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¿Pudo el coronavirus de la COVID-19 haber sido creado por los humanos? 2. Las pruebas genéticas (y II)

(Continúa de ayer)

Tampoco hay que invocar ningún oscuro experimento para explicar otra de las peculiaridades del virus, que en concreto se refiere al PRRA. Ayer dejé caer un concepto, la fase de lectura. Cuando tenemos una secuencia genética, por ejemplo CCTCGGCGGGCA, lo que hace la maquinaria celular para traducirla a una proteína es dividirla en tripletes, grupos de 3 bases: CCT CGG CGG GCA. Según el código genético, cada uno de estos tripletes o codones se traduce en un aminoácido, y así CCT = prolina (P), CGG = arginina (R), GCA = alanina (A). Si se introduce una base de más en algún lugar, por ejemplo CCT A CGG CGG GCA, cambia la estructura de los tripletes, que ahora quedarían así: CCT ACG GCG GGC A, y por lo tanto cambiaría la traducción a aminoácidos, que ahora ya no sería PRRA, sino PTAG, siendo T treonina y G glicina; cambia la proteína resultante.

Ocurre que el código genético es degenerado (este es el término que se utiliza): hay 64 codones posibles, pero solo 20 aminoácidos, por lo que varios codones distintos pueden traducirse a un mismo aminoácido; por ejemplo, la arginina (R) puede venir codificada por seis codones diferentes: CGA, CGC, CGT, CGG, AGA y AGG. Pero no todos los seres vivos utilizan con la misma frecuencia cualquiera de estos codones para codificar la arginina; algunas especies usan preferentemente alguno de ellos, mientras que otras suelen emplear otros distintos.

Un modelo impreso en 3D de la proteína Spike del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Dominio público.

Un modelo impreso en 3D de la proteína Spike del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Dominio público.

Pues bien, a este respecto, el argumento de los defensores del virus manipulado es este: el uso del codón CGG para codificar arginina, que se encuentra dos veces en el PRRA, es «desconocido entre los betacoronavirus», decía el artículo del controvertido periodista –no científico, como dicen por ahí voces mal informadas– Nicholas Wade que cité recientemente. Por lo tanto, dicen, esto demuestra que ha sido introducido deliberadamente. Y añaden, además, que esto prueba que el virus fue creado utilizando células humanas o ratones humanizados (ratones transgénicos que poseen el receptor ACE2 humano), dado que el CGG sí es de uso habitual en los humanos.

Pero una vez más, estamos ante un intento de retorcer la realidad para que diga lo que nos apetezca. En primer lugar, decir que el CGG es «desconocido» entre los betacoronavirus es… ¿cómo decirlo? Ah, sí: mentira. Está presente en todos los coronavirus, siempre con frecuencias bajas, entre el 2 y el 7%.

Y por cierto, ¿alguien se ha dado cuenta de lo sospechosamente extraño que resulta que el gen de la proteína S del SARS-2 acumule más de la quinta parte de todos los codones de arginina AGG del genoma del virus? O ya puestos, ¿que el uso del codón CGG esté absolutamente disparado respecto a todos los demás coronavirus humanos en el gen de la proteína de membrana del coronavirus del resfriado OC43? ¿O lo mismo para el codón UCA en el coronavirus del resfriado 229E? ¿O que el codón de terminación del gen de la nucleoproteína del MERS sea diferente al de todos los demás coronavirus humanos? ¿O que el gen E del 229E sea el único de todos los coronavirus humanos que utiliza el codón CAC para histidina? Todo esto es rigurosamente cierto. Pero nada de ello es real. Son solo despistes, disfrazados de jerga técnica.

