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Feminismos fagocitados: Una lectura no del todo azarosa

Por Konstantinos Argyriou

 

No sé si ha sido por puro azar, ya que mi formación psicoanalítica me prohíbe creer que el azar exista, pero mis últimas lecturas han sido de mujeres feministas (¡y cis!) que cargan contra el feminismo hegemónico.

Cuando me di cuenta de esto, me pregunté si andaba muy sesgado por las elecciones de lectura que yo mismo había hecho. Me tranquilicé: efectivamente, era así. How to do nothing, de Jenny Odell; El sentido de consentir, de Clara Serra; Men explain things to me, de Rebecca Solnit; The right to sex, de Amia Shrinivasan; Ain’t I a woman, de bell hooks; #MeToo: La ola de las multitudes conectadas feministas, de Guiomar Rovira; Against White feminism, de Rafia Zakaria; todos esos títulos crearon un ensamblaje de lecturas feministas “periféricas”.

Además, aunque algunos de los títulos eran actuales, los demás tenían ya su trayectoria. Y, por qué ocultarlo, esos libros decían algo sobre mí. Mi interés en indagar en temas de consentimiento, agencia, poder e injusticia epistémica, por muy inconsciente o poco deliberado que pareciera, estaba ahí, y estaba deseando encontrar respuestas, o incluso más preguntas.

Justo cuando empecé a trazar esos nexos entre lecturas, vino el documental viral de Netflix, No estás sola: La lucha contra la Manada. Aunque había hecho un seguimiento del caso a lo largo de los años, ver las cosas narradas con orden, y evidenciar la (supertardía, eso sí) restauración de la justicia, ha sido una sanación tremenda. Si antes lo tenía todo en papel, ahora lo evidenciaba también por lo audiovisual: hay algo del régimen de la inteligibilidad, que ha reactivado una violencia machista enorme.

(Los documentales tipo true crime sobre feminicidios siguen sin tener una perspectiva feminista, en ese sentido. Parece que los relatos audiovisuales y sociales sobre violencia de género deniegan sistemáticamente las responsabilidades estructurales, y tienden a individualizar los casos para aislarlos de su contexto. Menos mal que el filme sobre la Manada por fin pone las cosas en su sitio).

Una cosa que tienen en común todas estas referencias, tanto las intelectuales como la audiovisual, y que me sorprendió mucho al darme cuenta, es, como ya anticipé, que son fuentes que le ponen pegas al feminismo institucional (y por ende blanco, asentado, urbano, cishetero, igualitarista, elitista, dominante) por sus derivas autoritarias. Y lo repito por esa necesidad de que se asiente la idea. La autorreflexividad feminista sigue, de hecho está más viva que nunca.

Durante mucho tiempo, ha circulado la percepción de que los movimientos queer o transfeministas han sido más proclives a la crítica a ese feminismo tradicional. Hasta tal punto llegaba esa percepción, que parecería como si se tratara de movimientos absolutamente distintos y desencontrados. En los tiempos que transcurrimos, donde el enfoque interseccional se acusa de haber desdibujado las causas feministas “originales”, donde los esencialismos crecen constantemente, y donde muchas alianzas que dábamos por hechas nos sorprenden por sus reticencias, cabría preguntarnos por qué existe ese afán de marcar de nuevo los límites que tanto se luchó por quitar.

El aumento de delitos de odio atribuibles a perpetradores hombres está, en ese sentido, completamente compaginado con el auge del paroxismo bélico. Pero a la vez, está entrelazado con esa amenaza que experimentan los sectores reaccionarios contra (su propia, y de nadie más) “libertad de expresión”. ¡Ahora los perpetradores se victimizan acusando a las víctimas de su devenir victimista! Es una circularidad realmente cínica. Un marco democrático no instrumentaliza los reclamos de libertad de los poderosos para perpetuar la opresión y el exterminio de los grupos vulnerables. Un marco democrático apuesta por proteger a los segundos del sadismo de los primeros, precisamente. Y eso no es una apología de las demandas minoritarias.

