Por Enrique Anarte (@enriqueanarte)
Let’s go outside, in the sunshine. Cuando el odio más recalcitrante quería erradicarnos, o como mínimo someter nuestra naturaleza con brutales tratamientos médicos, y la homofobia liberal izaba la bandera de una tolerancia que nos encadenaba en el armario de la corrección política y nos amordazaba con su normalidad heterocéntrica, su mensaje fue contundente: salgamos a bailar a la luz del sol.
Eso hicimos, como hicieron muchos de los que llegaron antes que él. Eso seguimos haciendo. Por fortuna, y no gracias a ese mito del inexorable progreso lineal de la humanidad, sino única y exclusivamente por el incesante trabajo y esfuerzo de activistas y aliados de la igualdad, en algunas latitudes del mundo no tenemos que afrontar la violencia de la homofobia en la misma frecuencia e intensidad que a tantísimas otras personas les tocó sufrir. Aunque todavía ir cogidos de la mano pueda acarrear una paliza en Madrid o Bruselas. Aunque en nuestro trabajo nos enfrentemos demasiado a menudo a un techo de cristal. Aunque nos sobren los cinco dedos de la mano para contar el número de países del mundo en los que nazcamos, vivamos y muramos en esta igualdad soñada desde que algunos, en algunos lugares, decidieran que merecíamos esa desigualdad, esa vejatoria discriminación, y decidieran predicar su odio; primero en su casa, luego en sus barrios y ciudades, después tan lejos como llegasen carruajes y embarcaciones. Aunque 73 países del mundo criminalicen la homosexualidad, según ILGA, pero la realidad sea aún más desoladora.
A día de hoy, quienes volcaron su hipocresía moral con George Michael todavía no le han pedido perdón. Será recordado por su brillante carrera musical, pero también por «escándalos» cuya cobertura mediática dejaron huella de la homofobia inscrita en el ADN de las instituciones y los medios de comunicación que lo procesaron y juzgaron. Nuestro deber ahora es dejar escrito en la Historia todo este odio, todas estas vejaciones, para que, como hemos pedido otras veces en este rincón de Internet que es 1 de cada 10, el olvido y la desmemoria no se conviertan en el cimiento de más injusticias futuras. Para que la Historia aplique la justicia que el hombre negó.
Nosotros, los que pertenecemos a una generación que conscientemente solo asistió a los capítulos finales de su paso por este mundo de absurdos llenos de sentido, tenemos la obligación de llevar a cabo este humilde ejercicio de memoria histórica. Los obituarios que nos emocionen, que nos ahoguen de nostalgia, que nos hagan llorar, deben ser la inspiración para seguir bailando, escribiendo, trabajando, viviendo. Y debemos hacerlo en estos tiempos que corren; años de desgana, de desmovilización, de autocomplacencia. Como si la muerte de Alan hace un año o la masacre de Orlando hace ya casi seis meses, pero también -ojalá no lo olvidemos nunca- las vidas de mujeres arrebatadas por el terrorismo machista o el cementerio en que hemos convertido nuestro querido Mediterráneo, no bastasen para reconsiderar cuáles son nuestras prioridades personales y políticas.
Somos nosotros, los que por fin disfrutamos parte de esta igualdad por tanto tiempo soñada, los que debemos asumir ese legado soñador. Nosotros, los que hoy (aunque solo sea en algunos lugares y en algunos contextos) podemos disfrutar de algunos de los instantes más hermosos de la vida sin miedo: un abrazo, un beso, una despedida, un amor adolescente. Y es a ellos y ellas, abuelos y abuelas de causa, a quienes debemos la igualdad legal heredada. Un logro que, sin embargo, se mantiene lejos aún de la igualdad real exigida ya entonces, cuando los hogares eran menos acogedores y las instituciones que decían proteger, mucho más violentas.
Año tras año nos tomamos las uvas con más ausencias entre quienes nos acompañaron en el camino. Yo propongo que honremos su memoria, así como sus victorias y fracasos, celebrando lo que estas personas lograron, recogiendo su testigo en las batallas inconclusas, leyendo los incontables libros que fueron sus armas en el camino, bailando la música que les hizo rozar la eternidad al amparo de la noche, todas esas canciones de noches clandestinas que poco a poco se abrieron camino a las grandes avenidas. Melodías que acabaron convirtiéndose en los himnos del orgullo de lo que fuimos, lo que somos y lo que queremos ser. For auld syne, por los viejos tiempos, por los tiempos a los que ellas y ellos derrotaron.
Pero que sea en las calles, en las plazas, donde todos nos vean, donde desnudemos el odio que pervive. Que nuestra libertad, y la de aquellas y aquellos que nos quieren y apoyan, resulte insoportable a esa moral hipócrita y retrógrada que desde hace siglos nos niega lo poco que esta vida tiene que ofrecer.
Salgamos fuera, como cantaba Michael, a plena luz del sol.
En invierno o en verano? porque según la estación serán las ganas de ponerse al sol.
28 diciembre 2016 | 13:12