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Por qué conviene moderar las esperanzas en los antivirales como la plitidepsina de PharmaMar

En este momento hay en torno a medio millar de fármacos en desarrollo o pruebas contra la COVID-19. Son tantos que es difícil llevar la cuenta: una de las webs que trata de seguir el rastro a estas investigaciones enumera un total de 478 compuestos, 391 de ellos ya en ensayos clínicos, mientras que otra eleva la cifra a 663. La lista incluye medicamentos de todo tipo, desde los anticuerpos destinados a bloquear la infección, o los antivirales que tratan de inhibir el desarrollo del virus, hasta los que intentan paliar la catástrofe provocada en el organismo, pasando por algunos compuestos más exóticos.

Esta semana hemos tenido novedades sobre un viejo conocido, la plitidepsina (nombre comercial Aplidin) de la española PharmaMar. Esta compañía, originalmente una filial de la gallega Zeltia que después absorbió a su matriz, se dedica desde 1986 a la búsqueda de compuestos químicos de origen marino que puedan mostrar algún beneficio terapéutico contra ciertas enfermedades, sobre todo cáncer y alzhéimer. La idea tiene su precedente más ilustre y conocido en el descubrimiento de los primeros antibióticos, compuestos antibacterianos producidos por los hongos.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

En concreto, la plitidepsina se describió por primera vez en 1996 como un compuesto (dehidrodidemnina B, DDB) aislado de la ascidia Aplidium albicans, un tipo de tunicado de las aguas de Baleares. Los primeros estudios mostraron que tenía actividad citostática, es decir, inhibición de la proliferación celular, lo que sugería un posible uso como quimioterapia contra el cáncer. Los ensayos en ratones descubrieron que los tumores se reducían en un 70-90% y que se duplicaba la longevidad de los animales.

Desde entonces, la plitidepsina ha recorrido un largo y accidentado camino orientado a su aprobación como quimioterapéutico antitumoral. En 2017 la Agencia Europea del Medicamento (EMA) denegó su uso para el tratamiento del mieloma múltiple por considerar que sus riesgos superaban al beneficio obtenido. PharmaMar recurrió el dictamen, pero este fue ratificado por el organismo europeo en 2018. Una vez más, la compañía apeló, y en 2020 el Tribunal de Justicia de la UE anuló la decisión de la EMA, con lo que la solicitud de aprobación vuelve a estar encima de la mesa. En Australia la plitidepsina se autorizó en 2019 como tratamiento de último recurso contra el mieloma múltiple, en combinación con el antiinflamatorio dexametasona.

La entrada de la plitidepsina en la arena de la lucha contra el coronavirus de la COVID-19 se basa en el hecho de que los virus son parásitos obligados de las células, a las cuales hackean piezas de su maquinaria para reproducirse. Por lo tanto, bloqueando esas piezas se consigue impedir la multiplicación del virus. Así, en realidad el compuesto no actúa contra el propio virus, sino contra la célula infectada. El hecho de que los quimioterapéuticos actúen sobre partes esenciales de la maquinaria celular, sin poder distinguir entre células enfermas y sanas, es el origen de los típicos efectos secundarios de la quimioterapia antitumoral como la caída del pelo, ya que se impide también la proliferación de las células necesarias para mantener el crecimiento activo de los tejidos sanos.

Estructura molecular de la plitidepsina (Aplidin). Imagen de PubChem.

Estructura molecular de la plitidepsina (Aplidin). Imagen de PubChem.

Pero naturalmente, no todos los quimioterapéuticos tienen por qué servir como antivirales; es necesario encontrar aquellos que actúen de forma precisa sobre partes de la célula que un virus necesita para replicarse. En 2020 y con la crisis del coronavirus, un equipo de más de un centenar de investigadores, dirigido por la Universidad de California en San Francisco (UCSF), la Facultad de Medicina Icahn del Hospital Monte Sinaí de Nueva York y el Instituto Pasteur de Francia, elaboró un gran mapa de las interacciones entre las proteínas del coronavirus SARS-CoV-2 y las proteínas de las células humanas. De este modo, sabiendo qué piezas de la maquinaria celular son las que el virus secuestra, podía buscarse en el arsenal de fármacos ya disponibles para encontrar compuestos que inhiban esas piezas de la célula.