Es asimismo extraño ver cómo algunos de esos grupos minoritarios se asoman al determinismo categorial para declarar su supuesto borrado. Los debates sobre la nueva legislación antidiscriminatoria de Escocia, por ejemplo, versaron alrededor de la ausencia de previsiones legales contra delitos de violencia de género. Algunas radfem usaron argumentos extremos de la presunta eliminación de la categoría “mujer” del ámbito legal, mientras que otras convirtieron el concepto mismo de anti-discriminación en un ring, donde parece que se quita un grupo para introducir otros, con “lobbies más poderosos” (personas migrantes, racializadas, del colectivo LGTBI, etc.). La autora de Harry Potter es quien más moviliza la excusa de la libertad de expresión para reivindicar su derecho a ofender. Su reto a las autoridades escocesas a arrestarla es prueba de la impunidad de la desestimación deliberada de grupos vulnerables, proveniente además de una autoridad hegemónica innegable.

De manera bastante similar, en el Estado español, la discusión sobre la abolición de la prostitución en las últimas semanas ha reificado el binomio, ficticio en mi opinión, entre “abolicionistas”, por un lado, y “pro-derechos”, por otro. Como comenta la propia Srinivasan, el bando que no apuesta por la abolición, que según algunas radfem lo hace por beneficiarse (en secreto o descaradamente) de la explotación corporal de las mujeres, no considera en ningún momento que el trabajo sexual sea regularizable. Mientras tanto, la condescendencia con las personas implicadas sobrevuela por todo el “debate”. La idea de que el consentimiento es ajeno al deseo sexual, o que ahora no podemos ni ligar por culpa de la tiranía de lo políticamente correcto, están repletas de autoritarismo imperante, muy parecido al que ejercen los discursos reaccionarios.

Y ya no sirve decir que no hay mujeres que hablen de ello; una cosa es que se siga menospreciando su autoridad testimonial, y otra que ignoremos deliberadamente sus publicaciones. En lo que coinciden, sin duda, los recursos que mencioné, es en que es la estructura la que perpetúa las injusticias. Pero además, entre la impunidad de las acciones silenciadoras, y la dificultad en señalar que se nos está rebatiendo desde la proyección y el paroxismo, nos perdemos en un mar de falsas enemistades, revirtiendo las acusaciones, buscando chivos expiatorios, pasando por alto que cortamos sinergias.

Pero el enemigo ha sido siempre el mismo.

El perpetrador no es el órgano, sino el signo. Hay que dejar de ver al dedo índice, y empezar a ver hacia dónde señala.

Ay mamá! Sobre tetas, transfobia y cisexismo

Por Marcos Ventura Armas (@MarcosVA91) activista de Gamá, Colectivo LGTB de Canarias

 

Me gustaría reflexionar sobre la polémica desatada en twitter por la letra de la canción “Ay mamá”. Esta canción hace referencia a realidades corporales de las mujeres cis, como las tetas que siguen siendo censuradas en los medios. Algunas personas han criticado esta canción por ser tránsfoba, creo que errando el tiro. Pero la respuesta dada por quienes no creen que sea tránsfoba también se ha pasado un poco de frenada. Y en mi opinión, la clave está en entender la diferencia entre transfobia y cisexismo.

Si la transfobia es el odio, rechazo y violencia contra las personas trans, el cisexismo es más sibilino y complejo de ver. Lo definiré como el marco conceptual por el cual una determinada corporalidad se corresponde con una determinada identidad. Este marco nos lleva a que las corporalidades que no desarrollen la identidad predefinida se consideren anomalías. El cisexismo, con su presunción de cisexualidad, nos sitúa a las personas trans como la otredad, y no permite conceptualizar la diversidad sexual humana desde una posición de igualdad. Mantener, en el plano simbólico, la vinculación del pene con el hombre y la vagina o los pechos con la mujer no es un acto de violencia tránsfoba directa, pero no va en la dirección de la lucha por la igualdad real de las personas trans.

