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Esto es lo que realmente dice la ciencia sobre la efectividad de las mascarillas

En el telediario, un representante del equipo español de piragüismo, que participa en un campeonato mundial en Hungría, se muestra indignado porque hay equipos de otros países que no llevan mascarilla. El enfoque del reportaje le da la razón, subrayando cómo en la delegación española se sigue a rajatabla el «protocolo anti-cóvid» (incluyendo, cómo no, la engañosa e inútil termometría ambulante).

Resulta tristemente irónico: el representante del país con más contagios de Europa y sexto del mundo reprocha a los demás que no están haciendo bien las cosas.

Por si a alguien aún se le ha escapado, las medidas adoptadas e introducidas durante los últimos meses para contener la pandemia en España no parecen estar funcionando. Creo que el argumento es dicífilmente discutible cuando multitud de otros países, con medidas menos estrictas que las nuestras, han mantenido durante meses cifras de contagios de un orden de magnitud inferior. Nadie sabe por qué España es el pozo negro de la cóvid en Europa. Desde este blog, me he limitado a decir que yo no lo sé. Por supuesto, conjeturas tenemos todos, pero tampoco lo saben quienes tratan de presentar sus conjeturas como algo más que conjeturas.

Las conjeturas valen muy poco y cada vez menos; solo la prueba científica tiene valor. Y solo los estudios científicos podrán determinar, probablemente con el tiempo y el análisis riguroso de los datos a toro pasado, cuál es realmente nuestro problema. Eso sí, aquí también he traído ese llamativo y brutal contraste con países donde las mascarillas no existen (en otros son de uso voluntario o solo obligatorias en interiores) y les va mucho mejor que a nosotros. Y, sin embargo, este curioso hecho que debería invitar a la reflexión no parece haber sido adecuadamente reflexionado.

Desde este blog se ha apoyado (y se apoya) el uso generalizado de las mascarillas en espacios cerrados desde que las evidencias científicas dieron dos motivos para hacerlo que antes se desconocían, los cuales fueron oídos por las autoridades sanitarias: que la transmisión del virus por parte de personas asintomáticas o presintomáticas era muy frecuente, y que esta cuota de infecciones podía aminorarse en gran medida si estas personas portadoras del virus e ignorantes de que lo son –y todos somos candidatos potenciales a esta categoría– utilizaban un elemento cuya mayor utilidad no es proteger a quien lo lleva, sino retener una gran parte de las gotitas expulsadas para proteger a los demás de los ya contagiados.

Mascarillas. Imagen de PublicDomainPictures.net.

Mascarillas. Imagen de PublicDomainPictures.net.

Pero por algún motivo que también ignoro, quizá porque aquí somos así, pasamos del cero al infinito. Las autoridades no solo impusieron el uso de las mascarillas en interiores, donde se produce la gran mayoría de los contagios, sino también en exteriores, en todo momento, circunstancia y lugar; incluso una persona paseando a su perro a la 1 de la mañana por una calle solitaria (o por el campo, como ocurre junto a mi casa) llevará la mascarilla al menos colocada en la barbilla, dispuesta a ajustársela rápidamente al menor movimiento sospechoso a sus alrededores que delate la aproximación de un policía con una libreta de multas en su bolsillo, o simplemente de un vecino con un repertorio de insultos en su lengua.

En apenas unos meses, para una buena parte de los ciudadanos españoles la mascarilla ha pasado de ser un objeto inútil a convertirse en la alternativa a la muerte, como decía en un vídeo viral una niña cuyas palabras fueron intensamente aplaudidas como «ejemplo de sentido común». En los telediarios, los reporteros sacan el micrófono a la calle, y los transeúntes culpan de la pandemia a quienes se quitan la mascarilla. En algún programa de televisión de prime time, alguien que se hace pasar por científico monta un número circense mostrando cómo la mascarilla hace algo que no tiene absolutamente nada que ver con la propagación viral, pero que es muy espectacular y arranca las ovaciones del público. Quienes critican la sobreimposición de las mascarillas y las exageraciones sobre su eficacia son tachados de negacionistas. Y sí, probablemente muchos lo sean.

En el caso de un servidor, me limito a seguir la ciencia y la medicina basada en pruebas (Evidence-Based Medicine o EBM). Y dado el carácter fundamentalista (acepción 3 de la RAE) que ha tomado en este país la opinión pública sobre las mascarillas, me veo en la obligación de traer de nuevo aquí lo que realmente dice la ciencia sobre las mascarillas.

Para ello, parto de lo publicado por el Centre for Evidence-Based Medicine de la Universidad de Oxford (CEBM) bajo el título «Enmascarando la falta de evidencias con política«. Los autores de dicho informe subrayaban cómo el uso de las mascarillas se ha convertido en muchos lugares –y en eso podemos vernos retratados– en una cuestión de filiaciones políticas muy polarizadas, lo que, escriben, «oculta una verdad amarga sobre el estado de la investigación actual y el valor que otorgamos a la evidencia clínica para guiar nuestras decisiones».

