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Por qué nunca debe lavarse el pollo antes de cocinarlo, y sí las manos después de tocarlo

A propósito de mi anterior artículo sobre la mal llamada hipótesis de la higiene, en el que citaba las palabras del microbiólogo Graham Rook sobre la necesidad de lavarse las manos después de tocar pollo crudo, pero no tanto si alguien ha estado manipulando tierra de jardín, he recibido alguna reacción de sorpresa: ¿qué tiene de malo el pollo crudo? Y ¿qué no tiene de tan malo comer con las manos cubiertas de mugre de la tierra?

Con respecto a lo segundo, es evidente que comer con las manos mugrientas no es lo más decoroso ni socialmente presentable, pero Rook no hablaba de decoro ni de citas de Tinder, sino simplemente de riesgo microbiológico. En su contexto, Rook no tenía la menor pretensión de inmiscuirse en las costumbres lavatorias de cada cual —además, aquel reportaje era muy anterior a la pandemia—, sino establecer una comparación sobre el nivel de peligrosidad de una contaminación y otra que, parece, muchas personas ven de forma equivocada. Por supuesto que no es lo mismo un entorno controlado como un jardín privado que un parque público; probablemente muchos conocemos el caso de algún niño que ha contraído lombrices intestinales —el oxiuro o Enterobius vermicularis, un gusanito pequeño que no suele ser peligroso y que es fácilmente tratable, pero también muy molesto— y que probablemente lo ha hecho en el arenero de un parque.

Pero respecto al pollo, sí, conviene aclarar que esta y otras aves comportan un riesgo mayor que otros tipos de carne. El pollo es la primera fuente de intoxicaciones alimentarias en las que se puede determinar la causa. En EEUU, el Centro para el Control de Enfermedades (CDC) estima que cada año un millón de personas enferman por comer pollo contaminado.

Una pechuga de pollo cruda. Imagen de pixabay.

Y ¿por qué el pollo? Las intoxicaciones bacterianas por comer pollo contaminado tienen tres principales culpables: Salmonella, un bicho que puede encontrarse en otros alimentos; cepas tóxicas de Escherichia coli, que también; y, sobre todo, Campylobacter, una bacteria muy típica (aunque no exclusiva; también estos son los riesgos principales para los negacionistas de la pasteurización o la esterilización de la leche) de las intoxicaciones por pollo, debido a que este microbio suele vivir en el tubo digestivo de estos animales sin causarles ningún problema de salud, pero sí a los humanos. También en el pollo puede encontrarse Clostridium perfringens, la bacteria causante de la gangrena.

En Europa, según el informe de 2020 de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), desde 2005 la campylobacteriosis es la zoonosis más común, sumando más del 60% de todos los casos. En 2020 se confirmaron más de 120.000 casos, con más de 8.000 hospitalizaciones y 45 muertes (cifras mucho más bajas que las de años anteriores, debido al Brexit y a los confinamientos y cierres por la pandemia). Sin embargo, esta entidad calcula que el número real de casos está cerca de los nueve millones. España es el país de la UE en el que se producen más casos de viajeros dentro de la Unión, casi la cuarta parte del total. En 2020 se notificaron en España cerca de 7.000 casos, aunque la EFSA señala que el nuestro es uno de los cuatro estados miembros donde el sistema de vigilancia no cubre a toda la población.

En cuanto a la contaminación de la carne de pollo, en 2020 el sistema de vigilancia europeo ha encontrado Campylobacter en el 32% de las muestras totales analizadas en la UE, con un 18% por encima del límite máximo. España está peor que la media: en torno a un 45% de muestras positivas, y entre un 11 y un 29% por encima del límite.

De lo cual podemos concluir: cerca de la mitad del pollo que compramos está contaminado por Campylobacter. Así que, sí, el pollo crudo es una fuente peligrosa de contaminación bacteriana.

Por supuesto y aparte de los sistemas de vigilancia, la clave es cocinar el pollo a conciencia. Las altas temperaturas eliminan por completo estas bacterias y lo convierten en un alimento cien por cien seguro. Pero dado que esto se supone ya de sobra conocido, en cambio no lo es tanto algo en lo que autoridades y científicos llevan tiempo insistiendo, aún sin mucho éxito: nunca debe lavarse el pollo crudo antes de cocinarlo, nunca debe ponerse en contacto con otros alimentos ya cocinados o que vayan a consumirse crudos (como ensaladas), y siempre hay que lavar las manos y las superficies como encimeras o tablas de cortar después de manipularlo (con agua y jabón, NUNCA con productos antibacterias).