Y esto lo podemos ver con más facilidad en ejemplos de heterosexismo y su diferencia con la homofobia. Un beso en el cine entre un hombre y una mujer no es un acto homófobo. Pero que todos los besos en el cine sean entre hombres y mujeres, por el contrario, cimienta la idea de que las personas homosexuales son una desviación de lo natural, un error a eliminar de los filmes. Preguntarle a una chica si tiene novio no es un acto lesbofóbico, pero todes les que tenemos un poco de compromiso con el activismo LGTBi+ sabemos que responder a esa pregunta impugnando el marco heterosexista que presupone que a las mujeres les gustan los hombres, es un acto de lucha por la igualdad real (que, además, suele enfadar a nuestros interlocutores).

El hecho de que el cisexismo sea más difícil de detectar y señalar que la transfobia es lo que, en mi opinión, hace que el discurso terf sea difícil de frenar. Porque no hace falta violentar a nadie, y señalarte a ti misma en el proceso, para dificultar la vida de las personas trans. Por ejemplo, acusar a la expresión “personas con capacidad de gestar” de borrar a las mujeres. En un mundo en el que las mujeres siguen luchando por su visibilidad, es relativamente fácil hacer pasar por misógina una expresión que solo busca desvincular funciones corporales de identidades. Pareciera que, para este discurso, intentar que el lenguaje refleje que corporalidad e identidad no van necesariamente unidas, es un ataque contra las mujeres cis. Y es que revisarse el cisexismo es mucho más difícil, y requiere mucho más esfuerzo y compromiso, que revisarse la transfobia.

Cuando Leticia Dolera dijo que un acto con excesivo protagonismo masculino era “un campo de nabos”, no estaba siendo tránsfoba. Pero estaba usando una frase que apela a un imaginario en el que una determinada corporalidad va unida a una determinada identidad. Un imaginario cis en el que las personas trans no cabemos, no porque se nos excluya expresamente, sino porque simplemente no se contempla la posibilidad de nuestra existencia. Y esto es problemático. Eso no significa que sea automática y necesariamente malo en todos los casos. Pero sí significa que puede ser interesante darle una pensada, problematizarlo, desnaturalizarlo, pensar por qué a tanta gente le escuece que se problematice el imaginario al que hace referencia esa frase.

El cisexismo y la transfobia no son lo mismo, pero están fuertemente interrelacionadas. Sin cisexismo, no podría existir la transfobia. Y aunque pueda haber expresiones de cisexismo que no deriven en transfobia, son el campo abonado para que ésta acabe germinando. La impugnación del cisexismo es una impugnación radical, a la raíz ideológica y conceptual que da sustento a la violencia que sufrimos. Es, por lo tanto, una cuestión relevante, aunque pueda parecer menor a aquellas personas cis que no se ven interpeladas. Al fin y al cabo, es relativamente fácil (aunque en esta época de extrema derecha y discursos terfs cada vez menos) señalar los actos directamente violentos, pero es más difícil señalar los discursos en los que no cabemos, cuando son aquellos que todes hemos interiorizado desde peques, y en los que se basa toda nuestra concepción del mundo. Pero no solo nos pasa a quienes denunciamos discursos cisexistas, intenten criticar un posicionamiento heterosexista o patriarcal no directamente violento, y verán la sobrerreacción de sus interlocutores.

Acusar a alguien que usa la expresión “campo de nabos” de transfobia es excesivo. Y la reacción defensiva contra esa acusación (que si bien puede ser inapropiada, tiene un motivo) es también exagerada. Pero si en el primer caso, el exceso corresponde a la sensibilidad a flor de piel de una comunidad muy dañada, en el segundo puede parecer que responde a falta de ganas para revisar ideas que son muy cómodas, aunque construyan un mundo en el que no todes podemos vivir.

