del aire.

Lo de la falta de asesoría no es una opinión, sino una desgraciada evidencia: esta semana Isabel Díaz Ayuso, la misma que hace meses afirmaba que la «D» de COVID era de «diciembre», decía que «todos pensaban» que la pandemia «iba a durar lo que iba a durar», cuando ningún científico experto y reputado ha dicho jamás tal cosa; solo Donald Trump lo pensaba.

En los días pasados he preguntado a un puñado de científicos expertos para un reportaje sobre la presente y futura estacionalidad del coronavirus. A grandes rasgos, todos coincidían en que deberemos prepararnos para un invierno muy complicado, y en que, a menos que exista una vacuna extremadamente efectiva (en términos médicos, eficacia y efectividad no son sinónimos; el segundo se refiere a su utilidad en el mundo real), deberemos esperar años venideros en los que probablemente la cóvid regresará invierno tras invierno, sin que aún parezca claro si las reinfecciones serán frecuentes o raras, o si serán comúnmente más o menos graves.

La semana pasada, un representante de la Organización Mundial de la Salud advertía de que todavía estamos solo «al comienzo» de la pandemia, «ni siquiera a la mitad». Tenemos mucho tiempo por delante para aprender a escuchar a los científicos expertos. Y para exigir a nuestros gobernantes que lo hagan, y que se limiten a contarnos lo que ellos dicen, no lo que «todos piensan». Y a actuar en consecuencia.