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¿Puede el sistema inmune agotarse por demasiadas dosis de vacunas? (I)

Cuando a comienzos de los 90 trataba de elegir el tema para mi tesis en inmunología, había un fenómeno que me entusiasmaba y al que quería dedicar aquellos años de investigación. Unos 10 años antes, un inmunólogo austro-australiano llamado Gustav Nossal y otros habían descrito un extraño fenómeno llamado anergia clonal de células B, y que explico.

Todos sabemos que el sistema inmune sirve para responder, defender, luchar contra aquello que nos amenaza. Es algo que damos por hecho, y a lo que tradicionalmente se había dirigido la mayor parte de la investigación en inmunología.

Pero hay otra cara de la moneda: ¿por qué el sistema inmune no nos ataca a nosotros mismos? ¿Cómo sabe que nuestros propios antígenos son los buenos? Si básicamente todo se basa en el reconocimiento entre proteínas que encajan entre sí, ¿por qué las nuestras no disparan esa respuesta? En resumen, ¿cómo sabe el sistema inmune distinguir entre lo propio y lo ajeno? ¿Cómo sabe, incluso, distinguir en lo ajeno entre aquello que es realmente peligroso y lo que no lo es tanto? La discriminación entre lo propio y lo no propio es un tema clásico que se ha investigado desde que existe la inmunología, pero la mayor parte del trabajo se había centrado en cómo se dispara la respuesta, no en cómo se abstiene de dispararse cuando no debe.

Nossal y sus colaboradores habían encontrado ciertos mecanismos moleculares por los cuales los linfocitos B o células B, productoras de anticuerpos, aprendían a tolerarnos a nosotros mismos. Y esta capacidad del sistema inmune, no para disparar cuando ve pasar un enemigo, sino para bajar las armas al distinguir que quien pasa es amigo, era por entonces casi una página en blanco en la investigación inmunológica.

Y sin embargo, sus consecuencias eran brutales. Aquellos mecanismos podían estar implicados en la respuesta inmune defectuosa contra algunas infecciones o contra el cáncer. En las enfermedades autoinmunes. En respuestas erróneas como las alergias.

Un linfocito B humano, las células productoras de anticuerpos. Imagen de NIAID / Wikipedia.

Un linfocito B humano, las células productoras de anticuerpos. Imagen de NIAID / Wikipedia.

Bueno, aquello se frustró, por razones que no vienen al caso. Digamos simplemente que algunos decidimos tragar, pasar página y seguir adelante. Otros, como ese tal Robert Malone, dedican el resto de su vida a intentar desacreditar aquello que dicen que se les robó y a aquellos a quienes acusan de habérselo robado. Por mi parte, en cualquier caso disfruté del trabajo que finalmente hice, aunque en un campo mucho más trillado y convencional, la activación de las células T por interleuquinas.

Pero la tolerancia inmunológica y la anergia de células B han seguido siendo un interés personal. Y tres décadas después de aquello, no crean que ya está todo dicho y descubierto, ni mucho menos. Continúa siendo bastante misterioso cuáles son los factores y mecanismos que llevan al sistema inmune a no reaccionar, cuando está hecho para reaccionar.

Hasta tal punto es todavía un misterio que, cuando recientemente he escuchado a algunos inmunólogos mediáticos advertir del riesgo de que el exceso de estimulación del sistema inmune por las repetidas dosis de vacunas contra la COVID-19 llegue a cansarlo, a debilitarlo y hacer que deje de responder, las orejas se me levantaron como las de un gato al oír las pisadas de un ratón: ¿cómo? ¿Es que eso está ocurriendo?

Explicación básica teórica: mucho antes de que Nossal y otros describieran la anergia de células B (anergia significa falta de respuesta, como alergia significa respuesta contra lo alo, lo otro), se conocían ya algunos mecanismos que permiten al sistema inmune no agredir al propio cuerpo: en general, las células B y T que reconocen antígenos propios son destinadas a morir antes de completar su maduración, de modo que no lleguen a alcanzar un estado en el que puedan resultar peligrosas. Esto es lo que se llama deleción clonal. Por otra parte, posteriormente se descubrió que también existe otro mecanismo por el cual los sensores (el nombre real es receptores) que llevan esas células B y T y que reconocen antígenos propios pueden modificarse, de modo que ya no reconozcan dichos antígenos propios.

El resultado de todo ello es que el cuerpo se tolera a sí mismo; nuestro sistema inmune aprende a no agredirnos, y lo hace a través de un proceso de educación: es la constante exposición a nuestros propios antígenos lo que enseña al sistema inmune a respetar esos antígenos y no disparar contra ellos. Pero esta exposición constante no solo puede producirse en el caso de los antígenos propios. Por ejemplo, las infecciones crónicas con ciertos virus pueden mantenerse durante toda la vida (caso típico, los herpes, o el virus de Epstein-Barr o de la llamada enfermedad del beso del que se ha hablado últimamente) gracias a que el sistema inmune acaba dejando de responder contra ellos; los ve como nuestros propios antígenos.

En este principio se basan también las terapias aún experimentales que tratan de curar las alergias, sobre todo a los alimentos, por desensibilización: mediante una exposición gradual, cuidadosa y controlada a los antígenos de esos alimentos, se intenta que el sistema inmune de la persona alérgica aprenda a no reaccionar contra ellos.

Por último, también en los últimos años se ha estudiado el fenómeno del agotamiento de las células T, basado en ideas similares; en presencia de estimulación constante, los linfocitos T (son el otro componente del sistema inmune, el que ayuda a las células B a producir anticuerpos) dejan de responder. La importancia de este fenómeno, que por otra parte es reversible, se estudia en el contexto de las infecciones virales crónicas, pero también de la respuesta inmune contra el cáncer.

Todo esto ha llevado a algunos inmunólogos a definir en los últimos años lo que se ha llamado la teoría discontinua de la inmunidad, basada en la idea de que el sistema inmune responde a los cambios repentinos en los estímulos, y no solo a los estímulos en sí, de modo que una estimulación continua o lenta puede inducir tolerancia, o falta de respuesta. Los autores de esta teoría lo comparaban a una rana sentada frente a una mosca. La rana no lanza su lengua hasta que la mosca se mueve; es el cambio en el estímulo visual el que detecta la rana y dispara su respuesta.

Fin de la explicación teórica. Por lo tanto, ¿es posible que el sistema inmune llegue a cansarse y deje de responder contra un antígeno determinado debido a una estimulación continuada? Sí, es posible. Hay un marco teórico para ello, y ocurre en los casos descritos.

Siguiente pregunta: ¿es posible que esto ocurra con dosis repetidas de una vacuna?

Esta posibilidad se ha investigado en algunos casos, por ejemplo en la vacunación repetida contra la rabia, ya que algún estudio sugiere que la cantidad de anticuerpos es menor en personas que han recibido refuerzo que en aquellas a las que solo se les administró una primera dosis. Hay un ensayo clínico en marcha destinado a investigarlo. Por otra parte, en los últimos años han surgido indicios crecientes de que la vacunación repetida contra la gripe todos los años podría inducir tolerancia, lo que en el futuro podría modificar las recomendaciones de vacunación anual.

En resumen, y como decía una revisión al respecto publicada en 2013: «En algunos estudios hay evidencias convincentes de que la administración repetida de una vacuna específica puede aumentar la respuesta inmune a antígenos contenidos en la vacuna. En otros escenarios, la vacunación múltiple puede reducir significativamente la respuesta inmune a una o más dianas«.

Por lo tanto, teóricamente puede ocurrir tanto una cosa como la contraria. Y por eso la inmunología es una ciencia experimental: los modelos hay que llevarlos a la práctica y ver qué ocurre en cada caso.

Llegamos así a la pregunta clave: ¿está induciendo tolerancia la tercera dosis de las vacunas contra la cóvid?

Para los que quieran ahorrarse volver mañana a leer la explicación detallada y quedarse solo con la idea general, el resumen de lo que explicaré es este: no, no está ocurriendo. Y por lo tanto, lo más sensato cuando una voz con influencia pública dice tal cosa, con el riesgo de influir en la decisión de muchas personas sobre si recibir una nueva dosis de la vacuna o no, y por lo tanto con implicaciones serias en el control de esta pandemia-coñazo, sería advertir: es solo una hipótesis general. En el caso de la tercera dosis de la vacuna contra la cóvid, no hay ningún indicio de que esto esté ocurriendo, y en cambio sí hay pruebas sólidas de que el sistema inmune se está rearmando con ese refuerzo. Como contaremos mañana.

Leakey, Wilson, Lovejoy: la biología pierde tres nombres brillantes

Tal vez hayan aparecido solo como notas breves en las páginas menos leídas de los diarios, o ni eso. Pero durante estas fiestas navideñas de 2021, con pocos días de diferencia, el mundo de la ciencia –sobre todo la biología y aledaños– ha perdido a tres figuras irrepetibles: E. O. Wilson, Thomas Lovejoy y Richard Leakey. Con variadas trayectorias, perfiles y ocupaciones, los tres tenían algo en común: dieron lo mejor de sí mismos vistiendo camisa caqui y calzando botas de campo, como grandes campeones de la conservación de la naturaleza en tiempos en que esta misión es cada vez más urgente y necesaria.

De izquierda a derecha, Thomas Lovejoy (1941-2021) en 1974, E. O. Wilson (1929-2021) en 2003, y Richard Leakey (1944-2022) en 1986. Imágenes de JerryFreilich, Jim Harrison y Rob Bogaerts / Anefo vía Wikipedia.

De izquierda a derecha, Thomas Lovejoy (1941-2021) en 1974, E. O. Wilson (1929-2021) en 2003, y Richard Leakey (1944-2022) en 1986. Imágenes de JerryFreilich, Jim Harrison y Rob Bogaerts / Anefo vía Wikipedia.

El mismo día de Navidad fallecía a los 80 años de un cáncer pancreático el estadounidense Thomas Lovejoy. Su nombre no resultará muy familiar para la mayoría, pero sí la expresión que en 1980 popularizó entre la comunidad científica: diversidad biológica, después acortada a biodiversidad.

Lovejoy fue un biólogo conservacionista que combinó la ciencia con la política en busca de nuevas fórmulas y propuestas que contribuyeran a la protección de la naturaleza, sobre todo en los países con menos recursos para ello, que suelen coincidir también con los de mayor biodiversidad. De joven dedicó su trabajo a las aves de la Amazonia brasileña, lo que le reveló cómo la deforestación estaba provocando una sangría de especies. Esto le llevó a organizar en 1978 en California la primera conferencia internacional sobre biología de la conservación, que sirvió para dar un encaje académico formal a la investigación en esta área de la ciencia.

Pero si Lovejoy sabía moverse en la selva real, fue en la jungla de los despachos donde hizo sus mayores aportaciones, como gran influencer de la conciencia medioambiental. Bajo su liderazgo en EEUU, una pequeña organización llamada WWF se convirtió en el gigante que es hoy. Trabajó con instituciones como National Geographic, Naciones Unidas, Smithsonian o el Banco Mundial, entre otras, perteneció a diversas sociedades científicas y colaboró con varios presidentes de EEUU. Sus estimaciones de 1980 abrieron los ojos al mundo sobre el deterioro de la biodiversidad y la pérdida de especies. Entre los muchos premios que recibió, en 2008 obtuvo el de Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA.