La razón para no lavar el pollo es obvia: el agua puede esparcir las bacterias peligrosas por las superficies y utensilios de la cocina. Y sin embargo, muchas personas continúan lavando el pollo antes de cocinarlo: seis de cada diez, según un estudio reciente. Este estudio encontró que el 93% de las personas dejaban de lavar el pollo antes de cocinarlo cuando se les informaba de los riesgos que implica, como lo contado aquí.

Pero el estudio revela algo más, y es que la contaminación puede esparcirse también incluso sin lavar el pollo, simplemente a través de las manos. Los autores inocularon en las piezas una bacteria inofensiva y trazable, una cepa de E. Coli, y luego comprobaron la presencia de este microbio en el fregadero y en una ensalada que los participantes habían preparado junto a él. El resultado fue que apareció contaminación con esta E. coli testigo en más de la cuarta parte de los casos para quienes lavaban el pollo, pero también en un porcentaje solo algo inferior cuando no se lavaba, lo que los autores atribuyen a contaminación con las manos. Como conclusión, insisten en el lavado de manos y superficies para prevenir enfermedades alimentarias.

La razón para no utilizar productos antibacterias no es tan obvia, pero es importante difundirla: el agua y el jabón eliminan todos los microbios de forma eficaz. Los productos antibacterias solo eliminan aquellos microbios que son sensibles a dichos productos, lo cual deja los resistentes, que pueden entonces proliferar más fácilmente en ausencia de otros competidores. Los niveles de microorganismos resistentes a antimicrobianos están aumentando peligrosamente en todo el mundo, y también en los animales de granja cuyos productos comemos. Un estudio de 2021 en EEUU encontró resistencia a antimicrobianos en nueve de cada diez muestras de Campylobacter aisladas de pollos, y el 43% eran resistentes a tres o más antibióticos. El 24% eran resistentes a fluoroquinolonas, antibióticos de último recurso contra Campylobacter cuando todo lo demás falla.

Ideas muy extendidas sobre el coronavirus, pero incorrectas (4): por qué la desinfección hace más daño que bien

En lo referente a la prevención del contagio del coronavirus, hoy vengo a insistir en que es muy importante distinguir entre higiene y desinfección, por un lado, y por otro entre manos y superficies/objetos, ya que parece haber algo de confusión: el lavado concienzudo de las manos con agua y jabón ha sido una recomendación esencial de las autoridades sanitarias desde el comienzo de la pandemia, y hoy continúa siéndolo. El contacto directo de una persona a otra a través de las manos –contaminadas con gotitas, moco o saliva– es una vía de contagio, y probablemente es menos frecuente desde que nos lavamos más las manos y usamos mascarillas.

En cuanto a los desinfectantes de manos, ante todo debemos tener en cuenta que no es necesario (ni conveniente, por la razón que veremos más abajo) buscar productos raros o sofisticados que tratan de venderse como más eficaces: como señalaba una revisión de estudios científicos publicada en mayo, «la mayoría de los desinfectantes de manos más efectivos son formulaciones basadas en alcohol, que contienen 62-95% de alcohol».

Segundo, es importante recordar que estos geles NO sustituyen al lavado de manos: como recordaba la misma revisión, los geles hidroalcohólicos «son menos efectivos cuando las manos están visiblemente sucias o manchadas, y no sirven contra ciertos tipos de patógenos» (las investigaciones han mostrado que el agua y el jabón son más eficaces que los geles hidroalcohólicos contra patógenos como Cryptosporidium, Clostridium difficile y norovirus), por lo que estos productos deben reservarse «como alternativa para cuando el agua y el jabón no estén disponibles».

