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El brote de hepatitis en niños, las mascarillas y la mal llamada «hipótesis de la higiene»

Quien siga la actualidad ya estará al tanto de un misterioso brote de hepatitis aguda grave que ha surgido en varios países y que afecta a niños pequeños previamente sanos. Los primeros casos se detectaron en Reino Unido, a los que después se han unido otros en Irlanda, España, Países Bajos, Dinamarca y EEUU. En España, hasta donde sé, se han descrito cinco casos, uno de los cuales ha necesitado un trasplante hepático.

Por el momento, el resumen es que aún no se ha determinado la causa. Se han descartado los virus de la hepatitis, de los cuales se conocen cinco en humanos, de la A a la E. Ciertos vínculos epidemiológicos entre algunos de los niños afectados sugieren un agente infeccioso, pero es pronto para descartar otras posibles causas, entre las cuales se incluyen una intoxicación, una reacción autoinmune o incluso una complicación rara de la COVID-19; algunos de los niños dieron un test positivo de SARS-CoV-2 antes de la hospitalización o en el momento de su ingreso. Ninguno de ellos estaba vacunado, lo que descarta un efecto secundario de las vacunas.

Razonablemente, las autoridades sanitarias han apuntado a un adenovirus como posible causante. Uno de estos virus se ha detectado en todos los casos de EEUU (un total de nueve niños en Alabama) y en la mitad de los registrados en Reino Unido. Los adenovirus, una familia que comprende más de 80 virus conocidos en humanos, circulan habitualmente rebotando entre nosotros y causan resfriados —que en casos graves pueden derivar hacia neumonía—, gastroenteritis, conjuntivitis y otros síntomas leves. Los niños suelen contagiarse con alguno de ellos en sus primeros años de vida. La relación entre adenovirus y hepatitis sí ha sido descrita previamente, pero es rara y limitada a pacientes inmunodeprimidos o que reciben quimioterapia contra el cáncer.

Imagen de Norma Mortenson / Pexels.

Conviene aclarar que hasta ahora ninguno de los casos de esta hepatitis ha sido letal. Todos los niños están evolucionando favorablemente, aunque algunos han requerido trasplante. También es necesario mencionar que se trata de un problema absolutamente excepcional, por lo que no es motivo para alarmarse ni para vigilar o interpretar síntomas en los niños con más preocupación o celo de lo habitual, que hoy en día ya suele ser mucho.

Pero entre las ideas formuladas en torno a este extraño brote, merece la pena destacar una que menciona en un reportaje de Science el virólogo clínico Will Irving, de la Universidad de Nottingham: «Estamos viendo un aumento en infecciones virales típicas de la infancia cuando los niños han salido del confinamiento, junto con un aumento de infecciones de adenovirus», dice Irving, aludiendo a la posibilidad de que el aislamiento de los niños durante la pandemia los haya hecho inmunológicamente más vulnerables al alejarlos de los virus más típicos con los que normalmente están en contacto.

Debe quedar claro que Irving no está afirmando que esta sea la causa del brote de hepatitis. Pero también aquí hemos conocido lo que parece ser un fenómeno general, un aumento de las infecciones en los niños cuando se han ido relajando las restricciones frente a la COVID-19. Y esto nos recuerda una hipótesis largamente propuesta y discutida en inmunología, la mal llamada hipótesis de la higiene. Que paso a explicar, junto con el motivo por el que conviene referirse a ella como «mal llamada».

En 1989 el epidemiólogo David Strachan, de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, publicó un breve estudio en la revista British Medical Journal (hoy simplemente BMJ) en el que observaba cómo, de una muestra de más de 17.000 niños británicos, la aparición de dermatitis o fiebre del heno (la típica alergia al polen) se relacionaba claramente con un factor ambiental concreto de entre los 16 considerados en el estudio, y de forma inversamente proporcional: el número de hermanos. Es decir, a mayor número de hermanos, menor probabilidad de dermatitis o fiebre del heno.

Strachan se aventuraba a lanzar una hipótesis: sus resultados, escribía, podían explicarse «si las enfermedades alérgicas se previnieran por infecciones en la infancia temprana, transmitidas por contactos no higiénicos con hermanos mayores, o adquiridos prenatalmente de una madre infectada por el contacto con sus hijos mayores». El epidemiólogo añadía que en el último siglo la disminución del tamaño de las familias, junto con la mayor limpieza personal y del hogar han reducido las infecciones cruzadas en las familias, y que esta podría ser la causa del aumento de las alergias.

Strachan nunca utilizó la expresión «hipótesis de la higiene», pero la idea caló con este nombre en los medios, entre el público más ilustrado en cuestiones de ciencia, e incluso en la propia comunidad científica. La idea básica está clara: el sistema inmune está continuamente en contacto con infinidad de estímulos externos e internos a los que tiene que responder adecuadamente, de modo que tolere los propios y los inofensivos pero reaccione contra los potencialmente peligrosos. Esta educación del sistema inmune se produce en los primeros años de vida, probablemente desde antes del nacimiento. Si se restringen esos estímulos externos, el sistema inmune no recibe el entrenamiento adecuado, y no aprende a responder bien. Así es como pueden aparecer las alergias (reacciones innecesarias contra estímulos inofensivos) o los trastornos autoinmunes (reacciones contra el propio cuerpo).

Lo cierto es que la mal llamada hipótesis de la higiene (ahora iremos a eso), para la que se han propuesto mecanismos inmunitarios concretos y biológicamente factibles, podría explicar lo que es un fenómeno sólidamente contrastado: a lo largo del siglo XX las alergias en los niños, incluyendo las alimentarias, se han disparado en los países occidentales desarrollados y en algunos emergentes, lo mismo que ciertos trastornos autoinmunes como la colitis ulcerosa o la diabetes de tipo 1. Sin embargo, esto no ha ocurrido en los países más pobres, incluso descontando el sesgo de más diagnósticos donde el sistema sanitario es mejor.

Pero ocurrió que la hipótesis caló de una forma equivocada: la alusión a la «higiene» dio pie a la interpretación de que las infecciones clínicas en los niños más pequeños los protegían de posteriores alergias y enfermedades autoinmunes. Lo cual no se corresponde con los datos. Incluso hoy se sigue achacando esta interpretación a Strachan, cuando lo cierto es que él nunca dijo tal cosa; cuando hablaba de «infecciones» no se refería a ninguna en concreto, y por lo tanto no hablaba de patógenos potencialmente peligrosos. Recuerdo que por aquellos tiempos (comienzos de los 90) yo estudiaba inmunología, y no tengo memoria de que los libros de texto dijeran que las enfermedades infecciosas en los niños los protegieran de trastornos inmunitarios.

Sin embargo, parece que de algún modo esta idea ha perdurado con el tiempo. Y por ello, desde comienzos de este siglo algunos inmunólogos han aconsejado cambiar el nombre de «hipótesis de la higiene» por los de hipótesis de la microflora, la microbiota, la depleción del microbioma o los «viejos amigos» (ahora explicaré esta última). Ninguna de estas se ha impuesto ni parece que lo vaya a hacer. Y no está tan mal conservar el nombre original si añadimos la coletilla para indicar que puede llevar a engaño.

En realidad, lo que dice la hipótesis actual es lo siguiente: el ser humano ha coevolucionado con un universo microbiano interno (nuestro microbioma, de ahí lo de los «viejos amigos») y externo que normalmente no nos causa problemas clínicos. Cada vez se reconoce más la importancia del microbioma en la salud y la enfermedad, y es muy posible que su papel incluya esa educación del sistema inmune en los primeros años de vida.

Diversos factores de las sociedades desarrolladas actuales han restringido el contacto de los niños con esos elementos; al intentar sobreprotegerlos contra las infecciones, limitamos ese aprendizaje de su sistema inmune ante los estímulos inofensivos. La obsesión por la limpieza y la esterilidad, junto con la propaganda de productos antisépticos innecesarios que hacen más daño que bien, mantienen a los niños en burbujas inmunitarias que no los benefician.

En un reportaje de 2017 en la revista PNAS Graham Rook, microbiólogo del University College London y uno de los proponentes de la idea de los «viejos amigos», aclaraba que los hábitos de higiene deben mantenerse, y que el lavado de manos es una costumbre beneficiosa; necesaria si, por ejemplo, uno ha estado manipulando un pollo crudo. Pero añadía: «Si tu niño ha estado jugando en el jardín y viene con las manos ligeramente sucias, yo, personalmente, le dejaría comer un bocadillo sin lavarse». Curiosamente, muchas personas harían justo lo contrario, ignorando que un pollo crudo es un cadáver, una posible fuente de bacterias peligrosas —por eso no comemos pollo crudo—, y en cambio un poco de mugre de tierra en las manos no entraña ningún riesgo en condiciones normales.

Comprendido todo lo anterior, se entiende lo que sigue, y cómo se aplica al reciente aumento de infecciones en los niños: durante dos años hemos vivido con mascarilla, impidiendo el intercambio habitual de microorganismos en la respiración. En muchos hogares y escuelas se ha hecho un uso excesivo, innecesario e incluso perjudicial de productos antisépticos. Los niños más pequeños, los nacidos desde el comienzo de la pandemia o poco antes, corren el riesgo de haber sufrido un déficit de entrenamiento de su sistema inmune durante estos dos años pasados.

Si todo esto puede tener algo que ver o no con los extraños casos de hepatitis, no se sabe. Quizá no se sepa. Tal vez se descubra finalmente la causa y sea otra muy diferente. Pero es una buena ocasión para recordar todo lo anterior y subrayar el mensaje que debería quedar de ello: volver a la normalidad es importante también para el sistema inmune.

Cuando algunos especialistas en medicina preventiva o salud pública (a los que ahora además se añaden los servicios de prevención de riesgos laborales*) opinan afirmando que deberían mantenerse ciertas medidas, se está ignorando la inmunología. Se está ignorando la necesidad de un contacto saludable con los antígenos normales e inofensivos de nuestro entorno. Aún es un capítulo en blanco si para los adultos esto podría llegar a ser perjudicial. Pero para quienes aún tienen puesta la «L» en la luneta trasera de su sistema inmune, es bastante probable que lo sea. Al menos en ciertos casos, no llevar mascarilla puede proteger más la salud que llevarla.

*Oído esta mañana en el programa de Carlos Alsina de Onda Cero. Alsina le cuenta a la ministra de Sanidad, Carolina Darias, que el servicio de prevención de riesgos laborales de A3Media ha impuesto a los empleados de esta empresa la obligación de seguir llevando mascarilla hasta «valorar la situación epidemiológica». Darias aclara que lo único que deben hacer estos servicios es evaluar el riesgo concreto en el puesto de trabajo y no valorar la situación epidemiológica, algo para lo cual, insinúa la ministra sin decirlo literalmente, no están cualificados. El colmo puede darse en las pequeñas empresas que no cuenten con un servicio de prevención de riesgos laborales y donde esta decisión se deje en manos de los departamentos de recursos humanos, muy respetables cuando se ocupan de lo que saben y siempre que, en lo que no sepan, se limiten a cumplir la legislación vigente.

Por qué las mascarillas son el fracaso de la respuesta contra la pandemia

Antes de la pandemia de COVID-19, los científicos llevaban años alertando de que la pregunta no era si volveríamos a sufrir una gran epidemia global como las de tiempos pasados, sino cuándo. Quienes nos dedicamos a contar la ciencia recogíamos y explicábamos aquellos avisos de los expertos. Y sí, aquellos artículos se leían con interés; algunos los leían con interés. Pero incluso en estos se notaba que no lo entendían como la certeza que se pretendía transmitir que era, sino como una amenaza abstracta, vaga y lejana. Como que el Sol se apagará algún día, o que un asteroide como el que liquidó a los grandes dinosaurios acabará haciendo una nueva carambola con nosotros. O como esas advertencias de las madres que nunca nos tomamos del todo en serio, «ponte un abrigo que vas a coger frío», «como sigas así vas a acabar…».

Es por esto que una de las cosas más sorprendentes durante el primer tsunami de la pandemia fue leer y escuchar todos aquellos «no puede estar pasando», «nunca nos lo habíamos imaginado», «esto parece una película»… (por no hablar ya de los que aún siguen pensando que esto no ha pasado). ¿Dónde estaba metida esta gente cuando los científicos alertaban de lo que iba a caernos encima? Es cierto que, antes de esta pandemia, ningún medio de comunicación abría jamás su portada o su informativo con estas noticias. Al fin y al cabo los medios son un reflejo de la sociedad, y por ello siempre se han ocupado más de las cosas que realmente importan a la sociedad, como si tal político le da la mano o un abrazo a tal otro con el que está peleado. La posibilidad de que una pandemia borrara de la faz de la Tierra a buena parte de una generación de abuelos y a muchas otras personas no podía competir con lo que dice un político con veinte micrófonos delante.