Con Lovejoy estuvo relacionado el también estadounidense Edward Osborne Wilson, más popular que su colega, conocido como E. O. o por sus sobrenombres, como Ant Man o el Señor de las Hormigas. Fue el mayor especialista mundial en mirmecología, el estudio de este enorme grupo de insectos. El interés por las hormigas le sobrevino a raíz de un accidente infantil de pesca: al tirar demasiado del pez que había mordido su anzuelo, la presa salió disparada del agua y se estrelló contra su cara. Era una clase de perca con duras espinas en la aleta dorsal, una de las cuales le perforó la pupila derecha, lo que unido a un tratamiento médico tardío y defectuoso le arrebató la visión de ese ojo. Más tarde, en la adolescencia le sobrevino una sordera que le incapacitaba para guiarse por el canto de los pájaros o las ranas. Pero su visión del ojo izquierdo era tan fina que comenzó a fijarse en los pequeños seres que no cantan ni croan.

Más allá de las fronteras de su especialidad, el trabajo de Wilson trascendió a la comunidad biológica en general a través de sus estudios sobre sociobiología, la ciencia que busca las raíces biológicas en la evolución del comportamiento y la organización de las sociedades de los vertebrados, incluidos los humanos, basándose en sus teorías sobre los insectos. Su visión de la biología evolutiva fue pionera y original; controvertida, pero inspiradora de grandes debates científicos.

Si Lovejoy era el conseguidor, Wilson era el académico y naturalista, un Darwin de nuestros tiempos. Su trabajo de divulgación y popularización, que llevó a dos de sus libros a ganar sendos premios Pulitzer, le convirtió en una figura mundial de la conservación de la naturaleza, un campo por el que comenzó a interesarse ya en su madurez. Junto a Lovejoy y otros como Paul Ehrlich formaron la primera generación que desde la ciencia hizo saltar la alarma sobre el enorme peligro de la pérdida de biodiversidad para la salud de la biosfera terrestre.

Wilson falleció el 26 de diciembre, un día después que Lovejoy, a los 92 años. Según Science, su muerte se debió a complicaciones después de una punción pulmonar.

El que completa la terna de las figuras de la biología fallecidas estos días es un favorito personal: Richard Leakey nunca fue formalmente un científico, ya que no llegó a estudiar una carrera; su vida no le dejó tiempo para eso. Pero a pesar de ello se le nombra como uno de los paleoantropólogos más reconocibles del siglo XX, y uno de los mayores impulsores de la investigación sobre los orígenes de la humanidad en su cuna africana. El último científico victoriano, se ha dicho de él.

Leakey fue un personaje de novela: un niño de la sabana, un joven aventurero y explorador, guía de safaris, trampero, aviador y buscador de fósiles, un keniano blanco que se metió en política, comprometido con la conservación de la naturaleza y con la lucha contra el totalitarismo y la corrupción política. Y un tipo carismático, inquieto, incómodo y hasta quizá tan difícil de trato que se creó muchos y poderosos enemigos, y su propia mala suerte. Murió este 2 de enero a los 77 años en su casa de Nairobi, sin que se hayan detallado las causas. Pero su vida merece un capítulo aparte. Mañana hablaremos de él.

La NASA define una escala para confirmar la existencia de vida alienígena

En la ciencia ficción casi siempre ocurre que vienen aquí para aniquilarnos, lo que no deja la menor duda sobre su existencia. Seth Shostak, director del Instituto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) solía decir que los nativos americanos no discutían entre ellos si los conquistadores europeos realmente existían. Pero si llega a encontrarse vida alienígena, es muy probable que no sea tan sencillo saber si de verdad la hemos encontrado.

Para empezar, la posibilidad de que nuestro primer encuentro con seres de otro mundo sea con alguien que nos diga «llévame ante tu líder» es inifinitamente remota; más bien será con algo cuya manifestación más sofisticada será, por ejemplo, producir metano, o comérselo. Vida simple que no será capaz de reconocernos a nosotros. Pero ¿seremos capaces nosotros de reconocerlos a ellos?

En el pasado se han propuesto muchas hipótesis y ficciones sobre vida exótica, muy diferente a la que conocemos. Como he contado aquí anteriormente, a menudo ocurre que no son biológicamente coherentes, o directamente son imposibles. Apostar si la vida que pudiéramos encontrar fuera de la Tierra sería parecida a la tenemos aquí no deja de ser una especulación. Pero la bioquímica es una derivada de la física y la química, y por lo tanto también existen reglas, límites inquebrantables más allá de los cuales las moléculas no funcionan. No todo vale. Y la inmensa mayoría de los alienígenas del cine no podrían existir en la realidad.

Otra cuestión diferente es que pudiera encontrarse vida no muy distinta de la que conocemos, pero sin la posibilidad de constatar su existencia de forma tan simple como podemos hacer aquí en la Tierra. Dada la imposibilidad práctica de viajar a otros mundos fuera del Sistema Solar, e incluso la dificultad para hacerlo dentro del Sistema Solar, los científicos tratan de detectar esos signos de vida a distancia mediante lo que se conoce como biofirmas; algún tipo de indicio que pueda registrarse con nuestros instrumentos actuales, en la Tierra o fuera de ella, y que sugiera la posible existencia de vida en algún lugar. Por ejemplo, señales de radio, señales ópticas o algún compuesto químico normalmente asociado a un origen biológico.

Algunas de estas potenciales biofirmas se han encontrado en varias ocasiones. Pero la imposibilidad de confirmar si son lo que parecen ser siempre nos ha dejado con la duda: los experimentos de las Viking, el rastro de metano en Marte, indicios en Venus y en otros mundos del Sistema Solar… El descubrimiento de algo que parecían microfósiles bacterianos en el meteorito marciano Alan Hills 84001 llevó al entonces presidente de EEUU Bill Clinton a dar una conferencia de prensa casi anunciando el primer rastro de vida extraterrestre. Luego el presunto hallazgo se pinchó, si bien todavía hay científicos que lo defienden. Y por cierto, al menos aquel anuncio de Clinton sirvió para reciclarlo en la película de 1997 Contact, aunque, al parecer, sin el conocimiento ni el permiso de Clinton, lo que motivó una protesta.

Así pues, a medida que los posibles indicios vayan llegando, ¿cómo podremos estar seguros de que estamos ante the real thing? ¿Cómo lograr un consenso entre los científicos para certificar que sí, se ha hallado vida alienígena?

No existe ningún protocolo estandarizado y consensuado para esto. Y por ello, la NASA ha decidido que ya es hora de tener uno. Esta semana la revista Nature publica un artículo firmado por varios científicos de la agencia estadounidense, incluyendo a su jefe de ciencia, James Green, y que los investigadores esperan sirva como punto de partida para una discusión que lleve a un método aceptado por todos.

No se trata de introducir ninguna técnica nueva, sino de establecer una escala, a la que han denominado CoLD, Confidence of Life Detection, o confianza en la detección de vida. Es sobre todo un protocolo que define el ascenso por una serie de niveles hacia la confirmación de la vida alienígena, de modo parecido al proceso por el cual la propia agencia valida una tecnología para su uso en misiones espaciales.

La escala CoLD consta de siete niveles: en el primero se sitúa la detección de una posible biofirma. El nivel 2 consiste en descartar otras posibles causas, como una contaminación en el experimento. Si los indicios superan este nivel, el siguiente trata de estudiar cómo ha podido producirse esa biofirma y si podría deberse a causas no biológicas. Si no se encuentran, en el nivel 4 se intenta buscar otras maneras de verificar la señal, lo que se hace en el nivel 5. Si se obtiene esa confirmación, se asciende al nivel 6, que supondría la confirmación de la vida alienígena. Por último, el nivel 7 comprendería los estudios de seguimiento de esa forma de vida.

Ilustración de la escala CoLD de detección de vida alienígena. Imagen de NASA / Aaron Gronstal.

Ilustración de la escala CoLD de detección de vida alienígena. Imagen de NASA / Aaron Gronstal.

En esta escala ya hemos llegado en varias ocasiones al nivel 1. Los indicios antes citados en Marte y otros mundos del Sistema Solar cumplen el criterio de esas posibles biofirmas. Y aunque se han emprendido otras proyectos dirigidos a indagar más hondo en ello, como el envío de sondas para confirmar las mediciones de los telescopios terrestres, hasta ahora no existía un verdadero esquema sistematizado que permita evaluar cómo se está progresando en esa línea.

Quizá haya a quienes esto pueda parecerles de interés relativamente escaso, ya que por el momento no nos acerca más al hallazgo de vida alienígena. Pero la NASA subraya que esta escala no solamente será útil para los científicos, sino también para los medios. ¿Cuántas veces hemos leído titulares según los cuales ya se habría encontrado vida fuera de la Tierra? Gracias a esta escala, u otra similar si se modifica con la participación de otros expertos, los científicos podrán hacer entender más fácilmente el alcance de sus hallazgos a los medios de manera que quede claro en qué nivel estamos en una escala de 7, y de modo que no se infle el significado de los descubrimientos en los titulares.

Esto es lo que realmente dice la ciencia sobre el sexo, el género y las personas trans

A lo largo de la historia, a menudo se ha manipulado la ciencia o se ha inventado una falsa ciencia (a.k.a. pseudociencia) para defender una ideología. Los llamados darwinistas sociales tergiversaron el principio de la selección natural de la evolución biológica para justificar el capitalismo a ultranza, la eugenesia, el racismo, el imperialismo o el fascismo, todo ello bajo el tramposo lema –no darwiniano– de la «supervivencia del más fuerte». El nazismo inventó sus propias pseudociencias, no solo la racial, sino también la basada en el ocultismo y en ideas que hoy conocemos como New Age. El comunismo estalinista soviético promovió el lysenkoísmo. E incluso el franquismo tuvo su propia pseudociencia eugenésica liderada por los psiquiatras Antonio Vallejo-Nájera y Juan José López Ibor.

Por qué las ideologías autoritarias recurren a este intento de ampararse en algo que realmente desprecian, como es la ciencia, es algo que corresponde explicar a historiadores y sociólogos. Pero en la vida cotidiana tenemos un paralelismo también muy frecuente, cuando alguien alega que aquello que defiende se basa en algo que está «científicamente demostrado». Es solo un modo de tratar de zanjar una discusión sin más argumentos, pero utilizando erróneamente un argumento de autoridad que no es tal. Porque como he explicado aquí tantas veces, 1) la inmensa mayoría de las veces que se dice que algo está científicamente demostrado no es así, 2) la persona que lo dice no sabe lo que significa que algo esté científicamente demostrado, y 3) en general la ciencia no sirve para demostrar.

Siempre que ocurre esto, que se intenta defender una ideología con tergiversaciones de la ciencia o pseudociencias, es necesario salir al paso para denunciar la trampa y evitar así la confusión de quienes puedan resultar confundidos o convencidos con este falso argumento. Y ahora es necesario para denunciar la trampa de quienes dicen esgrimir la ciencia en contra de lo que ellos mismos llaman «ideología de género», lo que afecta a cuestiones de enorme relevancia en la vida de muchas personas, como el reconocimiento de las personas transexuales.

