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La ciencia se acerca cada vez más a los embriones de laboratorio

En plena pandemia, el panorama no es el más propicio para que se abran paso hasta los medios otros avances científicos no relacionados con la crisis que nos ha cambiado la vida. Pero mientras, la ciencia sigue. En algunos casos surgen hallazgos que perdurarán entre los grandes hitos científicos del año. Y cuando coinciden en el tiempo varios estudios que alcanzan metas importantes en paralelo hacia un mismo terreno inexplorado, es algo más: es un síntoma de que un campo científico está llegando a su madurez productiva. Es como cuando los cerezos del Jerte estallan en flor todos a la vez; es la anticipación de que meses después habrá una cosecha abundante.

El campo en cuestión es el del desarrollo embrionario del ser humano. Dominar este conocimiento significa saber cómo y por qué se producen errores en la fertilización, la implantación y el crecimiento del embrión; errores que no solo pueden resultar en infertilidad, abortos espontáneos o enfermedades genéticas graves o letales (como las llamadas enfermedades raras), sino también en alteraciones capaces de afectar a la salud de las personas a lo largo de toda su vida. Y obviamente, saber qué es lo que funciona mal es el camino para lograr evitarlo. Otra línea en la cual estas investigaciones son esenciales es para comprobar la seguridad de los fármacos en los embriones en gestación, lo que evitaría casos trágicos como los provocados por la talidomida, que causaba malformaciones en los fetos.

El problema con la investigación del desarrollo embrionario es que se mueve en un terreno éticamente muy delicado. Necesitamos esa ciencia, pero debemos encontrar el modo de obtenerla sin quebrantar ciertas barreras éticas mayoritariamente aceptadas. Que, sean cuales sean, en cualquier caso nunca serán aceptables para todos los sectores de la sociedad. Por ejemplo, la Iglesia católica se opone a la fertilización in vitro por varias razones, una de ellas que el procedimiento genera embriones que van a congelarse para después, en muchos casos, acabar destruyéndose.

Algunos de estos embriones, previa donación voluntaria, se destinan a la investigación, y es difícil pensar en algún campo de avances en la salud humana que no se haya beneficiado de estas investigaciones, del cáncer a las enfermedades neurodegenerativas, de los trasplantes a las vacunas contra múltiples enfermedades infecciosas, incluyendo la COVID-19 (para la cual se han empleado también líneas celulares inmortalizadas de uso común en los laboratorios, obtenidas hace décadas originalmente a partir de células embrionarias). Pero por motivos religiosos, algunos países ponen trabas a la investigación con células embrionarias.

El estándar ético internacional recomienda no dejar progresar los embriones más allá de los 14 días, cuando empieza a producirse la gastrulación. Sin embargo, para muchos investigadores este límite es excesivamente corto, ya que impide estudiar infinidad de procesos clave del desarrollo embrionario. En mayo se espera una actualización por parte de la Sociedad Internacional de Investigación en Células Madre. No olvidemos que estos 14 días suponen un límite enormemente más restrictivo que el de varias semanas que en muchos países se aplica a la interrupción voluntaria del embarazo.

Como posible futura alternativa al uso de células de origen embrionario, en las últimas décadas ha progresado la obtención de células madre a partir de células adultas –no de personas adultas, que no necesariamente es lo mismo–, normalmente células de la piel (de forma más general, células somáticas). Se trata de desprogramarlas para devolverlas a su estado pluripotencial; algo así como borrar toda la memoria de un ordenador para restaurar la configuración de fábrica y obtener de nuevo un ordenador virgen.

Los sectores que se oponen al uso de células embrionarias aplaudieron el desarrollo de este tipo de células, cuyo nombre completo es células madre pluripotentes inducidas (iPSC), basándose en dos ideas: que suponen una alternativa al uso de embriones y que en todo caso no pueden obtenerse a partir de ellas verdaderos embriones viables.