Sobre todo cuando estos mismos políticos también vivían osadamente ignorantes de ese riesgo. Osadamente porque, como conté aquí en pleno confinamiento de marzo de 2020, desde hace años la Organización Mundial de la Salud (OMS) mantiene una herramienta de autoevaluación denominada SPAR (IHR State Party Self-Assessment Annual Report) para que los países valoren sus propias capacidades en materia de las Regulaciones Internacionales de Salud (International Health Regulations, IHR), lo que incluye la preparación y respuesta contra epidemias.

Y, según esta herramienta, en 2018 España se consideraba por encima de la media global en 12 de las 13 capacidades. En todas ellas nos poníamos a nosotros mismos una nota de entre 8 y 10: «mecanismos de financiación y fondos para la respuesta a tiempo a emergencias de salud pública», un 8; «función de alerta temprana: vigilancia basada en indicadores y datos», otro 8; «recursos humanos», pues también un 8; «planificación de preparación para emergencias y mecanismos de respuesta», un 10, ahí; «capacidad de prevención y control de infecciones», otro 10. Por qué no, si uno se pone su propia nota.

La única capacidad en la que España bajaba del notable y se equiparaba a la media global era en «comunicación de riesgos», un 6. Aunque si un 6 se entiende como un «bien» en este caso también nos estábamos sobrevalorando, es evidente que en las otras capacidades mencionadas nuestra percepción de nosotros mismos distaba de la realidad en una magnitud poco menos que galáctica, como han demostrado los hechos: España ha sido uno de los países más duramente castigados por la COVID-19, con la cuarta mayor mortalidad general del mundo (en tasa de muertes por infecciones, IFR) y también la cuarta mayor mortalidad del mundo descontando la influencia de la pirámide poblacional, según un gran análisis publicado en febrero en The Lancet.

Pero cuidado: quienes tanto han aprovechado estos datos para culpar a un gobierno concreto o a un color político concreto, ¿dónde se manifestaban antes de la pandemia alertando de que, en caso de un desastre semejante, este país estaba abocado a un naufragio sanitario apocalíptico? ¿Cuándo presentaron quejas, iniciativas o propuestas para mejorar nuestra preparación contra epidemias y corregir ese inmenso desfase entre nuestra percepción de la realidad y la realidad? La preparación contra una pandemia no se improvisa. La catástrofe que hemos sufrido no es solo achacable a un gobierno concreto, estatal ni autonómico, sino a todos los que anteriormente han pasado por la poltrona sin preocuparse lo más mínimo por esa barbaridad que decían los científicos, siempre tan alarmistas. Han sido años y años de ignorancia e inacción. Que hemos pagado con creces.

Y por cierto, quien sí alertó de todo ello hasta la afonía antes de la pandemia fue la OMS. Ese organismo al que tanto desdeñan ahora esos mismos que nunca quisieron escuchar lo que decía cuando alertaba sobre lo que nos iba a caer encima, sin que a nadie pareciese importarle.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero, en fin, el pasado no puede cambiarse. No existe el condensador de fluzo, ni el DeLorean, ni Marty McFly. Lo que sí podemos es trabajar en el presente para cambiar el futuro. Porque ahora ya sabemos que la amenaza era real. Hace dos años no podíamos improvisar. Pero entonces podíamos haber empezado a trabajar de cara al futuro.

Y ¿se ha hecho?

A principios de marzo, un grupo de científicos de la London School of Hygiene & Tropical Medicine dirigido por el epidemiólogo Adam Kucharski, una de las voces más autorizadas durante la pandemia, publicaba en The Lancet un comentario bajo el título «Las medidas respecto a los viajes en la era de las variantes del SARS-CoV-2 necesitan objetivos claros». Lo que decían Kucharski y sus cofirmantes era que los gobiernos han estado tomando y destomando medidas con respecto a los viajes, como pasaportes de vacunación, prohibiciones de vuelos, controles en los aeropuertos incluyendo test, aislamientos y cuarentenas, todo ello con «justificaciones débiles», «sin declarar objetivos claros ni las evidencias que las respaldan».

A lo largo de la pandemia han sido innumerables los estudios retrospectivos o de modelización que han mostrado que las restricciones de viajes no han impedido la propagación ni la introducción del virus en unas u otras regiones. Lo que sí han hecho ha sido retrasar lo inevitable. Por ello, Kucharski y sus colaboradores no dicen que estas medidas no sirvan para nada; lo que dicen es que estas medidas deberían entenderse como una solución temporal que «podría proporcionar tiempo a los gobiernos para desarrollar estrategias a largo plazo, como reforzar la vigilancia, el rastreo de contactos, las medidas de salud pública y las campañas de vacunación». Una vez que una variante ha entrado en el país, dicen, «las restricciones de viajes continuadas tendrá un impacto extremadamente limitado en la epidemia local».

Así, lo que los investigadores defienden (y coinciden con lo defendido por muchos otros a lo largo de la pandemia) es que una reacción de urgencia puede incluir restricciones de viajes, pero solo como medidas temporales, como un modo de comprar tiempo mientras se organizan las medidas necesarias de control local. Preparación para el futuro.

Bien sabemos que en este país algunos gobiernos han utilizado los aeropuertos como arma arrojadiza para culpar a otros gobiernos de la situación de la pandemia. Pero esos gobiernos acusadores, ¿han tomado medidas mientras tanto en su región de competencia? Puedo hacer un cherry-picking de datos contando que, cuando llamé al número de teléfono correspondiente para informar de un caso de COVID-19 en mi familia, jamás nadie me llamó de vuelta para hacer un rastreo de contactos. Pero sin cherry-picking, creo que decir que el rastreo de contactos en toda España en general ha sido entre simbólico e inexistente no es alejarse mucho de la realidad.

En resumen, el mensaje es este: existen ciertas medidas que pueden ser desgraciadamente inevitables en un momento determinado, pero que deben entenderse como temporales mientras se trabaja en la puesta a punto de las soluciones definitivas.

Pasemos ahora a otro ejemplo de lo mismo, muy de actualidad, y creo que a estas alturas es fácil adivinar lo que sigue. Después de las lógicas dudas e incertidumbres iniciales sobre el modo de transmisión de la COVID-19, hace ya al menos año y medio que comenzó a perfilarse la transmisión por aerosoles como la vía principal de contagio; rebuscando en el archivo de este blog, creo que fue en septiembre de 2020 cuando escribí aquí que las nuevas ideas clave que se habían instalado ya entre la comunidad científica para controlar la pandemia eran ventilación y filtración.

El peligro está en el aire. Y por lo tanto donde debe actuarse, donde debería haberse comenzado a actuar hace al menos año y medio, es en el aire. No en la cara de la gente.

Al comienzo de la pandemia tampoco estaba claro si las mascarillas eran un modo eficaz de protección, ya que había poca literatura científica al respecto, algo inconsistente, siempre referida a otros virus y normalmente solo a las mascarillas quirúrgicas, ya que las FFP2/N95 apenas se utilizaban en la práctica clínica normal. La urgencia de esta crisis incitó docenas y docenas de nuevos estudios, de los cuales puede concluirse que sí, las mascarillas funcionan, pero no son un salvoconducto contra la infección. En los entornos experimentales y controlados pueden alcanzarse grados de protección muy altos, pero los estudios en el mundo real generalmente muestran que la reducción de riesgo, aunque existe, es relativamente modesta.

Al comienzo de la pandemia aceptamos infinidad de medidas y restricciones porque entonces eran un mal menor, un mal necesario para compensar esa falta de preparación previa. Pero lo hicimos bajo la (ingenua, como se ha visto) creencia de que nos sometíamos a estos males necesarios como medidas de transición mientras se ponían en marcha las soluciones definitivas. En un primer momento no se podía hacer otra cosa. Pero ante el claro consenso científico sobre la transmisión del virus por el aire, esto debería haber llevado a una transformación radical y urgente de los sistemas de calidad del aire en los espacios públicos cerrados: periodo de consultas con todos los expertos y partes, redacción de nuevas leyes, implantación de las nuevas normativas con los periodos de adaptación necesarios, incluso ayudas económicas para hacer frente a los gastos necesarios.

Dos años después del comienzo de una pandemia que ha matado a más de seis millones de personas en todo el mundo según datos oficiales, que podrían ascender a más de 18 millones reales según un reciente estudio en The Lancet, teniendo durante gran parte de este periodo la certeza y la constancia de que el virus se transmite a través del aire, ¿qué ha sido lo que se ha hecho en estos dos años para atajar esa vía mayoritaria de contagio y, de paso, prevenir futuras pandemias similares?

Mascarilla obligatoria. Y que no nos juntemos.

Por si a alguien le sirve de consuelo (es solo un decir), España no es el único país en esta situación. De hecho, puede decirse que al respecto de nuevas legislaciones estrictas sobre calidad del aire en interiores no se ha hecho fundamentalmente nada en ningún otro lugar. Con respecto a EEUU, la situación —la misma que aquí— la resume muy bien este tuit del especialista en infecciosas de Stanford Abraar Karan:

«La dependencia en mascarillas mejores es porque el aire en nuestros espacios cerrados compartidos no es lo suficientemente seguro. El problema para arreglarlo es que la responsabilidad recae sobre el gobierno y los negocios que tienen que pagar para ello. Así que, en vez de eso, dejan que nos peleemos entre nosotros sobre las mascarillas», dice.

Pero sucede que en EEUU al menos ya hay un tímido avance al respecto. El pasado martes, según contaba el Washington Post, la Oficina de Ciencia y Tecnología de la Casa Blanca organizó un evento virtual bajo el lema «Let’s Clear the Air on COVID», «limpiemos el aire de cóvid». La directora de esta oficina, Alondra Nelson, escribía después: «Aunque existen varias estrategias para evitar respirar ese aire —desde el teletrabajo a las mascarillas—, podemos y deberíamos hablar más de cómo hacer el aire en interiores más seguro, filtrándolo o limpiándolo».

En el artículo, firmado por Dan Diamond, los científicos aplauden este movimiento, aunque lamentan la enorme tardanza con la que llega. Como dice David Michaels, de la Universidad George Washington, el aire limpio debe ser una prioridad como lo es el agua limpia.

Y mientras, ¿qué ocurre al sur de los Pirineos?

Lo que ocurre es que, día sí, día no, oímos o leemos a algún especialista en salud pública o medicina preventiva (afortunadamente, otros no piensan así) decir que las mascarillas deberían quedarse al menos en algunos ámbitos, porque no solo la cóvid, sino la gripe, el Virus Respiratorio Sincitial… Que nos acostumbremos a ellas. Que ya son parte de nuestras vidas. Que para siempre.

Las mascarillas son un mal. Las hemos aceptado como un mal necesario por el bien común, durante dos años enteros ya. Millones de niños pequeños ya no recuerdan cómo era vivir sin mascarilla, cómo era ver las caras de sus compañeros y profesores en clase. Más allá del debate político e ideológico, la verdadera discusión no debería ser si se retiran o no se retiran las mascarillas en interiores en función del nivel de riesgo actual o por lo que se esté haciendo en otros países; la verdadera discusión debería ser por qué en un año y medio no se ha avanzado ni un solo paso hacia la solución definitiva para que las mascarillas ya no sean necesarias. Para asegurar que respiremos aire limpio en todos los recintos interiores y no tengamos que vivir con la cara cubierta. Soluciones del siglo XXI, no de tiempos de la Peste.

Mascarillas en la calle: inútil, aberrante, contradictorio (2)

Ayer vimos aquí lo que dice la ciencia sobre el riesgo de contagio en exteriores. Hay un segundo capítulo: ¿sirven las mascarillas para reducir este riesgo ya de por sí muy escaso? Debemos recordar que, pese a que muchos atribuyen a las mascarillas una cualidad mágica de protección total, en realidad no es así. Las mascarillas reducen el riesgo, no lo eliminan.

En el mayor ensayo clínico hasta ahora, que ya comenté aquí, se observó que las mascarillas reducían el riesgo al menos en un 10%; probablemente la reducción sea algo mayor, incluso bastante mayor en algunas circunstancias. Pero nunca se debe caer en el error de pensar que la mascarilla es una garantía contra el contagio, dado que en todos los estudios la protección obtenida siempre es parcial. En interiores, la distancia continúa siendo una medida necesaria aunque se utilice mascarilla (suponiendo una ventilación adecuada, ya que en caso contrario no hay distancia segura, ni siquiera con mascarilla).

Un preprint reciente de la Universidad de California, basado en casos reales con controles, estima que en situaciones de alto riesgo la mascarilla puede reducir el peligro de contagio hasta en un 48%, que aumenta en las personas vacunadas a un 68% (una dosis) o a un 77% (pauta completa), y que el efecto protector se nota sobre todo en exposiciones al virus en interiores y de más de tres horas (una vez más, no en la situación de cruzarse casualmente con otras personas en la calle).

Sin embargo, en Nature otros investigadores han criticado que el diseño del estudio podría sobreestimar la protección de las mascarillas. Pero aunque el estudio no está dedicado a analizar el efecto de la mascarilla específicamente en exteriores, de sus datos los investigadores concluyen: «No se observan efectos estadísticamente significativos del uso de mascarillas entre los participantes que solo estuvieron expuestos al virus al aire libre«. La explicación es que, si el riesgo en exteriores es muy bajo y las mascarillas protegen solo parcialmente, es probable que la protección adicional que puedan ofrecer respecto al descenso de riesgo por el ambiente exterior sea estadísticamente insignificante.