En este estudio, los científicos identificaron 332 de esas interacciones, que incluían 66 proteínas celulares humanas contra las cuales existían 69 posibles fármacos, 29 de ellos aprobados en EEUU. Algunos de esos compuestos tenían algo en común: bloquean la traducción del ARN a proteínas, es decir, la fabricación de proteínas a partir de las instrucciones genéticas, ya sean de la propia célula o de un virus que la infecta. Los investigadores probaron 47 de esos fármacos, encontrando actividad antiviral contra el virus de la cóvid en cultivos celulares para varios de ellos, sobre todo dos llamados zotatafina y ternatina-4, ambos inhibidores de la traducción.

Aquí es donde entra la plitidepsina: el compuesto de PharmaMar también es un inhibidor de la traducción; actúa en la célula inhibiendo una proteína llamada eEF1A, o factor eucariótico de elongación de la traducción 1 alfa, una de esas piezas que intervienen en la traducción del ARN a proteínas. Por lo tanto, bloqueando la síntesis de proteínas en la célula infectada, se impide que se fabriquen nuevas partículas virales.

Y por fin, llegamos a lo nuevo. Los investigadores de la UCSF, el Monte Sinaí y el Pasteur han probado la plitidepsina de PharmaMar como posible antiviral contra la cóvid en cultivos celulares y en dos modelos de ratones modificados para ser susceptibles al virus (los ratones normales no lo son). Y los resultados son muy alentadores: en cultivos de células humanas, la plitidepsina es 27,5 veces más potente que el remdesivir, el único antiviral aprobado contra la cóvid, y con baja toxicidad. En células de mono es 9 veces más potente que la ternatina-4 y 87,5 veces más que la zotatafina, los dos compuestos que los autores del estudio habían seleccionado como los más prometedores contra la cóvid. En los ratones, el fármaco consigue frenar la replicación del virus en los pulmones hasta un 99%, un efecto similar al observado con el remdesivir.

«Nuestros resultados indican que la plitidepsina es un candidato terapéutico prometedor contra la COVID-19«, escriben los científicos en el estudio, publicado en Science. Los resultados sugieren además que la plitidepsina podría emplearse en combinación con el remdesivir para potenciar el efecto antiviral, o incluso con la dexametasona para paliar la catástrofe inflamatoria del organismo.

Aunque el estudio solo incluye resultados in vitro y preclínicos (en animales), la plitidepsina ha completado ya también un ensayo clínico con humanos en fase I/II. Aún no se han publicado los resultados, pero los investigadores apuntan que son positivos y que la toxicidad es baja. Actualmente PharmaMar está tramitando la autorización para un ensayo en fase II/III, la definitiva que debería determinar si este compuesto puede ser un tratamiento eficaz.

Un argumento a favor de los antivirales como la plitidepsina es que, en caso de actuar, lo harían contra cualquiera de las variantes del coronavirus que están circulando, ya que lo hacen sobre las proteínas de la célula y no sobre las del virus, que pueden cambiar ligeramente con mutaciones como las originadas en Reino Unido o Sudáfrica.

Ahora bien, y dicho todo lo anterior, toca hablar de los contras. El primero es el más evidente: el cementerio de los fármacos olvidados está lleno de compuestos que fueron enormemente prometedores en ensayos in vitro y con animales, pero que fracasaron en humanos, ya sea porque se revelaron ineficaces o porque su toxicidad los hizo inutilizables. Hay esperanzas de que este no sea el caso de la plitidepsina, según lo que sugieren los investigadores y la propia PharmaMar, pero habrá que esperar a los resultados de los ensayos clínicos.

Pero en realidad, esta no es la principal pega de la plitidepsina. La principal es que, si lo que el público espera es un fármaco que pueda administrarse a las personas hospitalizadas en riesgo de muerte por cóvid para que superen la enfermedad y se recuperen, la plitidepsina no va a servir para esto.

Traigo de nuevo aquí una frase que ya cité anteriormente, de la inmunóloga del Instituto Salk Janelle Ayres: «Los antivirales probablemente serán eficaces para la fracción de pacientes infectados que desarrollan casos leves de COVID-19 […] Pero para los pacientes que desarrollan enfermedad grave o crítica, y que requieren hospitalización y cuidados intensivos, la estrategia basada en antivirales no cuadra con lo que se necesita en la primera línea, donde médicos y pacientes pelean por la vida«.