Solo que esto no es exactamente así. Con respecto a lo primero, y al menos en el estado actual de la ciencia, debe aclararse que las iPSC son más bien una vía adicional que alternativa. Y se entiende fácilmente con un ejemplo sencillo: si uno pretende fabricar una cerveza a imitación de la Mahou, se necesita constantemente consumir mucha Mahou para determinar hasta qué punto lo que uno está fabricando se parece, desde su composición química hasta sus propiedades al paladar.

Y en cuanto a lo segundo, llegamos ahora a lo nuevo. La semana pasada, la revista Nature publicaba dos estudios, dirigidos respectivamente por la Universidad de Texas y la Universidad Monash de Australia, en los que se describe la obtención de algo muy parecido a blastocistos, o embriones tempranos, a partir de iPSC humanas.

Blastoides obtenidos por los investigadores de la Universidad Monash. Imagen de Monash University.

Blastoides obtenidos por los investigadores de la Universidad Monash. Imagen de Monash University.

Unos breves antecedentes: esas iPSC, las células desprogramadas, pueden entonces reprogramarse de nuevo para obtener, por ejemplo, células de músculo, de hígado o de cerebro. Pero si se alcanza una desprogramación aún mayor, es posible obtener células capaces de originar cualquier tipo de tejido, tal como lo hacen las embrionarias. Llevado esto al extremo, a partir de esas iPSC tal vez podrían llegar a obtenerse todos los tejidos de un organismo, y por tanto ese organismo completo. Esto supondría convertir las iPSC en un verdadero embrión.

Anteriormente se había logrado en ratones obtener blastoides, estructuras muy parecidas a los blastocistos pero que no llegan a poder generar embriones viables. Pero si los ratones sirven en el laboratorio como versiones simplificadas de los humanos, en muchos casos la diferencia de complejidad entre ellos y nosotros es tan grande que es muy complicado saltar ese abismo.

En la investigación con células humanas, hasta ahora se había conseguido generar alguna de las capas embrionarias (los distintos tipos de células del embrión más temprano que luego darán lugar a distintos sistemas del organismo), o estructuras completas cada vez más parecidas a embriones. En 2017, investigadores de la Universidad de Michigan obtuvieron modelos pseudoembrionarios de la fase posterior a la implantación en el útero, empleando tanto iPSC como células embrionarias. Dos años después el mismo grupo presentó un procedimiento mejorado que generaba estructuras un poco más parecidas a los embriones reales.

En 2020 un estudio en Nature codirigido por el español Alfonso Martínez-Arias, de la Universidad de Cambridge, describió el uso de células madre embrionarias humanas para obtener gastruloides, estructuras que simulan los procesos que tienen lugar en los embriones humanos a partir de las tres semanas de gestación. Conviene aclarar que estos gastruloides (al igual que los pseudoembriones de Michigan) no son embriones viables: desarrollan ciertos componentes primitivos de tejido cardiaco y nervioso, pero no pueden generar un organismo completo ni un cerebro. En el laboratorio estos gastruloides se forman solo en 72 horas, y no sobreviven más de cuatro días.

Estos estudios anteriores conseguían reproducir ciertas características de fases algo más avanzadas del desarrollo embrionario, en la gastrulación y la implantación. Pero la mayor caja negra de estos procesos se encuentra en las etapas anteriores, las más iniciales, desde la fecundación a la formación del blastocisto. Esto es lo que aportan los dos nuevos estudios: a partir de iPSC obtenidas de células de la piel (el estudio australiano, por cierto dirigido por el argentino José María Polo) o empleando tanto iPSC de la piel como células embrionarias (el de Texas), los investigadores han obtenido el modelo más completo hasta ahora en fase más temprana del desarrollo embrionario humano, equivalente a la primera semana de gestación, antes de la implantación en el útero.

Pero al comienzo hablaba de una explosión de este campo científico, y es que los dos estudios publicados ahora en Nature no son los únicos: también este mes, otros dos grupos (uno y dos) han colgado resultados similares en el servidor de prepublicaciones bioRxiv. Estos estudios aún están a la espera de revisión y publicación, pero dan idea de cómo numerosos equipos de investigadores están conquistando hitos similares que ponen ahora el listón del progreso actual de la ciencia en la obtención de blastoides humanos.