Curiosamente, esta corriente que últimamente parece crecer en visibilidad ha aunado en un frente común a sectores ultraconservadores y a cierta parte del progresismo feminista. Quienes están en dicho frente dicen ampararse en la ciencia para defender que solo hay dos tipos de seres humanos según su sexo, masculinos (XY) y femeninos (XX). Niegan la autoafirmación de las personas trans porque, dicen, la idea del género es solo un invento sin realidad biológica (spoiler: en realidad son ellos quienes defienden una ideología contra el «género», un término obviamente inventado pero que designa una realidad, igual que «plastilina» o «cerveza»).

Pues bien, lo cierto es que la ciencia dice justamente todo lo contrario de lo que ellos afirman. Y no es que el aclararlo probablemente vaya a servir para que estas personas cambien su discurso. Pero al menos debería servir para algo: si todas las ideologías son aceptables o no, es algo que no corresponde discutir en este blog, y mi opinión al respecto tampoco importa aquí; pero que no se defiendan estas ideas en nombre de la ciencia. Porque la ciencia no dice lo que ellos dicen que dice.

Imagen de Marco Verch / Flickr / CC.

Imagen de Marco Verch / Flickr / CC.

Empecemos por el primer concepto: sexo. El sexo es la cuestión anatómica, los caracteres sexuales primarios, los genitales. Este es el criterio que se utiliza para asignar legalmente a una persona al sexo masculino o femenino después del nacimiento. La determinación del sexo en los animales puede venir dirigida por diferentes sistemas en especies distintas. En los humanos, está principalmente marcada por la dotación de los cromosomas sexuales, XY en los machos, XX en las hembras (Nota: las palabras «macho» y «hembra» repugnan a muchos, pero lo cierto es que deberíamos utilizarlas más como se hace en inglés, ya que lo único que se puede inferir a partir de los genitales es si una persona es anatómicamente un macho o una hembra. No si es hombre o mujer).

Principalmente, pero no exclusivamente. Además de los cromosomas sexuales, hay numerosos genes en los cromosomas autosómicos –no sexuales– y vías hormonales que a lo largo del desarrollo determinan la aparición de los caracteres sexuales primarios y secundarios (siendo estos últimos rasgos como los pechos o el vello corporal). Las variaciones en todo este conjunto de mecanismos, desde una dotación cromosómica sexual anómala hasta las mutaciones en infinidad de genes –por ejemplo, la 5-alfa reductasa 2– crean todo un espectro de situaciones entre los casos nítidos del humano anatómicamente masculino y el humano anatómicamente femenino.

Para apreciar a simple vista el complejo panorama real de la determinación del sexo en humanos, recomiendo este estupendo gráfico publicado por Amanda Montañez en 2017 en la revista Scientific American, que por cuestiones de copyright no puedo reproducir aquí.

Frente a esto, hay quienes suelen replicar que la norma, y por tanto lo normal, es macho cariotípico XY y hembra cariotípica XX, y que el resto son anomalías, errores. Y es cierto, las alteraciones cromosómicas pueden considerarse como tales. Pero, en primer lugar, son anomalías o errores muy frecuentes: el 1% de la población, según estimaciones, lo que suma unos 80 millones de personas en todo el mundo. En segundo lugar, el hecho de que sean anomalías no significa que sean enfermedades. Estas personas no están enfermas. Y en cuanto a su salud mental, el consenso científico actual refleja la postura de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de obras de referencia como el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) al restringir la categoría de trastornos mentales a aquellas condiciones que causan sufrimiento o incomodidad al propio afectado o a otros.

Y no ocurre en estos casos, o al menos no ocurriría de no ser porque muchas personas en estas situaciones sufren incomprensión, rechazo o estigmatización social, quizá por parte de quienes los consideran anormales o incluso niegan su existencia. Y si se trata de anomalías biológicas, precisamente estas personas deberían tener una especial acogida, comprensión y protección, en lugar de lo contrario.

Segundo concepto: sexualidad. Se refiere a la atracción sexual que sentimos por un tipo u otro de personas; heterosexualidad, homosexualidad o bisexualidad. Y por último, tercer concepto: género. Se refiere a cómo nos percibimos mentalmente como hombre, mujer o situaciones diferentes o intermedias.

Es esencial considerar juntos estos dos conceptos, porque son concomitantes. Ambos residen en el cerebro y son aún infinitamente más complejos que el sexo. La ciencia ha encontrado correlaciones con factores genéticos y vías hormonales, pero aún no se conocen los mecanismos precisos que determinan la sexualidad ni la identidad de género, y por lo tanto no existe un correlato claro objetivable, del mismo modo que la neurociencia actual está abandonando el concepto del cerebro masculino y el cerebro femenino. Como todo lo que ocupa nuestra mente, es bioquímica. Son procesos que vienen originados por los genes, mediados por las proteínas que producen y regulados por infinidad de factores moleculares para obtener un resultado final sujeto a un amplio rango de variabilidad.

Por lo tanto, y dado que tampoco ninguna de estas condiciones representa un trastorno mental –según lo dicho, la OMS cambió hace unos años su criterio de «trastorno de identidad de género» por «incongruencia de género»– si no son otros quienes lo juzgan como tal, la única actitud posible de una sociedad humanista, racional y con criterio científico es reconocer que son estas personas quienes realmente saben qué son (homosexuales, bisexuales, transgénero, no binarias) y aceptarlas con su diversidad. Porque en este caso ni siquiera puede hablarse de anomalías o errores, no solo porque son extremadamente comunes –uno de cada diez es la cifra que suele manejarse–, sino además porque el consenso científico actual los considera variaciones biológicas naturales dentro de un amplio espectro continuo. Y sobre si el lenguaje debe o no adaptarse a esta realidad, podría discutirse, pero esto ya escapa a la ciencia.

Así, no se puede negar las variaciones en la identidad de género sin negar también las variaciones en la sexualidad, porque hoy la ciencia las considera fenómenos paralelos, con raíces biológicas comunes. Quien niegue unas sin negar las otras no se atiene a la ciencia, sino que está fabricando su propia pseudociencia.

En 2018 la revista británica Nature reaccionaba a un documento filtrado al diario The New York Times respecto a una propuesta de la administración Trump de definir el género de una persona exclusiva e inmutablemente en función de su sexo (los genitales), recurriendo al testado genético en los casos de anomalías en el desarrollo de los caracteres sexuales. El documento decía tener una «base biológica clara basada en la ciencia«. Y algunas voces no precisamente alineadas con el sector político de Trump, pero sí con el movimiento que he citado más arriba, lo aplaudieron.

En un artículo editorial (la postura de la revista), Nature decía:

La propuesta es una idea terrible que debería erradicarse. No tiene ningún fundamento científico y desharía décadas de progreso en la comprensión del sexo –una clasificación basada en características corporales internas y externas– y el género, una construcción social relacionada con las diferencias biológicas pero también arraigada en la cultura, las normas sociales y la conducta individual. Aún peor, minaría los esfuerzos de reducir la discriminación contra las personas transgénero y aquellas que no caen en las categorías binarias de macho o hembra.

«La biología no es tan sencilla como la propuesta sugiere«, añadía Nature. «La comunidad médica e investigadora ahora ve el sexo como algo más complejo que macho y hembra, y el género como un espectro que incluye a las personas transgénero y a aquellas que no se identifican como macho o hembra. La propuesta de la administración de EEUU ignoraría este consenso de los expertos«.

(Insisto, «macho» y «hembra» son traducciones del inglés «male» y «female»; en castellano han quedado desterradas del lenguaje común en lo referente a los humanos por alguna causa que desconozco, pero rehabilitarlas ayudaría a saber si estamos hablando de sexo o de género).

Y concluía el editorial de Nature: «La idea de que la ciencia puede sacar conclusiones definitivas sobre el sexo o el género de una persona es fundamentalmente fallida«. «Los intentos políticos de encasillar a las personas no tienen nada que ver con la ciencia y todo que ver con privar de derechos y reconocimiento a las personas cuya identidad no se corresponde con ideas anticuadas sobre el sexo y el género«.

Con respecto a este mismo documento de la administración Trump, la revista estadounidense Science publicaba en 2018 que más de 1.600 científicos (cifra de aquel momento, que luego ascendió a 2.617 científicos firmantes) habían «criticado el grave daño» que el plan causaría. Los promotores de esta protesta acusaban a la propuesta del gobierno de ser «fundamentalmente inconsistente» con el conocimiento científico.

Este es el consenso científico. Esto es lo que dice la ciencia. Esto es lo que dice la biología. Quienes defiendan algo diferente o contrario, que sigan haciéndolo si quieren. Pero que lo hagan en nombre de su ideología, no en el de la ciencia. No en el de algo que en realidad están despreciando por la vía de la ignorancia o de la tergiversación.

Por qué en 40 años no tenemos vacunas del sida, y sí de COVID-19 en unos meses

En junio de 1981 el boletín del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU publicaba la descripción de cinco pacientes de Los Ángeles con neumonías graves, dos de ellas letales, causadas en hombres jóvenes y sanos por un hongo llamado Pneumocystis carinii (hoy P. jirovecii), que normalmente solo ataca a personas seriamente inmunodeprimidas. Aquella fue la primera publicación científica de casos de sida/VIH. Cuarenta años después, revistas como The Lancet o The New England Journal of Medicine están conmemorando este aniversario y repasando lo ocurrido y no ocurrido en estos cuatro decenios.

(Abro aquí un paréntesis para destacar algo que debería alimentar la cultura científica de quienes creen en teorías conspiranoicas sobre el origen del actual coronavirus de la COVID-19 porque «es un virus nuevo» que «ha surgido de repente» y «todavía no se sabe de dónde ha salido».

Puede decirse que hoy, 40 años después de los primeros casos descritos de sida, el conocimiento sobre el origen del VIH sigue más o menos en el mismo punto en el que está ahora el del origen del SARS-CoV-2 desde el primer momento de la pandemia: en ambos casos se sabe cuáles son los probables ancestros del virus (una cepa concreta del SIV en un caso, RaTG13 en el otro) y sus huéspedes no humanos (primates no humanos, murciélagos). Se tardó 18 años (1999) desde los primeros casos descritos de sida en encontrar en chimpancés un virus suficientemente igual al VIH como para proponerlo como ancestro directo, pero aún no se considera probado que el virus saltara directamente de los chimpancés a los humanos. Cuarenta años después, se sigue investigando el origen del VIH.

Por otra parte, en el caso del sida hoy se calcula que el virus apareció entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, que comenzó a infectar a los humanos en la década de 1920 en el antiguo Congo Belga, y que desde entonces provocó varios brotes que solo con el tiempo se han asignado a probables casos de sida; el más temprano del que hay confirmación empírica con muestras de sangre tuvo lugar en 1959 en el Congo. Hay constancia de que el VIH estaba presente en EEUU en los años 60, sospechas de que ya en los 50 y posibilidades de que en los 40 o incluso antes. Las revisiones científicas modernas de antiguos casos clínicos han encontrado numerosos probables casos de sida décadas antes de que la enfermedad fuera formalmente descrita.