Los antivirales como la plitidepsina actúan en los primeros días de la infección, cuando el virus se está replicando activamente en el sistema respiratorio. En estos primeros días los pacientes son asintomáticos y ni siquiera saben que están infectados, o bien aún tienen síntomas leves, por lo que no están hospitalizados. Por lo tanto, la plitidepsina estaría orientada a la atención primaria, no la hospitalaria. El problema es que no es oral, sino inyectable, algo que dificulta su uso en la atención primaria; no es una pastilla que pueda recetarse a los pacientes externos para que la tomen en casa. Y teniendo en cuenta que solo uno de cada cien enfermos de cóvid muere, pero a priori es difícil saber cuál de ellos morirá, ¿qué pacientes de esos cien deberían recibir el tratamiento? ¿Los que pertenecen a grupos de riesgo? Como tristemente sabemos, también fallecen personas jóvenes y sin patologías previas.

En cuanto a los pacientes graves, los que ya están hospitalizados y luchan por su vida, un antiviral como la plitidepsina no les va a ayudar; lo que necesitan las personas en ese estado son fármacos no contra el virus, que ya ha terminado su ataque, sino dirigidos a salvar el cuerpo de la catástrofe orgánica que el virus ha provocado. Aquí es donde los antiinflamatorios como la dexametasona pueden ser eficaces. En estos casos no se trata de combatir la infección, sino de sobrevivir a los efectos de la infección. En lo que se refiere a salvar vidas, el principal objetivo en la lucha contra la cóvid, por desgracia aún falta mucho por avanzar.

En busca de medicamentos para salvar el cuerpo, no para eliminar el virus

«Los antivirales probablemente serán eficaces para la fracción de pacientes infectados que desarrollan casos leves de COVID-19 […] Pero para los pacientes que desarrollan enfermedad grave o crítica, y que requieren hospitalización y cuidados intensivos, la estrategia basada en antivirales no cuadra con lo que se necesita en la primera línea, donde médicos y pacientes pelean por la vida».

Son palabras de la inmunóloga del Instituto Salk (EEUU) Janelle Ayres en un artículo aparecido la semana pasada en la revista Science Advances, una de las opiniones más importantes que se han publicado hasta ahora sobre el tratamiento científico de la crisis del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 (covid). No porque nadie haya dicho antes lo que Ayres dice en su artículo (recordatorio: atentos siempre al consenso científico, rechazar siempre a los iluminados que creen saber lo que nadie más sabe), sino porque resume a la perfección una eterna asignatura pendiente en la lucha contra las enfermedades infecciosas: centrarnos no tanto en combatir al patógeno, sino en salvar al organismo.

Imagen de pxfuel.

Imagen de pxfuel.

Un minúsculo resumen a modo de flashes: entre el siglo XIX y comienzos del XX se buscan compuestos antibacterianos para tratar las enfermedades infecciosas. Finalmente Fleming, Florey y Chain dan con la penicilina. Los antibióticos cambian el mundo, salvando a la humanidad de las enfermedades bacterianas. Pero los antibióticos, como su nombre indica, solo actúan contra seres vivos. Los virus no son seres vivos. Los antibióticos no sirven contra los virus. Más tarde comienzan a desarrollarse antivirales. Pero mientras que los antibióticos son (inicialmente) un regalo de la naturaleza y suelen funcionar contra un amplio espectro de bacterias, como un lanzallamas en una batalla, los antivirales son armas sofisticadas que debemos diseñar nosotros y que generalmente son de acción más restringida.

Sí, hay muchos antivirales. Algunos de los que ya existen podrían ser eficaces contra el virus de la covid. Es el caso del remdesivir, un fármaco creado contra el ébola y todavía en estudio experimental. Actúa saboteando el fotocopiado que hace el virus de su material genético para reproducirse. El remdesivir imita a una de las «letras» del ARN del virus, de modo que este la utiliza como si fuera la de verdad. Pero esta falsa pieza hace que la maquinaria se encasquille y no termine de producirse la nueva copia del virus; algo así como aquello que hacía el Sherlock Holmes de Guy Ritchie de meter un pintalabios en la cinta de balas de la ametralladora (ignoro si esto realmente sirve con las ametralladoras, pero sí con los virus).