Como en los casos anteriores, tampoco en estos estudios se obtienen embriones viables capaces de originar un ser humano completo. Pero aquí viene la aclaración que conviene tener en cuenta: cuanto más se asemejen estos blastoides a los blastocistos reales, más provechosa será la ciencia que pueda obtenerse de ellos, y por tanto el objetivo de los investigadores es lograr lo más parecido a un embrión. Si los blastoides no son blastocistos, no es porque se actúe sobre ellos para impedirlo, sino simplemente porque aún no se conoce lo suficiente qué les falta para serlo. Dicho de otro modo, el hecho de que estos blastoides no sean embriones no es algo deliberado, sino un defecto; una barrera científica que aún no se ha superado.

Aquí es donde se entra en un terreno ético espinoso: frente a la visión simplista (poco informada) de los sectores de inspiración religiosa, que condenan el uso de células embrionarias y aplauden el de las iPSC, en cambio el verdadero escollo ético no se encuentra en el origen de estas células, sino en su destino. Los nuevos estudios ofrecen los modelos más tempranos y completos hasta ahora del desarrollo embrionario, pero aún tienen limitaciones: la eficiencia de su obtención es muy baja, y los blastoides poseen algunos tipos celulares que no se corresponden con los de un blastocisto. Sin embargo, estos defectos van a ir limándose con futuras investigaciones, y es probable que en algún momento futuro se logre obtener embriones viables a partir de células madre, sin importar si son embrionarias o iPSC.

Esto no quiere decir que el objetivo de los investigadores sea obtener embriones viables en el laboratorio; quiere decir que intentan obtener algo lo más parecido posible para progresar en el conocimiento científico y obtener el máximo rendimiento de su aplicación a la salud humana. Y que, en ese camino, es posible que en algún momento un blastoide y un blastocisto sean prácticamente indistinguibles.

Y será entonces cuando haya que resolver este difícil dilema: no avanzar ni un paso más allá de lo que permitan los estándares éticos mayoritariamente aceptados, pero ni un paso menos de lo que permita exprimir toda esa ciencia para conseguir el mayor beneficio de la humanidad.

Hoy puede parecernos casi imposible que toda la sociedad llegue a un acuerdo sobre dónde está ese límite. Pero, en realidad, ya hemos pasado antes por todo esto: durante siglos el examen interno de los cadáveres humanos se consideraba inmoral. Es bien conocido que también hubo objeciones en sus inicios (y todavía hoy por parte de ciertas confesiones religiosas) a los trasplantes de órganos y las transfusiones de sangre, pero quizá no tanto que lo mismo sucedió con la anestesia: cuando esta comenzó a utilizarse en las operaciones quirúrgicas a mediados del siglo XIX, hubo oposición por motivos religiosos. El presidente de la Asociación Dental de EEUU, William Henry Atkinson, escribió: «¡Ojalá no existiera la anestesia! Pienso que a los hombres no se les debería privar de pasar por lo que Dios les ha destinado a soportar!«.

Otro tanto ocurrió con las vacunas: cuando a comienzos del siglo XVIII comenzó a variolizarse a la población de Boston –un procedimiento anterior a la vacunación–, la mentalidad puritana de Nueva Inglaterra condenó el procedimiento como una interferencia en la voluntad de Dios de decidir quién debía enfermar o morir.

Es más: tampoco la investigación sobre el desarrollo embrionario es la única que en el futuro próximo va a desafiar nuestros límites éticos. Otro campo de investigación en pleno crecimiento es el de los organoides, minúsculas simulaciones de órganos reales obtenidas a partir de células madre. Los progresos son cada vez más impresionantes: este mes, investigadores de la Universidad de Utrecht (Países Bajos) han descrito en la revista Cell Stem Cell la creación de organoides de glándulas lacrimales, y han conseguido literalmente hacer que lloren.

