Si todo vuelve a ser igual después del coronavirus, esto volverá a suceder

Ayer y anteayer explicábamos aquí las principales razones por las que el mundo está sucumbiendo ante el coronavirus. Por un lado, y a pesar de las continuas e innumerables advertencias de expertos y organismos sobre la inminencia de una pandemia que mataría a millones de personas —el SARS-CoV-2 aún no llega a esos niveles de letalidad, pero puede llegar, según los modelos—, ni siquiera los gobiernos de los países más poderosos y con más recursos se lo tomaron lo suficientemente en serio como para desplegar planes sólidos de preparación, exceptuando a Corea del Sur, que en 2015 le vio las orejas al lobo con el peligroso brote del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), mucho más letal que la COVID-19.

Por otro lado, y como también conté aquí, el SARS-CoV-2 se ha revelado como el equivalente biológico de un grupo terrorista encubierto, lo que ha cogido desprevenidos a los propios científicos y expertos: pasa desapercibido y viaja oculto, pero cuando actúa, puede ser extremadamente letal para sus objetivos. La preparación era mayor para un virus como el ébola, menos contagioso, que no se esconde y es por ello más fácil de contener: solo lo transmiten las personas enfermas, que padecen una fiebre hemorrágica muy incapacitante. Por el contrario, el virus de la COVID-19 es de fácil transmisión, asintomático en un enorme número de casos, y tanto estos como los preclínicos –antes de mostrar síntomas– son también potenciales focos de contagio; pero cuando alcanza a los grupos más vulnerables puede ser devastador, como estamos viendo en los brotes surgidos en residencias de ancianos.

Imagino que a estas alturas casi todos conocemos ya casos de contagio, en propia carne o en nuestro entorno cercano, entre nuestros familiares, amigos y conocidos. Y casos de muertes. Hay quienes ya han perdido de un plumazo a su padre y a su madre, o a sus abuelos. Y aunque los fallecimientos entre las personas más jóvenes son raros, también ocurren.

Pero por encima de esta tragedia colectiva, no debemos perder de vista que podía haber sido mucho peor. El coronavirus MERS tiene una letalidad reportada del 35% (Case Fatality Ratio, que como ya expliqué es el porcentaje de personas enfermas que mueren, no el de contagiadas o Infection Fatality Ratio). La gripe aviar H5N1 se lleva por delante al 60% de las personas enfermas; es más probable morir que vivir. Es más: tanto esta gripe como la pandémica de 1918 mataron con preferencia a niños y adultos jóvenes y sanos. Imaginemos por un momento cómo sería la actual pandemia de la COVID-19 si en lugar de perder a nuestros ancianos estuviéramos perdiendo a nuestros hijos. Si los telediarios se llenaran día a día con cifras de NIÑOS muertos. Sí, podría haber sido muchísimo peor. Y puede serlo en el futuro.

Imagen de Studio Incendo / Wikipedia.

Imagen de Studio Incendo / Wikipedia.

Ya es hora de que, de una vez por todas, el mundo desarrollado comience a tomarse en serio la preparación contra futuras epidemias. Hay quienes han denominado a la COVID-19 «la pandemia del siglo». Pero queda mucho siglo por delante, y los expertos advierten de que llegarán otras y podrían ser infinitamente más graves. Además de que muchos parecen ignorar que la pandemia de gripe A de 2009 causó unas 280.000 muertes, una consulta muy recomendable para tomar perspectiva es la página de alertas de brotes infecciosos en la web de la Organización Mundial de la Salud (OMS): en lo que llevamos de año y además del infame SARS-CoV-2, hemos tenido ya brotes de ébola (por suerte, en este caso para anunciar su inminente fin), MERS, sarampión, dengue, fiebre de Lassa y fiebre amarilla.

Así pues, para que todo vuelva a ser como antes, como reza uno de los lemas que se repiten estos días, no todo puede volver a ser como antes. Algunas cosas tienen que cambiar para que otras no cambien. No se trata de que convirtamos el distanciamiento social en una costumbre; sino al contrario, para que el distanciamiento social no tenga que convertirse en una costumbre, deberán tomarse otras medidas. Será tarea de los expertos en salud pública decidir qué cosas y cómo, diseñar protocolos, destinar recursos… Pero algunas medidas muy concretas son evidentes y/o han sido repetidas (y desoídas) también innumerables veces por los expertos, cosas que han sido hasta ahora y que no pueden ser. Por ejemplo:

No puede ser que los productos antibacterianos se despachen como si fueran caramelos

El peligro no está solo en los virus. Uno de los mayores riesgos infecciosos para el panorama de la salud pública global son las bacterias resistentes, que según la OMS causan 700.000 muertes al año y podrían llegar a los 10 millones en 2050. Esta inmensa amenaza es desconocida para el público en general, pero los expertos llevan también años advirtiendo de que nos estamos quedando sin antibióticos, ya que el abuso de estos medicamentos durante décadas ha seleccionado y propiciado la proliferación de las cepas más resistentes.