Una calle del centro de Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle del centro de Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Tanto este estudio como muchos otros han considerado situaciones en interiores y exteriores. Hasta donde sé, no hay grandes estudios fiables que hayan analizado específicamente el efecto de la mascarilla para reducir el riesgo de contagio solo en exteriores. Por lo tanto este es un terreno sobre el que solo se puede decir que aún no hay evidencia científica sólida, ni a favor ni en contra, más allá de que podamos especular con que el efecto protector observado en interiores, o en estudios que no distinguen entre interiores y exteriores, podría aplicarse al caso exclusivo de exteriores.

Existen casos anecdóticos en los que no se ha encontrado protección por la mascarilla en exteriores. Por ejemplo, en un campamento de verano en Georgia (EEUU) en el que se produjo un gran brote, y en el que se combinaban ambientes exteriores e interiores (los participantes dormían en cabañas), no se observaron diferencias de contagios entre quienes usaban mascarilla y quienes no. Es, repito, una observación anecdótica que no puede tomarse como dato científico. Pero está en consonancia con el estudio de California, apuntando a la posibilidad de que, cuando el riesgo es bajo, tal vez la mascarilla no aporte una significativa protección extra.

En definitiva, no existen pruebas suficientes, directas y concretas de la protección de las mascarillas en exteriores, pero incluso si extrapolamos los resultados generales sobre el uso de mascarillas, como mucho podrían ofrecer una pequeña reducción de un número de contagios ya de por sí muy pequeño. A propósito de la mascarilla, los autores del estudio francés que cité ayer escriben:»Con respecto a la cuestión de cuándo llevarla, la respuesta no es obvia, aunque está claro que llevarla día y noche en toda circunstancia no es realista«. Y añaden: «Incluso en zonas atestadas, el riesgo al aire libre es mucho menor que en interiores. Desde este punto de vista, debe notarse que ciertas decisiones tomadas por las autoridades públicas pueden aparecer como absurdas para la gente. Esta opinión basada en el sentido común queda confirmada por el presente estudio«.

Con todos estos elementos, el juicio sobre si tiene algún sentido la medida tomada por el gobierno de imponer de nuevo la obligación del uso de mascarillas en la calle ya puede quedar a criterio de cada cual. En el título está el mío.

Cuando la ministra de Sanidad Carolina Darias habla de que tienen estudios según los cuales esta es una medida avalada por la ciencia, debería explicar a qué ciencia se refiere. Porque quizá en cuestiones de seguridad, defensa, política u otras materias uno pueda tener estudios secretos y confidenciales que no tienen los demás. La ciencia no funciona así; es imperfecta, tiene sus muchos defectos, se equivoca, rectifica. Pero si tiene algo bueno es que solo es ciencia aquello que ha sido revisado por otros científicos y está disponible para la comunidad científica en general. La ministra Darias no tiene ciencia que nadie más tiene. Y la ciencia que tenemos todos no avala lo que ella dice que avala.

Pero, además, si la medida decretada por sí sola puede decirse que es completamente inútil, y se convierte en una aberración en el contexto del resto de no-medidas, cuando una persona está obligada a llevar mascarilla por la calle pero puede quitársela al entrar en casi cualquier recinto interior, por último están las excepciones, el disparate final. Si no lo he entendido mal, puede prescindirse de la mascarilla en «entornos naturales» cuando hay distancia, o corriendo por la calle.

Respecto a lo primero, es evidente que en el campo no hay riesgo. Pero pensar que los llamados «entornos naturales» entrañan un menor peligro de contagio que los entornos construidos, por el mero hecho de ser «naturales» (ya que no se contempla la misma regla en los construidos), es algo que raya en la pseudociencia. En una playa, una de las excepciones contempladas, donde la gente está reunida en grupos durante horas, estática y próxima a otros grupos, el riesgo es mayor que caminando por una calle transitada, como ya he repetido a la luz de todos los estudios.

Y, segundo, ¿corriendo por la calle? Entre los pocos casos demostrados de contagios en exteriores están precisamente los de deportistas que corren juntos. Al correr se respira con mayor fuerza que en reposo, y este es un factor de riesgo del contagio en exteriores. Precisamente son los corredores quienes deberían llevar mascarilla con mayor motivo que quienes simplemente están paseando, y más aún en carreras multitudinarias. Es de suponer que el gobierno ha decidido contemplar esta excepción porque debe de ser molesto correr con mascarilla. Pero ¿es que acaso han tenido en cuenta la comodidad de 48 millones de personas que llevan ya dos años sujetas a privaciones y restricciones, muchas veces arbitrarias o inútiles?

Una reflexión final. Frente a todo lo contado aquí ayer y hoy, habrá quien pueda oponer una objeción, y es que todos los estudios citados se refieren a variantes anteriores a la Ómicron. Esta última, se dice, es más contagiosa, y por lo tanto las precauciones deben ser mayores.

Pero dado que aún nadie tiene este tipo de estudios sobre Ómicron, tampoco los tiene Darias. Debe entenderse que la ciencia aún tendrá que desentrañar cómo Ómicron es más contagiosa: ¿hay mayor liberación de partículas en el mismo tiempo? ¿Durante más tiempo? ¿Son las partículas más infectivas? ¿La dosis infectiva es menor? Sin que la ciencia dilucide todo esto, lo cual quizá aún tarde meses, uno podrá tomar las decisiones que le parezca, pero no puede decir que están avaladas por la ciencia.

Incluso si finalmente la conclusión fuese que las mascarillas en la calle pueden prevenir alguna pequeña cuota de contagios por Ómicron que no se habrían producido con las variantes anteriores, esto no cambia el hecho de que el balance del beneficio conseguido frente a los perjuicios ocasionados por la obligatoriedad general de las mascarillas en la calle continuará siendo enormemente desfavorable, ni el hecho de que la medida seguirá siendo absurdamente contradictoria con la situación en recintos interiores.

Ni Ómicron es Omega (no es la última variante que vamos a ver), ni sabemos cuándo va a terminar la pandemia. Con dos años de experiencia y aprendizaje, con una población ya cansada, con niños que empiezan a tener uso de razón y que no recuerdan cómo era la vida antes de la pandemia, ya es hora de que los gobernantes dejen de tratar a sus gobernados como estúpidos, incluso si algunos lo son. Una campaña informativa que explicara en qué situaciones y por qué es recomendable usar la mascarilla en exteriores, incluso un sistema de alertas que avisara de cuándo ciertas condiciones atmosféricas generales o locales pueden aumentar el riesgo de contagio al aire libre, estaría al menos algo más cerca de la ciencia real que esos papeles que Darias mueve nerviosamente sobre la mesa sin razón aparente cuando le preguntan por la ciencia que respalda su medida.

Fin del debate: las mascarillas reducen los contagios de COVID-19

Uno de los asuntos que lleva coleando desde el comienzo de la pandemia de COVID-19 es el debate científico sobre la utilidad de las mascarillas. No confundir con el debate público: el primero consiste en investigar para luego discutir sobre la interpretación de los resultados científicos cuando estos aún son incompletos, no concluyentes o contradictorios, mientras que el segundo se basa en opiniones, ideologías o creencias. Ejemplo de esto último es la politización de las mascarillas en distintos países, a veces con resultados paradójicos: mientras que en EEUU el sector más conservador ha rechazado el uso de la mascarilla siguiendo la línea marcada por Donald Trump, en cambio en España una parte de esta tendencia política fue la primera en adherirse al uso de mascarilla porque inicialmente el gobierno de izquierdas cuestionaba su utilidad.

Pero por suerte y por desgracia, la ciencia no es un sistema de creencias, sino de evidencias; por desgracia, porque llegar a disponer de esas evidencias a veces es un camino largo y complicado, lo que puede dejar en el aire una duda persistente; por suerte, porque una vez que existen esas evidencias –como las que confirman la eficacia de las vacunas– ya no hay nada que creer o no creer. Es simplemente aceptar la realidad o negarla. Por supuesto, cada uno es libre de negar la realidad si le apetece, siempre que respete la legalidad vigente.

En el caso de las mascarillas, un tema que he tratado aquí en torno a una docena de veces durante esta pandemia, había mucho que discutir: antes de la cóvid eran pocas las investigaciones en las que podían basarse las recomendaciones, y no eran unánimes. Una vez ya en pandemia, han proliferado a docenas los estudios sobre la eficacia de las mascarillas, desde los de laboratorio –pruebas en condiciones experimentales controladas– hasta los observacionales –analizar los datos en el mundo real–, pasando por los de modelización matemática. Y a lo largo de este año y medio largo, sin que los resultados sean siempre coincidentes, la balanza se ha ido inclinando favorablemente hacia la conclusión de que sí, las mascarillas reducen los contagios del virus de la cóvid.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Una calle de Madrid en octubre de 2020. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Pero aún faltaba un escalón por superar: el de los ensayos clínicos aleatorizados. Este es el estándar de la medicina basada en evidencias, la regla de oro. Gracias a los ensayos clínicos aleatorizados sabemos que los medicamentos que funcionan funcionan, y que las pseudomedicinas que no funcionan no funcionan.

En el caso de las mascarillas, este era un hito difícil de alcanzar. Por ejemplo, con una píldora es fácil distribuir medicamentos y placebos de modo que ni los pacientes ni los médicos sepan quién está recibiendo qué (esto es lo que se llama doble ciego, un requisito habitual en los ensayos aleatorizados); en cambio, tanto pacientes como médicos saben quién lleva mascarilla y quién no, y el médico tampoco puede seguir a cada paciente las 24 horas del día para asegurarse de que la lleva y lo hace de la forma correcta. Además, en el caso de la mascarilla, añadida a otras posibles medidas de protección y prevención, hay demasiados factores de confusión, demasiadas variables difíciles de controlar que pueden enturbiar las conclusiones.

Algunos de estos problemas fueron los que aquejaron a un ensayo clínico aleatorizado dirigido por el Hospital de la Universidad de Copenhague (Dinamarca) y cuyos resultados se publicaron en marzo de este año en Annals of Internal Medicine. Los autores seleccionaron a unos 6.000 participantes. A la mitad de ellos se les entregó una caja con 50 mascarillas, se les enseñó su uso correcto y se les recomendó utilizarlas fuera del hogar. Esto no se hizo con la mitad restante; en el momento del ensayo, en Dinamarca no era obligatorio el uso de mascarilla y ni siquiera estaba recomendado por las autoridades.

Los resultados fueron modestos: hubo 42 contagios entre el grupo de mascarillas y 53 en el grupo de control. Pasados los datos por la trituradora de resultados, los autores llegaban a la conclusión de que la diferencia no era estadísticamente significativa. Lo cual no invalidaba el uso de las mascarillas; simplemente, el estudio era inconcluyente, ya que las variables de confusión y los datos incompletos o inciertos invalidaban una conclusión sólida.

Recientemente se han conocido los resultados de un nuevo ensayo clínico aleatorizado dirigido por la Universidad de Yale e Innovations for Poverty Action. Vaya por delante que aún no se ha publicado, sino que todavía está disponible solo en forma de preprint; pero hay noticias de que está bajo revisión en Science, donde sería muy raro que no acabara publicándose. De hecho, este era un estudio muy esperado, ya que el proyecto se divulgó desde el comienzo y se trataba de un ensayo sólido, muy bien diseñado, por lo que había grandes expectativas respecto a sus resultados.

La potencia del estudio reside, en primer lugar, en la cifra de participantes: más de 160.000 personas en cada uno de los grupos, mascarillas o controles. En segundo lugar, en que la aleatorización se hizo por comunidades, no por individuos; se eligieron 600 aldeas de Bangladés, de modo que la condición de mascarilla o no mascarilla se establecía por aldea. Esto evitaba el problema del estudio danés de introducir demasiadas variables incontroladas en el entorno individual de cada participante; aunque los autores reconocen que puede existir cierta movilidad entre las aldeas, en general los residentes hacen la mayor parte de su vida en su propia comunidad.

En tercer lugar, el control del ensayo: aparte del reparto frecuente y general de mascarillas y de las instrucciones sobre cómo y por qué usarlas, se promocionó su uso correcto por parte de los líderes locales y se vigiló su utilización sobre el terreno por personal de incógnito, de modo que se recogieron datos a nivel comunitario durante todo el ensayo.

Evidentemente, tampoco en este estudio había posibilidad de hacer dobles ciegos. Pero una ventaja fundamental del diseño del ensayo es que casi cualquier variable de confusión, o al menos las principales, lo que iban a hacer era reducir aparentemente la ventaja del uso de las mascarillas. Es decir; por ejemplo, si los participantes se desplazaban de una aldea a otra, o si no utilizaban la mascarilla o no lo hacían correctamente, esto rebajaría la aparente ventaja del uso de la mascarilla respecto a una situación ideal. Así, los investigadores podían estar seguros de que la eficacia real de las mascarillas siempre sería mayor, nunca menor, que lo reflejado en el dato final obtenido.