El remdesivir es actualmente uno de los fármacos que suscitan más expectativas en la lucha contra la covid. Los primeros resultados en pacientes graves fueron alentadores y recientemente se ha filtrado que un ensayo clínico en Chicago parece arrojar un balance positivo, pero también hay datos contradictorios en China. Todo apunta a que en unos días, quizá esta misma semana, se publicarán nuevos resultados, y algún país como Japón parece dispuesto a aprobar rápidamente su uso contra la covid. Pero los expertos aún se muestran cautos y no se apuntan a la idea de que el remdesivir vaya a ser la panacea.

Mientras, otros muchos posibles antivirales están en pruebas, y también se están buscando y desarrollando nuevos compuestos aprovechando el conocimiento cada vez más preciso de los componentes moleculares del virus. Por ejemplo, se estudian inhibidores de algunas de las proteínas que el virus necesita para infectar y fabricar copias suyas a millones. También se busca bloquear la unión del virus al receptor celular que emplea para invadir. Algunos de estos compuestos son anticuerpos de diseño, parecidos a los que el organismo produce de forma natural. Una manera rudimentaria, pero históricamente eficaz en muchos casos como primera línea de lucha, es utilizar el plasma de personas que ya han pasado la enfermedad, ya que su sangre contiene anticuerpos.

Los antivirales sin duda llegarán. Pero los nuevos tardarán años, y los reposicionados (aquellos ya aprobados para otras indicaciones) probablemente tendrán una utilidad limitada. Los antivirales serán en general más beneficiosos en personas que solo desarrollen síntomas leves, o en aquellas de mayor riesgo pero en las que la medicación pueda administrarse en fases muy tempranas de la enfermedad.

Pero como vienen insistiendo numerosos científicos y ya he contado aquí, el menor de los problemas de una persona que está en la UCI, con sus pulmones prácticamente inservibles, fallos graves en otros órganos, quizá sepsis e infecciones bacterianas secundarias, es precisamente el virus. Este ya ha hecho el daño que podía hacer. En esos momentos lo necesario es conseguir que el cuerpo del enfermo pueda seguir funcionando sin apagarse para siempre, hasta que sus órganos comiencen a recuperarse. Como escribí aquí, si un intruso prende fuego a nuestra casa, nuestro objetivo principal es apagar el fuego, no echar al intruso.

Así, Ayres insiste en que deben buscarse fármacos que ayuden a que el organismo tolere la infección y siga funcionando, y que este ha sido un terreno olvidado en la lucha contra los patógenos. «No hay razones científicas ni de salud pública para que no hayamos desarrollado esas terapias», escribe. «En lugar de preguntarnos ¿cómo combatimos las infecciones?, podríamos comenzar a preguntarnos ¿cómo sobrevivimos a las infecciones?».

Al fin y al cabo, esto es lo que normalmente hacemos con otras infecciones virales que no amenazan nuestra vida: con resfriados o gripes no tomamos medicaciones contra el virus, que son escasas para algunos de ellos e inexistentes contra otros. Simplemente tomamos fármacos que nos ayudan a seguir funcionando de manera normal hasta que nuestro cuerpo se libra del virus por sí solo. La propuesta de Ayres consiste en extender este enfoque a virus que provocan síntomas más agresivos como el de la covid. Por ejemplo, buscar compuestos que ayuden a las células del epitelio alveolar y de los capilares pulmonares a seguir funcionando para evitar el fallo respiratorio.

La inmunóloga señala además otra ventaja de este enfoque: cada nuevo patógeno es un reto que comienza de cero, mientras que los fármacos destinados a tolerar una infección sin morir pueden servir del mismo modo para una amplia gama de virus. En lugar de nuestros anti-bióticos, serían nuestros pro-bióticos, si no fuera porque este término ya se lo apropiaron los fabricantes de yogures.