Quizá este caso no parezca conflictivo. Pero cuando se trata de organoides cerebrales, minicerebros del tamaño de la punta de un bolígrafo, las cosas cambian: según el investigador Thomas Hartung, que trabaja en estas tecnologías, la actividad neuronal de estos minicerebros equivale a «una forma primitiva de pensamiento». Por el momento se trata de algo puramente mecánico. Pero ¿en qué momento dejaría de serlo para convertirse en algo más? Aunque estas sean fronteras científicas aún lejanas, si en algún momento hemos de llegar a ellas, convendría hacerlo con nuestros deberes hechos como sociedad.

Los científicos condenan este experimento de edición genética de bebés. Pero…

El pasado lunes saltaba de forma bastante estrambótica la noticia de que un investigador chino llamado He Jiankui ha producido por primera vez bebés con su genoma modificado por edición genética; dos niñas, presentadas con los nombres ficticios de Nana y Lulu, que según He han nacido sanas, y a las que en su etapa embrionaria se les aplicó la herramienta de edición genómica CRISPR para hacerlas resistentes al virus del sida, del que su padre es portador. He ha revelado posteriormente que existe al menos otro bebé en camino.

He ha recibido innumerables calificativos, ninguno de ellos elogioso. Pero es necesario distinguir entre quienes han tachado su experimento de prematuro o irresponsable y quienes lo han tildado de monstruoso, o han desempolvado el tópico rancio de que los científicos «juegan a ser Dios» (como si quienes rigen a diario con mano divina sobre nosotros fueran los científicos, y no otros, o como si los endiosados en esta sociedad fueran los científicos, y no otros), o se han sumado a la lapidación pública del investigador adjetivándolo extemporáneamente como «fracasado buscador de gloria». El comportamiento de He es reprobable por varias razones, pero es evidente que lo de fracasado no es cierto. Por mucho que tiente ahora culparle también del asesinato de Kennedy o del calentamiento global.

Un embrión. Imagen de Pixabay.

Un embrión. Imagen de Pixabay.

Hay muchos motivos por los que el experimento de He es denostable. En primer lugar, su secretismo y falta de transparencia son impropios de la ciencia y enormemente dañinos para la reputación de la ciencia. Su experimento salió a la luz el pasado domingo gracias a que la revista digital MIT Technology Review, por fuentes no reveladas, supo del registro del ensayo clínico de He. Reaccionando rápidamente a la publicación de la exclusiva, He comunicó oficialmente la noticia a la agencia AP y colgó una serie de vídeos en YouTube en los que explicaba y defendía sus experimentos.

Hasta el momento, He no ha publicado sus resultados en una revista científica, pero los datos facilitados no sugieren que todo sea un inmenso engaño. Sin embargo, cuando este miércoles tuvo la oportunidad de explicarse largo y tendido en la segunda cumbre internacional sobre edición del genoma humano, celebrada esta semana en Hong Kong (y donde se le abrió de urgencia un hueco de una hora en el programa para que pudiera hacerlo), He no se dignó a levantar todos los velos ni a despejar todas las dudas sobre sus procedimientos y motivos, o sobre las acusaciones de falsificación de firmas en los trámites legales.

Claro que también merece mencionarse la sobreactuación de las autoridades chinas –«extremadamente abominable», dijo ayer el viceministro de Ciencia– y de la comunidad científica de aquel país; lo cierto es que el registro del ensayo clínico, que especifica «aprobado por comité ético: sí» con fecha de marzo de 2017 (posibles falsificaciones aparte), no deja ni la menor sombra de duda sobre cuál era el objetivo del estudio, «obtener niños sanos para evitar el VIH», ni su resultado esperado, «embarazo y garantizar uno o más nacimientos vivos». Es una idea extendida que la regulación legal de la investigación en China se aplica según como se mire, y respecto a transparencia, sobra el comentario.