Y aquí, por fin, el resultado: el uso de las mascarillas redujo los contagios (medidos como seroprevalencia sintomática de la enfermedad) en un 10%. En los grupos de mayor edad, los casos de cóvid cayeron un 35% en los mayores de 60 años y un 23% en los de 50-60 años.

Ahora, la explicación. A ojos de un lector no experto, un 10% general puede parecer escaso. Y sin embargo, hay buenas razones para que el estudio haya causado gran resonancia entre la comunidad científica y haya sido recibido como la prueba (casi) definitiva de la eficacia de las mascarillas.

En primer lugar, el dato es estadísticamente significativo. Es decir, que es real. Pasado por la batidora de resultados y con todas las variables de confusión posibles, existe una prueba de que las mascarillas reducen los contagios. No olvidemos algo que nunca ha llegado a calar en la calle, a pesar de que los expertos lo han repetido mil veces (y aquí se ha mencionado al menos una docena): la mascarilla nunca es una garantía de protección, sino solo una ayuda. De hecho, es más útil como control de la fuente (en las personas infectadas) que como protección de los no infectados. Cuando alguien dice que no lleva mascarilla porque no tiene miedo de contagiarse, ignora que son los demás quienes deben tener miedo de él. Usar mascarilla no es tanto una medida de protección personal como un acto de responsabilidad hacia otros.

En segundo lugar, recordemos: el 10% es el mínimo. Los autores insisten en que sus resultados no significan que la mascarilla solo reduzca los contagios en un 10%, sino que la reducción real es mayor o probablemente mucho mayor del 10%, ya que –lo dicho arriba– el diseño del estudio y el posible efecto de las variables de confusión así lo aseguran. Según los datos recogidos por los controladores, el uso de las mascarillas en las aldeas testadas aumentó de un 13% a un 42%, no de un 0% a un 100%. «El impacto total con un uso universal de mascarillas que podría conseguirse con estrategias alternativas o un control más estricto podría ser varias veces mayor que nuestra estimación del 10 por ciento«, escriben los autores en su estudio.

Para terminar, hay un último dato interesante que se desprende del estudio, aunque debe tomarse con cierta precaución. De las 300 aldeas donde se testó la condición del uso de mascarilla, en 200 de ellas se distribuyeron las quirúrgicas, y de tela en las 100 restantes. Los resultados muestran que las de tela redujeron los casos en menor medida, un 5%, de modo que en realidad la reducción obtenida por las quirúrgicas es mayor del 10%. Pero en un artículo en The Conversation, la coautora del estudio Laura Kwong, de la Universidad de Berkeley, interpreta este resultado con precaución: «Debido al pequeño número de aldeas en las que promocionamos las mascarillas de tela, no pudimos distinguir si estas o las quirúrgicas fueron mejores en la reducción de la COVID-19«. La autora añade que una mascarilla de tela es mejor que nada, pero que probablemente es preferible ir a lo seguro con las quirúrgicas o las de alta filtración.

La retirada de las mascarillas al aire libre y la «quinta ola»

Con la reciente entrada en vigor de la opción de no llevar mascarilla en espacios abiertos donde no haya aglomeraciones y puedan mantenerse las distancias, se ha instalado una absurda contradicción. Uno pasea por la calle y comprueba que la inmensa mayoría de la gente sigue caminando con la mascarilla puesta. Pero a continuación uno pasa junto a una hilera de terrazas y descubre que absolutamente nadie la lleva, tampoco quienes en ese momento no están consumiendo. Es decir, precisamente allí donde hay varias personas congregadas en poco espacio en torno a una mesa, hablando en voz alta y riendo, respirando unos el aire expulsado por los otros durante un largo rato, nadie lleva mascarilla, y en cambio se la ponen para caminar donde hay movimiento, la gente no se agolpa y el aire libre circula y se diluye. «No sé dónde he podido contagiarme», escuchamos a menudo.

Personalmente, no he pisado el interior de un bar o restaurante desde que comenzó la pandemia, salvo para ir al baño, lo que no se me ocurriría hacer sin mascarilla. Pero no tiene sentido permanecer durante una o dos horas en el interior de un local, consumiendo sin mascarilla, y ponérsela para ir al baño un par de minutos. El tiempo de exposición es una variable importante en el riesgo de contagio, pero para una persona en el interior de un local mal ventilado pesa mucho más el tiempo que está sentada a la mesa que el que tarda en ir al baño. Recordemos que en locales cerrados y mal ventilados no hay una distancia segura; con la transmisión por aerosoles, el concepto de distancia de seguridad solo es aplicable con una adecuada ventilación.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Imagen de Efe / 20Minutos.es.

La percepción del riesgo es subjetiva. Todos aceptamos nuestro nivel de riesgo en todos los ámbitos de la vida, y lo que para unos es asumible para otros puede ser una locura. Lo que no podemos hacer es obligar a los demás a que asuman nuestro riesgo, y de ahí las medidas de salud pública: no podemos fumar en interiores porque no es un riesgo personal, sino colectivo.

Sobre la percepción subjetiva del riesgo de la COVID-19, los sociólogos Wanyun Shao y Feng Hao, de las universidades de Alabama y del Sur de Florida, acaban de publicar un artículo en The Conversation en el que resumen las interesantes conclusiones de varios estudios que han publicado a lo largo del año y medio de pandemia. En EEUU, los votantes republicanos más afectos al expresidente Donald Trump tienen una menor percepción del riesgo de COVID-19 y son los más contrarios a las medidas de mitigación, incluyendo las mascarillas, lo contrario que los demócratas más partidarios del actual presidente Joe Biden. Estos resultados no son sorprendentes, y también en nuestro país hemos observado cómo los ciudadanos políticamente más polarizados han apoyado las medidas defendidas por los suyos.

Pero, además, los dos investigadores añaden otras conclusiones interesantes: las personas con mayor sentido de comunidad y más confianza en otros tienden a apoyar las medidas de mitigación, al contrario que los más indivualistas. Los que podríamos calificar como más negacionistas no suelen cambiar de opinión al contraer la enfermedad, pero en cambio esto sí influye sobre aquellas personas de su círculo –no el más estrecho, dicen los autores, sino más bien el de compañeros de trabajo y conocidos– que antes podían tener dudas. Las encuestas de los dos investigadores revelan además que los habitantes de zonas donde la actividad económica se ha recuperado hacia la casi normalidad tienden más a minimizar los riesgos de la pandemia, algo que también hemos observado aquí, por ejemplo en la Comunidad de Madrid. El resumen de todo esto es el ya dicho, y que subrayan los autores de estos estudios: la percepción del riesgo es subjetiva, influida por múltiples factores.

Con las mascarillas, un argumento de quienes defienden la vuelta a la obligatoriedad en toda circunstancia es ese riesgo colectivo que nace de la opción individual de no llevarla. Es un argumento razonable, y la decisión podría ser discutible, al menos si por coherencia se aplicara el mismo razonamiento a las vacunas. Pero no se hace: se considera que existe un libre derecho a no vacunarse, cuando esta decisión impone también un riesgo colectivo que algunos no queremos asumir. El presunto derecho de una persona a no vacunarse entra en conflicto con mi derecho a evitar el riesgo del contacto con personas no vacunadas, con las que puedo encontrarme en cualquier lugar sin saberlo. Y aunque en todo el mundo aún existen serias reticencias a regular la obligatoriedad general de la vacunación, en ciertos lugares –como comentaremos otro día– ya están comenzando a imponerse requerimientos particulares de vacunación que, esperemos, pronto se extiendan a otros países y regiones.

Pero si la percepción del riesgo es subjetiva, el propio riesgo no lo es. A lo largo de la pandemia se han publicado probablemente cientos de estudios que han calculado el riesgo de contagio en innumerables situaciones y circunstancias. De la agregación de muchos de estos estudios nació la recomendación de imponer el uso de la mascarilla, ya que la conclusión general de dichos estudios es que, si bien la mascarilla no elimina el riesgo de contagio, generalmente puede reducirlo en cierta medida si se utiliza de forma adecuada y allí donde se debe.

Este consenso en torno al hecho de que es mejor llevar mascarilla que no llevarla surgió de una combinación de estudios experimentales (en laboratorio), observacionales (correlacionando datos poblacionales del mundo real) y algunos clínicos (ensayos controlados). Conviene siempre recordar que los resultados no han sido unánimes; hay gran variabilidad entre los estudios, y también los hay que no han encontrado ningún beneficio en el uso de la mascarilla. Pero tomados en su conjunto, la dirección a la que apuntan es que la mascarilla aminora el riesgo de contagio.

Pero la gran mayoría de los estudios, o se han hecho en condiciones controladas y por lo tanto en interiores, o no tienen la suficiente calidad de prueba como para extraer resultados fiables específicos sobre el uso de la mascarilla exclusivamente en exteriores. O dicho de otro modo,  aún no hay ciencia sólida y contundente que apoye el uso o el no uso de la mascarilla al aire libre. Hace muchos meses oímos que había ciertos ensayos clínicos en marcha, pero parecen retrasarse más de lo previsto.

Sí es cierto, como vengo contando desde el comienzo de la pandemia, que ciertos estudios han comparado el riesgo de contagio en interiores y exteriores, y han llegado a la conclusión común de que el segundo es mucho menor que el primero. Pero en estos estudios no se ha incluido el factor de la mascarilla, y por lo tanto no se sabe en qué medida aporta una protección valiosa en comparación, por ejemplo, con su uso en interiores, o con la enorme reducción de riesgo que conlleva trasladar una reunión de personas del interior al exterior.

Así, cuando incluso en los propios telediarios más serios se dice que «ni los propios expertos se ponen de acuerdo en si debe usarse mascarilla al aire libre», se está desperdiciando una oportunidad estupenda para contar las cosas bien y, de paso, hacer algo de pedagogía científica: la frase correcta es «la ciencia aún no tiene conclusiones sólidas al respecto». Y la pedagogía consiste en explicar que la palabra de un experto, aunque por supuesto vale mucho más que la de un no experto, solo es ciencia cuando lo es, es decir, cuando no opina lo que le parece, sino que se limita a transmitir los resultados de los estudios científicos. Y en este caso, no los hay.

Unos meses atrás, la revista BMJ (antiguo British Medical Journal) entraba en el debate sobre el uso de las mascarillas en exteriores con un editorial, un artículo de opinión (de una de las directoras de la revista, cuyo marido falleció por COVID-19), un reportaje sobre la transmisión aérea del coronavirus SARS-CoV-2 y un cara a cara de opiniones: tres a favor del uso de las mascarillas al aire libre, tres en contra. Entre las primeras predominaban los clínicos de salud pública, mientras que las segundas estaban más representadas por la virología y la epidemiología.

Como ya comenté aquí hace unas semanas, hay una diferencia de enfoques entre la salud pública/medicina preventiva y la epidemiología/inmunología/virología. La primera tiene la función y la obligación de velar por la prevención sanitaria incluso si a veces necesita apartarse de la medicina basada en evidencias para abusar del principio de precaución. En cambio, la segunda debería ceñirse siempre a la evidencia científica, y abstenerse cuando no la hay.

En otras palabras: es natural que los especialistas en medicina preventiva y salud pública recomienden que continuemos utilizando la mascarilla al aire libre, y aconsejen su obligatoriedad. Pero no tiene nada de raro que, en cambio, no pocos epidemiólogos, inmunólogos y virólogos estén subrayando que no existe evidencia para justificar esta medida. La clave es que los expertos pueden serlo en distintas materias que aplican distintos enfoques. Es algo tan sencillo de entender como que un entrenador de baloncesto no tiene por qué ser una autoridad en fútbol, ni viceversa.

Así pues, ¿a quiénes hacemos caso? ¿Qué postura debe primar? Esta parecería la pregunta razonable. Pero, en realidad, lleva implícita la respuesta. Porque el mismo hecho de que exista la duda se debe a que no hay evidencia científica que justifique la imposición general de la mascarilla al aire libre en todo lugar y circunstancia. Si existe alguna evidencia científica relacionada con esto, es la de que el riesgo de contagio al aire libre solo existe cuando hay proximidad física entre personas que no están en movimiento durante un tiempo suficiente, sobre todo si se habla alto y se ríe. Por ejemplo, en las terrazas.

Pero el consumo de bebida y comida es incompatible con la mascarilla. Y a menos que se quiera cerrar las terrazas (de los interiores, ya ni hablemos), y cuando recientemente se abrió por completo la sociedad para regresar a la vida casi exactamente igual que antes de la pandemia (y en algunas comunidades continúa siendo así), centrar ahora la discusión en las mascarillas al aire libre o culpar a esto del actual pico de contagios puede calificarse como cortina de humo, distracción, o como se quiera. Pero, sobre todo, no es ciencia. Y si se pretende que lo es, entonces es pseudociencia.