Hoy el uso de los antibióticos está más controlado en los países desarrollados. Pero en cambio, se ha extendido la estúpida moda de los productos con compuestos antibacterianos (no confundir con los desinfectantes como la lejía): jabones, geles, champús, limpiadores, toallitas, e incluso tablas de cocina, esponjas… Y también estos compuestos, como el triclosán o el triclocarbán, conducen a su propia inutilidad, favoreciendo el crecimiento de las cepas resistentes. Algunas personas desarrollan una histeria germófoba que no se corresponde en absoluto con la realidad del riesgo habitual. La venta de los productos con compuestos antibacterianos debería restringirse a los usos para los que realmente son necesarios, como en los entornos hospitalarios. Y eso, si es que realmente son eficaces, lo cual ni siquiera parece claro.

No puede ser que la higiene pública sea solo una prioridad relativa

Podríamos pensar que vivimos en una sociedad bastante higiénica. Pero ¿es así? Hoy quien encienda un cigarrillo en un bar o un restaurante puede recibir una multa de cientos o miles de euros, a pesar de que esta sola acción esporádica no va a causar ningún daño a nadie; el tabaco mata, pero lo hace por exposición repetida. Sin embargo, en estos días están muriendo personas por contagios que pueden haberse producido con un simple contacto esporádico de la mano con una superficie contaminada.

¿Podemos llamar a la policía para que se clausure un bar o un restaurante por riesgo a la salud pública cuando encontramos los baños sucios, o cuando no hay jabón o ni siquiera agua para lavarnos las manos (o no hay agua caliente, la recomendada para un correcto lavado)? Nos resultaría inaceptable que pidiéramos un tenedor en un restaurante y nos dijeran que no tienen más. El local en cuestión pasaría de inmediato al fondo del pozo de TripAdvisor. Y sin embargo, hemos aceptado la ausencia de papel higiénico en los baños como algo normal, hasta el punto de que llevamos toallitas o pañuelos de papel para usarlos en tales casos.

Por supuesto que existen normativas sanitarias e inspecciones periódicas. Pero ¿cómo se compadece esta presunta vigilancia con lo que todos podemos ver fácilmente a diario en innumerables baños públicos? Y no se trata solo de lo que descubrimos a simple vista: ¿existe una vigilancia microbiológica constante y rigurosa de estos locales? Cuando se hace un verdadero estudio de este tipo, tomando muestras para la comprobación genética (por PCR) de la contaminación microbiológica, surgen los horrores: en 2014, un estudio en EEUU encontró casi 78.000 tipos de bacterias en los baños de una universidad, casi la mitad de origen fecal, e incluyendo bacterias multirresistentes a antibióticos y virus de papiloma y herpes. Y eso que aquellos baños se desinfectaron antes del experimento y parecían limpios a simple vista. Imaginemos los otros.

Imagen de pexels.com.

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No puede ser que nos expongamos a un riesgo de contagio por sacar dinero de un cajero o comprar un billete de metro

Pero cuidado: el riesgo no está solo en los baños públicos, ni mucho menos. Cajeros automáticos, terminales de pago, pantallas táctiles de uso público, pistolas de gasolineras, pomos de puertas… Todo aquello que muchos tocamos a diario y que también tocan muchas otras personas son focos de infecciones, e incluso más que un inodoro público, ya que, como ha quedado bien claro en los mensajes transmitidos durante la actual pandemia, las manos son la principal vía de contagio. Como conté aquí recientemente, un estudio en el aeropuerto de Helsinki (Finlandia) descubrió que una de cada dos bandejas de plástico de las que se usan para pasar por los escáneres de rayos contenía virus patógenos.