Ahora bien, pensarán ustedes que esta reflexión de Ayres está muy bien, pero que si nos lleva a alguna parte de cara al problema que tenemos ahora mismo. Y la respuesta es que podría ser, porque entre las terapias destinadas a salvar al paciente y no a eliminar el virus, están las dirigidas a paliar uno de los efectos típicos de las infecciones que también parece desempeñar un papel relevante en muchos casos de covid: el Síndrome de Liberación de Citoquinas (CRS, en inglés) o «tormenta de citoquinas», una reacción exagerada del propio sistema inmune que puede conducir a un Síndrome de Respuesta Inflamatoria Sistémica (SIRS) cuyas consecuencias a menudo son letales.

Como ya conté aquí, se ha comprobado que el CRS/SIRS está implicado en la patología de muchos casos de covid, aunque aún no se sabe en cuántos o en qué proporción. Pero dado que fue el factor principal de letalidad en los jóvenes y niños que sucumbían a la gripe de 1918, que opera también en otras muchas infecciones, y que incluso no es descartable que pudiera relacionarse con ciertos extraños casos muy extraños y esporádicos de covid en niños –esto aún es una mera conjetura–, parece que es una vía a tener en cuenta. Y la ventaja es que los moduladores inmunitarios que pueden mitigar el CRS/SIRS ya existen, ya están aprobados, y algunos de ellos se emplean con éxito en otros casos.

Por último, una aclaración. En algunos casos se está hablando del CRS/SIRS de la covid como un síndrome autoinmune, pero no es así; cuidado con la confusión. Se habla de una enfermedad autoinmune cuando el sistema inmunitario ataca componentes del propio organismo confundiéndolos con invasores extraños; por ejemplo, cuando el cuerpo produce anticuerpos contra una proteína propia que tiene una función fisiológica normal. Este no es el caso del que estamos hablando: no hay respuesta autoinmune, sino una reacción inmunitaria exagerada que promueve un estado de inflamación en todo el organismo, conduciéndolo al caos y a un mal funcionamiento general. Mañana repasaremos cuáles son las armas que se están probando para atajar esta autoagresión del organismo provocada por el virus de la covid.

¿La primera ‘penicilina’ contra los virus? (Y está en nuestro jardín)

No extrañará si afirmo que soy un defensor de la medicina. Me refiero a eso que algunos denominan «medicina convencional», y otros simplemente llamamos «medicina». Esto no implica descartar que algunos productos de la naturaleza puedan ejercer ciertos beneficios terapéuticos en nuestro organismo. Dado que tanto nosotros como cualquiera de los seres que nos rodean somos sacos de compuestos químicos, no tiene nada de raro que la ingestión de alguno de esos seres nos cause reacciones con efectos variados. Muchas plantas pueden matarnos, como el ricino, la adelfa, el ajenjo, la cicuta o el tejo. Incluso algunos de nuestros alimentos más familiares tienen su lado venenoso, como el tomate, cuyos tallos y hojas son tóxicos, o la manzana, cuyas semillas contienen amigdalina, un precursor del cianuro presente también en los huesos del albaricoque, el melocotón, la ciruela y la cereza, y que nuestro cuerpo elimina sin problemas –siempre que no decidamos atizarnos una sobredosis–.

Y por lo tanto, tampoco es extraño que otras plantas puedan aliviarnos algunos males. No creo necesario citar ejemplos, pero sí me parece conveniente aclarar que la distinción entre «química» y «naturaleza» es falaz y artificiosa; repito, todo es química, y el ácido cítrico es el mismo en las naranjas y los limones que el que, con el nombre de E-330, se añade como conservante a muchos alimentos. De igual modo, el ácido salicílico de los cacahuetes o los champiñones es el mismo que la aspirina produce en nuestro cuerpo. No me cabe duda de que si, en lugar de Alexander Fleming (o su becario, según las malas lenguas), hubiera sido un médico chino de hace mil años el que hubiera observado cómo ese residuo turbio desaparecía alrededor de un hongo, la penicilina se reivindicaría hoy como medicina natural.

Con todo esto pretendo subrayar que ya existen herramientas de sobra para validar los supuestos efectos terapéuticos de los productos naturales. Y no me refiero a los estudios epidemiológicos, esas tramposas asociaciones estadísticas de las que ya he hablado aquí antes y con las cuales uno puede demostrar casi lo que le apetezca. Lo que quiero decir es que, si uno defiende los beneficios para la salud de determinados preparados naturales, hoy se dispone de suficientes instrumentos para justificar esos efectos con mecanismos bioquímicos verificables, y esta es la única manera de distinguir la ciencia de la charlatanería o el simple placebo; o la medicina real de eso que suele llamarse sanación o, en su versión más guay, wellness.