Para terminar, conviene recordar, como caso de ejemplo de una de las autoridades sanitarias más prestigiosas del mundo, que el pasado 13 de mayo el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) retiró la recomendación de usar mascarillas incluso en interiores para las personas vacunadas. Allí todavía prima un mensaje nacido de los estudios científicos y que aquí se ha diluido u olvidado, y es que la mascarilla protege sobre todo a otros de quien la lleva, por lo que a las personas vacunadas, cuyo riesgo de contagiar a otras es muy bajo, se les permite no utilizar mascarilla en interiores. Desde el 1 de mayo, el CDC tampoco monitoriza los casos de infección entre personas vacunadas a menos que requieran hospitalización.

El ajuste de la mascarilla a la cara importa tanto como el material

Entre los campos en los que la ciencia ha avanzado casi de cero a cien en el último año por causa de la pandemia de COVID-19, uno de ellos es sin duda el de las mascarillas. Hace un año, como conté aquí entonces, era muy poco lo que se sabía. Apenas había un puñado de investigadores que se dedicaran a estudiar la efectividad de las mascarillas. Obviamente aún no había estudios relativos al SARS-CoV-2, por entonces un virus aún sin siquiera un nombre definitivo, pero incluso con otros virus respiratorios como la gripe los datos aún eran escasos y dispersos, a pesar de que muchas voces instaran a usarlas basándose en suposiciones, no en evidencias empíricas reales. Las dudas eran numerosas: ¿protegen las mascarillas? ¿A quién sirven más, al usuario o a los demás? ¿Cuáles son las recomendables?

Un año y docenas de estudios después, la evidencia científica se ha inclinado claramente hacia la conclusión de que las mascarillas son un elemento esencial en la lucha contra la pandemia. Pero a pesar de todo, y siendo ya un objeto que ahora forma parte de nuestra vida, sin embargo persisten ciertas ideas erróneas o confusas sobre las que conviene insistir.

En primer lugar, es esencial recordar que la mascarilla es solo una de las precauciones básicas contra el contagio, y que por sí sola no ofrece una garantía total de protección. Según uno de los estudios más citados a lo largo de la pandemia, y que fue crucial para extender la recomendación u obligación del uso de mascarillas, la medida más importante para prevenir el contagio es la distancia física, preferiblemente de al menos dos metros. Pese a ello, y dada la importancia de la transmisión del virus por aerosoles, los expertos advierten de que en lugares cerrados y mal ventilados no existe una distancia de seguridad absoluta, ni siquiera con mascarillas. La única distancia de la que puede afirmarse que es segura al cien por cien en todos los casos es la que separa a quienes hablan por teléfono o por Zoom.

Por otra parte, los expertos insisten cada vez más en que el ajuste de la mascarilla importa tanto como el tipo de mascarilla. Las quirúrgicas no se ajustan bien a la forma de la cara porque no están diseñadas para ese fin. Se inventaron para que el médico no contaminase la herida del paciente con las bacterias de las gotículas de su respiración. No se concibieron para bloquear los aerosoles. Curiosamente, cuando se han testado para este fin se ha descubierto que en filtración de aerosoles son muy buenas: un 89%, según el dato de uno de los estudios más citados; bastante cerca del 95% de las FFP2.

El problema es que esta es la filtración del tejido, no de la mascarilla, y es fácil entender la diferencia: una mascarilla quirúrgica generalmente deja huecos, sobre todo en los laterales y por la parte superior. A través de estos huecos, la filtración es del 0%. O sea, nada. El típico problema del empañamiento de las gafas es una muestra de cómo el aire entra y sale a través de la parte superior sin filtrar.

Recientemente, el Centro de Control de Enfermedades de EEUU (CDC) ha actualizado sus recomendaciones sobre mascarillas, y lo ha hecho sobre un estudio que ha analizado la efectividad en el bloqueo de aerosoles de distintas configuraciones de mascarillas.

Según los resultados, una mascarilla quirúrgica usada de forma normal solo bloquea el 56,1%, frente a un 51,4% de la mascarilla de tela utilizada como comparación; esta pérdida de efectividad de la mascarilla quirúrgica se debe a los defectos de ajuste. Para mejorarlo, el CDC recomienda anudar los elásticos en su parte más pegada a la mascarilla, como en la imagen (atención, no cruzar el elástico en X, lo que puede empeorar aún más el ajuste); en este caso la eficacia aumenta al 77%. Una mejor opción recomendada por el CDC es usar doble mascarilla, la de tela sobre la quirúrgica, lo que aumenta el bloqueo al 85,4%.

A) Huecos laterales que deja una mascarilla quirúrgica. B) Configuración recomendada de doble mascarilla que mejora el ajuste. C) Mascarilla quirúrgica anudada para mejorar el ajuste. Imagen de Brooks et al / CDC.

A) Huecos laterales que deja una mascarilla quirúrgica. B) Configuración recomendada de doble mascarilla que mejora el ajuste. C) Mascarilla quirúrgica anudada para mejorar el ajuste. Imagen de Brooks et al / CDC.

En este gráfico del estudio del CDC puede verse el resultado de otro experimento en el que se ha simulado la interacción entre una persona emisora de aerosoles y otra receptora, cuando ambos, uno de los dos o ninguno lleva un tipo u otro de mascarilla. Los resultados muestran claramente cómo el uso normal de una mascarilla quirúrgica por parte del receptor prácticamente no reduce en nada su exposición si el emisor no la lleva (primera barra azul claro comenzando por arriba, respecto a la barra rayada). Puede verse que la protección aumenta de forma drástica cuando ambos llevan mascarilla, pero el efecto es máximo con la mascarilla doble (96,4%) o la mascarilla anudada (95,9%).

Reducción del riesgo de aerosoles para el receptor cuando emisor o receptor llevan o no mascarillas de distinto tipo. Imagen de Brooks et al / CDC.

Reducción del riesgo de aerosoles para el receptor cuando emisor o receptor llevan o no mascarillas de distinto tipo. Imagen de Brooks et al / CDC.

Estos últimos porcentajes cercanos al 95% nos llevan a otro tipo de mascarilla, la FFP2, que últimamente ha aumentado en popularidad y se ha convertido en la opción preferida por muchos. La FFP2 filtra al menos el 95% de los aerosoles. Pero por si aún no ha quedado claro, esta es una propiedad del tejido, no de la mascarilla.

Al contrario que las quirúrgicas, las FFP2 sí están diseñadas para intentar ajustarse al rostro lo más posible; intentar, porque no siempre lo consiguen, y ello se debe a una razón que me explicaba recientemente José Luis Jiménez, experto en aerosoles de la Universidad de Colorado y últimamente una de las voces más escuchadas en este campo: «Las FFP2 tienen un problema, se escoge la tela para que filtre muy bien, y luego se le pide a ese mismo material que selle bien, y eso es muy difícil«.

Es decir, el material de las mascarillas FFP2 está pensado para filtrar, no para ofrecer un ajuste sellado. Y como consecuencia, dice Jiménez, ocurre que «por la calle o en la tele se ve que el ajuste de la mayoría de la gente es fatal, llevan la FFP2 colgando, con huecos tremendos a los lados de la nariz«. Hay quienes dicen que lo hacen para respirar mejor, lo cual es un absoluto sinsentido, ya que ese respirar mejor se consigue dejando huecos por los que el aire entra y sale sin filtrar, lo que anula la efectividad de la mascarilla. El ajuste de estas mascarillas no es sencillo; de hecho, en los centros sanitarios se entrena al personal para ello y se hacen pruebas de ajuste. En opinión de Jiménez, «con la población general esto no es viable«.

Curiosamente, y con ocasión de un reciente reportaje sobre la ciencia actual de las mascarillas que escribí para otro medio, ninguno de los expertos que consulté se pronunció claramente a favor del uso de las FFP2 para la población general, como tampoco lo hacen la Organización Mundial de la Salud ni las autoridades sanitarias de muchos países. De las mascarillas que más se utilizan, no hay ninguna duda de que el material de estas es el que mejor protege al usuario. Pero cuando se utilizan mal, y según Jiménez esto ocurre en la mayoría de los casos, su efectividad se pierde. Por no hablar de lo absurdo que resulta llevar una mascarilla FFP2 por la calle, donde el riesgo es mínimo, y quitársela en el interior de un bar o restaurante donde los aerosoles flotan si no existe una buena ventilación y filtración del aire.

Una innovación que tal vez acabe extendiéndose son las mascarillas elastoméricas, que utilizan el material de las FFP2 para filtrar, pero sellan a la cara con materiales más adecuados a este fin como la silicona, ya sea bordeando la propia mascarilla o bien mediante un soporte que se fija a la cara.

Pero si en otra cosa coincidieron los expertos a los que consulté, es que las mascarillas de tela son perfectamente válidas para un uso general, siempre que sean de calidad: «Una de tela grande que sella bien puede tener menos fugas y al final funcionar mejor que las FFP2«, me dijo Jiménez. «Pero hay que mirar que las de tela sean buenas, de 3 capas o de 2 capas con filtro, con tela de buena calidad, con un ajuste de metal para cerrar huecos a los lados de la nariz probadas por laboratorios con equipo de aerosoles, etc.»

La urgencia de la pandemia ha llevado a la proliferación de mascarillas de tela de utilidad dudosa o muy escasa. Pero ahora la regulación está poniéndose al día, y con las normativas más estrictas introducidas en España y otros países podremos confiar en que las mascarillas de tela que podamos comprar ofrezcan una protección adecuada en las situaciones más cotidianas en las que no estemos expuestos a un alto riesgo, al menos con el nivel de transmisibilidad de las variantes aún más comunes del virus. Recordemos que, según el estudio citado más arriba que analizó la eficacia de distintas mascarillas, una de tela de dos capas de algodón puede filtrar el 82% de los aerosoles, una protección más que razonable para un uso general.

Pero el miedo es libre, y habrá quien prefiera optar por las soluciones más extremas incluso para pasear por la calle. Sin embargo, hay un último aspecto que tampoco deberíamos olvidar: la pandemia acabará, pero la degradación medioambiental no. Las mascarillas desechables que se están consumiendo a razón de miles de millones en todo el mundo son basura no reciclable. El uso de mascarillas reutilizables en la medida de lo posible contribuirá a no agravar aún más un problema que, dicho sea de paso, también incrementa el riesgo de nuevas pandemias (algo que quizá merezca la pena explicar con detalle otro día). De paso, pensemos en que el personal sanitario necesita los equipos de protección más que los aplausos; cada mascarilla médica de más que utilicemos para pasear al perro puede ser una mascarilla de menos en un hospital.

Por último, y usemos el tipo de mascarilla que usemos, recordemos sobre todo la regla más importante: distancia. Diversos expertos han advertido de que el uso de la mascarilla puede crear una falsa sensación de seguridad que lleve a los usuarios a asumir mayores riesgos. En julio de 2020 una revisión de estudios de la Universidad de Cambridge decía refutar esta idea. Pero no lo hacía: los estudios revisados no se referían a la COVID-19, sino a otras enfermedades y situaciones. Los autores simplemente concluían que el uso de la mascarilla no reduce la higiene de manos, y que las personas tienden a apartarse de alguien que lleva mascarilla. Pero más recientemente, otro estudio de la Universidad de Vermont ha descubierto en cambio que durante la actual pandemia las personas que llevan mascarilla (en un lugar donde es opcional) tienden a aumentar su nivel de interacción con otros, lo que incrementa el riesgo de exposición.

Las mascarillas desechables son «un desastre medioambiental que durará generaciones»

Resulta incomprensible la promoción que ciertos sectores están haciendo del uso de mascarillas desechables quirúrgicas y tipo EPI (N95, FFP2-3) entre la población general sana no expuesta a situaciones de alto riesgo, y uno no puede evitar pensar que este empeño debe de venir motivado por alguna razón ajena al interés de la salud pública. Creo que es oportuno repasar algunos aspectos sobre los distintos tipos de mascarillas, y explicar por qué toda persona con un mínimo de preocupación por la conservación medioambiental debería limitar el uso de las desechables en la medida de lo posible.

En primer lugar, en cuanto a las mascarillas, conviene recordar algo que he contado aquí repetidamente. Existen tres tipos de estudios fundamentales para evaluar la utilidad de las mascarillas contra la pandemia: experimentales, observacionales y clínicos. Los primeros examinan el funcionamiento de las mascarillas en condiciones de laboratorio, con aparatos de medida y escenarios simulados con soportes artificiales o con personas o animales. Pero aunque en estos se encuentre hasta un noventa y tantos por ciento de retención y/o protección, como ha sucedido en algunos estudios, hay que irse a los observacionales (recogen datos del mundo real) o clínicos (diseñados para evaluar el funcionamiento en el mundo real) para comprobar qué sucede en la práctica.

En biomedicina en general, ya sea para fármacos, vacunas u otras intervenciones, suele haber grandes diferencias entre dos términos que parecen sinónimos, pero que en este caso se emplean con significados diferentes: la eficacia, medida en laboratorio, y la eficiencia, resultante en el mundo real. Y cuando se analiza esta última en los estudios observacionales y clínicos, el resultado es que la eficiencia de las mascarillas es siempre mucho menor que su eficacia en el laboratorio: protegen, pero solo parcialmente; no son una garantía contra el contagio.