¿Que hubo tres trabajadores del Instituto de Virología de Wuhan con posibles síntomas de COVID-19 en noviembre de 2019? ¿Un mes antes de que se reconociera formalmente la enfermedad? ¿Que esto es un indicio de que el virus salió de aquel laboratorio? ¿En serio? Para el sida, hay casos confirmados más de 20 años antes, y casos probables hasta medio siglo antes).

Entre lo ocurrido en estos 40 años de sida, lo más destacable es que hoy ya no es una enfermedad letal para quien tenga acceso a los tratamientos. En ese camino quedaron 35 millones de vidas. Y aún siguen y seguirán quedando las de aquellos que no tienen acceso a los tratamientos.

Y entre lo no ocurrido, naturalmente, destaca sobre lo demás el hecho de que aún no tenemos una vacuna. Pero ¿por qué con la COVID-19 hemos tenido varias en solo unos meses, y con el sida aún no tenemos ni una sola en 40 años?

Ilustración del virus VIH liberándose de una célula infectada. Imagen de Bette Korber at Los Alamos National Laboratory / Wikipedia.

Ilustración del virus VIH liberándose de una célula infectada. Imagen de Bette Korber at Los Alamos National Laboratory / Wikipedia.

No es que no se haya buscado. De hecho, ha sido el objeto de innumerables grupos de investigación en todo el mundo durante décadas; según recuerda en The Lancet el epidemiólogo Chris Beyrer, el esfuerzo científico contra el sida fue el mayor de la historia dedicado a una sola enfermedad hasta la COVID-19. El primer ensayo clínico de una vacuna comenzó en 1987; siete años después de la descripción de los primeros casos, pero solo tres años después de que se confirmara el agente viral del sida, y solo un año después de que el virus recibiera su nombre definitivo de VIH. Desde entonces se han emprendido al menos cinco grandes ensayos clínicos en fase 3 de vacunas del sida. Ninguno de ellos ha resultado hasta ahora en una vacuna funcional y segura.

La razón es sencilla, y es puramente técnica. Y es que si la COVID-19 es el sueño de todo creador de vacunas, el sida es la peor pesadilla.

Dejando aparte la gran tragedia que ha supuesto la COVID-19 para la humanidad, si hubiera sido posible escribir una carta a los Reyes Magos pidiendo, de entre todos los que podían llegarnos, un virus concreto para una pandemia, ese virus habría sido algo muy parecido al SARS-CoV-2: un virus que muta relativamente poco en comparación con otros como las gripes, de cadena única (la gripe lleva su genoma repartido en trozos, lo que facilita su recombinación), que en principio no se integra en el genoma (aunque puede ocurrir en algunos casos) y que además lleva una diana bien dibujada en todo el lomo: su proteína Spike (S), vital en la infección del virus y muy antigénica, capaz de disparar una fuerte respuesta de anticuerpos y otros componentes inmunitarios. La inmensa mayoría de las vacunas que hoy existen contra la COVID-19 no han necesitado más que esta única proteína S, suministrada al organismo de una u otra forma, para producir una respuesta inmune eficaz incluso contra variantes mutadas en esa misma proteína S.

En comparación, el VIH es la tormenta perfecta de los virus. De hecho, es curioso –bueno, en realidad no– que la conspiranoia no se haya centrado tanto en el VIH como virus de diseño, porque bien podría parecerlo; todo lo contrario que el virus de la COVID-19, un torpe invento subóptimo de la naturaleza que sería un cero en un examen de diseño de armas biológicas. El 99% de los infectados de COVID-19 se curan; con el VIH, sin tratamiento, nadie sobrevive.

Existen sobre todo dos razones principales que convierten al VIH, recordando la famosa cita de Alien, en un feroz hijo de puta. Primero, ataca al sistema inmune, precisamente el encargado de combatir los virus. Recordemos una vez más que una vacuna no es un EPI, no es una barrera. En general, las vacunas no suelen impedir la infección (algunas sí lo hacen, pero no es la norma), sino que impiden la replicación del virus una vez que ha entrado en el organismo y se encargan de aniquilar las células infectadas. Pero todo esto lo hace el sistema inmune. Y lo que hace el VIH es precisamente atacar el sistema inmune, y no una cualquiera de sus piezas, sino un hub del que depende todo, su principal centro de inteligencia, las células T helper CD4+. Si uno quisiera diseñar un virus para hackear el sistema inmune, este sería sin duda el mejor objetivo.

Pero hay algo más, y es que el VIH es un retrovirus, segunda razón. Al contrario que el SARS-2 y otros virus de ARN, que utilizan este intermediario desechable solo para producir sus proteínas, los retrovirus copian su información genética a un ADN que se hace un hueco en los propios cromosomas de la célula, se integra y se queda a vivir allí. Una vez que el VIH ha entrado en el organismo, ya forma parte de uno mismo. Incluso con un sistema inmune competente, deshacerse de un virus integrado en el genoma es muy improbable. De hecho, entre un 5 y un 8% del genoma humano está formado por pedazos de ADN que originalmente eran retrovirus, que infectaron a nuestros ancestros incluso mucho antes de la aparición del linaje humano, y allí se quedaron. Pero si además el virus neutraliza el sistema inmune, no hay salida posible.

Por si esto fuera poco, el VIH tiene además otras armas que lo convierten en un auténtico Terminator, una perfecta máquina de matar. Su variabilidad genética es increíble. Pensemos que todos los virus mutan constantemente. Incluso en uno de mutación lenta como el SARS-2, un nuevo estudio calcula que entre todos los viriones (partículas virales) presentes en una sola persona infectada se encuentran todas las posibles sustituciones de cada una de las bases o nucleótidos del genoma del virus; dicho de otro modo, y frente a la idea popular equivocada de que hay por ahí cuatro o cinco variantes del virus, cada paciente lleva dentro de sí al menos 30.000 variantes distintas.

Pues bien, el SARS-2 es un virus relativamente invariable en comparación con los de la gripe. Y resulta que una sola persona infectada con el VIH lleva en su interior más variantes del virus de las que circulan por todo el mundo en todas las personas infectadas de gripe a lo largo de toda una temporada. A mayor variabilidad, mayor evasión del sistema inmune; el VIH es un artista del disfraz, el virus de las mil caras.

Y aún hay más: de todos los virus conocidos, la proteína Env del VIH, la que utiliza para infectar (a grandes rasgos equivalente a la S del coronavirus), es la que más azúcares lleva cubriendo su estructura proteica. El virus utiliza estos azúcares para camuflar sus antígenos y así escapar al reconocimiento de los anticuerpos generados por el sistema inmune.

En resumen, todo esto hace del VIH un virus casi invacunable. Pero ni siquiera todos los fracasos anteriores han servido para disuadir a los científicos de continuar en esta lucha. Los ensayos de vacunas prosiguen probando nuevas estrategias sofisticadas, combinando antígenos capaces de generar anticuerpos ampliamente neutralizantes o que puedan actuar contra los azúcares de la cubierta, o bien buscando activar las células T funcionales que puedan acabar con las infectadas. Periódicamente estos experimentos nos ofrecen noticias esperanzadoras, aunque también nuevos fracasos; el historial de promesas que quedaron en nada invita a la la prudencia. Los investigadores confían en que el nuevo impulso a las tecnologías de vacunas propiciado por la pandemia de COVID-19 ayudará también a acelerar el paso hacia aquello por lo cual los Rodríguez brindaban hasta la cirrosis, la vacuna del sida.

¿Pudo el coronavirus de la COVID-19 haber sido creado por los humanos? 2. Las pruebas genéticas (y II)

(Continúa de ayer)

Tampoco hay que invocar ningún oscuro experimento para explicar otra de las peculiaridades del virus, que en concreto se refiere al PRRA. Ayer dejé caer un concepto, la fase de lectura. Cuando tenemos una secuencia genética, por ejemplo CCTCGGCGGGCA, lo que hace la maquinaria celular para traducirla a una proteína es dividirla en tripletes, grupos de 3 bases: CCT CGG CGG GCA. Según el código genético, cada uno de estos tripletes o codones se traduce en un aminoácido, y así CCT = prolina (P), CGG = arginina (R), GCA = alanina (A). Si se introduce una base de más en algún lugar, por ejemplo CCT A CGG CGG GCA, cambia la estructura de los tripletes, que ahora quedarían así: CCT ACG GCG GGC A, y por lo tanto cambiaría la traducción a aminoácidos, que ahora ya no sería PRRA, sino PTAG, siendo T treonina y G glicina; cambia la proteína resultante.

Ocurre que el código genético es degenerado (este es el término que se utiliza): hay 64 codones posibles, pero solo 20 aminoácidos, por lo que varios codones distintos pueden traducirse a un mismo aminoácido; por ejemplo, la arginina (R) puede venir codificada por seis codones diferentes: CGA, CGC, CGT, CGG, AGA y AGG. Pero no todos los seres vivos utilizan con la misma frecuencia cualquiera de estos codones para codificar la arginina; algunas especies usan preferentemente alguno de ellos, mientras que otras suelen emplear otros distintos.

Un modelo impreso en 3D de la proteína Spike del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Dominio público.

Un modelo impreso en 3D de la proteína Spike del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Dominio público.

Pues bien, a este respecto, el argumento de los defensores del virus manipulado es este: el uso del codón CGG para codificar arginina, que se encuentra dos veces en el PRRA, es «desconocido entre los betacoronavirus», decía el artículo del controvertido periodista –no científico, como dicen por ahí voces mal informadas– Nicholas Wade que cité recientemente. Por lo tanto, dicen, esto demuestra que ha sido introducido deliberadamente. Y añaden, además, que esto prueba que el virus fue creado utilizando células humanas o ratones humanizados (ratones transgénicos que poseen el receptor ACE2 humano), dado que el CGG sí es de uso habitual en los humanos.

Pero una vez más, estamos ante un intento de retorcer la realidad para que diga lo que nos apetezca. En primer lugar, decir que el CGG es «desconocido» entre los betacoronavirus es… ¿cómo decirlo? Ah, sí: mentira. Está presente en todos los coronavirus, siempre con frecuencias bajas, entre el 2 y el 7%.

Y por cierto, ¿alguien se ha dado cuenta de lo sospechosamente extraño que resulta que el gen de la proteína S del SARS-2 acumule más de la quinta parte de todos los codones de arginina AGG del genoma del virus? O ya puestos, ¿que el uso del codón CGG esté absolutamente disparado respecto a todos los demás coronavirus humanos en el gen de la proteína de membrana del coronavirus del resfriado OC43? ¿O lo mismo para el codón UCA en el coronavirus del resfriado 229E? ¿O que el codón de terminación del gen de la nucleoproteína del MERS sea diferente al de todos los demás coronavirus humanos? ¿O que el gen E del 229E sea el único de todos los coronavirus humanos que utiliza el codón CAC para histidina? Todo esto es rigurosamente cierto. Pero nada de ello es real. Son solo despistes, disfrazados de jerga técnica.