Mi conclusión es que las mujeres cis tienen todo el derecho del mundo a reivindicar su propia experiencia, sus sangrados y sus tetas, y las personas trans tenemos derecho a recordar que esa no es la única experiencia válida para las mujeres. Y tan exagerado me parece acusar de transfobia a las primeras, como sobrerreaccionar a las segundas. Desde aquí reivindico con claridad la necesidad de los matices, y del diálogo respetuoso para entender todas las posturas. Porque no me cabe duda de que todas las personas que buscamos un mundo más justo podemos trabajar unidas, si tenemos la voluntad de limar asperezas y plantearnos cómo podemos minimizar los roces.

 

Foto: Dean Hochman

No a todo el mundo le gusta el cuento del pequeño Nicolás… y sus dos papás

Nieves Gascón (@nigasniluznina), apasionada de la literatura y trabajadora social, nos recomienda hoy (y nosotras con ella) la lectura del primer cuento chileno sobre diversidad sexual. Un cuento rodeado de una inaudita polémica por el fuerte rechazo que ha tenido desde sectores evangélicos. Rechazo trasladado a la vida publica y a los tribunales donde hace pocos días la Corte de Apelaciones de Temuco rechazó un recurso que pedía la prohibición de su distribución. Mientras otros recursos están pendientes de ser resueltos el cuento está siendo un éxito de descargas y abierto el debate en Chile sobre las familias homoparentales.  

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«Todas las familias merecen respeto, protección e igualdad de derechos», así comienza el cuento Nicolás tiene dos papás, presentado el pasado mes de octubre en Chile, a iniciativa del Movimiento de integración y liberación Homosexual (Movilh), apoyado por la Junta Nacional de Jardines de Infancia y realizado en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile.  Su publicación ha impulsado críticas de sectores sociales más conservadores y el debate sobre la conveniencia o no de su lectura por las y los más pequeños. La discusión concluye precisamente leyéndolo y disfrutando de los matices de un cuento que esencialmente trata, desde la perspectiva infantil, sobre relaciones familiares.

Un cercano relato de Leslie Nichols y Ramón Gómez con grandes ilustraciones de Roberto Armijo, nos acerca en primera persona a Nicolás y su vivencia en su familia homoparental. Mostrando todo aquello que un niño necesita como el juego y la convivencia con adultos con los que comparte su vida cotidiana en un ambiente de cariño y respeto, muestra un modelo educativo adecuado a las necesidades y bienestar de cualquier niño y/o niña.

Nicolás de Chile, España o cualquier otro lugar del planeta, cuidado y querido, con suficiente información para dar y hacer entender sobre su entorno familiar, nos hace caer a sus pies ante tan sencillo apercibimiento de una realidad cercana y amable.

Como cualquier otro grupo familiar, quizás no exento de conflicto pero lleno de sentido para Nicolás, se establece una estilo relacional que le permite aprender de sus padres sobre fútbol y dinosaurios más que otros compañeros y compañeras del colegio o que sus amigos y amigas, a quienes a su vez, puede enseñar sobre diversidad mejor que nadie.

Nicolás sabe que todo el mundo viene de una madre biológica y que vivimos en familias muy diversas. Pero sobre todo sabe que cuenta con dos papás que cuando está enfermo o se siente mal, le cuidan y se preocupan.

Un Nicolás de ojos grandes y gran expresividad.  Un cuento con detalles visuales que no debemos perdernos. Con un mes sólo pero mucha fuerza para trasmitir algo tan sencillo como que las familias están formadas por personas que se quiere, se respetan y se preocupan de las y los más pequeños porque estos y éstas así lo requieren. No hace falta más que un poco de sentido común y abrir los ojos a la realidad: la diversidad familiar presente y visible.

Después de conocer a Nicolás sólo se me ocurre abogar por la buena crianza, el bienestar infantil, la educación en valores para la convivencia, el respeto y los derechos humanos.

 Puedes descargarte el cuento aquí