Mascarilla desechada. Imagen de Pikist.

Mascarilla desechada. Imagen de Pikist.

Como ya he explicado aquí, hay una ensalada de estudios y datos dispares que por el momento, a la espera de resultados de nuevos ensayos clínicos, impide concretar una cifra (que, de todos modos, variaría según el contexto), pero podemos quedarnos con estos datos: desde un 40% de reducción de riesgo, según experimentos con animales que tratan de simular situaciones del mundo real, hasta un 65% según una revisión reciente de estudios en el mundo real (la distancia social, que se está respetando mucho menos que el uso de mascarillas, reduce el riesgo en un 90%). Pese a que estas cifras no sean tan altas como las de los estudios experimentales, recordemos que, como también he contado aquí, el hecho de que las mascarillas reduzcan la cantidad de virus que inhalamos puede ser crucial si resulta en una enfermedad más leve que sin embargo nos aporte una cierta inmunidad contra el virus.

Dicho esto, incluso en los ensayos experimentales se ha comprobado que la eficacia de las mascarillas higiénicas, que incluyen las reutilizables de tela que muchos usamos, es solo ligeramente menor, prácticamente equivalente a la de las quirúrgicas desechables (aquí un buen resumen gráfico, estudio original aquí), siempre que estas mascarillas estén fabricadas siguiendo las normativas que establecen sus requisitos, motivo por el cual el Ministerio de Consumo de España ha puesto en marcha una iniciativa para endurecer la normativa y controlar con mayor exigencia el etiquetado en las mascarillas.

Pero recordemos: las mascarillas recomendadas por las autoridades sanitarias para las personas sanas son las higiénicas; las quirúrgicas solo se recomiendan para las personas contagiadas, y las tipo EPI para quienes están en contacto con estas. Para quienes gustan de hacer lo contrario de lo que diga el gobierno, tanto la Organización Mundial de la Salud como el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU, su homólogo europeo, el Servicio de Salud de Reino Unido, instituciones científicas como la Universidad Johns Hopkins, la Royal Society, la Universidad de Oxford (por citar alguna) y cientos de expertos recomiendan para la población general sana el uso de mascarillas no médicas de tela, lavables y reutilizables, incluyendo las fabricadas en casa, siempre que cumplan los requisitos necesarios. Para quienes gustan de hacer lo contrario de lo que digan todos los expertos que se basan en los datos científicos, no tengo ningún argumento.

Recomendaciones del Ministerio de Consumo sobre mascarillas.

Recomendaciones del Ministerio de Consumo sobre mascarillas.

En cambio, sí tengo un argumento para quienes prefieren usar mascarillas quirúrgicas desechables porque creen que son mucho más seguras: según los datos enlazados más arriba, en filtración de aerosoles solo añaden en torno a un 7% más (de un 82 a un 89%; siempre en estudios experimentales, entiéndase). Y para quienes a pesar de todo prefieren agarrarse a ese escaso 7% extra, también tengo un argumento muy poderoso. Que explico con unos cuantos datos:

  • Las mascarillas desechables están hechas de materiales plásticos que tardan décadas o siglos en degradarse, y al hacerlo quedarán en el medio ambiente como microplásticos. Algunos expertos alertan de que el uso masivo de mascarillas desechables es «un desastre medioambiental que durará generaciones».
  • La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo estima que en 2020 la venta global de mascarillas desechables va a multiplicarse por más de 200, subiendo de 800 millones de dólares el año pasado a 166.000 millones en este año. El 75% de ellas, dicen, acabarán en vertederos o en el mar. El programa medioambiental de Naciones Unidas (UNEP) calcula que el daño económico para el turismo y la pesca será de 40.000 millones de dólares.
  • Para Naciones Unidas, el vertido de miles de millones de mascarillas desechables está asestando un duro golpe a la lucha contra la contaminación plástica. Según Laurent Lombard, de la ONG francesa Opération Mer Propre, pronto habrá «más mascarillas que medusas en las aguas del Mediterráneo». En las playas de islas remotas ya se están recogiendo masas de mascarillas desechables. Según el Foro Económico Mundial, «la basura del coronavirus se ha convertido en una nueva forma de contaminación, a medida que los equipos de protección desechables llenan nuestros océanos».
  • Un estudio del University College London estima que el uso exclusivo de mascarillas desechables por parte de la población británica supondría un consumo de 24.700 millones de mascarillas al año, lo que produciría 124.000 toneladas de basura plástica. Si solo se usaran mascarillas reutilizables, la basura generada se reduciría en un 95%.
  • Según un reciente artículo en Science, si la población global utiliza mascarillas desechables a razón de una al día, cada mes se utilizarían y se tirarían a la basura 129.000 millones de mascarillas. Repitamos con todas las letras: CIENTO VEINTINUEVE MIL MILLONES DE MASCARILLAS usadas y tiradas CADA MES. Eso hace más de UN BILLÓN Y MEDIO DE MASCARILLAS AL AÑO.
  • Según el UCL, la opción más ecológicamente responsable es utilizar mascarillas de tela sin filtros desechables y lavarlas a máquina. Lavar a mano mascarillas reutilizables con filtros desechables es incluso peor para el medio ambiente que las mascarillas desechables.

En definitiva, cada cual es libre de hacer su elección. Pero cuando hace unos días en un informativo se hablaba de la carga económica que supone el gasto en mascarillas desechables para una familia, y se comentaban las medidas de limitaciones de precios o de reducción de impuestos, se olvidaba una medida mucho más sencilla, racional y urgente: no utilizar mascarillas que no están recomendadas para la población general por la gran mayoría de los expertos y que no aportan prácticamente nada respecto a las higiénicas reutilizables. Y que no solo representan un gasto abultado para quienes las compran, sino también un coste inmenso para el medio ambiente que, a su vez, repercutirá en nuevos y mayores riesgos para la salud humana.

No son los horarios, es el aire: no todos los locales son iguales ante el coronavirus

Nos encontramos ahora, una vez más, en otra encrucijada de incertidumbres, en la que proliferan las propuestas dispares. En algunas zonas del país se han impuesto o recomendado distintos grados y modalidades de confinamiento. O se han cerrado todos los bares y restaurantes. En otras se pide ahora un toque de queda. ¿Por qué? Porque en Francia lo han hecho. Pero ¿sirve o no sirve? ¿Ayuda o no ayuda? ¿Funciona o no funciona?

Es que… en Francia lo han hecho.

Si todo esto les da la sensación de que las medidas contra el coronavirus forman ahora un menú variado del que cada autoridad local o regional elige lo que le parece, siempre diciendo ampararse en criterios científicos, pero sin que parezca haber ninguna correspondencia consistente entre el nivel de contagios y las medidas adoptadas en cada lugar… Creo que no es necesario terminar la frase.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Un bar cerrado en Barcelona. Imagen de Efe / 20Minutos.es.

Por la presente, declaro solemnemente carecer del conocimiento suficiente para saber cómo se gestiona una pandemia, para saber qué debe hacerse ahora y para saber si sería mejor o peor si pudiéramos rebobinar el tiempo y hacer las cosas de otro modo; no contamos con un multiverso en el que podamos conocer otras trayectorias paralelas. Pero declaro también que esta falta de conocimiento adorna asimismo a casi el 100% de las personas que a diario opinan sobre qué debe hacerse creyendo que sí saben cómo debe gestionarse una pandemia. Incluidos muchos de aquellos que aparecen como expertos en diversos medios y que, incluso con titulaciones aparentes o importantes cargos en sociedades médicas, hace un año ni ellos mismos hubieran creído que alguien pudiera consultarlos como expertos en pandemias.

En su lugar, escuchemos a los verdaderos expertos, los que ya sabían de esto antes. Y según nos dicen estos, parece claro que hay ciertas lacras que están incidiendo en nuestros malos resultados. El grupo de los 20 (ignoro si van por algún otro nombre concreto), un equipo de especialistas de primera línea que ha publicado un par de cartas en The Lancet pidiendo una evaluación independiente de la gestión (por cierto, ¿sería mucho pedir que ellos mismos se constituyeran en ese comité de evaluación independiente con o sin la aprobación de los gobiernos, o sea, verdaderamente independiente?), resumía de este modo ciertos problemas y errores cometidos:

Sistemas débiles de vigilancia, baja capacidad de test PCR y escasez de equipos de protección personal y de cuidados críticos, una reacción tardía de las autoridades centrales y regionales, procesos de decisión lentos, altos niveles de migración y movilidad de la población, mala coordinación entre las autoridades centrales y regionales, baja confianza en la asesoría científica, una población envejecida, grupos vulnerables sujetos a desigualdades sociales y sanitarias, y una falta de preparación en las residencias.

Es decir, un plato digno de esas Crónicas carnívoras en las que un cocinero de Minnesota echa todo lo que tiene en la despensa entre dos trozos de pan. Tan variada y prolija es la ensalada de factores que nos han llevado a donde estamos, que los editorialistas de The Lancet Public Health han calificado la situación de la pandemia en España como «una tormenta predecible».

Pero eso sí, estos editorialistas advierten de que «las razones detrás de estos malos resultados aún no se comprenden en su totalidad». Y es bastante probable que estos editorialistas de The Lancet Public Health sean bastante más expertos en salud pública y en gestión de pandemias que los cientos de miles de sujetos que a diario dicen comprender en su totalidad las razones detrás de estos malos resultados.

Con todo, los editorialistas no se limitan a rascarse la cabeza, sino que señalan algunos ingredientes de esa ensalada. «Una década de austeridad que siguió a la crisis financiera de 2008 ha reducido el personal sanitario y la capacidad del sistema. Los servicios de salud no tienen suficiente personal ni recursos y están sobrecargados». «El tríptico testar-rastrear-aislar, que es la piedra angular de la respuesta a la pandemia, sigue siendo débil». «Cuando el confinamiento nacional se levantó en junio, algunas autoridades regionales reabrieron probablemente demasiado rápido, y fueron lentas en implantar un sistema eficaz de trazado y rastreo. En algunas regiones, la infraestructura local de control epidemiológico era insuficiente para controlar futuros brotes y limitar la transmisión comunitaria. La polarización política y la descentralización gubernamental en España también han obstaculizado la rapidez y eficiencia de la respuesta de salud pública».

Lo único que tenemos para guiarnos de verdad por un camino medianamente racional y eficaz es lo que dice la ciencia que ya tenemos, incluso con todas sus incertidumbres. Los palos de ciego, como los toques de queda, las limitaciones de horarios o del número de personas en las reuniones, son simplemente palos de ciego; muchas de estas medidas no cuentan con una experiencia histórica suficiente para proporcionar evidencias científicas que apoyen o refuten su eficacia. Lo que sí dice la ciencia es que las mascarillas ayudan, pero que la medida más probadamente eficaz es el distanciamiento, que por tanto debería ser la norma más importante y más respetada a rajatabla, en toda situación y circunstancia. Y es evidente que en casi ningún lugar se está respetando, ni en la calle, ni en el transporte público, ni en los comercios, ni en los locales donde la gente se quita la mascarilla para consumir.

Claro que también la ciencia dice que el distanciamiento no sirve en locales cerrados y mal ventilados; un cine, un restaurante o un bar podrán quizá ser seguros. Pero otros no lo serán. Y lo cierto es que nosotros, clientes, no podemos tener la menor idea de cuáles lo son y cuáles no. El mes pasado, la directora de cine Isabel Coixet recibía un importante premio con una mascarilla en la que podía leerse «el cine es un lugar seguro», como si todos lo fueran por alguna clase de privilegio epidemiológico debido específicamente al hecho de proyectar una película sobre una pantalla. Mientras no exista una regulación de la calidad del aire adaptada a la pandemia, que obligue a todos los locales a ventilar y/o filtrar de acuerdo a unos requisitos y parámetros concretos que puedan vigilarse mediante sistemas como la monitorización del CO2 en el aire, y de modo que el cumplimiento de esta normativa esté públicamente expuesto a la vista de los clientes, como suelen estarlo ciertas licencias obligatorias, no podremos saber en qué recintos interiores estaremos seguros y cuáles debemos evitar.

Por mucho que el mensaje público insista en que toda la culpa del contagio es de los botellones y otras actividades no reguladas, lo cierto es que los cines, los bares, los restaurantes o los medios de transporte no son lugares seguros de por sí, por naturaleza infusa. De hecho, algunos de los casos de supercontagios más conocidos y estudiados a lo largo de la pandemia han tenido lugar en sitios como restaurantes, gimnasios o autobuses, en países donde estos datos se detallan (que no es el caso del nuestro). Y en cambio, grandes concentraciones de personas al aire libre como las manifestaciones contra el racismo en EEUU no tuvieron la menor incidencia en los contagios.