Otro motivo de crítica ha sido el objetivo elegido por He: la eliminación del gen de CCR5, una proteína que actúa como correceptor del VIH durante la infección. Es decir, no ha corregido una mutación genética dañina, sino que ha modificado genomas teóricamente sanos para evitar un peligro, el contagio del VIH, al que las niñas no estaban sometidas; solo su padre es portador del virus, y en estos casos el riesgo de transmisión es insignificante, más aún en una fecundación in vitro con un lavado previo del esperma. Y al hacerlo, ha privado a las niñas (a una de ellas, por completo; al parecer la otra conserva una de las dos copias intactas del gen) de un componente fisiológico del organismo cuyas funciones aún no se conocen del todo, y por tanto, cuya carencia puede tener efectos adversos aún no descritos. Es más, ni siquiera ha garantizado la protección de las niñas contra el VIH, ya que ciertas cepas utilizan otro correceptor distinto, CXCR4.

Frente a esto, podría argumentarse que tanto CCR5 como la mutación concreta introducida eran dianas técnicamente más asequibles que las necesarias para la curación de una talasemia o una anemia falciforme, que son algunos de los objetivos actualmente contemplados por otros grupos de investigación. Pero esto no deja de convertir a las niñas en meros sujetos de una prueba de concepto experimental, ya que difícilmente van a obtener ningún beneficio de su modificación genética. Ni ellas, ni tampoco la población general: es evidente que, incluso si el procedimiento funcionara a la perfección sin ninguna contrapartida, no aporta nada de cara al progreso hacia la erradicación del VIH.

Pero por encima de todo, lo más reprobado del experimento de He ha sido su carácter prematuro. Cuando aún no terminan de arrancar los ensayos clínicos de CRISPR para corregir genes dañinos en células somáticas adultas, las que forman parte de nuestro cuerpo pero no crean descendencia, He se ha saltado todos los pasos imprescindibles previos para lanzarse al vacío con la gestación de embriones modificados, sin que la seguridad del procedimiento haya sido suficientemente acreditada.

Pero…

Aquí es donde comienzan los matices. En primer lugar, conviene subrayar que los embriones de He no son los primeros editados genéticamente. Ya se hizo por primera vez en 2015, también en China, y se ha repetido después al menos en otros siete estudios en China, EEUU y Reino Unido; se continúa haciendo y se continuará haciendo. En todos estos casos se han utilizado embriones no viables (defectuosos), o bien embriones viables que no iban a destinarse a implantación para obtener una gestación.

Actualmente son varios los países que autorizan o al menos no prohíben expresamente la edición genómica de embriones humanos. Y aunque el uso de estos embriones con fines reproductivos aún no se contempla legalmente en ningún país, es necesario aclarar una confusión: según han publicado todos los medios, la comunidad científica en bloque ha repudiado el experimento de He, lo cual es cierto.

Pero muchos de esos medios, tertulianos y comentaristas han concluido que, ergo, la comunidad científica en bloque repudia la edición genómica en embriones humanos con fines reproductivos; o dicho más llanamente, la creación de bebés con genomas modificados. Lo cual está muy lejos de ser cierto. Como veremos mañana.

Se abre (un poco) la edición genómica de embriones humanos

Quien se pasee por este blog de vez en cuando ya habrá detectado mi entusiasmo por CRISPR, esa nueva herramienta de edición genómica (o sea, que corta-pega genes) que muchos, y me incluyo, hemos calificado de revolucionaria. Pero para evitar malentendidos, creo que debo aclarar qué tipo de revolución es la que CRISPR está facilitando.

Un espermatozoide fecundando un óvulo. Imagen de Wikipedia.

Un espermatozoide fecundando un óvulo. Imagen de Wikipedia.

Resumiendo, no es una revolución conceptual, sino metodológica. Es decir, que lo que CRISPR ofrece no es tanto poder hacer cosas nuevas, sino hacer cosas mucho mejor que antes. Las herramientas de edición genómica existen desde hace décadas, aunque ninguna alcanzaba la precisión, la eficacia y la facilidad de uso de CRISPR. Pero dado que ya comenzarán a surgir las voces acusando a los científicos de jugar a ser dioses y otras excentricidades por el estilo, debo aclarar que CRISPR no supone la invención del automóvil, sino cambiar el motor de vapor por el de combustión interna. Lo cual, eso sí, implica que la edición genómica va a tomar la autopista.