Hay que decir que el CGG es generalmente poco habitual en los virus, y hay al menos una posible razón para ello. Hablábamos ayer de los receptores TLR, que reconocen patrones de patogenia en los antígenos. Resulta que el CGG se une al TLR9, lo cual quiere decir que ese triplete es una señal de alarma para el sistema inmune, así que es normal que los virus tiendan a no utilizarlo. Pero el CGG no es más «desconocido» en el SARS-2 que en otros coronavirus o betacoronavirus, en todos los cuales es más «desconocido» (frecuencia relativa en el SARS-2 del 0,2) que en los humanos (1,21), pero también que en los perros (0,48), gatos (1,19), cerdos (1,94), caballos (1,08), vacas (1,32) y, cómo no, murciélagos (1,18).

Como ya se puede sospechar de esto último, afirmar que el uso del CGG en el SARS-2 revela una adaptación a los humanos es una pura pamplina. La idea de que los coronavirus tienden a utilizar los mismos codones que sus hospedadores fue la que en un primer momento de la pandemia hizo saltar el bulo de que las serpientes eran los probables huéspedes intermedios del SARS-2, porque los autores de un estudio habían encontrado que estos animales eran los que tenían un uso de codones más parecido al del SARS-2.

Hipótesis gratuita, y pronto refutada: un estudio posterior de investigadores de la Universidad de Michigan, que comparó el uso de codones del SARS-2, el SARS-1 y el MERS con más 10.000 especies animales, determinó que no hay ninguna relación entre el uso de codones de un virus y de su especie hospedadora, por lo que la aparición de un codón más frecuente en humanos y raro en los virus no indica absolutamente nada sobre la especie en la que ha evolucionado o a la que infecta dicho virus.

Es más: si, otra vez, ese torpe diseñador de virus, que se ha preocupado de utilizar un sistema seamless para no dejar huellas en el genoma, en cambio se hubiese equivocado garrafalmente al poner ahí un codón que no debería estar, resulta que el virus tenía otra idea. Porque si ese codón erróneo supuestamente introducido por un humano le restara eficacia al virus, este se habría encargado de eliminarlo a lo largo de su año y medio de evolución en millones y millones de seres humanos. Pero resulta que no lo ha hecho: según Andersen, el primer codón de arginina se conserva en el 99,87% de los genomas virales secuenciados, y el segundo en el 99,84%. Así que, sí, hay una razón para que esos codones de arginina estén ahí, y es que el propio virus los ha elegido.

Todavía hay dos argumentos más en contra de la posibilidad de que el virus se haya forzado a adaptarse a la especie humana a través de pases en cultivos celulares o de la infección de ratones ACE2-humanizados. Primero, el RBD del SARS-2 tiene una O-glicosilación (azúcar unido al átomo de oxígeno de los aminoácidos serina o treonina) que está implicada en su infectividad porque dificulta el reconocimiento del sitio por parte del sistema inmune. Como explica el ingeniero de virus Christian Stevens, de la Facultad de Medicina Icahn del Hospital Mount Sinai de Nueva York, es imposible que esta modificación aparezca sin la presión selectiva de un sistema inmune humano competente. Es decir, que ha surgido en la adaptación del virus a los humanos en un organismo completo; no ha podido aparecer en un cultivo celular ni en un ratón humanizado. Por lo tanto, o el WIV hizo experimentos infectando a humanos con el virus, o es que simplemente los humanos se infectaron de forma natural.

Segundo, como también cita Stevens, el virólogo computacional Trevor Bedford, del Centro de Investigación del Cáncer Fred Hutchinson y la Universidad de Washington, se ha ocupado de estudiar cómo se ha producido la evolución del virus y qué tipo de mutaciones han aparecido en él. Para ello se compara el número de mutaciones que no tienen ningún efecto –no cambian el aminoácido codificado– con las que sí lo tienen. Las mutaciones se producen al azar; pero mientras que las segundas tenderán a fijarse en el genoma del virus o a desaparecer en función de que aporten una ventaja o lo contrario, en cambio las primeras –llamadas mutaciones silenciosas o sinónimas– se acumulan a una tasa constante, ya que no tienen efecto alguno sobre la funcionalidad del virus.

Así, las mutaciones sinónimas sirven como línea de base para saber cómo se ha producido la evolución del virus: si los cambios no sinónimos son mucho mayores, se habla de selección darwiniana; el virus ha tenido que introducir muchas variaciones en sus proteínas para adaptarse. Esto ocurriría si al virus se le fuerza deliberadamente a infectar a una nueva especie, mediante cultivos celulares o infección de animales humanizados. Por el contrario, si los cambios no sinónimos son pocos, se habla de selección purificadora; el virus ya estaba bien adaptado a su hospedador, y lo más probable es que cualquier cambio lo empeore.

Según el análisis de Bedford, comparando el SARS-2 con los virus relacionados y con su ancestro más probable calculado computacionalmente, el 14,3% de las mutaciones del nuevo virus son no sinónimas. En el caso del RaTG13 –recordemos, un coronavirus de murciélago que es el virus más próximo al SARS-2, y que las teorías conspirativas proponen como el virus a partir del cual se creó el SARS-2–, el porcentaje de mutaciones no sinónimas es del 14,2%. Conclusión: tanto el RaTG13 como el SARS-2 han seguido el mismo camino evolutivo de selección purificadora. Por lo tanto, no se forzó la adaptación del SARS-2 a una nueva especie; el virus ya estaba bien adaptado a infectar a los humanos en la naturaleza.

Aquí terminamos. Resumiendo todo lo contado ayer y hoy, no, no existe nada en el virus que sugiera una manipulación. No hay nada incompatible con un origen natural, como el de absolutamente todos los virus que antes han infectado a la humanidad. Quien pretenda defender lo contrario deberá presentar alguna prueba concluyente. Pero estas no se encuentran en el propio genoma del virus. Con las pruebas genéticas en la mano, afirmar que el coronavirus SARS-CoV-2 ha sido artificialmente creado/modificado en el laboratorio es pseudociencia, y quienes lo afirman deben saber que están dando crédito a la pseudociencia.

Finalmente, y al revisar todo lo anterior para corregir alguna errata, me he quedado con una extraña sensación: dejando fuera toda la perorata técnica, que espero al menos resulte de interés a quien quiera saber algo más de biología básica, me parece ahora que es un esfuerzo casi excesivo para explicar, simplemente, que lo normal es normal. Que un eclipse no es el aviso del fin del mundo, sino solo algo similar a cuando alguien se pone delante de la tele y no nos deja ver. Que esa mancha en la foto es un curioso efecto óptico, y no el fantasma del inquilino anterior que murió después de hacer la ouija. En fin, Ockham; cultura científica, nivel Bachillerato.

Hoy no sabemos si la primera persona que contrajo el virus lo hizo en una granja, en una cueva o en un laboratorio. Quizá nunca lo sepamos. Quienes sí hemos trabajado en laboratorios sabemos que son lugares casi como cualquier otro. Que hay personas muy pulcras y cuidadosas con su trabajo, y otras que son un poquito cerdas. Que hay tubos al fondo del congelador de -80 que ya ni se sabe qué son, porque la etiqueta ya no se ve y quien las puso ahí terminó la tesis y se marchó a la Universidad de Michigan, y al final alguien las acaba tirando de cualquier modo porque necesita el espacio. Que vuelves un día del cuarto caliente al laboratorio con el Geiger encendido y empieza a pitar cuando lo pones en el bench, porque alguien derramó fósforo y no se dio cuenta, o no se acordó de limpiarlo y no dijo nada para evitar una bronca.

¿Alguien pudo contaminarse trabajando con una muestra, o se deshizo de ella inadecuadamente? Quién sabe. Estas cosas pasan, porque el trabajo en un laboratorio real no es como en las películas, sino como cualquier otro trabajo de la vida real.

Y en la vida real, nos guste o no, lo supiéramos o no, la naturaleza está llena de virus y produce virus nuevos constantemente. Es lo que tiene la evolución. O la vida en general.

La ciencia se acerca cada vez más a los embriones de laboratorio

En plena pandemia, el panorama no es el más propicio para que se abran paso hasta los medios otros avances científicos no relacionados con la crisis que nos ha cambiado la vida. Pero mientras, la ciencia sigue. En algunos casos surgen hallazgos que perdurarán entre los grandes hitos científicos del año. Y cuando coinciden en el tiempo varios estudios que alcanzan metas importantes en paralelo hacia un mismo terreno inexplorado, es algo más: es un síntoma de que un campo científico está llegando a su madurez productiva. Es como cuando los cerezos del Jerte estallan en flor todos a la vez; es la anticipación de que meses después habrá una cosecha abundante.

El campo en cuestión es el del desarrollo embrionario del ser humano. Dominar este conocimiento significa saber cómo y por qué se producen errores en la fertilización, la implantación y el crecimiento del embrión; errores que no solo pueden resultar en infertilidad, abortos espontáneos o enfermedades genéticas graves o letales (como las llamadas enfermedades raras), sino también en alteraciones capaces de afectar a la salud de las personas a lo largo de toda su vida. Y obviamente, saber qué es lo que funciona mal es el camino para lograr evitarlo. Otra línea en la cual estas investigaciones son esenciales es para comprobar la seguridad de los fármacos en los embriones en gestación, lo que evitaría casos trágicos como los provocados por la talidomida, que causaba malformaciones en los fetos.

El problema con la investigación del desarrollo embrionario es que se mueve en un terreno éticamente muy delicado. Necesitamos esa ciencia, pero debemos encontrar el modo de obtenerla sin quebrantar ciertas barreras éticas mayoritariamente aceptadas. Que, sean cuales sean, en cualquier caso nunca serán aceptables para todos los sectores de la sociedad. Por ejemplo, la Iglesia católica se opone a la fertilización in vitro por varias razones, una de ellas que el procedimiento genera embriones que van a congelarse para después, en muchos casos, acabar destruyéndose.

Algunos de estos embriones, previa donación voluntaria, se destinan a la investigación, y es difícil pensar en algún campo de avances en la salud humana que no se haya beneficiado de estas investigaciones, del cáncer a las enfermedades neurodegenerativas, de los trasplantes a las vacunas contra múltiples enfermedades infecciosas, incluyendo la COVID-19 (para la cual se han empleado también líneas celulares inmortalizadas de uso común en los laboratorios, obtenidas hace décadas originalmente a partir de células embrionarias). Pero por motivos religiosos, algunos países ponen trabas a la investigación con células embrionarias.

El estándar ético internacional recomienda no dejar progresar los embriones más allá de los 14 días, cuando empieza a producirse la gastrulación. Sin embargo, para muchos investigadores este límite es excesivamente corto, ya que impide estudiar infinidad de procesos clave del desarrollo embrionario. En mayo se espera una actualización por parte de la Sociedad Internacional de Investigación en Células Madre. No olvidemos que estos 14 días suponen un límite enormemente más restrictivo que el de varias semanas que en muchos países se aplica a la interrupción voluntaria del embarazo.