¿Y cuál es ese valor? Poco, al parecer: «Se diría que, a pesar de dos décadas de preparación contra pandemias, hay una considerable incertidumbre sobre el valor de llevar mascarillas», escriben los autores. «Por ejemplo, las altas tasas de infección con mascarillas de tela podrían venir causadas por los daños causados por las mascarillas de tela, o los beneficios de las mascarillas médicas. Las numerosas revisiones sistemáticas que se han publicado recientemente se basan todas en los mismos estudios, así que no es sorprendente que a grandes rasgos lleguen a las mismas conclusiones. Sin embargo, recientes revisiones utilizando pruebas de baja calidad han encontrado efectividad en las mascarillas, pero al mismo tiempo han recomendado ensayos clínicos robustos y aleatorizados para encontrar evidencias sobre estas intervenciones».

Esa reciente revisión a la que se refieren los científicos de Oxford se publicó en la revista The Lancet, y ya fue comentada aquí. Los investigadores recopilaban todos los estudios que encontraron válidos sobre la efectividad de la distancia física, las mascarillas y la protección ocular. Esta era la conclusión general: «La distancia física de al menos 1 metro está fuertemente asociada con la protección, pero distancias de hasta 2 metros podrían ser más efectivas. Aunque la evidencia directa es limitada, el uso óptimo de las mascarillas, sobre todo N95 o respiradores similares en los entornos sanitarios y mascarillas quirúrgicas o de algodón de 12 a 16 capas en la comunidad, podría depender de factores contextuales; se necesitan acciones a todos los niveles para solventar la escasez de mejores evidencias. La protección ocular podría proporcionar beneficios adicionales».

En resumen, de la revisión en The Lancet se desprende esta conclusión: hay pruebas suficientes de que la distancia física es la medida más efectiva para prevenir contagios. Lo cual tampoco debería sorprender a nadie. El hecho de que en distintos lugares se impongan diferentes criterios se debe a que no existe una distancia general que pueda considerarse cien por cien segura; el virus puede detectarse a ocho metros de distancia de alguien infectado. Por ello, las autoridades tratan de encontrar un compromiso entre ocupación de los espacios y reducción del riesgo: 1 metro protege algo, 1,5 metros protegen más que 1, y 2 más que 1,5. Pero ninguna de estas distancias es «de seguridad», es decir, ninguna reduce el riesgo a cero. Es más, y como ya he contado aquí, los expertos en transmisión aérea de patógenos en interiores alertan de que en recintos cerrados y mal ventilados la única distancia segura es la que le sitúa a uno… fuera del recinto cerrado y mal ventilado.

Ahora bien, en cuanto a las mascarillas, la conclusión es que podrían conferir cierta protección, pero los autores de The Lancet califican los resultados obtenidos como de «baja certeza» por la insuficiente calidad de las pruebas. Tanto los estudios clínicos como los observacionales han arrojado resultados enormemente variables, según repasa el informe del CEBM. Como citan los autores, el Instituto de Salud Pública de Noruega maneja una cifra de reducción de riesgo por el uso de mascarillas en torno al 40%. Es decir, que las mascarillas no reducirían el riesgo de contagio ni siquiera a la mitad. El instituto noruego calcula que, cuando las tasas de infección son bajas, el uso de mascarilla por parte de 200.000 personas evita solo un contagio a la semana (no sería el caso de España, donde la transmisión es alta).

Resumiendo aún más: ¿qué dice realmente la evidencia científica actual sobre la efectividad de las mascarillas?

Respuesta: que aún no hay datos suficientes.

En este punto, es lógico que algún lector se sienta confuso, ya que en algunos medios se ha hablado de estudios científicos según los cuales la mascarilla era prácticamente una garantía contra el contagio, citando datos del 75 y hasta el 90% de protección. Ya expliqué aquí en su día la razón de esta aparente contradicción, que no es tal, sino una errónea interpretación de ciertos estudios, a la que se suma algo de cherry-picking mediático (pregonar los datos que interesan y callar los que no). Algunos de esos datos han surgido de ensayos de laboratorio en los que simplemente se analiza la capacidad de retención de gotitas de las mascarillas, que puede ser muy elevada. Pero cuando se ha analizado la efectividad de las mascarillas (la eficacia se refiere a los ensayos, la efectividad se refiere al mundo real), los datos de reducción de contagios no alcanzan esas cifras ni de lejos; quizá debido a la transmisión por aerosoles, quizá al uso incorrecto de las mascarillas, quizá a otros factores desconocidos, y quizá un poco a todo ello.