Como dice el profesor de la Universidad de Columbia Jeffrey Shaman, un verdadero experto de referencia en epidemiología ambiental, el mayor riesgo de las concentraciones de personas al aire libre ocurre precisamente cuando esas personas comparten instalaciones interiores, como baños, bares o tiendas. Con independencia de que a cada cual le guste o no la práctica del botellón, hay más riesgo en un grupo de personas consumiendo sin mascarilla en un local cerrado con mala ventilación, incluso con distancias, que en un grupo de personas consumiendo sin mascarilla al aire libre si se respetaran las distancias y no se intercambiasen fluidos o materiales potencialmente contaminados (son estas dos últimas circunstancias las que inciden en el riesgo, no el hecho de reunirse en la calle a beber).

Los consumidores dependemos de la información y la voluntad que posea el propietario de un negocio para hacer de su local un sitio seguro. Resulta del todo incomprensible que las autoridades solo contemplen dos posibilidades, abrir TODOS los bares y restaurantes o cerrar TODOS los bares y restaurantes. En estos días los medios han contado que la propietaria de un restaurante de Barcelona ha instalado en su local un sistema de filtración del aire de alta calidad. Esta mujer ha demostrado no solo estar perfectamente al corriente respecto a la ciencia actual sobre los factores de riesgo de contagio, sino también un alto nivel de responsabilidad hacia sus clientes afrontando una inversión cuantiosa. Y sin embargo, las autoridades también la han obligado a cerrar, aplicando a su negocio el mismo criterio que a otro donde los clientes aún están respirando la gripe de 1918.

Sí, todos queremos que las restricciones destinadas a frenar la pandemia sean compatibles en la medida de lo posible con el desarrollo de las actividades, sobre todo las que sostienen la economía. Pero ¿cuánto tardarán las autoridades en escuchar el consejo de los científicos para llegar a comprender que no todos los recintos cerrados son iguales ante el contagio, ya sean las tres de la tarde o las tres de la mañana, y que urge establecer una normativa de ventilación y filtración del aire para mantener abiertos los locales seguros y cerrar solo aquellos que no lo son?

Termino dejándoles este vídeo recientemente difundido por José Luis Jiménez, experto en aerosoles de la Universidad de Colorado que, por suerte para nosotros, es español. Jiménez ha ofrecido repetidamente su colaboración a las autoridades de nuestro país para ayudar a hacer nuestros espacios interiores más seguros. Hasta ahora, ha sido ignorado.

Esta es una nueva razón convincente para usar mascarilla

Me preguntaba alguien, apabullado por la profusión de caras y voces en teles y radios que hablan sobre la COVID-19, cómo es posible distinguir a los auténticos científicos expertos de los que no lo son. Le respondí que es imposible decirlo así, a nivel general; pero que, si acaso, podía fijarse en aquellos que hablan con una seguridad fuera de toda duda, y cuyas palabras y actitudes denotan que tienen las cosas perfectamente claras y que no se equivocan: esos, le dije, no son los expertos.

Los verdaderos expertos no suelen dar grandes titulares, porque generalmente no los hay. Quizá esta pandemia ayude a comprender que la ciencia es un proceso largo y laborioso en el que es muy difícil llegar a certidumbres absolutas, si es que alguna vez se llega. Que quienes dicen «esto está científicamente demostrado» no suelen ser los científicos; ellos son más de decir «es probable», «los resultados sugieren que» o, simplemente, «no lo sé». Que saber «a ciencia cierta», aunque sea una expresión muy popular, se corresponde poco con lo que la ciencia suele tener en el menú. Y que, incluso en un campo científico en el que se han volcado decenas de miles de investigadores a tiempo completo durante muchos meses, aún son más las incógnitas que las certidumbres, y las rectificaciones que los dogmas inmutables.

A lo que vamos: en este blog he hablado de la incertidumbre científica sobre la efectividad de las mascarillas como método de prevención de la transmisión del coronavirus SARS-CoV-2 en la comunidad. Resumiendo, un primer problema es que, antes de esta pandemia, había pocos estudios sobre el uso de las mascarillas fuera del entorno sanitario y, lógicamente, ninguno sobre este virus concreto. Y aunque suele ser habitual que ciertos estudios individuales encuentren algún canal abierto hasta los ojos y oídos de los ciudadanos, en casos como este debemos tener en cuenta que un estudio individual es solo una pieza de un gran puzle, a partir de la cual es imposible formar la imagen general; para esto son necesarios los metaestudios y revisiones, con los cuales los científicos reúnen, valoran y analizan conjuntamente multitud de estudios independientes para sacar conclusiones estadísticamente válidas de acuerdo a criterios rigurosos.

Un segundo problema: con el advenimiento de la pandemia se han emprendido numerosos estudios sobre la utilidad de las mascarillas contra el SARS-CoV-2, tanto experimentales (de laboratorio) como observacionales y clínicos. Pero estos últimos, que son la regla de oro de toda intervención terapéutica (cuando siguen los estándares más rigurosos, como la aleatorización con placebo y el doble ciego) están limitados en el caso que nos ocupa; por ejemplo, no hay mascarillas placebo, y es imposible que un paciente desconozca si está utilizando mascarilla o no. Así, son muchos los factores contaminantes en estas investigaciones. Cuando los científicos han elaborado metaestudios y revisiones, han encontrado resultados limitados que son difícilmente comparables por utilizar metodologías muy diferentes; como decían los investigadores del Centre for Evidence-Based Medicine (CEBM) de la Universidad de Oxford en un informe que comenté recientemente, el uso de las mascarillas depende enormemente del contexto. La consecuencia de todo ello es que, dados los resultados tan distintos de unos estudios a otros, una significación estadística válida solo se consigue con una horquilla tan amplia de efectividad que en la práctica el dato final es poco útil, ya que tiene un gran nivel de incertidumbre.

Explico todo esto porque, a raíz de mis intentos de explicar cuidadosamente la evidencia científica al respecto, a veces he recibido respuestas de este tipo: «o sea, que las mascarillas no sirven». Y quiero dejar claro una vez más que esto NO es cierto.

Mascarilla. Imagen de AnyRGB.

Mascarilla. Imagen de AnyRGB.

Aquí hablamos de los criterios más estrictos y rigurosos de la medicina basada en pruebas (EBM). Pero estos no suelen ser los criterios que se manejan en la calle. En concreto, puede decirse que hay indicios mucho más reales a favor de la efectividad de las mascarillas (aunque sea limitada y parcial) que de la utilidad de infinidad de productos que millones de personas consumen a diario creyendo en las proclamas sobre sus presuntas propiedades: cosméticos, suplementos nutricionales o vitamínicos, remedios varios, alimentos supuestamente saludables para tal o cual cosa, artículos deportivos que dicen mejorar nosequé. Incluso fármacos. Sí, como quizá podríamos comentar otro día, cuando se analiza la eficacia de los fármacos según los criterios estrictos de la EBM, también surgen las sorpresas.

En definitiva, sí, las mascarillas funcionan. Por favor, no caigamos en los errores de los dos extremos, pensar que su utilidad es nula o que son un blindaje contra el contagio que nos permite regresar a la vida normal y olvidarnos de otras precauciones más importantes, como guardar las distancias y evitar los lugares cerrados y mal ventilados. No hay nada que apoye ninguno de estos dos extremos. Actualmente se han puesto en marcha algunos grandes ensayos clínicos que quizá nos ofrezcan datos más sólidos de efectividad, siempre teniendo en cuenta la variable del contexto. Pero parece del todo improbable, salvo inmensa sorpresa, que los resultados de estos ensayos vayan a apuntar a alguno de esos dos extremos.

Conviene repetir que la utilidad más evidente de las mascarillas es retener las gotitas de fluido que expulsamos, protegiendo a los demás de nosotros. Y aunque las mascarillas que generalmente usamos (las que están recomendadas para la población general) no fueron concebidas para la protección del usuario, los estudios apuntan a que también resguardan en cierta medida a quienes las llevan. No es la primera vez que algo diseñado para una función demuestra utilidad para otra diferente.

Los indicios que apoyan la transmisión del virus por el aire se han ido acumulando a lo largo de la pandemia, y para muchos de los verdaderos expertos son ya suficientes como para creer en ellos, al menos en lo que concierne a las medidas de salud pública. Y aunque la protección de las mascarillas frente a los aerosoles no sea extensiva ni total, existe una muy buena razón para sospechar que esta protección sí podría ser suficiente; suficiente para que, incluso si nos contagiamos, nos libremos de los efectos más graves de la COVID-19 y pasemos la enfermedad sin síntomas o solo leves.

Aquí, la explicación. Durante esta pandemia, todo el mundo ha aprendido que existe una gran variedad de resultados de la infección por SARS-CoV-2, desde quienes no notan prácticamente nada hasta quienes mueren. También todo el mundo ha aprendido que esto depende de factores como las patologías previas o la edad, y que incluso pueden existir factores genéticos aún no identificados. Y esto es cierto, pero no es toda la historia. Hay otro factor que puede influir poderosamente en el resultado de la infección, y es la cantidad de virus recibida.

Como ya se conoce desde hace casi un siglo para otras infecciones virales, y se ha observado también en estudios con el SARS-CoV-2 en hámsters, la dosis de virus puede marcar la diferencia entre una amplia variedad de resultados, desde la infección leve hasta la muerte.

Un grupo de científicos trabaja sobre la hipótesis de que, si en una situación de exposición al contagio la mascarilla consigue reducir la cantidad de virus que inhalamos, aunque nos contagiemos, tal vez esa reducción sea suficiente para que no desarrollemos enfermedad grave, y a cambio la infección consiga estimular nuestro sistema inmune para protegernos eficazmente. Es decir, que en cierto modo, la mascarilla podría actuar como algo parecido a una vacunación rudimentaria hasta que llegue una de verdad.

De hecho, el efecto es algo similar al de un método llamado variolación que se empleaba para inmunizar contra la viruela en Oriente y Occidente antes de la invención de las vacunas: se tomaba un poco de material infeccioso de los contagiados y se inoculaba con él a las personas susceptibles. Si todo salía bien (lo cual no siempre ocurría), la persona inoculada pasaba solo una enfermedad leve y desarrollaba inmunidad a la viruela a través de esa pequeña exposición.

En la Universidad de California en San Francisco, Monica Gandhi y sus colaboradores trabajan sobre esta hipótesis. «Las infecciones asintomáticas pueden ser dañinas para la propagación pero podrían ser beneficiosas si conducen a altos niveles de exposición», escribían en un artículo publicado en el Journal of General Internal Medicine. «Exponer a la sociedad al SARS-CoV-2 sin las inaceptables consecuencias de la enfermedad grave mediante el uso de las mascarillas podría llevar a una mayor inmunidad a nivel de la comunidad y reducir la propagación mientras esperamos una vacuna».

Por el momento, es solo una hipótesis, pero muy razonable y apoyada por datos que Gandhi y sus colaboradores han recopilado y analizado y que cubren aspectos virológicos, epidemiológicos y ambientales. Un dato especialmente interesante es que, según recogen los investigadores, desde que las autoridades impusieron el uso de las mascarillas el porcentaje de contagiados asintomáticos parece haber crecido considerablemente, subiendo desde un 15% inicial hasta más de un 40% y llegando en algunos casos al 80%, con una notable reducción de la mortalidad. «El uso universal de mascarillas parece reducir la tasa de nuevas infecciones; proponemos la hipótesis de que, al reducir el inóculo viral, también aumentará la proporción de personas infectadas que permanecen asintomáticas», escriben Gandhi y su colaborador George Rutherford en un reciente artículo en The New England Journal of Medicine.

Por supuesto que esto último es una correlación sin demostración de causa y efecto, y que son muchas las variables que pueden estar influyendo en estos cambios en la prevalencia de síntomas y la mortalidad. Pero así como no existe ningún fundamento biológico claro para aquella idea que circuló extensamente durante el verano y según la cual el virus actual sería menos letal que el de marzo (de hecho, el de ahora es más infeccioso, aunque esto no dice nada de su letalidad), en cambio parece mucho más verosímil que sea el uso extendido de las mascarillas el que haya disminuido la agresividad del virus entre la población.

Ahora bien, otra cuestión distinta y aparte de todo lo anterior es: ¿han adaptado las autoridades la regulación sobre el uso de las mascarillas al riesgo potencial en cada situación, de modo que las normas sean sostenibles en los años que dure esta pandemia? En concreto, ¿tiene sentido que se obligue a llevarlas al aire libre en lugares sin aglomeraciones y, en cambio, la gente se despoje de ellas para consumir en bares y restaurantes donde la ventilación adecuada es si acaso una mera recomendación? Y ¿es coherente mantener todos esos locales abiertos mientras a los escolares, sin quitarse la mascarilla en ningún momento, se les niega el derecho a acudir a las aulas para recibir la educación presencial a tiempo completo que necesitan y que jamás podrán recuperar?

Esto es lo que realmente dice la ciencia sobre la efectividad de las mascarillas

En el telediario, un representante del equipo español de piragüismo, que participa en un campeonato mundial en Hungría, se muestra indignado porque hay equipos de otros países que no llevan mascarilla. El enfoque del reportaje le da la razón, subrayando cómo en la delegación española se sigue a rajatabla el «protocolo anti-cóvid» (incluyendo, cómo no, la engañosa e inútil termometría ambulante).