Como posible futura alternativa al uso de células de origen embrionario, en las últimas décadas ha progresado la obtención de células madre a partir de células adultas –no de personas adultas, que no necesariamente es lo mismo–, normalmente células de la piel (de forma más general, células somáticas). Se trata de desprogramarlas para devolverlas a su estado pluripotencial; algo así como borrar toda la memoria de un ordenador para restaurar la configuración de fábrica y obtener de nuevo un ordenador virgen.

Los sectores que se oponen al uso de células embrionarias aplaudieron el desarrollo de este tipo de células, cuyo nombre completo es células madre pluripotentes inducidas (iPSC), basándose en dos ideas: que suponen una alternativa al uso de embriones y que en todo caso no pueden obtenerse a partir de ellas verdaderos embriones viables.

Solo que esto no es exactamente así. Con respecto a lo primero, y al menos en el estado actual de la ciencia, debe aclararse que las iPSC son más bien una vía adicional que alternativa. Y se entiende fácilmente con un ejemplo sencillo: si uno pretende fabricar una cerveza a imitación de la Mahou, se necesita constantemente consumir mucha Mahou para determinar hasta qué punto lo que uno está fabricando se parece, desde su composición química hasta sus propiedades al paladar.

Y en cuanto a lo segundo, llegamos ahora a lo nuevo. La semana pasada, la revista Nature publicaba dos estudios, dirigidos respectivamente por la Universidad de Texas y la Universidad Monash de Australia, en los que se describe la obtención de algo muy parecido a blastocistos, o embriones tempranos, a partir de iPSC humanas.

Blastoides obtenidos por los investigadores de la Universidad Monash. Imagen de Monash University.

Blastoides obtenidos por los investigadores de la Universidad Monash. Imagen de Monash University.

Unos breves antecedentes: esas iPSC, las células desprogramadas, pueden entonces reprogramarse de nuevo para obtener, por ejemplo, células de músculo, de hígado o de cerebro. Pero si se alcanza una desprogramación aún mayor, es posible obtener células capaces de originar cualquier tipo de tejido, tal como lo hacen las embrionarias. Llevado esto al extremo, a partir de esas iPSC tal vez podrían llegar a obtenerse todos los tejidos de un organismo, y por tanto ese organismo completo. Esto supondría convertir las iPSC en un verdadero embrión.

Anteriormente se había logrado en ratones obtener blastoides, estructuras muy parecidas a los blastocistos pero que no llegan a poder generar embriones viables. Pero si los ratones sirven en el laboratorio como versiones simplificadas de los humanos, en muchos casos la diferencia de complejidad entre ellos y nosotros es tan grande que es muy complicado saltar ese abismo.

En la investigación con células humanas, hasta ahora se había conseguido generar alguna de las capas embrionarias (los distintos tipos de células del embrión más temprano que luego darán lugar a distintos sistemas del organismo), o estructuras completas cada vez más parecidas a embriones. En 2017, investigadores de la Universidad de Michigan obtuvieron modelos pseudoembrionarios de la fase posterior a la implantación en el útero, empleando tanto iPSC como células embrionarias. Dos años después el mismo grupo presentó un procedimiento mejorado que generaba estructuras un poco más parecidas a los embriones reales.

En 2020 un estudio en Nature codirigido por el español Alfonso Martínez-Arias, de la Universidad de Cambridge, describió el uso de células madre embrionarias humanas para obtener gastruloides, estructuras que simulan los procesos que tienen lugar en los embriones humanos a partir de las tres semanas de gestación. Conviene aclarar que estos gastruloides (al igual que los pseudoembriones de Michigan) no son embriones viables: desarrollan ciertos componentes primitivos de tejido cardiaco y nervioso, pero no pueden generar un organismo completo ni un cerebro. En el laboratorio estos gastruloides se forman solo en 72 horas, y no sobreviven más de cuatro días.

Estos estudios anteriores conseguían reproducir ciertas características de fases algo más avanzadas del desarrollo embrionario, en la gastrulación y la implantación. Pero la mayor caja negra de estos procesos se encuentra en las etapas anteriores, las más iniciales, desde la fecundación a la formación del blastocisto. Esto es lo que aportan los dos nuevos estudios: a partir de iPSC obtenidas de células de la piel (el estudio australiano, por cierto dirigido por el argentino José María Polo) o empleando tanto iPSC de la piel como células embrionarias (el de Texas), los investigadores han obtenido el modelo más completo hasta ahora en fase más temprana del desarrollo embrionario humano, equivalente a la primera semana de gestación, antes de la implantación en el útero.

Pero al comienzo hablaba de una explosión de este campo científico, y es que los dos estudios publicados ahora en Nature no son los únicos: también este mes, otros dos grupos (uno y dos) han colgado resultados similares en el servidor de prepublicaciones bioRxiv. Estos estudios aún están a la espera de revisión y publicación, pero dan idea de cómo numerosos equipos de investigadores están conquistando hitos similares que ponen ahora el listón del progreso actual de la ciencia en la obtención de blastoides humanos.

Como en los casos anteriores, tampoco en estos estudios se obtienen embriones viables capaces de originar un ser humano completo. Pero aquí viene la aclaración que conviene tener en cuenta: cuanto más se asemejen estos blastoides a los blastocistos reales, más provechosa será la ciencia que pueda obtenerse de ellos, y por tanto el objetivo de los investigadores es lograr lo más parecido a un embrión. Si los blastoides no son blastocistos, no es porque se actúe sobre ellos para impedirlo, sino simplemente porque aún no se conoce lo suficiente qué les falta para serlo. Dicho de otro modo, el hecho de que estos blastoides no sean embriones no es algo deliberado, sino un defecto; una barrera científica que aún no se ha superado.

Aquí es donde se entra en un terreno ético espinoso: frente a la visión simplista (poco informada) de los sectores de inspiración religiosa, que condenan el uso de células embrionarias y aplauden el de las iPSC, en cambio el verdadero escollo ético no se encuentra en el origen de estas células, sino en su destino. Los nuevos estudios ofrecen los modelos más tempranos y completos hasta ahora del desarrollo embrionario, pero aún tienen limitaciones: la eficiencia de su obtención es muy baja, y los blastoides poseen algunos tipos celulares que no se corresponden con los de un blastocisto. Sin embargo, estos defectos van a ir limándose con futuras investigaciones, y es probable que en algún momento futuro se logre obtener embriones viables a partir de células madre, sin importar si son embrionarias o iPSC.

Esto no quiere decir que el objetivo de los investigadores sea obtener embriones viables en el laboratorio; quiere decir que intentan obtener algo lo más parecido posible para progresar en el conocimiento científico y obtener el máximo rendimiento de su aplicación a la salud humana. Y que, en ese camino, es posible que en algún momento un blastoide y un blastocisto sean prácticamente indistinguibles.

Y será entonces cuando haya que resolver este difícil dilema: no avanzar ni un paso más allá de lo que permitan los estándares éticos mayoritariamente aceptados, pero ni un paso menos de lo que permita exprimir toda esa ciencia para conseguir el mayor beneficio de la humanidad.

Hoy puede parecernos casi imposible que toda la sociedad llegue a un acuerdo sobre dónde está ese límite. Pero, en realidad, ya hemos pasado antes por todo esto: durante siglos el examen interno de los cadáveres humanos se consideraba inmoral. Es bien conocido que también hubo objeciones en sus inicios (y todavía hoy por parte de ciertas confesiones religiosas) a los trasplantes de órganos y las transfusiones de sangre, pero quizá no tanto que lo mismo sucedió con la anestesia: cuando esta comenzó a utilizarse en las operaciones quirúrgicas a mediados del siglo XIX, hubo oposición por motivos religiosos. El presidente de la Asociación Dental de EEUU, William Henry Atkinson, escribió: «¡Ojalá no existiera la anestesia! Pienso que a los hombres no se les debería privar de pasar por lo que Dios les ha destinado a soportar!«.

Otro tanto ocurrió con las vacunas: cuando a comienzos del siglo XVIII comenzó a variolizarse a la población de Boston –un procedimiento anterior a la vacunación–, la mentalidad puritana de Nueva Inglaterra condenó el procedimiento como una interferencia en la voluntad de Dios de decidir quién debía enfermar o morir.

Es más: tampoco la investigación sobre el desarrollo embrionario es la única que en el futuro próximo va a desafiar nuestros límites éticos. Otro campo de investigación en pleno crecimiento es el de los organoides, minúsculas simulaciones de órganos reales obtenidas a partir de células madre. Los progresos son cada vez más impresionantes: este mes, investigadores de la Universidad de Utrecht (Países Bajos) han descrito en la revista Cell Stem Cell la creación de organoides de glándulas lacrimales, y han conseguido literalmente hacer que lloren.

Quizá este caso no parezca conflictivo. Pero cuando se trata de organoides cerebrales, minicerebros del tamaño de la punta de un bolígrafo, las cosas cambian: según el investigador Thomas Hartung, que trabaja en estas tecnologías, la actividad neuronal de estos minicerebros equivale a «una forma primitiva de pensamiento». Por el momento se trata de algo puramente mecánico. Pero ¿en qué momento dejaría de serlo para convertirse en algo más? Aunque estas sean fronteras científicas aún lejanas, si en algún momento hemos de llegar a ellas, convendría hacerlo con nuestros deberes hechos como sociedad.

Las vacunas de Pfizer-BioNTech y Moderna neutralizan la variante británica del coronavirus

Entre las aproximadamente 200 vacunas en distintas fases de desarrollo, pruebas o aprobación contra la COVID-19, se encuentran representadas todas las tecnologías actualmente disponibles, pero podemos trazar una línea de separación entre dos grandes tipos: las que utilizan el virus (atenuado o inactivado para que no cause enfermedad) y las que no. Estas últimas emplean solo una pequeña parte de él, normalmente fabricada en el laboratorio, y combinada con otros elementos para conseguir que el sistema inmune monte una defensa eficaz contra esa parte del virus.

Exceptuando algunas de las chinas (Sinovac y Sinopharm), las vacunas de las que oímos hablar en estos días son todas de esta segunda clase, y todas ellas utilizan la misma parte del virus, la proteína Spike (S) con la que el SARS-CoV-2 se ancla a la célula. Todas utilizan la proteína S completa: Pfizer-BioNTech, Moderna, Oxford-AstraZeneza, Janssen/Johnson & Johnson, Novavax, la china de CanSino y la rusa Sputnik V (léase «uve» de vacuna, no «cinco»), por citar aquellas de las que más se habla. Una opción alternativa es emplear solo un fragmento de S responsable de la unión a la célula, llamado RBD (siglas de Dominio de Unión al Receptor). Pfizer y BioNTech tienen una segunda vacuna de este tipo en pruebas.