Tal vez el caso más clamoroso de mala interpretación de un estudio fue uno muy citado en los medios, según el cual el uso generalizado de mascarillas podía eliminar la expansión del virus. El error de interpretación consistía en que, en realidad, aquel no era un estudio de campo sobre la efectividad de las mascarillas, sino una simulación epidemiológica que estimaba cómo el uso de las mascarillas podía influir en la expansión de la pandemia, suponiendo una efectividad concreta de las mascarillas como condición de partida; los epidemiólogos autores de aquel estudio predecían una eliminación de la transmisión del virus mediante el uso generalizado de mascarillas cuando asignaban a estas como condición de partida una efectividad del 75%. Que es irreal. Es como decir que el número de muertes en carretera descendería a cero si todos los coches se movieran a una velocidad de 0 km/h.

Al menos, parece que la Organización Mundial de la Salud (OMS) sí se atiene a las recomendaciones nacidas de la evidencia científica. Este organismo señala que las mascarillas son parte de una estrategia más general, porque «el uso de una mascarilla por sí solo no es suficiente para conferir un adecuado nivel de protección contra la COVID-19», insistiendo en la necesidad de la distancia física. Y añade:

Muchas personas están utilizando mascarillas no médicas de tela en lugares públicos, pero hay evidencias limitadas sobre su efectividad y la OMS no recomienda su uso general entre el público para el control de la COVID-19. Sin embargo, para áreas de amplia transmisión, con capacidad limitada para implantar medidas de control y especialmente en lugares donde una distancia física de al menos 1 metro no es posible –como en el transporte público, tiendas u otros entornos cerrados o multitudinarios– la OMS aconseja a los gobiernos que alienten el uso de mascarillas de tela no médicas para el público en general.

Con todo esto, queda claro que la obligatoriedad de las mascarillas al aire libre en todo lugar y circunstancia que se ha impuesto en España NO sigue las recomendaciones de la OMS ni, aún más importante, la evidencia científica que las inspira. Es una medida basada en el principio de precaución, no en pruebas científicas, por mucho que trate de presentarse de otro modo. Y aún más curioso, resulta que el primer país de Europa en contagios y sexto del mundo es también el país de un total de 26 donde mayor porcentaje de la población utiliza mascarilla, el 89%.

Cabría preguntarse si quienes culpan de la pésima situación en España a la irresponsabilidad del 11% restante cumplen con su propia responsabilidad de limitar su vida social, restringir su movilidad y quedarse en casa. El pasado fin de semana, alguna celebrity de esas que no se sabe muy bien por qué lo son subrayó el hecho, aplaudiéndolo, de que en Madrid los restaurantes, las tiendas, las calles y las terrazas estaban abarrotadas. Y creo que basta salir a la calle o entrar en un comercio para comprobar que el distanciamiento –lo que incluye no salir de casa salvo que sea imprescindible– no se está respetando. Por lo que se ve, para muchos aquello de la «nueva normalidad» se ha quedado en «lo mismo de antes, pero con mascarilla». El criterio no es «¿es prudente?», sino «¿está permitido?».

Llama la atención que no parezca entrar en el ánimo de las autoridades la reflexión de que solo una evidencia científica concluyente debería guiar la decisión de embozar de forma obligatoria y permanente a toda la población de un país, mientras al mismo tiempo se barre bajo la alfombra la evidencia científica más concluyente que sí avala la necesidad de imponer medidas drásticas de distanciamiento físico cuando la propia población no asume por sí sola esta responsabilidad.

Y, por cierto, algunos expertos ya están advirtiendo de que las mascarillas podrían perjudicar el desarrollo emocional y social de los niños. Quizá por el momento sea solo una conjetura; pero ¿por qué en este caso no sirve el principio de precaución? ¿Tendremos que esperar a que los estudios demuestren daños irreparables para concluir que habrá que elegir entre quitar las mascarillas a los niños o cerrar los colegios? Y no, adoctrinarlos en el «mascarilla o muerte», aparte de ser una barbaridad pseudocientífica, tampoco tiene visos de ayudar demasiado a su desarrollo emocional y social.

En tiempos de pandemia, la medicina basada en pruebas es más importante que nunca

Quizá a algunos les resulte extraño, pero no toda la medicina es ni ha sido siempre científica. Un amigo farmacéutico suele decir que Medicina es una carrera de letras: del mismo modo que los estudiantes de Derecho aprenden delito-artículo-pena, los de Medicina aprenden síntomas-diagnóstico-tratamiento, lo que asienta el aprendizaje sobre todo en la capacidad memorística más que en la comprensión de la ciencia que hay (o debería haber) detrás, como solía quejarse otra amiga médica. Lo cual, de por sí, no tendría nada objetable si esa triple relación siempre estuviese sólidamente avalada por estudios científicos. Pero no es así.

Los casos más extremos del alejamiento entre medicina y ciencia los tenemos en las prácticas pseudocientíficas que han emergido del propio seno de la primera: Samuel Hahnemann y su homeopatía, Andrew Taylor Still y su osteopatía, Paul Nogier y su auriculoterapia, Edward Bach y sus flores homónimas, Ignaz von Peczely y su iridología, o Andrew Wakefield y su vínculo inventado entre vacunas y autismo, son solo algunos ejemplos de cómo los propios médicos en ocasiones han fabricado sus propios sistemas de proclamas sin fundamento científico; en algunos casos, en el honesto –aunque frustrado– intento de encontrar alternativas a la medicina convencional, en otros por un mucho menos honesto ánimo de lucro fraudulento, como en el caso de Wakefield.