Hay que decir que el CGG es generalmente poco habitual en los virus, y hay al menos una posible razón para ello. Hablábamos ayer de los receptores TLR, que reconocen patrones de patogenia en los antígenos. Resulta que el CGG se une al TLR9, lo cual quiere decir que ese triplete es una señal de alarma para el sistema inmune, así que es normal que los virus tiendan a no utilizarlo. Pero el CGG no es más «desconocido» en el SARS-2 que en otros coronavirus o betacoronavirus, en todos los cuales es más «desconocido» (frecuencia relativa en el SARS-2 del 0,2) que en los humanos (1,21), pero también que en los perros (0,48), gatos (1,19), cerdos (1,94), caballos (1,08), vacas (1,32) y, cómo no, murciélagos (1,18).

Como ya se puede sospechar de esto último, afirmar que el uso del CGG en el SARS-2 revela una adaptación a los humanos es una pura pamplina. La idea de que los coronavirus tienden a utilizar los mismos codones que sus hospedadores fue la que en un primer momento de la pandemia hizo saltar el bulo de que las serpientes eran los probables huéspedes intermedios del SARS-2, porque los autores de un estudio habían encontrado que estos animales eran los que tenían un uso de codones más parecido al del SARS-2.

Hipótesis gratuita, y pronto refutada: un estudio posterior de investigadores de la Universidad de Michigan, que comparó el uso de codones del SARS-2, el SARS-1 y el MERS con más 10.000 especies animales, determinó que no hay ninguna relación entre el uso de codones de un virus y de su especie hospedadora, por lo que la aparición de un codón más frecuente en humanos y raro en los virus no indica absolutamente nada sobre la especie en la que ha evolucionado o a la que infecta dicho virus.

Es más: si, otra vez, ese torpe diseñador de virus, que se ha preocupado de utilizar un sistema seamless para no dejar huellas en el genoma, en cambio se hubiese equivocado garrafalmente al poner ahí un codón que no debería estar, resulta que el virus tenía otra idea. Porque si ese codón erróneo supuestamente introducido por un humano le restara eficacia al virus, este se habría encargado de eliminarlo a lo largo de su año y medio de evolución en millones y millones de seres humanos. Pero resulta que no lo ha hecho: según Andersen, el primer codón de arginina se conserva en el 99,87% de los genomas virales secuenciados, y el segundo en el 99,84%. Así que, sí, hay una razón para que esos codones de arginina estén ahí, y es que el propio virus los ha elegido.

Todavía hay dos argumentos más en contra de la posibilidad de que el virus se haya forzado a adaptarse a la especie humana a través de pases en cultivos celulares o de la infección de ratones ACE2-humanizados. Primero, el RBD del SARS-2 tiene una O-glicosilación (azúcar unido al átomo de oxígeno de los aminoácidos serina o treonina) que está implicada en su infectividad porque dificulta el reconocimiento del sitio por parte del sistema inmune. Como explica el ingeniero de virus Christian Stevens, de la Facultad de Medicina Icahn del Hospital Mount Sinai de Nueva York, es imposible que esta modificación aparezca sin la presión selectiva de un sistema inmune humano competente. Es decir, que ha surgido en la adaptación del virus a los humanos en un organismo completo; no ha podido aparecer en un cultivo celular ni en un ratón humanizado. Por lo tanto, o el WIV hizo experimentos infectando a humanos con el virus, o es que simplemente los humanos se infectaron de forma natural.

Segundo, como también cita Stevens, el virólogo computacional Trevor Bedford, del Centro de Investigación del Cáncer Fred Hutchinson y la Universidad de Washington, se ha ocupado de estudiar cómo se ha producido la evolución del virus y qué tipo de mutaciones han aparecido en él. Para ello se compara el número de mutaciones que no tienen ningún efecto –no cambian el aminoácido codificado– con las que sí lo tienen. Las mutaciones se producen al azar; pero mientras que las segundas tenderán a fijarse en el genoma del virus o a desaparecer en función de que aporten una ventaja o lo contrario, en cambio las primeras –llamadas mutaciones silenciosas o sinónimas– se acumulan a una tasa constante, ya que no tienen efecto alguno sobre la funcionalidad del virus.