Los investigadores ya están planeando estrategias para curar células enfermas introduciendo CRISPR en el organismo como un minisubmarino terapéutico. Por el momento, la primera diana ideal para estas técnicas es un tejido líquido que circula y se distribuye por todo el cuerpo, la sangre. Otras herramientas de edición genómica más veteranas se han empleado ya para curar células enfermas fuera del cuerpo y luego devolverlas al paciente, y este año debería arrancar el primer ensayo clínico in vivo para tratar una forma de hemofilia. El uso de CRISPR para estos fines aún deberá esperar, pero tal vez solo un año más.

La aplicación más potente de CRISPR será también la más discutida: curar embriones humanos. La técnica tiene el potencial de abrir la vía de curación de enfermedades congénitas atroces y hasta ahora inaccesibles a cualquier terapia. Pero existe el riesgo de provocar mayor daño que el que se pretende evitar. El primer ensayo de prueba de CRISPR en embriones humanos no viables, realizado en China el pasado año, fue una considerable chapuza, y disparó la alarma sobre la necesidad de iniciar un debate ético que arrancó con una conferencia internacional celebrada en Washington el pasado diciembre. La conclusión fue que nadie está dispuesto a dar un solo paso en la dirección de modificar embriones destinados a la reproducción antes de tener la absoluta seguridad de que se pisa suelo firme, y no hielo fino.

Lo cual no implica que no se vaya a avanzar mientras tanto en la investigación del uso de CRISPR en embriones humanos no destinados a la reproducción. Reino Unido acaba de dar ese primer paso. El organismo que regula allí la investigación y los tratamientos de fertilidad, Human Fertilisation and Embryology Authority, ha dado el visto bueno a la primera solicitud para modificar embriones humanos empleando CRISPR con fines de investigación.

A diferencia del experimento chino, en este caso se emplearán embriones viables sobrantes de procedimientos de fertilización in vitro, voluntariamente donados por las parejas para fines de investigación. Tanto la legislación británica como la española contemplan este supuesto; en nuestro caso está regulado por la Ley 14/2006 sobre técnicas de reproducción humana asistida., y permite el uso de embriones durante los primeros 14 días de desarrollo, el mismo tiempo máximo que la ley permite mantener embriones en crecimiento fuera del útero materno.

La investigadora que solicitó este permiso, el primero concedido en el mundo, es Kathy Niakan, bióloga del desarrollo del Instituto Francis Crick. Niakan investiga el papel de los genes maestros que regulan las primeras etapas en el crecimiento de los embriones humanos, desde que somos una sola célula procedente de la fusión del óvulo y el espermatozoide hasta que nos convertimos en una bola de 256 células donde algunas comienzan ya a programarse para fines distintos. Es en esta etapa, unos cinco días después de la fecundación, cuando se produce la implantación de este llamado blastocisto en el útero.

Niakan investiga los genes que dirigen este proceso; algunos de ellos funcionan del mismo modo en otros animales y pueden ser estudiados en ratones, pero no es así para todos los casos, y es aquí cuando las células embrionarias humanas no pueden ser reemplazadas por ningún otro modelo. En primer lugar, la investigadora planea inutilizar el gen OCT4, también llamado POU5F1, un gen maestro del desarrollo que marca la diferencia entre el llamado estado de pluripotencialidad de una célula, cuando esta aún puede originar cualquiera de los tejidos del cuerpo, o el momento en que ya está bioquímicamente determinada a formar una parte concreta del organismo. El equipo de Niakan investigará el papel de este y posiblemente otros genes, en función de los embriones disponibles, durante los primeros siete días del desarrollo.