Pero estos casos son solo la punta del iceberg. Sabemos de médicos actuales que respaldan y fomentan pseudomedicinas. Esto era algo más justificable que hoy en un pasado sorprendentemente reciente, cuando, citando palabras de la escritora de ciencia Laura Spinney en Nature, la práctica médica era «un revoltijo acientífico de investigación, experiencia, anécdota y costumbre». En especial, era la experiencia, más que la adherencia estricta a la ciencia revisada por pares y publicada, lo que solía elevar a los médicos, a unos más que a otros, a una categoría de modernos chamanes poseedores de un conocimiento iniciático.

En 1991 el médico canadiense Gordon Guyatt, de la Universidad McMaster, acuñó la expresión Evidence-Based Medicine (EBM), o medicina basada en pruebas o en evidencias (aunque esta última palabra tiene un significado diferente en castellano), como «el uso concienzudo, explícito y juicioso de las mejores pruebas al tomar decisiones sobre el cuidado de pacientes individuales»; es decir, medicina basada en ciencia de calidad.

Naturalmente, Guyatt no inventó la medicina científica, que ya existía desde hacía siglos. Pero en un mundo en el que tan colegiado y en ejercicio está el médico que sigue la ciencia como el que recomienda a sus pacientes homeopatía, vitamina C o dietas detox, Guyatt y otros profesionales vieron la necesidad de construir un sistema objetivo y sólido que permitiera separar claramente la medicina científica de la que no lo es.

Imagen de PublicDomainPictures.net.

Imagen de PublicDomainPictures.net.

En las décadas transcurridas desde esta fundación cuasioficial, la medicina basada en ciencia ha trascendido enormemente, hasta tal punto que ya forma parte integral de la discusión dentro del panorama de las ciencias biomédicas. No todos los profesionales aplauden cerradamente y sin resquicios esta forma de entender la práctica médica, y algunos de ellos lo hacen con argumentos razonables: por ejemplo, dicen, en ocasiones los tratamientos pueden no contar con la suficiente evidencia científica, pero a la hora de apagar un fuego es necesario tirar de todos los recursos disponibles; confiar solo en la medicina basada en ciencia puede atar las manos a la hora de aplicar ciertas intervenciones avaladas por la experiencia, defienden.

Y no les falta razón. Pero nadie pretende decir que la medicina basada en ciencia de alta calidad sea la única que funciona; es la única que se ha demostrado que funciona. Por supuesto que la experiencia siempre ha sido y será valiosa; de hecho, la experiencia clínica también se considera parte esencial de la EBM. El problema es que ese valor no es objetivable ni cuantificable, y para eso son necesarios los ensayos clínicos. Es decir, la ciencia.

En especial, la EBM es un grano en la parte sobre la que se sienta el cuerpo para las marcas comerciales que hacen proclamas no apoyadas en la evidencia científica. En 2012 una investigación del Centre for Evidence-Based Medicine (CEBM) de la Universidad de Oxford, en colaboración con la revista BMJ (British Medical Journal), examinó 431 proclamas de 104 productos deportivos que aseguraban mejorar el rendimiento de los deportistas: desde bebidas isotónicas y suplementos nutricionales a ropa o zapatillas, incluyendo las que utilizó el jamaicano Usain Bolt en los Juegos Olímpicos de Pekín en 2008.

Los autores descubrieron que para la mayoría de los productos no había estudios científicos disponibles, y los que sí existían para algunos de ellos eran de baja calidad. Solo encontraron tres estudios de alta calidad; curiosamente, ninguno de estos mostró ningún beneficio del producto en cuestión, a pesar de que su publicidad los anunciaba. El estudio levantó un gran revuelo en Reino Unido, y algunas de las compañías concernidas salieron al paso para defender las virtudes de sus productos, a pesar de que ya eran difícilmente defendibles.

Y por supuesto, la EBM no solo es una molestia para las marcas de productos deportivos: como comentaremos otro día, también las farmacéuticas tienen lo suyo. El gran problema de la llamada Big Pharma no es, como sostiene el mito conspiranoico popular, que las compañías defrauden y mientan; estos son simplemente casos de delitos, que existen en todas las industrias, pero que no dejan de ser aislados y puntuales, por mucha resonancia que alcancen. En cambio, lo que no es aislado y puntual ni es delictivo, pero sí una enorme falla estructural contraria a la bioética, es que las compañías controlen los ensayos de sus propios fármacos, y que muchas de sus proclamas se basen en estudios que son publicables y se publican, pero que están cogidos por los pelos: según los criterios de la EBM, son de baja calidad; no demuestran lo que dicen demostrar.