Por este motivo, es de agradecer cuando se encuentran ejemplos de esto último. En los últimos años, con la apertura de la ciencia china al ámbito académico global, van apareciendo estudios científicos de aquel país que escarban en los fundamentos bioquímicos de algunos remedios tradicionales. Por supuesto, no todos pasarán la criba: las famosas bayas de goji, por ejemplo, no han podido demostrar hasta ahora una eficacia contrastable, e incluso para muchos especialistas pasan por simple timo, como ya recogió en su blog mi compañero César-Javier Palacios. En el otro plato de la balanza, en 2013 un estudio publicado en Nature desveló el mecanismo de acción de una hierba llamada chang shan, utilizada para tratar la fiebre provocada por la malaria.

La madreselva 'Lonicera japonica', común en los jardines españoles. Imagen de Aftabbanoori / Wikipedia.

La madreselva ‘Lonicera japonica’, común en los jardines españoles. Imagen de Aftabbanoori / Wikipedia.

Ahora, un nuevo estudio viene a prestar apoyo bioquímico a la tradición china de emplear la madreselva (Lonicera japonica) para tratar la gripe. Un equipo de científicos de la Universidad de Nanjing ha descubierto que esta planta trepadora, de origen asiático pero muy frecuente en los jardines europeos, contiene un micro ARN llamado MIR2911 con capacidad para inhibir un amplio espectro de virus de la gripe A que incluye el H1N1 (la famosa gripe porcina de 2009-2010), H5N1 y H7N9 (gripes aviares).

Los micro ARN, también llamados miRNA, son pequeñas cadenas de ARN que reprimen la expresión de ciertos genes al unirse a los ARN mensajeros, aquellos que se utilizan como intermediarios para convertir la información genética en proteínas. Nuestros propios genes producen infinidad de miRNA que sirven para regular el funcionamiento de nuestras células, pero nuestro cuerpo también puede incorporar miRNA de origen externo que mantienen su capacidad operativa.

Los científicos chinos han descubierto que el MIR2911 aguanta el proceso de cocción de la madreselva y se detecta en el plasma y el tejido pulmonar de los ratones cuando se les da a beber la infusión. Los investigadores, dirigidos por Chen-Yu Zhang, han descubierto que el miRNA de la madreselva tiene dianas en dos genes del virus llamados PB2 y NS1, y que el MIR2911 es capaz de proteger a los ratones de la infección, excepto cuando se trata de una gripe mutante que lleva alteradas las secuencias de los dos genes. Aún más, los científicos demuestran que la protección puede lograrse tanto con la infusión de madreselva como con los MIR2911 sintetizados en el laboratorio.

En conjunto, el trabajo de los investigadores chinos resulta bastante sostenible, y viene avalado por su publicación en la revista Cell Research, del grupo Nature. Con una audacia poco usual en los estudios científicos, Chen-Yu Zhang y sus colaboradores escriben: «Desde que Fleming descubrió la penicilina hace casi un siglo, se han desarrollado antibióticos contra infecciones bacterianas que han salvado la vida a millones de personas. Por desgracia, hasta ahora no se ha identificado ningún producto natural eficaz contra las infecciones virales. Sugerimos que, como primer producto natural dirigido directamente contra los virus de gripe A, el MIR2911 es la penicilina virológica que sirve como nuevo agente terapéutico y preventivo no solo contra la gripe A, sino posiblemente contra otros tipos de virus».

¿A qué otros tipos de virus se refieren? Pues ni más ni menos que al que ustedes tienen en mente. Aunque el estudio no da más pistas, una nota de prensa difundida por la Universidad de Nanjing afirma que los investigadores han comprobado posteriormente que «MIR2911 también actúa directamente sobre el virus del Ébola». Como siempre, afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias, y aún deberemos esperar nuevos estudios antes de lanzarnos a exfoliar la madreselva del seto del jardín para llenar la cacerola. Y eso si es que la costumbre de beber estas infusiones no acaba rápidamente seleccionando cepas resistentes.