Resulta tristemente irónico: el representante del país con más contagios de Europa y sexto del mundo reprocha a los demás que no están haciendo bien las cosas.

Por si a alguien aún se le ha escapado, las medidas adoptadas e introducidas durante los últimos meses para contener la pandemia en España no parecen estar funcionando. Creo que el argumento es dicífilmente discutible cuando multitud de otros países, con medidas menos estrictas que las nuestras, han mantenido durante meses cifras de contagios de un orden de magnitud inferior. Nadie sabe por qué España es el pozo negro de la cóvid en Europa. Desde este blog, me he limitado a decir que yo no lo sé. Por supuesto, conjeturas tenemos todos, pero tampoco lo saben quienes tratan de presentar sus conjeturas como algo más que conjeturas.

Las conjeturas valen muy poco y cada vez menos; solo la prueba científica tiene valor. Y solo los estudios científicos podrán determinar, probablemente con el tiempo y el análisis riguroso de los datos a toro pasado, cuál es realmente nuestro problema. Eso sí, aquí también he traído ese llamativo y brutal contraste con países donde las mascarillas no existen (en otros son de uso voluntario o solo obligatorias en interiores) y les va mucho mejor que a nosotros. Y, sin embargo, este curioso hecho que debería invitar a la reflexión no parece haber sido adecuadamente reflexionado.

Desde este blog se ha apoyado (y se apoya) el uso generalizado de las mascarillas en espacios cerrados desde que las evidencias científicas dieron dos motivos para hacerlo que antes se desconocían, los cuales fueron oídos por las autoridades sanitarias: que la transmisión del virus por parte de personas asintomáticas o presintomáticas era muy frecuente, y que esta cuota de infecciones podía aminorarse en gran medida si estas personas portadoras del virus e ignorantes de que lo son –y todos somos candidatos potenciales a esta categoría– utilizaban un elemento cuya mayor utilidad no es proteger a quien lo lleva, sino retener una gran parte de las gotitas expulsadas para proteger a los demás de los ya contagiados.

Mascarillas. Imagen de PublicDomainPictures.net.

Mascarillas. Imagen de PublicDomainPictures.net.

Pero por algún motivo que también ignoro, quizá porque aquí somos así, pasamos del cero al infinito. Las autoridades no solo impusieron el uso de las mascarillas en interiores, donde se produce la gran mayoría de los contagios, sino también en exteriores, en todo momento, circunstancia y lugar; incluso una persona paseando a su perro a la 1 de la mañana por una calle solitaria (o por el campo, como ocurre junto a mi casa) llevará la mascarilla al menos colocada en la barbilla, dispuesta a ajustársela rápidamente al menor movimiento sospechoso a sus alrededores que delate la aproximación de un policía con una libreta de multas en su bolsillo, o simplemente de un vecino con un repertorio de insultos en su lengua.

En apenas unos meses, para una buena parte de los ciudadanos españoles la mascarilla ha pasado de ser un objeto inútil a convertirse en la alternativa a la muerte, como decía en un vídeo viral una niña cuyas palabras fueron intensamente aplaudidas como «ejemplo de sentido común». En los telediarios, los reporteros sacan el micrófono a la calle, y los transeúntes culpan de la pandemia a quienes se quitan la mascarilla. En algún programa de televisión de prime time, alguien que se hace pasar por científico monta un número circense mostrando cómo la mascarilla hace algo que no tiene absolutamente nada que ver con la propagación viral, pero que es muy espectacular y arranca las ovaciones del público. Quienes critican la sobreimposición de las mascarillas y las exageraciones sobre su eficacia son tachados de negacionistas. Y sí, probablemente muchos lo sean.

En el caso de un servidor, me limito a seguir la ciencia y la medicina basada en pruebas (Evidence-Based Medicine o EBM). Y dado el carácter fundamentalista (acepción 3 de la RAE) que ha tomado en este país la opinión pública sobre las mascarillas, me veo en la obligación de traer de nuevo aquí lo que realmente dice la ciencia sobre las mascarillas.

Para ello, parto de lo publicado por el Centre for Evidence-Based Medicine de la Universidad de Oxford (CEBM) bajo el título «Enmascarando la falta de evidencias con política«. Los autores de dicho informe subrayaban cómo el uso de las mascarillas se ha convertido en muchos lugares –y en eso podemos vernos retratados– en una cuestión de filiaciones políticas muy polarizadas, lo que, escriben, «oculta una verdad amarga sobre el estado de la investigación actual y el valor que otorgamos a la evidencia clínica para guiar nuestras decisiones».

¿Y cuál es ese valor? Poco, al parecer: «Se diría que, a pesar de dos décadas de preparación contra pandemias, hay una considerable incertidumbre sobre el valor de llevar mascarillas», escriben los autores. «Por ejemplo, las altas tasas de infección con mascarillas de tela podrían venir causadas por los daños causados por las mascarillas de tela, o los beneficios de las mascarillas médicas. Las numerosas revisiones sistemáticas que se han publicado recientemente se basan todas en los mismos estudios, así que no es sorprendente que a grandes rasgos lleguen a las mismas conclusiones. Sin embargo, recientes revisiones utilizando pruebas de baja calidad han encontrado efectividad en las mascarillas, pero al mismo tiempo han recomendado ensayos clínicos robustos y aleatorizados para encontrar evidencias sobre estas intervenciones».

Esa reciente revisión a la que se refieren los científicos de Oxford se publicó en la revista The Lancet, y ya fue comentada aquí. Los investigadores recopilaban todos los estudios que encontraron válidos sobre la efectividad de la distancia física, las mascarillas y la protección ocular. Esta era la conclusión general: «La distancia física de al menos 1 metro está fuertemente asociada con la protección, pero distancias de hasta 2 metros podrían ser más efectivas. Aunque la evidencia directa es limitada, el uso óptimo de las mascarillas, sobre todo N95 o respiradores similares en los entornos sanitarios y mascarillas quirúrgicas o de algodón de 12 a 16 capas en la comunidad, podría depender de factores contextuales; se necesitan acciones a todos los niveles para solventar la escasez de mejores evidencias. La protección ocular podría proporcionar beneficios adicionales».

En resumen, de la revisión en The Lancet se desprende esta conclusión: hay pruebas suficientes de que la distancia física es la medida más efectiva para prevenir contagios. Lo cual tampoco debería sorprender a nadie. El hecho de que en distintos lugares se impongan diferentes criterios se debe a que no existe una distancia general que pueda considerarse cien por cien segura; el virus puede detectarse a ocho metros de distancia de alguien infectado. Por ello, las autoridades tratan de encontrar un compromiso entre ocupación de los espacios y reducción del riesgo: 1 metro protege algo, 1,5 metros protegen más que 1, y 2 más que 1,5. Pero ninguna de estas distancias es «de seguridad», es decir, ninguna reduce el riesgo a cero. Es más, y como ya he contado aquí, los expertos en transmisión aérea de patógenos en interiores alertan de que en recintos cerrados y mal ventilados la única distancia segura es la que le sitúa a uno… fuera del recinto cerrado y mal ventilado.

Ahora bien, en cuanto a las mascarillas, la conclusión es que podrían conferir cierta protección, pero los autores de The Lancet califican los resultados obtenidos como de «baja certeza» por la insuficiente calidad de las pruebas. Tanto los estudios clínicos como los observacionales han arrojado resultados enormemente variables, según repasa el informe del CEBM. Como citan los autores, el Instituto de Salud Pública de Noruega maneja una cifra de reducción de riesgo por el uso de mascarillas en torno al 40%. Es decir, que las mascarillas no reducirían el riesgo de contagio ni siquiera a la mitad. El instituto noruego calcula que, cuando las tasas de infección son bajas, el uso de mascarilla por parte de 200.000 personas evita solo un contagio a la semana (no sería el caso de España, donde la transmisión es alta).

Resumiendo aún más: ¿qué dice realmente la evidencia científica actual sobre la efectividad de las mascarillas?

Respuesta: que aún no hay datos suficientes.

En este punto, es lógico que algún lector se sienta confuso, ya que en algunos medios se ha hablado de estudios científicos según los cuales la mascarilla era prácticamente una garantía contra el contagio, citando datos del 75 y hasta el 90% de protección. Ya expliqué aquí en su día la razón de esta aparente contradicción, que no es tal, sino una errónea interpretación de ciertos estudios, a la que se suma algo de cherry-picking mediático (pregonar los datos que interesan y callar los que no). Algunos de esos datos han surgido de ensayos de laboratorio en los que simplemente se analiza la capacidad de retención de gotitas de las mascarillas, que puede ser muy elevada. Pero cuando se ha analizado la efectividad de las mascarillas (la eficacia se refiere a los ensayos, la efectividad se refiere al mundo real), los datos de reducción de contagios no alcanzan esas cifras ni de lejos; quizá debido a la transmisión por aerosoles, quizá al uso incorrecto de las mascarillas, quizá a otros factores desconocidos, y quizá un poco a todo ello.

Tal vez el caso más clamoroso de mala interpretación de un estudio fue uno muy citado en los medios, según el cual el uso generalizado de mascarillas podía eliminar la expansión del virus. El error de interpretación consistía en que, en realidad, aquel no era un estudio de campo sobre la efectividad de las mascarillas, sino una simulación epidemiológica que estimaba cómo el uso de las mascarillas podía influir en la expansión de la pandemia, suponiendo una efectividad concreta de las mascarillas como condición de partida; los epidemiólogos autores de aquel estudio predecían una eliminación de la transmisión del virus mediante el uso generalizado de mascarillas cuando asignaban a estas como condición de partida una efectividad del 75%. Que es irreal. Es como decir que el número de muertes en carretera descendería a cero si todos los coches se movieran a una velocidad de 0 km/h.

Al menos, parece que la Organización Mundial de la Salud (OMS) sí se atiene a las recomendaciones nacidas de la evidencia científica. Este organismo señala que las mascarillas son parte de una estrategia más general, porque «el uso de una mascarilla por sí solo no es suficiente para conferir un adecuado nivel de protección contra la COVID-19», insistiendo en la necesidad de la distancia física. Y añade:

Muchas personas están utilizando mascarillas no médicas de tela en lugares públicos, pero hay evidencias limitadas sobre su efectividad y la OMS no recomienda su uso general entre el público para el control de la COVID-19. Sin embargo, para áreas de amplia transmisión, con capacidad limitada para implantar medidas de control y especialmente en lugares donde una distancia física de al menos 1 metro no es posible –como en el transporte público, tiendas u otros entornos cerrados o multitudinarios– la OMS aconseja a los gobiernos que alienten el uso de mascarillas de tela no médicas para el público en general.

Con todo esto, queda claro que la obligatoriedad de las mascarillas al aire libre en todo lugar y circunstancia que se ha impuesto en España NO sigue las recomendaciones de la OMS ni, aún más importante, la evidencia científica que las inspira. Es una medida basada en el principio de precaución, no en pruebas científicas, por mucho que trate de presentarse de otro modo. Y aún más curioso, resulta que el primer país de Europa en contagios y sexto del mundo es también el país de un total de 26 donde mayor porcentaje de la población utiliza mascarilla, el 89%.

Cabría preguntarse si quienes culpan de la pésima situación en España a la irresponsabilidad del 11% restante cumplen con su propia responsabilidad de limitar su vida social, restringir su movilidad y quedarse en casa. El pasado fin de semana, alguna celebrity de esas que no se sabe muy bien por qué lo son subrayó el hecho, aplaudiéndolo, de que en Madrid los restaurantes, las tiendas, las calles y las terrazas estaban abarrotadas. Y creo que basta salir a la calle o entrar en un comercio para comprobar que el distanciamiento –lo que incluye no salir de casa salvo que sea imprescindible– no se está respetando. Por lo que se ve, para muchos aquello de la «nueva normalidad» se ha quedado en «lo mismo de antes, pero con mascarilla». El criterio no es «¿es prudente?», sino «¿está permitido?».

Llama la atención que no parezca entrar en el ánimo de las autoridades la reflexión de que solo una evidencia científica concluyente debería guiar la decisión de embozar de forma obligatoria y permanente a toda la población de un país, mientras al mismo tiempo se barre bajo la alfombra la evidencia científica más concluyente que sí avala la necesidad de imponer medidas drásticas de distanciamiento físico cuando la propia población no asume por sí sola esta responsabilidad.

Y, por cierto, algunos expertos ya están advirtiendo de que las mascarillas podrían perjudicar el desarrollo emocional y social de los niños. Quizá por el momento sea solo una conjetura; pero ¿por qué en este caso no sirve el principio de precaución? ¿Tendremos que esperar a que los estudios demuestren daños irreparables para concluir que habrá que elegir entre quitar las mascarillas a los niños o cerrar los colegios? Y no, adoctrinarlos en el «mascarilla o muerte», aparte de ser una barbaridad pseudocientífica, tampoco tiene visos de ayudar demasiado a su desarrollo emocional y social.