La EBM tiene hoy un inmenso valor para informar y educar a los ciudadanos/consumidores sobre las opciones que eligen, para que no se dejen engañar por las proclamas publicitarias. Pero la EBM cobra un especial significado en tiempos de cóvid, porque es notorio que las autoridades reguladoras, tanto en España y sus Comunidades Autónomas como en muchos otros lugares, no se están guiando necesariamente por estos criterios. Lo cual puede ser discutible; si hablábamos de apagar un fuego, una pandemia es sin duda un incendio planetario. Pero, al menos, las autoridades deberían ser transparentes y tratar a los ciudadanos como adultos, explicándoles claramente cuál es el nivel de evidencia científica de las intervenciones que prescriben. Cuáles están basadas en ciencia sólida. Cuáles se adoptan simplemente por el principio de precaución sin pruebas que las avalen. Y cuáles se están adoptando a pesar de que la evidencia científica disponible no les atribuye el menor beneficio, pero se adoptan por… ¿Por?

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Escaneo de temperatura con un termómetro sin contacto en Puerto Rico. Imagen de Guardia Nacional de Puerto Rico / Dominio público.

Es comprensible que muchos negocios privados estén recurriendo a una teatralidad excesiva en sus medidas –minimizando las menos teatrales pero mucho más útiles, como la ventilación y la filtración del aire– con el fin de infundir en el público una sensación de seguridad que atraiga clientes. Es comprensible, aunque sería recomendable más divulgación para que los ciudadanos aprendan a distinguir lo que realmente les va a proteger de lo que es mera farándula; ningún establecimiento comercial contrata a chamanes para que agiten ramitas sobre sus clientes con el fin de protegerlos del mal de ojo (o a sacerdotes para que esparzan agua bendita, que cada cual elija su ejemplo).

En cambio, lo que sí es inaceptable es que las instituciones y administraciones públicas estén malgastando el dinero de todos y su propio tiempo, que también pagamos con dinero de todos, en medidas inútiles o cuya eficacia no viene avalada por la menor evidencia científica: termómetros sin contacto, cámaras térmicas, felpudos desinfectantes, «desinfección» de espacios al aire libre (entrecomillado porque no existe tal desinfección), limpiezas excesivas y compulsivas, a veces con productos innecesarios…

Desde el comienzo de la pandemia, tanto los científicos del CEBM de Oxford como otras instituciones y numerosos investigadores se han ido ocupando de vigilar la información científica disponible para divulgar la realidad sobre los datos (otro día podríamos hacer aquí un repaso). Sin embargo, las conclusiones científicas actuales sobre las medidas adoptadas no se están dando a conocer a los ciudadanos por parte de las autoridades gubernamentales.

En algunos casos, se han producido errores clamorosos de comunicación: Fernando Simón justificando el cambio en la recomendación sobre las mascarillas porque no había para todos, en lugar de explicar la nueva evidencia científica que entonces aconsejaba ese cambio (la transmisión asintomática y el hecho de que la mascarilla protege más a los otros). O divagando sobre las razones del exceso de mortalidad no incluido en las cifras de fallecidos, en lugar de explicar lo que sí se está discutiendo en otros países: que distinguir muertes por cóvid de muertes con cóvid no siempre es posible, y que la cóvid está arrastrando un exceso de mortalidad añadido por intervenciones médicas retrasadas o suspendidas, camas UCI no disponibles para otros enfermos, quiebra del apoyo social…

En otros casos, se toman medidas a tontas y a locas en lo que parece pura teatralidad política que revela una trágica ausencia de asesoría experta: la Comunidad de Madrid (y otras) derrochando el dinero en inútiles y caros termómetros sin contacto y desinfecciones compulsivas mientras se pide la amable colaboración de voluntarios para el rastreo de contagios, e imponiendo en los colegios un aluvión de medidas desnortadas y en muchos casos intrínsecamente contradictorias, exagerando la obligación de las mascarillas pero dejando de lado las medidas probadamente más eficaces, como las distancias (cuando no se dota del profesorado adicional para asegurarlas) y la purificación y renovación del aire.

Lo de la falta de asesoría no es una opinión, sino una desgraciada evidencia: esta semana Isabel Díaz Ayuso, la misma que hace meses afirmaba que la «D» de COVID era de «diciembre», decía que «todos pensaban» que la pandemia «iba a durar lo que iba a durar», cuando ningún científico experto y reputado ha dicho jamás tal cosa; solo Donald Trump lo pensaba.

En los días pasados he preguntado a un puñado de científicos expertos para un reportaje sobre la presente y futura estacionalidad del coronavirus. A grandes rasgos, todos coincidían en que deberemos prepararnos para un invierno muy complicado, y en que, a menos que exista una vacuna extremadamente efectiva (en términos médicos, eficacia y efectividad no son sinónimos; el segundo se refiere a su utilidad en el mundo real), deberemos esperar años venideros en los que probablemente la cóvid regresará invierno tras invierno, sin que aún parezca claro si las reinfecciones serán frecuentes o raras, o si serán comúnmente más o menos graves.