En cuanto a los objetos y superficies, y como ya conté aquí, los estudios científicos no han encontrado hasta ahora ni una presencia relevante del virus activo ni casos documentados en que los objetos, o fómites, estén actuando como vía relevante de transmisión; de existir, es muy minoritaria. Añadido a lo que ya expliqué anteriormente, una nueva carta publicada en The Lancet por científicos alemanes y austriacos ha revisado los estudios publicados hasta la fecha sobre esta cuestión, confirmando que «las cargas virales fueron realmente muy bajas en superficies en estrecha y permanente proximidad con personas que están expulsando el virus» y que, por lo tanto, las superficies y objetos representan una «probabilidad baja de propagación del virus».

Desinfección. Imagen de pxfuel.

Desinfección. Imagen de pxfuel.

Pero el artículo de estos investigadores subraya otro aspecto esencial que deben tener en cuenta quienes desinfectan solo por si acaso, porque daño no hace, y es que daño sí hace. Como escriben los autores de la carta, la desinfección regular de superficies conduce a «una reducción en la diversidad del microbioma y a un aumento en la diversidad de genes de resistencia. La exposición permanente de las bacterias a concentraciones subinhibidoras de algunos agentes biocidas utilizados para la desinfección de superficies puede causar una fuerte respuesta celular adaptativa, resultando en una tolerancia estable a los agentes biocidas y, en algunos casos, en nuevas resistencias a antibióticos».

Por ello, los investigadores recomiendan la desinfección de superficies «solo cuando hay evidencias de que una superficie está contaminada con una cantidad suficiente de virus infectivo y hay probabilidad de que contribuya a la transmisión del virus, y no puede controlarse con otras medidas, como la limpieza o el lavado a mano de la superficie».

Hoy nuestro quebradero de cabeza es un virus, pero no debemos olvidar que la comunidad científica viene advirtiendo desde hace años de la gran amenaza infecciosa del siglo XXI: las bacterias multirresistentes. Con una frecuencia demasiado elevada, pero generalmente ignorada por el público y más aún en estos tiempos de pandemia, están surgiendo cepas de bacterias resistentes a casi todos los antibióticos conocidos, incluso a los que se reservan como último recurso.

Como me contaba recientemente la microbióloga Manal Mohammed, de la Universidad de Westminster, «la diseminación global de bacterias resistentes a antibióticos representa una gran amenaza a la salud pública. Ha emergido resistencia a fármacos que representan la última línea de defensa contra algunas infecciones bacterianas graves, lo que indica que el mundo está al borde de una era post-antibióticos». Mohammed recordaba también que la pandemia agravará este problema, ya que la mayoría de los pacientes de coronavirus están recibiendo tratamiento de antibióticos contra las infecciones bacterianas secundarias: «La COVID-19 está acelerando la amenaza de la resistencia a los antimicrobianos».

La previsión de esta experta, en línea con lo advertido por organismos como la Organización Mundial de la Salud, es escalofriante: «Se espera que para 2050 diez millones de personas podrían morir cada año por infecciones bacterianas resistentes a antibióticos».

La explicación de todo esto reside en que los entornos a nuestro alrededor, e incluso en nosotros mismos, son ecosistemas microbianos. Y como en todo ecosistema, la desaparición de una parte de su población hace que otra pueda expandirse y colonizar el nicho vacío. La esterilización de los espacios a nuestro alrededor es solo una ilusión: recuerdo un estudio de hace unos años en el que investigadores de EEUU quisieron analizar las comunidades microbianas en los baños de una universidad. Para ello, comenzaron de cero, limpiando concienzudamente los baños con grandes cantidades de lejía. Lo que descubrieron fue que solo una hora después de la desinfección, las bacterias habían proliferado hasta adueñarse de nuevo de todos y cada uno de los rincones.

Cuando esterilizamos, las primeras bacterias que desaparecen son las más sensibles a estos agentes. Así, las más resistentes comienzan a proliferar y a ocupar los espacios, de modo que la esterilización solo ha servido para tener espacios cada vez más poblados por bacterias más resistentes. Los expertos vienen advirtiendo de la dañina proliferación de productos antimicrobianos de consumo para uso en los hogares, como jabones o limpiadores antibacterianos, o incluso bayetas o tablas de cocina. Todos estos productos no aportan nada, ya que normalmente en los hogares no estamos expuestos a concentraciones apreciables de microbios peligrosos mientras se mantenga el equilibrio de estos ecosistemas. En cambio, cuando eliminamos los inofensivos, damos espacio libre a los peligrosos. A esto se añade que los productos desinfectantes pueden estimular el intercambio de ADN entre las bacterias, un mecanismo que en muchos casos es responsable de extender la resistencia entre las comunidades microbianas.