No es descartable que muchas personas contagiadas por el virus de la COVID-19 lo hayan contraído por el simple contacto con una de estas superficies de uso tan común. Y parece evidente que los responsables de la salud pública deberían buscar las maneras de evitarlo. El cómo, ellos sabrán: guantes (como los de las gasolineras, que muchas veces se acaban y no se reponen), sistemas sin contacto como el pago por móvil o las tarjetas de pago contactless (¡pero buscando un sistema que evite marcar el PIN con los dedos!), más puertas automáticas, más grifos y dispensadores de jabón automáticos…

Pero sobre todo, es necesario que se nos facilite el lavado de manos frecuente y en cualquier lugar. Que en todos los lugares de gran tráfico, como aeropuertos, estaciones de autobús, tren o metro, intercambiadores de transportes, centros comerciales, estadios, etcétera, haya puntos de lavado de manos obligatorios por ley. Que los baños públicos de todos los locales, bares y restaurantes, bien surtidos de agua caliente, jabón y dispensadores y grifos sin contacto físico, estén disponibles por ley a cualquier viandante, consuma o no consuma. Y que nosotros, todos, convirtamos la correcta higiene de manos en un precepto básico del orden social.

No puede ser, por el Dios cristiano, el musulmán, los siete dioses antiguos y los nuevos, el señor de luz, y todos los dioses de Asgard y Vanaheim, que las vacunaciones sigan siendo voluntarias

Para conducir una moto es obligatorio llevar casco, a pesar de que no hacerlo únicamente perjudica al propio motorista. Sin embargo, una persona que no se vacuna es un gravísimo e inaceptable riesgo para la comunidad, ya que rompe la inmunidad grupal y pone en riesgo a aquellos vacunados que no han desarrollado inmunidad, y a quienes no pueden vacunarse por motivos médicos. La vacunación no puede ser una decisión personal, porque sus efectos no lo son: TODA persona no vacunada es un posible foco de contagio. No puede permitirse jamás que un niño no vacunado entre en un aula.

Vivimos engañados por el concepto de las «vacunas obligatorias», ya que en realidad no lo son. Es un eufemismo que distingue a las cubiertas por la sanidad pública de las que no lo están. La sanidad pública debe ampliar su cobertura de vacunas, y las obligatorias deben serlo de verdad. En varios países se están adoptando diferentes medidas para que así sea, desde negar las coberturas públicas a quienes rehúsan las vacunas, hasta multas e incluso penas de prisión.

El sarampión, una enfermedad contra la que existe una vacuna totalmente segura y eficaz, mató en 2018 a 140.000 niños en todo el mundo. Repetimos con letras: ciento cuarenta mil niños muertos. La inmensa mayoría de ellos no tuvieron acceso a una vacuna por haber tenido la mala fortuna de nacer en países pobres. Pero en los países ricos, el cáncer social de los movimientos antivacunas ha hecho repuntar enfermedades que estaban controladas. En abril de 2019 la ciudad de Nueva York, afectada por un peligroso brote de sarampión en Brooklyn, ordenó la vacunación obligatoria en 48 horas, bajo penas de multa o prisión. En Europa, nuestro Centro para el Control de Enfermedades ha alertado de que los casos de sarampión se han multiplicado en los últimos años; en 2017 se cuadruplicaron respecto al año anterior.

Recientemente dos expertos en salud pública de la Universidad de Arizona, Christopher Robertson y Keith Joiner, especializados en el estudio de cómo el transporte aéreo facilita la expansión de brotes epidémicos, recomendaban en un artículo en The Conversation que se dispongan medidas legales para denegar el embarque en los aviones a las personas que no cumplan con las vacunaciones obligatorias, y que se construyan bases de datos para que las autoridades y las aerolíneas puedan comprobar el estado de vacunación de los posibles pasajeros. Según estos dos expertos, al menos en EEUU estas medidas no entrarían en conflicto con los derechos constitucionales. En los aviones compartimos durante horas el aire, los baños y las superficies con otras muchas personas, y todos nos dispersamos una vez que hemos llegado al destino; son perfectos incubadores de epidemias.

No puede ser que la protección de datos prevalezca sobre la protección de vidas

Al hilo de lo anterior, y si a alguien le parece que poner nuestros datos de vacunación a disposición de autoridades o incluso de compañías privadas es un atentado contra nuestra privacidad, hay una decisión que deberíamos tomar, y es si preferimos la protección de datos o la protección de vidas. Aquí comenté ayer el caso de Corea del Sur, que al menos hasta ahora ha contenido la epidemia de SARS-CoV-2 no solo con los test masivos, sino también con una flagrante invasión de la privacidad: por medios tecnológicos se han rastreado los movimientos de las personas contagiadas a través de cámaras de televisión, teléfonos móviles y tarjetas de crédito, y estos datos se han publicado, sin información identificativa, para que cualquier persona pudiera comprobar si había podido tener contacto con algún contagiado.