La semana pasada, un representante de la Organización Mundial de la Salud advertía de que todavía estamos solo «al comienzo» de la pandemia, «ni siquiera a la mitad». Tenemos mucho tiempo por delante para aprender a escuchar a los científicos expertos. Y para exigir a nuestros gobernantes que lo hagan, y que se limiten a contarnos lo que ellos dicen, no lo que «todos piensan». Y a actuar en consecuencia.

Esta es la conclusión de la ciencia sobre las flores de Bach (y sobre el efecto placebo)

Decíamos ayer que las flores de Bach vienen a ser la ocurrencia de alguien que se levantó una buena mañana deseando que el universo se comportara según sus deseos. Como quien se levanta antes del amanecer, sale a la calle y se sienta frente a una farola deseando muy fuerte que se apague.

Lo cierto es que finalmente la farola termina apagándose. Pero no porque uno lo desee muy fuerte (correlación no significa causalidad). Del mismo modo, aparentemente hay quienes prescriben las flores de Bach acogiéndose a ese famoso motivo: «a mí me funciona». Pero no, no funciona; la farola se apaga porque está programada para ello.

Tomemos, por ejemplo, un artículo publicado en 2014 en la Revista de Enfermería, editada en Barcelona. El trabajo describe el tratamiento de un herpes zóster en un hombre de 78 años. Las dos autoras le administraron un tratamiento con flores de Bach, observando que “las lesiones se curan en un período relativamente corto de tiempo y se mejora la ansiedad que presentaba el paciente ante su estado de salud, todo ello con una gran implicación de este y su familia en el proceso de curación”. Alguien podría leer el artículo y defender que las flores de Bach funcionan porque lo dice un «estudio científico».

Flores de Bach. Imagen de pixabay.

Flores de Bach. Imagen de pixabay.

Salvo que no es un estudio científico: un solo paciente, sin grupo de estudio, sin aleatorización, sin doble ciego, sin controles, sin placebos, sin análisis estadístico. Quien esgrimiera este caso como «estudio científico» solo estaría demostrando no saber qué es un estudio científico (y esto es habitual en el ámbito de las pseudociencias). En realidad el artículo no demuestra que las flores funcionen, ni que no funcionen; no demuestra absolutamente nada. Es solo una anécdota (técnicamente, un case report); un amimefuncionismo.

Mientras no haya demostración en contra, probablemente el efecto placebo y la regresión a la media –la mejora espontánea después de un pico en los síntomas, que es cuando se suele acudir al médico y suelen administrarse los tratamientos– expliquen perfectamente tanto la sensación subjetiva del paciente como la evolución de la enfermedad, sin necesidad de recurrir a la magia.

Y hay algo que quizá les sorprenda. Las autoras hablaban de la «gran implicación del paciente». O mucho me equivoco, o puede entenderse que se refieren a la voluntad de curarse, de luchar mentalmente contra la enfermedad… Probablemente las autoras del artículo han creído necesario destacarlo porque creen que este es un factor decisivo en el proceso de curación. Es una idea bonita pensar que la voluntad obra milagros. Que uno se cura mejor si lo desea fuertemente. Pero como vamos a ver, la ciencia disponible no avala esta creencia.

Para obtener una valoración científica real de los posibles efectos de las flores de Bach o de cualquier otro tratamiento es necesario recurrir a ensayos clínicos controlados, que a su vez se reúnen en metaestudios, o revisiones sistemáticas de diversas pruebas rigurosas para extraer conclusiones estadísticamente válidas.

Y cuando esto se aplica a las flores de Bach, no hay sorpresas: en 2002, una revisión sistemática de todos los ensayos válidos realizados para diferentes trastornos concluía: “La hipótesis de que los remedios florales se asocian a efectos más allá de una respuesta placebo no está avalada por los datos de los ensayos clínicos rigurosos”. Otra revisión sistemática de 2009 evaluó sus efectos concretos para el dolor o problemas psicológicos como el trastorno de déficit de atención con hiperactividad. También en este caso la conclusión fue que “no hay pruebas de beneficio en comparación con una intervención placebo”.

Pero hay más: una tercera revisión en 2010 llegaba al mismo veredicto: “Todos los ensayos controlados con placebo fallaron en mostrar eficacia. Se concluye que los ensayos clínicos más fiables no muestran ninguna diferencia entre los remedios florales y los placebos”. También el mismo año, otra revisión más sobre los efectos de la homeopatía y de las flores de Bach resolvía que “el efecto placebo opera de forma significativa en ambos casos“.

En resumen, placebo, placebo y placebo. Parece suficientemente avalado como para aconsejar que no se gaste ni un céntimo más en seguir evaluando clínicamente el absurdo. Pero incluso siendo así, de cuando en cuando se escucha a ciertos profesionales de la salud que defienden la medicina con placebos, en esa creencia de que pueden mejorar el curso de la enfermedad siempre que uno desee lo suficiente curarse.

