¿Quién teme a lo queer? – La educación sentimental: afectividad, poliemoción y otras inercias

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

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«Wondering around in Malta» by Hembo Pagi is licensed under CC BY-NC 2.0

Nos ha salido regular

Brigitte Vasallo

Volvíamos del seminario en el autobús, con muchas ideas en la cabeza. Me enseñaste su IG después de decirme lo mucho que te gustaba. ‘Siempre pone esta cara de payasa’, dijiste más embobada que yo viéndote a ti. ‘Pero, ¿no somos hipócritas?’, preguntaste.

‘¿Hipócritas por qué?’, te dije.

Y ahí, como siempre haces, lanzaste la pregunta que materializa los miedos que sobrevuelan el común, como si nada, como si no te hubiera casi costado pensarlo: “Nos gusta mucho pensar en una educación en la afectividad, en la que se tiene en cuenta el cuerpo y la interacción y tal; pero luego nos cerramos en banda a la vulnerabilidad que supone abrirnos a alguien con quien empezamos a establecer un vínculo.”

Pues sí. No sé, no parece algo tan nuevo, ¿no? Creo que la hipocresía vendría más bien de pensar que iniciarnos en una educación en la afectividad que suponga cuidar (en el plano teórico) nos va a hacer capaces automáticamente de bajarlo a tierra y de implementarlo siempre. Como si esa educación en la afectividad fuera a anular de pronto la educación anterior, el mapa que hemos aprendido a habitar y reproducir (hegemónico, “romántico”, monógamo, de culpas, silencios, dependencias, etc.). No creo posible no caer en las trampas de la hegemonía aunque sea sin querer, como cuando se te escapa un pensamiento racista, que te pasa, asúmelo, por muy deconstruida que estés, o un chiste machista que te pilla con la guardia bajada. Es una mierda, pero reconoce que te ha pasado alguna vez. Y de eso se trata, de autocrítica. Por lo mismo también creo que, en las relaciones que mantenemos, tener en cuenta “el cuerpo y la interacción” puede hacernos caer en el terreno de lo material y la conquista. Territorios vinculados a emociones inmediatas y sencillas, vinculadas quizá tradicionalmente a lo masculino, es decir, que entendemos como positivo y practicable.

Abrirse a alguien, sin embargo, supone transitar lo emocional. Vinculado a zonas oscuras, quizá inestables, que tardan en asentarse, que muestran la incertidumbre que nos gobierna muchas veces. Mostrarnos nos hace vulnerables. Lo emocional: territorio asociado tradicionalmente a lo femenino y vinculado a la vergüenza. A cosas que hemos aprendido a ocultar como deber. Las emociones, la exposición, el sentimiento, la pregunta, TODO, no son sino muestras de debilidad. Si nos exponemos es porque carecemos de fuerza, integridad, claridad y fortaleza.

Es decir, ya no somos un fuerte. Ese fuerte que gestiona las conquistas pero no su funcionamiento posterior interno. Y esa es una lógica terriblemente belicista y arrasadora, es verdad, que trasciende el ‘consumo de cuerpos’ para situarnos en un escenario de batalla, emocional en este caso. Ya veremos quién sobrevive.

Quizá es de esto de lo que se habla cuando se señalan los cadáveres emocionales que el ‘poliamor’ va dejando a su paso como estela macabra. No es consumo entonces: es la guerra. Pero no hablamos de poliamor, o no sólo. En todo caso hablamos de poli/amor dentro de un esquema de gestión precario que reproduce las lógicas de la conquista (colonial, si se quiere) sin complicaciones y que, también, continúa pensando la emoción como un estigma que debe ocultarse.

Negar las emociones es quizá lo más eficaz, lo más rápido al menos. Nos otorga un lugar desde el que continuar. Pero negar en sí, es decir, no cuestionarnos ni profundizar, nos hará reproducir la inercia preexistente, en ésta y en todas las situaciones de la vida. Y ya sabemos que la inercia siempre estará disponible y dispuesta para hacer girar nuestras ruedas en la dirección conveniente (‘conveniente’, convengamos, a lo que conviene al menos a la propia inercia hegemónica y, en muchos sentidos, conveniente).