En resumen, en los espacios normales de nuestra vida normal, lo aconsejable es simplemente una higiene normal, incluso en tiempos de pandemia. La desinfección y la esterilización allí donde no son necesarias y no aportan ningún beneficio solo van a servir para dejar un legado que lamentaremos durante generaciones, cuando nuestros antibióticos sean del todo inútiles.

Este es un lugar donde es más fácil el contagio, y esta simple medida lo reduciría (y no, no es la mascarilla)

Visto en un telediario: un joven emerge de la sala de llegadas de un aeropuerto, con una mascarilla sobre su nariz y boca. Su novia o esposa corre a su encuentro. El tipo alza su mano, se baja la mascarilla justo por debajo del labio inferior, y se funde en un intercambio de fluidos con la mujer.

Está claro que de poco ha servido que las autoridades sanitarias se desgañiten a gritar que las mascarillas NO GARANTIZAN LA PROTECCIÓN DEL CONTAGIO A QUIEN LAS LLEVA Y QUE SOLO DEBEN LLEVARLAS QUIENES YA ESTÉN CONTAGIADOS PARA PROTEGER A LOS DEMÁS, y que algunos nos hayamos preocupado de explicarlo largo y tendido, con datos y estudios, sin la restricción de los 30 segundos de un informativo de televisión o radio.

Pero quizá, con el tiempo, esta novedad que vivimos ahora termine consolidándose en un nuevo código de etiqueta social, por el cual consideremos ciudadanos informados, responsables y solidarios a aquellos que sufren una enfermedad transmisible por el aire, sea el nuevo coronavirus, la gripe u otra, y llevan una mascarilla para no contagiar a otros, y en cambio consideremos lo contrario a aquellos que no están contagiados pero que llevan una mascarilla que no les garantiza seguridad y que además posiblemente esté privando de esa exigua protección a aquellos para quienes toda precaución es poca, como personas con problemas de salud y personal sanitario.

Que cada uno se retrate: los del «sálvese quien pueda» son siempre los malos de la película. Va por los que han robado cientos o miles de mascarillas en los hospitales: que piensen un momento en los niños de la planta de oncología. Y si les afecta lo más mínimo eso de ser los malos, que las devuelvan.

En el caso del tipo del telediario, si realmente la mascarilla que llevaba hubiera demostrado la razón de su uso, es decir, si el sujeto en cuestión hubiera estado expuesto a un entorno de dispersión del virus y su mascarilla estuviera contaminada en su parte exterior, pensar que puede hacer cruz y raya con el virus para darle un beso en la boca a su mujer con la mascarilla arrugada por debajo de los labios de ambos… en fin, dejémoslo ahí.

Esta es sin duda una de las lecciones que dejará la actual epidemia del coronavirus SARS-CoV2, causante de la enfermedad COVID-19: cuáles son los mitos, qué medidas son ineficaces. Mientras las alcachofas de los informativos sacaban a relucir la indignación de algunos viajeros porque no les han tomado la temperatura al llegar a un aeropuerto español, la decisión de nuestras autoridades de no aplicar esta medida cosmética, alarmista y de más que dudosa utilidad es digna de aplauso: tenemos la suerte de contar al frente de esta crisis con el epidemiólogo Fernando Simón, un experto de gran talla profesional que se guía por criterios científicos, y no por el cine de catástrofes.

El personal de la estación de ferrocarril de Wuhan controla en los monitores la temperatura de los viajeros. Imagen de China News Service / Wikipedia.

El personal de la estación de ferrocarril de Wuhan controla en los monitores la temperatura de los viajeros. Imagen de China News Service / Wikipedia.

Pero también debería servirnos para aprender qué medidas sí son eficaces. Y del mismo modo que sucesos como el 11-S o el atentado del vuelo 9525 de Germanwings sirvieron para introducir nuevos requisitos de seguridad destinados a evitar casos similares, sería de agradecer que esta epidemia también se tradujera en nuevas medidas largamente necesitadas.

Una de las principales, que no es ninguna novedad, es esta: higiene en aeropuertos y aviones. Estos son algunos de los lugares donde generalmente estamos más expuestos a contraer un contagio.