Placebos de prescripción empleados en clínica e investigación. Imagen del gobierno de EEUU / Wikipedia.

Placebos de prescripción empleados en clínica e investigación. Imagen del gobierno de EEUU / Wikipedia.

Sin embargo y por desgracia, nada de esto es cierto. Durante décadas se discutió si los placebos eran capaces de lograr mejoras reales, pero hoy parece sobradamente demostrado que solo ofrecen una sensación subjetiva de bienestar, sin ningún impacto real sobre la evolución de ninguna enfermedad. Lo cual desaconseja su uso en todos los casos: si la dolencia no va a remitir, porque puede distraer de las intervenciones realmente necesarias y eficaces (por ejemplo, muchos pacientes de cáncer sometidos a pseudoterapias abandonan sus tratamientos); y si va a remitir, precisamente por ello.

Pero es necesario añadir también que el placebo no tiene nada que ver con la fuerza de voluntad, y precisamente las flores de Bach han servido para ilustrar este error; estos remedios se han revelado como un buen instrumento para estudiar el efecto placebo, ya que no existe el menor riesgo de interferencia por un efecto terapéutico real. Así, varios estudios (ver aquí, aquí, aquí y aquí) han analizado cómo se manifiesta el efecto placebo en unas personas y en otras en función de distintos factores psicológicos.

Los resultados indican que el efecto placebo de las flores de Bach se asocia en mayor medida con factores como la espiritualidad, que sitúan a ciertas personas en lo que podríamos llamar una onda más cercana a las ideas que inspiran este tipo de remedios; curiosamente, esta conexión importa más que la creencia concreta en esta pseudoterapia o las expectativas de curación.

Es decir, que las personas espirituales, incluso si desconocen previamente las flores de Bach y no tienen una opinión formada respecto a su posible poder curativo, pueden sentir con mayor probabilidad una mejoría subjetiva si se les explica el presunto tratamiento. Por el contrario, la espiritualidad no se asocia a un mayor efecto placebo en el caso de otras falsas terapias psicológicas diseñadas deliberadamente como simulaciones.

En conclusión, tampoco se justifica el uso de estas pseudoterapias en las personas que creen en ellas por el hecho de que vayan a ayudarlas en su lucha mental contra la enfermedad. El placebo no cura, y la fuerza de voluntad tampoco. Curan los fármacos. Incluso a quienes no creen en ellos.

Pero hay enfermedades contra las cuales los fármacos aún no pueden hacer gran cosa. Las personas que nos han abandonado por una enfermedad mortal no tienen la culpa de habernos abandonado porque no desearan lo suficiente quedarse con nosotros, o porque no tuvieran una «gran implicación en el proceso de curación». A ver si lo entendemos de una vez: la culpa de morirse no es del paciente. Es de la enfermedad.

Este paciente pide que cada médico se decante: medicina basada en ciencia, o no

Hace unos días ordenaba uno de esos pequeños agujeros negros donde solemos almacenar medicamentos que caducaron cuando aún se prescribían sangrías (de las de sanguijuelas, no de las de tinto). Obviamente, rechazo y desaconsejo este acaparamiento farmacológico; claro que nos lo pondrían más fácil si, en lugar de obligarnos a comprar la caja de 500 píldoras, pudiéramos adquirir un botecito con el tratamiento exacto que necesitamos, como ocurre en otros países.

Pues resultó que, navegando entre las reliquias fósiles de enfermedades pasadas, de pronto mis ojos se posaron en una caja de jarabe para la tos donde, en letra menuda, aparecía una leyenda lacerante para mi vista: «medicamento homeopático». ¿Cómo? ¿Cuándo? Aquel descubrimiento fue como… en fin, como encontrar homeopatía en mi botiquín. Para qué buscar una metáfora sobre algo más absurdo y humillante.

No tengo la menor idea de cómo ni cuándo aquel producto llegó a mi armario. Pero parece probable que, en algún momento del pasado, alguno de los pediatras que alguna vez ha atendido a alguno de mis hijos nos la ha colado. Sin avisarnos de que nos la iba a colar. Y que, por algún motivo que no me explico, nosotros, posiblemente confiando en que el médico al que visitábamos ejercería como médico de verdad, ni siquiera nos molestamos en leer lo que decía la letra pequeña. Un incomprensible error por mi parte que reconozco y que no se repetirá. Pero también un acto médico que, como mínimo, solo debería tolerarse previa información al paciente.

En realidad no he venido a contar una anécdota personal que poco importa, sino que este episodio me ha sugerido dos reflexiones. La primera, respecto al propio producto concreto que se escondía en mi casa, la dejo para la próxima ocasión, ya que tiene bastante zumo que exprimir. La segunda se refiere precisamente a lo que acabo de mencionar: ¿sería mucho pedir que, al menos a quienes así lo deseemos, se nos trate exclusivamente con medicina de verdad?

Homeopatía. Imagen de Pixabay.