Por otra parte, estas vacunas difieren también en cómo introducen esa proteína o fragmento de proteína en el organismo. Las de Pfizer-BioNTech y Moderna lo hacen insertando en las células las instrucciones genéticas (ARN) para que ellas mismas fabriquen esas proteínas, mientras que las de Oxford-AstraZeneca, Janssen/Johnson & Johnson, CanSino y la Sputnik V incorporan la proteína a un virus inofensivo, y la de Novavax utiliza únicamente la propia proteína.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Entre todas estas opciones, a priori no hay una mejor ni peor; todas son válidas y todas pueden servir. Son los ensayos clínicos los que determinan en la práctica cuáles de ellas muestran un mejor comportamiento, máxima eficacia con mínimos efectos adversos. Las vacunas de virus completo atenuado o inactivado representan la primera generación, una tecnología ya casi con cien años de historia y de eficacia muy contrastada; muchas de las vacunas que solemos ponernos son de este tipo. Las vacunas recombinantes (las que emplean proteínas individuales o virus inofensivos como vehículos) empezaron a desarrollarse a partir de los años 80 y ya incluyen algunas muy extendidas por todo el mundo. Las últimas en llegar han sido las de ARN, creadas a finales del siglo pasado por la bioquímica húngara Katalin Karikó y el inmunólogo estadounidense Drew Weissman –ganadores del próximo Nobel, si es que aún queda algo de justicia en el mundo– y que solo ahora han comenzado a administrarse de forma masiva.

Pero de todo lo anterior se entiende que unas sí pueden estar mejor preparadas que otras para continuar siendo eficaces si el virus cambia. Las nuevas variantes (no «cepas») surgidas en Reino Unido, Brasil o Sudáfrica tienen cambios en la proteína S, especialmente en el RBD. Algunas de estas mutaciones pueden modificar la conformación de la proteína de tal modo que los anticuerpos neutralizantes y los linfocitos producidos por el sistema inmune –ya sea por infección previa o por vacunación– contra la variante original no puedan reconocer estas conformaciones distintas, y por lo tanto la nueva variante escape a la inmunidad ya creada. Y por lo tanto, que la nueva variante infecte a una persona vacunada o que ya pasó la enfermedad.

Así, cuantos más antígenos diferentes pueda presentar la vacuna al sistema inmune, más difícil será que el virus pueda evadirse si cambia alguno de sus componentes: las vacunas de virus completo tienen más posibilidades de servir contra variantes distintas que aquellas que solo utilizan la proteína S completa, y estas a su vez más que las que solo emplean el fragmento RBD.

Pero en la práctica, la única manera de saber si las vacunas funcionan contra nuevas variantes del virus es comprobarlo. Cuando surgió la nueva variante británica se encendieron las alarmas, ya que en principio no podía asegurarse que las vacunas disponibles continuaran siendo válidas. Ahora tenemos la confirmación de que al menos las de Pfizer-BioNTech y Moderna, las más utilizadas hasta ahora en Europa y EEUU, funcionan también contra esta nueva variante, aunque quizá su eficacia sea algo menor.

En un estudio aún sin publicar, los investigadores de Moderna han recogido muestras de sangre de ocho pacientes y 24 monos inoculados con las dos dosis de la vacuna estadounidense, y las han expuesto a partículas virales construidas artificialmente con diferentes versiones de la proteína S, incluyendo las presentes en las variantes británica y sudafricana del virus. Los resultados indican que el suero de los vacunados tiene la misma capacidad neutralizante contra la variante británica que contra la original. En el caso de la sudafricana, la neutralización originada por la vacuna se reduce a una quinta o una décima parte, pero según los autores esto todavía ofrece una neutralización significativa contra esta variante.

Por su parte, en un estudio publicado en Science, investigadores de BioNTech y Pfizer han construido también partículas virales artificiales con la versión de la proteína S de la variante británica del virus y han analizado la capacidad de neutralización del suero de 40 personas inmunizadas con la vacuna de estas dos compañías. «Los sueros inmunes mostraban una neutralización ligeramente reducida pero generalmente preservada en su mayoría«, escriben los autores, concluyendo que según sus datos «el linaje B.1.1.7 [la variante británica] no escapará a la protección mediada por [la vacuna de Pfizer-BioNTech] BNT162b2«.

En otro estudio aún sin publicar, investigadores de la Universidad Rockefeller de Nueva York, los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH) y Caltech han analizado la sangre de 20 personas que han recibido las dos dosis de la vacuna de Moderna o de la de Pfizer-BioNTech. Aunque encontraron que algunos de los anticuerpos producidos por estas personas pierden eficacia contra las nuevas variantes del virus, en algunos casos de forma drástica, en cambio observaron que en general los sueros mantienen una buena capacidad neutralizante contra dichas variantes, lo que atribuyen al hecho de que la sangre de las personas vacunadas contiene distintos anticuerpos, algunos de los cuales continúan siendo válidos.

Una advertencia final: todo lo anterior son estudios de laboratorio, que aún deberán confirmarse en el mundo real. Pero conviene subrayar que incluso si las nuevas variantes surgidas hasta ahora aún pueden contenerse con las vacunas actuales, surgirán otras que no; esto es casi inevitable, ya que los virus están sometidos a la selección natural tanto como cualquier otro ser vivo en la naturaleza (en este caso, su naturaleza somos nosotros). Por tanto, a medida que nuestras vacunas les impidan sobrevivir y reproducirse, estaremos favoreciendo que prosperen los mutantes capaces de escapar a nuestro control. Estos encontrarán su particular paraíso sobre todo en las personas inmunodeprimidas o aquellas que desarrollen menos inmunidad.

Sin embargo, esto no debería suponer un gran obstáculo para el futuro control de la pandemia. En especial, las plataformas de ARN como las de Moderna y BioNTech permiten modificar el diseño de las vacunas con enorme rapidez para atajar las nuevas variantes. Es una carrera de humanos contra virus. En Alicia a través del espejo, decía la Reina Roja que en su mundo era necesario correr mucho para quedarse en el mismo sitio. En biología evolutiva esta idea se ha utilizado durante décadas para explicar cómo las especies deben evolucionar para sobrevivir en un entorno cambiante en competición con otras especies. El caso de los virus no es diferente. Pero una vez que estamos en esa carrera de la Reina Roja, todo irá bien mientras continuemos corriendo al mismo ritmo que el virus.

Por qué conviene moderar las esperanzas en los antivirales como la plitidepsina de PharmaMar

En este momento hay en torno a medio millar de fármacos en desarrollo o pruebas contra la COVID-19. Son tantos que es difícil llevar la cuenta: una de las webs que trata de seguir el rastro a estas investigaciones enumera un total de 478 compuestos, 391 de ellos ya en ensayos clínicos, mientras que otra eleva la cifra a 663. La lista incluye medicamentos de todo tipo, desde los anticuerpos destinados a bloquear la infección, o los antivirales que tratan de inhibir el desarrollo del virus, hasta los que intentan paliar la catástrofe provocada en el organismo, pasando por algunos compuestos más exóticos.

Esta semana hemos tenido novedades sobre un viejo conocido, la plitidepsina (nombre comercial Aplidin) de la española PharmaMar. Esta compañía, originalmente una filial de la gallega Zeltia que después absorbió a su matriz, se dedica desde 1986 a la búsqueda de compuestos químicos de origen marino que puedan mostrar algún beneficio terapéutico contra ciertas enfermedades, sobre todo cáncer y alzhéimer. La idea tiene su precedente más ilustre y conocido en el descubrimiento de los primeros antibióticos, compuestos antibacterianos producidos por los hongos.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

En concreto, la plitidepsina se describió por primera vez en 1996 como un compuesto (dehidrodidemnina B, DDB) aislado de la ascidia Aplidium albicans, un tipo de tunicado de las aguas de Baleares. Los primeros estudios mostraron que tenía actividad citostática, es decir, inhibición de la proliferación celular, lo que sugería un posible uso como quimioterapia contra el cáncer. Los ensayos en ratones descubrieron que los tumores se reducían en un 70-90% y que se duplicaba la longevidad de los animales.

Desde entonces, la plitidepsina ha recorrido un largo y accidentado camino orientado a su aprobación como quimioterapéutico antitumoral. En 2017 la Agencia Europea del Medicamento (EMA) denegó su uso para el tratamiento del mieloma múltiple por considerar que sus riesgos superaban al beneficio obtenido. PharmaMar recurrió el dictamen, pero este fue ratificado por el organismo europeo en 2018. Una vez más, la compañía apeló, y en 2020 el Tribunal de Justicia de la UE anuló la decisión de la EMA, con lo que la solicitud de aprobación vuelve a estar encima de la mesa. En Australia la plitidepsina se autorizó en 2019 como tratamiento de último recurso contra el mieloma múltiple, en combinación con el antiinflamatorio dexametasona.

La entrada de la plitidepsina en la arena de la lucha contra el coronavirus de la COVID-19 se basa en el hecho de que los virus son parásitos obligados de las células, a las cuales hackean piezas de su maquinaria para reproducirse. Por lo tanto, bloqueando esas piezas se consigue impedir la multiplicación del virus. Así, en realidad el compuesto no actúa contra el propio virus, sino contra la célula infectada. El hecho de que los quimioterapéuticos actúen sobre partes esenciales de la maquinaria celular, sin poder distinguir entre células enfermas y sanas, es el origen de los típicos efectos secundarios de la quimioterapia antitumoral como la caída del pelo, ya que se impide también la proliferación de las células necesarias para mantener el crecimiento activo de los tejidos sanos.

Estructura molecular de la plitidepsina (Aplidin). Imagen de PubChem.

Estructura molecular de la plitidepsina (Aplidin). Imagen de PubChem.

Pero naturalmente, no todos los quimioterapéuticos tienen por qué servir como antivirales; es necesario encontrar aquellos que actúen de forma precisa sobre partes de la célula que un virus necesita para replicarse. En 2020 y con la crisis del coronavirus, un equipo de más de un centenar de investigadores, dirigido por la Universidad de California en San Francisco (UCSF), la Facultad de Medicina Icahn del Hospital Monte Sinaí de Nueva York y el Instituto Pasteur de Francia, elaboró un gran mapa de las interacciones entre las proteínas del coronavirus SARS-CoV-2 y las proteínas de las células humanas. De este modo, sabiendo qué piezas de la maquinaria celular son las que el virus secuestra, podía buscarse en el arsenal de fármacos ya disponibles para encontrar compuestos que inhiban esas piezas de la célula.

En este estudio, los científicos identificaron 332 de esas interacciones, que incluían 66 proteínas celulares humanas contra las cuales existían 69 posibles fármacos, 29 de ellos aprobados en EEUU. Algunos de esos compuestos tenían algo en común: bloquean la traducción del ARN a proteínas, es decir, la fabricación de proteínas a partir de las instrucciones genéticas, ya sean de la propia célula o de un virus que la infecta. Los investigadores probaron 47 de esos fármacos, encontrando actividad antiviral contra el virus de la cóvid en cultivos celulares para varios de ellos, sobre todo dos llamados zotatafina y ternatina-4, ambos inhibidores de la traducción.

Aquí es donde entra la plitidepsina: el compuesto de PharmaMar también es un inhibidor de la traducción; actúa en la célula inhibiendo una proteína llamada eEF1A, o factor eucariótico de elongación de la traducción 1 alfa, una de esas piezas que intervienen en la traducción del ARN a proteínas. Por lo tanto, bloqueando la síntesis de proteínas en la célula infectada, se impide que se fabriquen nuevas partículas virales.