Es importante destacar que el trabajo de Niakan es investigación básica. Para curar, mucho antes hay que conocer, y el proyecto de la bióloga no está dirigido a explorar el tratamiento de ninguna enfermedad, sino a entender cómo operan los procesos de la célula durante el desarrollo temprano en la situación normal de un embrión sano. Lo otro ya llegará; por decir algo, el director del Instituto Crick y Nobel en 2011 Paul Nurse ha declarado que los estudios de Niakan «aumentarán nuestra comprensión de las tasas de éxito de la fertilización in vitro». Pero es necesario tener presente que aún hay un largo camino por recorrer hasta llegar al día en que nadie dudará en aplaudir la decisión de haber empezado a recorrerlo.

Se abre el debate: por primera vez corrigen genes en un embrión humano

Acaba de producirse uno de esos hitos de la biotecnología que solo se cuentan a razón de uno por década, o así, pero que en sus repercusiones teóricas podría situarse a la altura de los antibióticos o de las vacunas. Teóricas, porque difícilmente va a aplicarse en un plazo que podamos prever: a fecha de hoy, si un científico occidental lo hiciera, sería reprobado dentro y fuera de su profesión, y en algunos países podría acabar en la cárcel. Pero China, como sabemos, no se distingue precisamente por su liderazgo ético en el mundo, y muchas cuestiones que en occidente plantean debates morales allí solo significan retos técnicos.

Fertilización in vitro de un óvulo humano. Imagen de Eugene Ermolovich (CRMI) / Wikipedia.

Fertilización in vitro de un óvulo humano. Imagen de Eugene Ermolovich (CRMI) / Wikipedia.

Ante todo, una aclaración esencial: los investigadores chinos no han descubierto nada, y su experimento está a años luz de poder calificarse como éxito. Así pues, si no hay hallazgo revolucionario, si los resultados son mediocres, y si además todo el asunto es éticamente discutible, ¿cómo puede tratarse de algo equiparable a los antibióticos o a las vacunas? La respuesta es que, si un oportuno debate concluyera en la aprobación pública de estos procedimientos, y estos pudieran perfeccionarse para garantizar una eficacia y una limpieza a la altura de los estándares clínicos, desaparecerían del mundo todas aquellas enfermedades congénitas hereditarias cuyos genes responsables han podido identificarse; es decir, la mayoría de lo que conocemos como enfermedades raras.

El término clave es edición genómica embrionaria. Es decir, cortar los genes defectuosos en un embrión y reemplazarlos por versiones sanas. Se trata de un procedimiento de corta-pega molecular, no muy lejano en su concepto a lo que hacían los montadores de cine cuando las películas se rodaban en película. Para aplicarlo a algo tan pequeño como una cadena de ADN, es necesario disponer de unas tijeras infinitamente pequeñas y precisas.

Durante décadas, los biólogos moleculares han utilizado distintos sistemas para corta-pegar genes. La biotecnología nació gracias al descubrimiento de las enzimas de restricción, proteínas que las bacterias emplean como sistemas de defensa frente a virus y que son capaces de reconocer y cortar secuencias específicas de ADN. Hoy se comercializan más de 600 enzimas de restricción distintas, que en los laboratorios se emplean como herramientas de rutina para elaborar construcciones genéticas a voluntad con la contribución de un segundo tipo de elementos: las ligasas, que pegan los bordes cortados. A las enzimas de restricción se han ido sumando otros sistemas más sofisticados como las llamadas nucleasas de dedos de cinc, enzimas artificiales que pueden diseñarse para reconocer y cortar secuencias específicas con mayor precisión que los sistemas bacterianos naturales.

A finales del siglo XX, cuando las nuevas tecnologías facilitaron la secuenciación de genomas a granel, los científicos se dieron cuenta de que muchas bacterias poseían unas extrañas marcas comunes en su ADN: cinco fragmentos repetidos de 29 bases (las letras del ADN), separados por espaciadores de 32 bases y secuencia variable. O sea, y haciendo un símil con un sándwich: pan – queso – pan – chorizo – pan – jamón – pan – mortadela – pan. Los investigadores no tenían la menor idea de qué significaban, pero en 2002 se les puso un nombre: CRISPR, siglas en inglés de Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Espaciadas; una denominación puramente descriptiva sin ninguna alusión a una función que por entonces era desconocida.