Homeopatía. Imagen de Pixabay.

Disculpen si prosigo con otra referencia personal, pero me sirve para explicar lo que pretendo. Tuve un abuelo médico. Recuerdo su consulta en su propia casa, como era costumbre antes; con una camilla de metal y vidrios sobre la cual no podía existir una postura cómoda, y con un aparato de rayos X casi de cuando Curie. Al fondo del pasillo, una sala le servía como laboratorio, con microscopios que eran verdaderas joyas y toda una cacharrería de retortas y cristalería antigua que venía incluso grabada a mano con la firma del fabricante, Fulano de Tal, Calle Arenal, Madrid. Allí mi abuela le ayudaba con los análisis, centrifugando las muestras de sangre y tiñéndolas con Giemsa para luego contar las células una a una bajo el microscopio, hematíes, eosinófilos, basófilos…

La casa-consulta de mis abuelos fue una de las patrias de mi infancia, y por ello la recuerdo con cariño y nostalgia. En aquella época se contemplaba a los médicos como sabios avalados por una experiencia de la que emanaba su poder de curar. Cuando decían «esta fórmula funciona», nadie osaba jamás ponerlo en duda. Eran infalibles, tanto que los regalos de sus pacientes eran casi más bien ofrendas a los dioses de la salud: por Navidad les traían pollos y pavos. No, no en un blíster de plástico, sino crudos, vivos y con todas sus plumas. En casa de mis abuelos los encerraban en el baño de servicio hasta que entraba la cocinera a retorcerles el pescuezo. Cosas de entonces.

¿Y dónde quedaba la ciencia? Bueno, por supuesto que en aquel entonces ya se publicaban el New England Journal of Medicine y el British Medical Journal (hoy BMJ). Por supuesto que se celebraban congresos de medicina, y que se investigaba, y que se publicaba, y que se avanzaba descubriendo nuevos compuestos y métodos terapéuticos. Pero para un médico de a pie como mi abuelo, formado en la España de los años 20, todo aquello quedaba tan lejos como la galaxia de Andrómeda.

Para empezar, él ni siquiera hablaba inglés; había estudiado francés, como la mayoría en su generación. Naturalmente, seguía las publicaciones en castellano que le llegaban a través del Colegio de Médicos y de otras organizaciones profesionales, pero recuerdo su biblioteca dominada sobre todo por antiguos volúmenes encuadernados en piel que contenían verdades médicas, al parecer, inmutables. Por descontado, él se relacionaba con sus colegas, con quienes intercambiaba observaciones sobre sus casos y sobre la eficacia percibida de diversos tratamientos. Pero todo aquello no llegaba a formar una comunidad científica, el pilar sobre el que se construye el conocimiento científico.

Aquella versión romántica de la medicina hoy ya no tiene cabida. Aquella época murió.

Pero ¿murió de verdad? Todavía me sorprende seguir escuchando en la radio, en pleno siglo XXI, esas cuñas en las que el Doctor Mengano recomienda tal producto farmacéutico o parafarmacéutico. Porque, en realidad, lo único que revela la recomendación del Doctor Mengano es que al Doctor Mengano le han pagado para recomendar tal producto farmacéutico o parafarmacéutico. Aún, si el Doctor Mengano dedicara sus diez segundos de micrófono a dar cuenta de los ensayos clínicos y metaensayos que avalan la eficacia del producto, su intervención tendría sentido. Pero no es así. Y hoy el argumento de autoridad no basta.

Sin embargo, este continúa siendo un debate dentro de la comunidad médica. El mes pasado conté aquí un artículo aparecido en la última edición navideña de la revista BMJ, siguiendo esa tradición de algunas publicaciones médicas de cerrar el año con temas humorísticos. Sus autores describían el primer ensayo clínico comparando el efecto de utilizar un paracaídas al saltar de un avión con el de no usarlo.

Como expliqué, no era una simple gracieta: los investigadores se apoyaban en el ejemplo absurdo para argumentar la importancia de la medicina basada en ciencia, aquella que se guía exclusivamente por las conclusiones de los ensayos clínicos controlados y aleatorizados. Y lo hacían en respuesta a otro artículo anterior cuyos autores habían propuesto precisamente el mismo ejemplo absurdo para defender la medicina no basada en ciencia, aquella que se orienta por la experiencia profesional individual del médico, la plausibilidad biológica y el argumento de autoridad. Como en otros tiempos.

Evidentemente, ni un servidor ni otros miles más gozamos de la autoridad para decir a los médicos cómo tienen que hacer su trabajo. Pero soy un paciente. Y como tal creo que sí puedo reclamar esto: mi derecho a poner mi salud y la de mi familia exclusivamente en manos de los profesionales que se ciñan a la medicina basada en ciencia. Que al menos mientras un médico siga teniendo el derecho legal a especiar sus prescripciones con unas gotas de homeopatía, acupuntura, risoterapia o reiki, yo tenga el derecho a estar advertido de ello para no pasar por su consulta.