Antes de la actual crisis, en agosto de 2018, un estudio publicado en la revista BMC Infectious Diseases analizó y encontró la presencia de virus patógenos respiratorios en varias superficies de los aeropuertos: un perro de juguete en un parque de niños, los botones de la terminal de pago de la farmacia, los pasamanos de las escaleras, el cristal del control de pasaportes y las bandejas de los escáneres de rayos en las que ponemos las cosas que llevamos en los bolsillos.

Este fue el resultado: una de cada diez de esas superficies contenía algún virus patógeno, ya fuera gripe A, adenovirus, rinovirus o uno de los cuatro coronavirus humanos ya conocidos entonces, 229E, HKU1, NL63 y OC43. En concreto, la mayor contaminación se encontró en las bandejas de las máquinas de rayos: una de cada dos llevaba algún virus patógeno.

Una bandeja de plástico en el escáner de un aeropuerto. Imagen de Mattes / Wikipedia.

Una bandeja de plástico en el escáner de un aeropuerto. Imagen de Mattes / Wikipedia.

Hay que decir que el estudio analizó una muestra pequeña en un solo aeropuerto, el de Helsinki en Finlandia. Pero no hay motivos para pensar que una muestra mayor y en otras localizaciones, sobre todo aeropuertos con mucho más tráfico, fuera a presentar contaminaciones menores. Tampoco se trata de recomendar que paseemos por los aeropuertos con guantes de látex. Más bien se trataría de que los protocolos de limpieza de los aeropuertos –ojalá me equivoque, pero apostaría a que las bandejas de los rayos no se limpian jamás– trataran todas las superficies de uso de los pasajeros como potenciales fuentes de contaminación vírica y bacteriana y como potenciales propagadores de contagios.

Pero sí hay algo que podemos hacer cada uno de nosotros. Y es algo en lo que también las autoridades sanitarias están insistiendo hasta desgañitarse: EL LAVADO DE MANOS ES LA PRINCIPAL MEDIDA PARA EVITAR EL CONTAGIO.

Para ilustrar hasta qué punto el lavado de manos en los aeropuertos podría contener la expansión de brotes epidémicos, en lugar de tanta parafernalia de mascarillas, cámaras térmicas y termómetros sin contacto, un equipo de investigadores de cuatro países, con participación de la Universidad Politécnica de Madrid, ha creado un modelo matemático de simulación que analiza cómo una adecuada higiene de manos de los usuarios de los aeropuertos contribuiría a contener la expansión de epidemias.

Los resultados, publicados en la revista Risk Analysis, son demoledores: solo con que pudiera aumentarse el nivel de limpieza de las manos de los viajeros del 20% al 30%, los contagios se reducirían en un 24%. Y si este grado de limpieza creciera hasta el 60%, la reducción de los contagios sería del 69%. Incluso si la higiene de manos mejorara solo en los 10 principales aeropuertos del mundo, podría reducirse la expansión de un brote en un 37%.

Claramente, aquí hay un enorme potencial de mejora. Por nuestra parte, la de todos los usuarios, ser más limpios: los autores estiman, basándose en datos previos, que en cualquier momento solo el 20% de las personas presentes en un aeropuerto llevan las manos correctamente lavadas para prevenir contagios. Pero si se trata de exigir algo a nuestras autoridades, no estaría mal que se facilitara el lavado y la desinfección de manos en los aeropuertos colocando más instalaciones destinadas a ello sin necesidad de entrar en los servicios, junto con carteles y otros materiales informativos destacando la importancia de la higiene de manos como medida de salud pública.

Claro que se podría ir aún más allá: en un reciente artículo en The Conversation, dos expertos en salud pública proponen que quizá sería el momento de empezar a pensar en negar el embarque en los aviones a las personas que no estén vacunadas contra ciertas enfermedades transmisibles de posible contagio dentro de un cilindro de metal donde decenas o cientos de personas comparten el mismo aire y los mismos servicios durante horas. Los autores aseguran que, al menos en EEUU, este tipo de regulación no entraría en conflicto con los derechos constitucionales. Lo que parece claro es que tarde o temprano, y ojalá fuera temprano, llegará el momento de empezar a poner en práctica las lecciones aprendidas del coronavirus.