Por abreviar, más tarde se descubrió que los espaciadores variables –el relleno entre cada dos panes– son secuencias de ADN de virus que atacan a las bacterias, fragmentos que estas atrapan de sus invasores para guardar de ellos una especie de huella dactilar que les ayude a reconocerlos y combatirlos en el futuro. Es decir: cuando una bacteria sufre la agresión de un virus, corta pedazos de su ADN y los archiva en sus CRISPR. Más adelante, si el mismo virus ataca de nuevo, unas enzimas llamadas Cas que trabajan en equipo con los CRISPR se encargarán de reconocer estas huellas para cortar esas secuencias y neutralizar así al invasor.

Como ocurrió antes con las enzimas de restricción, de inmediato los biólogos reconocieron el enorme potencial del sistema CRISPR/Cas9 para construir y modificar secuencias genéticas a voluntad, y en solo unos años este campo se ha convertido en uno de los más calientes y prometedores de toda la biología experimental. Desde la ciencia básica hasta la terapia genética, desde la mejora de cosechas a la clonación de mamuts, las aplicaciones de CRISPR/Cas9 son tan incontables que el hallazgo podría valer un Nobel, tal como en 1978 se premió a los descubridores de las enzimas de restricción.

Llegamos así a lo nuevo. Investigadores de la Universidad Sun Yat-sen de Guangzhou (China) han sido los primeros en atreverse a aplicar el sistema CRISPR/Cas9 para editar genes en un embrión humano, una utilidad que ya muchos habían vaticinado pero sobre la que aún no existe un consenso ético. Es imprescindible subrayar, con triple subrayado, que los científicos chinos han empleado embriones NO viables con tres juegos de cromosomas en lugar de los dos normales. Estos embriones triploides se producen durante la fertilización in vitro cuando un óvulo queda fecundado por dos espermatozoides. Recordemos que la presencia de un solo cromosoma de más ocasiona graves alteraciones, como sucede en el síndrome de Down. Un embrión con un triple juego de cromosomas no es de ninguna manera viable.

Para ensayar la edición genómica, los investigadores eligieron el gen de la β-globina (HBB), cuyo producto es una proteína de la hemoglobina cuyas alteraciones causan enfermedades como la anemia falciforme o la beta-talasemia. Pero como ya he señalado al comienzo, no se puede decir que el experimento haya sido un éxito. El sistema CRISPR/Cas9 logró extraer quirúrgicamente el gen HBB en aproximadamente la mitad de los embriones supervivientes analizados, pero solo en pocos casos consiguió reparar la brecha con la secuencia de reemplazo. Aún peor, los científicos observaron que en varios casos la enzima cortó donde no debía y que algunas de las brechas se rellenaron empleando erróneamente otro gen parecido como modelo, el de la delta-globina (HBD), causando mutaciones aberrantes.

En resumen, un pequeño desastre. El propio director del estudio, Junjiu Huang, reconoció a Nature News que no prosiguieron más allá porque el sistema «todavía es demasiado inmaduro». «Si quieres hacerlo en embriones normales, necesitas acercarte al 100%», dijo Huang. El investigador asegura que su estudio fue rechazado por Nature y Science debido al conflicto ético que plantea, pero lo cierto es que la calidad de los resultados conseguidos difícilmente superaría los exigentes filtros de estas revistas.

En su lugar, el trabajo se ha publicado en la revista Protein & Cell, de índice de impacto más discreto. Pero no cabe duda de que el impacto del estudio será mucho mayor de lo que merecerían los logros aportados, y que su eco se extenderá mucho más allá de las paredes de los laboratorios. Como suele decirse vulgarmente, el experimento de los investigadores chinos ha abierto un melón, y ahora habrá que discutir sobre qué hacer con él.