Y por fin, llegamos a lo nuevo. Los investigadores de la UCSF, el Monte Sinaí y el Pasteur han probado la plitidepsina de PharmaMar como posible antiviral contra la cóvid en cultivos celulares y en dos modelos de ratones modificados para ser susceptibles al virus (los ratones normales no lo son). Y los resultados son muy alentadores: en cultivos de células humanas, la plitidepsina es 27,5 veces más potente que el remdesivir, el único antiviral aprobado contra la cóvid, y con baja toxicidad. En células de mono es 9 veces más potente que la ternatina-4 y 87,5 veces más que la zotatafina, los dos compuestos que los autores del estudio habían seleccionado como los más prometedores contra la cóvid. En los ratones, el fármaco consigue frenar la replicación del virus en los pulmones hasta un 99%, un efecto similar al observado con el remdesivir.

«Nuestros resultados indican que la plitidepsina es un candidato terapéutico prometedor contra la COVID-19«, escriben los científicos en el estudio, publicado en Science. Los resultados sugieren además que la plitidepsina podría emplearse en combinación con el remdesivir para potenciar el efecto antiviral, o incluso con la dexametasona para paliar la catástrofe inflamatoria del organismo.

Aunque el estudio solo incluye resultados in vitro y preclínicos (en animales), la plitidepsina ha completado ya también un ensayo clínico con humanos en fase I/II. Aún no se han publicado los resultados, pero los investigadores apuntan que son positivos y que la toxicidad es baja. Actualmente PharmaMar está tramitando la autorización para un ensayo en fase II/III, la definitiva que debería determinar si este compuesto puede ser un tratamiento eficaz.

Un argumento a favor de los antivirales como la plitidepsina es que, en caso de actuar, lo harían contra cualquiera de las variantes del coronavirus que están circulando, ya que lo hacen sobre las proteínas de la célula y no sobre las del virus, que pueden cambiar ligeramente con mutaciones como las originadas en Reino Unido o Sudáfrica.

Ahora bien, y dicho todo lo anterior, toca hablar de los contras. El primero es el más evidente: el cementerio de los fármacos olvidados está lleno de compuestos que fueron enormemente prometedores en ensayos in vitro y con animales, pero que fracasaron en humanos, ya sea porque se revelaron ineficaces o porque su toxicidad los hizo inutilizables. Hay esperanzas de que este no sea el caso de la plitidepsina, según lo que sugieren los investigadores y la propia PharmaMar, pero habrá que esperar a los resultados de los ensayos clínicos.

Pero en realidad, esta no es la principal pega de la plitidepsina. La principal es que, si lo que el público espera es un fármaco que pueda administrarse a las personas hospitalizadas en riesgo de muerte por cóvid para que superen la enfermedad y se recuperen, la plitidepsina no va a servir para esto.

Traigo de nuevo aquí una frase que ya cité anteriormente, de la inmunóloga del Instituto Salk Janelle Ayres: «Los antivirales probablemente serán eficaces para la fracción de pacientes infectados que desarrollan casos leves de COVID-19 […] Pero para los pacientes que desarrollan enfermedad grave o crítica, y que requieren hospitalización y cuidados intensivos, la estrategia basada en antivirales no cuadra con lo que se necesita en la primera línea, donde médicos y pacientes pelean por la vida«.

Los antivirales como la plitidepsina actúan en los primeros días de la infección, cuando el virus se está replicando activamente en el sistema respiratorio. En estos primeros días los pacientes son asintomáticos y ni siquiera saben que están infectados, o bien aún tienen síntomas leves, por lo que no están hospitalizados. Por lo tanto, la plitidepsina estaría orientada a la atención primaria, no la hospitalaria. El problema es que no es oral, sino inyectable, algo que dificulta su uso en la atención primaria; no es una pastilla que pueda recetarse a los pacientes externos para que la tomen en casa. Y teniendo en cuenta que solo uno de cada cien enfermos de cóvid muere, pero a priori es difícil saber cuál de ellos morirá, ¿qué pacientes de esos cien deberían recibir el tratamiento? ¿Los que pertenecen a grupos de riesgo? Como tristemente sabemos, también fallecen personas jóvenes y sin patologías previas.

En cuanto a los pacientes graves, los que ya están hospitalizados y luchan por su vida, un antiviral como la plitidepsina no les va a ayudar; lo que necesitan las personas en ese estado son fármacos no contra el virus, que ya ha terminado su ataque, sino dirigidos a salvar el cuerpo de la catástrofe orgánica que el virus ha provocado. Aquí es donde los antiinflamatorios como la dexametasona pueden ser eficaces. En estos casos no se trata de combatir la infección, sino de sobrevivir a los efectos de la infección. En lo que se refiere a salvar vidas, el principal objetivo en la lucha contra la cóvid, por desgracia aún falta mucho por avanzar.

Ideas muy extendidas sobre el coronavirus, pero incorrectas (4): por qué la desinfección hace más daño que bien

En lo referente a la prevención del contagio del coronavirus, hoy vengo a insistir en que es muy importante distinguir entre higiene y desinfección, por un lado, y por otro entre manos y superficies/objetos, ya que parece haber algo de confusión: el lavado concienzudo de las manos con agua y jabón ha sido una recomendación esencial de las autoridades sanitarias desde el comienzo de la pandemia, y hoy continúa siéndolo. El contacto directo de una persona a otra a través de las manos –contaminadas con gotitas, moco o saliva– es una vía de contagio, y probablemente es menos frecuente desde que nos lavamos más las manos y usamos mascarillas.

En cuanto a los desinfectantes de manos, ante todo debemos tener en cuenta que no es necesario (ni conveniente, por la razón que veremos más abajo) buscar productos raros o sofisticados que tratan de venderse como más eficaces: como señalaba una revisión de estudios científicos publicada en mayo, «la mayoría de los desinfectantes de manos más efectivos son formulaciones basadas en alcohol, que contienen 62-95% de alcohol».

Segundo, es importante recordar que estos geles NO sustituyen al lavado de manos: como recordaba la misma revisión, los geles hidroalcohólicos «son menos efectivos cuando las manos están visiblemente sucias o manchadas, y no sirven contra ciertos tipos de patógenos» (las investigaciones han mostrado que el agua y el jabón son más eficaces que los geles hidroalcohólicos contra patógenos como Cryptosporidium, Clostridium difficile y norovirus), por lo que estos productos deben reservarse «como alternativa para cuando el agua y el jabón no estén disponibles».

En cuanto a los objetos y superficies, y como ya conté aquí, los estudios científicos no han encontrado hasta ahora ni una presencia relevante del virus activo ni casos documentados en que los objetos, o fómites, estén actuando como vía relevante de transmisión; de existir, es muy minoritaria. Añadido a lo que ya expliqué anteriormente, una nueva carta publicada en The Lancet por científicos alemanes y austriacos ha revisado los estudios publicados hasta la fecha sobre esta cuestión, confirmando que «las cargas virales fueron realmente muy bajas en superficies en estrecha y permanente proximidad con personas que están expulsando el virus» y que, por lo tanto, las superficies y objetos representan una «probabilidad baja de propagación del virus».

Desinfección. Imagen de pxfuel.

Desinfección. Imagen de pxfuel.

Pero el artículo de estos investigadores subraya otro aspecto esencial que deben tener en cuenta quienes desinfectan solo por si acaso, porque daño no hace, y es que daño sí hace. Como escriben los autores de la carta, la desinfección regular de superficies conduce a «una reducción en la diversidad del microbioma y a un aumento en la diversidad de genes de resistencia. La exposición permanente de las bacterias a concentraciones subinhibidoras de algunos agentes biocidas utilizados para la desinfección de superficies puede causar una fuerte respuesta celular adaptativa, resultando en una tolerancia estable a los agentes biocidas y, en algunos casos, en nuevas resistencias a antibióticos».

Por ello, los investigadores recomiendan la desinfección de superficies «solo cuando hay evidencias de que una superficie está contaminada con una cantidad suficiente de virus infectivo y hay probabilidad de que contribuya a la transmisión del virus, y no puede controlarse con otras medidas, como la limpieza o el lavado a mano de la superficie».

Hoy nuestro quebradero de cabeza es un virus, pero no debemos olvidar que la comunidad científica viene advirtiendo desde hace años de la gran amenaza infecciosa del siglo XXI: las bacterias multirresistentes. Con una frecuencia demasiado elevada, pero generalmente ignorada por el público y más aún en estos tiempos de pandemia, están surgiendo cepas de bacterias resistentes a casi todos los antibióticos conocidos, incluso a los que se reservan como último recurso.

Como me contaba recientemente la microbióloga Manal Mohammed, de la Universidad de Westminster, «la diseminación global de bacterias resistentes a antibióticos representa una gran amenaza a la salud pública. Ha emergido resistencia a fármacos que representan la última línea de defensa contra algunas infecciones bacterianas graves, lo que indica que el mundo está al borde de una era post-antibióticos». Mohammed recordaba también que la pandemia agravará este problema, ya que la mayoría de los pacientes de coronavirus están recibiendo tratamiento de antibióticos contra las infecciones bacterianas secundarias: «La COVID-19 está acelerando la amenaza de la resistencia a los antimicrobianos».

La previsión de esta experta, en línea con lo advertido por organismos como la Organización Mundial de la Salud, es escalofriante: «Se espera que para 2050 diez millones de personas podrían morir cada año por infecciones bacterianas resistentes a antibióticos».

La explicación de todo esto reside en que los entornos a nuestro alrededor, e incluso en nosotros mismos, son ecosistemas microbianos. Y como en todo ecosistema, la desaparición de una parte de su población hace que otra pueda expandirse y colonizar el nicho vacío. La esterilización de los espacios a nuestro alrededor es solo una ilusión: recuerdo un estudio de hace unos años en el que investigadores de EEUU quisieron analizar las comunidades microbianas en los baños de una universidad. Para ello, comenzaron de cero, limpiando concienzudamente los baños con grandes cantidades de lejía. Lo que descubrieron fue que solo una hora después de la desinfección, las bacterias habían proliferado hasta adueñarse de nuevo de todos y cada uno de los rincones.

Cuando esterilizamos, las primeras bacterias que desaparecen son las más sensibles a estos agentes. Así, las más resistentes comienzan a proliferar y a ocupar los espacios, de modo que la esterilización solo ha servido para tener espacios cada vez más poblados por bacterias más resistentes. Los expertos vienen advirtiendo de la dañina proliferación de productos antimicrobianos de consumo para uso en los hogares, como jabones o limpiadores antibacterianos, o incluso bayetas o tablas de cocina. Todos estos productos no aportan nada, ya que normalmente en los hogares no estamos expuestos a concentraciones apreciables de microbios peligrosos mientras se mantenga el equilibrio de estos ecosistemas. En cambio, cuando eliminamos los inofensivos, damos espacio libre a los peligrosos. A esto se añade que los productos desinfectantes pueden estimular el intercambio de ADN entre las bacterias, un mecanismo que en muchos casos es responsable de extender la resistencia entre las comunidades microbianas.

En resumen, en los espacios normales de nuestra vida normal, lo aconsejable es simplemente una higiene normal, incluso en tiempos de pandemia. La desinfección y la esterilización allí donde no son necesarias y no aportan ningún beneficio solo van a servir para dejar un legado que lamentaremos durante generaciones, cuando nuestros antibióticos sean del todo inútiles.