Convengamos también que el abrirse, a une misme y al mundo, en lo que a emociones se refiere, sigue siendo un terreno violento o incómodo sobre el que pasamos demasiadas veces disimulando o de puntillas.

Hoy volvíamos tú y yo de un seminario en autobús. Un seminario en el que se habló sobre el fracaso desde la perspectiva queer. Y comentamos cómo nos gustaban muchos puntos, pero te dije (antes del IG, claro, y de tu pregunta bomba) cómo me había quedado con las ganas de hablar un poco más del fracaso como inicio. Yo quiero hablar del fracaso como punto de partida, como punto de inflexión. Creo que el fracaso es un lugar de movimiento para continuar, reinventar e imaginar nuevos horizontes.

La teoría nos atraviesa, claro, pero ¿y la práctica? ¿Cuál es la práctica del fracaso? ¿Qué hacemos cuándo fracasamos en la emoción? Es decir, ¿por qué no abrazamos de una vez el fracaso como un aliado para la autocrítica y la reconstrucción?

Quizá asumir el fracaso de los modelos sentimentales que reproducimos sea el primer paso. El fracaso de modelos que, por más que hayamos etiquetado como novedosos, rompedores de la norma o, incluso, ingenuamente revolucionarios, sean una mera reproducción ampliada de derrotas anteriores. El error es asumir etiquetas como “educación afectiva”. Y no por su contenido, sino por su condición de tal etiqueta, que no funciona nunca como un chip automático que nos insertamos en el cerebro y en el corazón y cambia todo mágicamente. No. Porque las teorías que evidencian el estado de las cosas nunca hacen que nuestra relación con la realidad cambie de manera homogénea ni eficaz.

Porque si ‘nadie nace mujer’ no habría tantas “mujeres”.

Porque si ‘el género es una performance’ no seguiríamos performando lugares de opresión.

Porque si todes ‘somos  cyborgs’ no habría aferramiento místico al relato naturalista.

Porque somos, en todo caso, contradicción pura, y porque si algo nos define sería, quizá, la misma búsqueda desesperada de una definición estable. Como si eso pudiera ocurrir.

Hemos fracasado. Qué buena noticia.

El fracaso, decía Halberstam, es también un camino de liberación. Sin embargo, de lo que no habla es de cómo transitar la  responsabilidad que supone esa liberación.

Hemos fracasado emocionalmente, chiqui, este nuevo modelo emocional era sólo eso, un modelo, no una garantía de gestionar mejor lo que tanto nos conflictúa, ya sabes, lo que dice Vasallo: lo que nos hace ir a terapia.

Quizá nuestra responsabilidad, si no queremos convivir con esa hipocresía que señalas, pasa más por abrir las emociones al espectro queer. Pasa por asumir sus cambios y su importancia presente, pasa por ser honestas en primer lugar con nosotras mismas. No lo sé. Ojalá tuviera la respuesta. Pero subvertir el orden de la inercia, que nos empuja a estigmatizar la emoción y a ocultarla para cumplir un orden tradicionalmente misógino parece un buen comienzo. Parece un buen comienzo hacer las paces con nuestras emociones en permanente guerra y enunciarnos desde los parámetros que habitamos, que son contingentes, sí, como todo, que son precarios, ¿qué me vas a contar?

Hablemos. Hablemos de emociones, sensaciones y educación sentimental. Por mucho que nos cueste al principio. Vamos a desempolvar las dinámicas y a cuestionar si no necesitan ser sustituidas. Somos hipócritas, hemos fracasado, de acuerdo. Movamos el cuerpo entonces. Movamos las emociones honestamente hacia el lugar en el que puedan crecer hacia lugares de emancipación.

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