Así, las mutaciones sinónimas sirven como línea de base para saber cómo se ha producido la evolución del virus: si los cambios no sinónimos son mucho mayores, se habla de selección darwiniana; el virus ha tenido que introducir muchas variaciones en sus proteínas para adaptarse. Esto ocurriría si al virus se le fuerza deliberadamente a infectar a una nueva especie, mediante cultivos celulares o infección de animales humanizados. Por el contrario, si los cambios no sinónimos son pocos, se habla de selección purificadora; el virus ya estaba bien adaptado a su hospedador, y lo más probable es que cualquier cambio lo empeore.

Según el análisis de Bedford, comparando el SARS-2 con los virus relacionados y con su ancestro más probable calculado computacionalmente, el 14,3% de las mutaciones del nuevo virus son no sinónimas. En el caso del RaTG13 –recordemos, un coronavirus de murciélago que es el virus más próximo al SARS-2, y que las teorías conspirativas proponen como el virus a partir del cual se creó el SARS-2–, el porcentaje de mutaciones no sinónimas es del 14,2%. Conclusión: tanto el RaTG13 como el SARS-2 han seguido el mismo camino evolutivo de selección purificadora. Por lo tanto, no se forzó la adaptación del SARS-2 a una nueva especie; el virus ya estaba bien adaptado a infectar a los humanos en la naturaleza.

Aquí terminamos. Resumiendo todo lo contado ayer y hoy, no, no existe nada en el virus que sugiera una manipulación. No hay nada incompatible con un origen natural, como el de absolutamente todos los virus que antes han infectado a la humanidad. Quien pretenda defender lo contrario deberá presentar alguna prueba concluyente. Pero estas no se encuentran en el propio genoma del virus. Con las pruebas genéticas en la mano, afirmar que el coronavirus SARS-CoV-2 ha sido artificialmente creado/modificado en el laboratorio es pseudociencia, y quienes lo afirman deben saber que están dando crédito a la pseudociencia.

Finalmente, y al revisar todo lo anterior para corregir alguna errata, me he quedado con una extraña sensación: dejando fuera toda la perorata técnica, que espero al menos resulte de interés a quien quiera saber algo más de biología básica, me parece ahora que es un esfuerzo casi excesivo para explicar, simplemente, que lo normal es normal. Que un eclipse no es el aviso del fin del mundo, sino solo algo similar a cuando alguien se pone delante de la tele y no nos deja ver. Que esa mancha en la foto es un curioso efecto óptico, y no el fantasma del inquilino anterior que murió después de hacer la ouija. En fin, Ockham; cultura científica, nivel Bachillerato.

Hoy no sabemos si la primera persona que contrajo el virus lo hizo en una granja, en una cueva o en un laboratorio. Quizá nunca lo sepamos. Quienes sí hemos trabajado en laboratorios sabemos que son lugares casi como cualquier otro. Que hay personas muy pulcras y cuidadosas con su trabajo, y otras que son un poquito cerdas. Que hay tubos al fondo del congelador de -80 que ya ni se sabe qué son, porque la etiqueta ya no se ve y quien las puso ahí terminó la tesis y se marchó a la Universidad de Michigan, y al final alguien las acaba tirando de cualquier modo porque necesita el espacio. Que vuelves un día del cuarto caliente al laboratorio con el Geiger encendido y empieza a pitar cuando lo pones en el bench, porque alguien derramó fósforo y no se dio cuenta, o no se acordó de limpiarlo y no dijo nada para evitar una bronca.

¿Alguien pudo contaminarse trabajando con una muestra, o se deshizo de ella inadecuadamente? Quién sabe. Estas cosas pasan, porque el trabajo en un laboratorio real no es como en las películas, sino como cualquier otro trabajo de la vida real.

Y en la vida real, nos guste o no, lo supiéramos o no, la naturaleza está llena de virus y produce virus nuevos constantemente. Es lo que tiene la evolución. O la vida en general.