Por muy escrupulosos que seamos hoy con nuestra privacidad de datos, que en circunstancias normales está bien que así sea, en circunstancias excepcionales como las actuales la protección de vidas debe prevalecer. En los medios occidentales se ha criticado la invasión de la privacidad en Corea y se ha dicho que esto sería inaceptable para nuestra mentalidad. Pues deberá dejar de serlo: debería ser una obligación de ciudadanos solidarios y responsables poner nuestros datos a disposición de las autoridades si con ello pueden rastrearse los posibles contagios. Y quien tenga algo que ocultar en los datos de su teléfono móvil o de su tarjeta de crédito, será su problema personal con aquellos a quienes está ocultando dichos datos.

No puede ser que las personas con enfermedades transmisibles vayan alegremente por la calle dispersando su infección

En estos días se repiten los grandes elogios hacia la solidaridad y la responsabilidad de la población española, y todo el que elogia recibe a su vez el afectuoso aplauso social. Pero en fin, alguien tendrá que hacer el papel antipático; no se trata de entrar en valoraciones, sino solo de constatar los hechos: ¿quién en este país se ha puesto alguna vez una mascarilla para no contagiar a otros su gripe?

Y sin embargo, ahora la visita al súper nos descubre una clara mayoría de personas con mascarillas para no contagiarse ellas mismas, desoyendo la recomendación de las autoridades, privando de estos recursos a quienes realmente los necesitan —personal sanitario y de emergencias— y, además, utilizándolos mal: mascarillas por debajo de la nariz, manos tocando la cara para recolocarlas, mascarillas que se bajan y se arrugan bajo el labio inferior para hablar por el móvil y luego vuelven a subirse (todo ello visto personalmente)… Los defensores de la mascarilla se basan en que ayuda a no tocarse la cara; bien, ¿y los datos?

¿Quién se ha quedado alguna vez en casa con gripe para no contagiar a otras personas, y no por el propio malestar? Pongámoslo aún más difícil y excluyamos las bajas laborales, que a eso es fácil apuntarse: ¿quién alguna vez ha rechazado una quedada, unas cañas, un cine, una cena, para no esparcir su gripe a los cuatro vientos?

La gripe mata. Mucho. Concretamente, las gripes estacionales causan cada año hasta 650.000 muertes por enfermedad respiratoria, según la OMS, y en España la temporada de gripe 2018-2019 dejó 6.300 muertes, según el Informe de Vigilancia de la Gripe en España del Instituto de Salud Carlos III; fue un balance mejor que la temporada anterior. Y en las cadenas de transmisión que conducen a esas muertes podemos haber participado cada uno de nosotros, transmitiendo la gripe a otros por haber salido de casa cuando sabíamos que estábamos enfermos.

No puede ser que esto no importe a nadie simplemente porque las decenas de miles de hospitalizaciones por gripe (35.000 la pasada temporada, 50.000 la anterior) no saturan los sistemas de salud, que generalmente ya están dimensionados para acoger esos picos invernales (ver figura). Entre el pánico y los confinamientos de la COVID-19, y el encogimiento general de hombros ante la mortalidad de la gripe, hay un término medio que sería deseable mantener siempre: aplicarnos el #QuédateEnCasa para no contagiar a otros siempre que nos encontremos enfermos; ponernos una mascarilla si no nos queda más remedio que salir estando enfermos; y el lavado de manos, etcétera, etcétera.

Los picos invernales de la mortalidad de la gripe en España. Imagen del ISCIII.

Los picos invernales de la mortalidad de la gripe en España. Imagen del ISCIII.

Conclusión:

Quizá algo de lo anterior, o incluso todo, pueda a muchos parecerles exagerado, propio de germófobos obsesivos como aquel Howard Hughes que retrataba Leonardo DiCaprio en la película El aviador. Pero quienes ya tenemos edad recordamos la época en que se fumaba incluso en los aviones. Hubo un cambio drástico de mentalidad respecto al tabaco. Urge un cambio de mentalidad aún más radical frente a las enfermedades infecciosas; estamos hablando de algo que, esperemos que sea solo por unos meses, ha sido capaz de cambiar la vida del planeta tal como la conocíamos. Y que volverá a suceder, incluso en una versión mucho más aterradora, si después del coronavirus todo vuelve a ser como antes; si, como decía un reciente artículo editorial en The Lancet, no conseguimos romper el «ciclo de pánico y después olvido» al que estamos acostumbrados.

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