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Desde las trincheras de la desigualdad

Por Javier Termenón Delegado

 

No nos engañemos, la realidad en la que nos movemos está llena de trincheras.

Hace un par de semanas, comentando con una amiga la incipiente aparición de este blog, me hacía notar que está cansada de las reivindicaciones de gente que forma parte de este colectivo. Es mi amiga, la quiero. He aprendido a querer a gente con la que no estoy de acuerdo, qué carajo, me quiero a mí mismo y mírame…

Lo curioso es que hasta hace un par de semanas, para entenderme yo y hacer causa común con el resto de los alumnos de mi clase de octavo de EGB (vaya usted a saber los porqués de tamaña regresión), entendía a la perfección, o al menos así lo creía yo, que el acoso al que fui sometido era de carácter similar al que sufrió el gafotas, el empollón, el gordo o el chivato de mi mismo curso.

Pero no es el mismo, nunca lo fue. Es de esas verdades que tu hipotálamo comprende antes que tú mismo. Nunca fue el mismo acoso, posiblemente generó el mismo miedo al rechazo, la misma timidez, y puede que incluso el desdeñable recurso de la autocompasión, que quizás alguno de los lectores seguirá queriendo ver en estas letras.

El gordo de la clase pudo sentirse solo, no lo niego, pero si algún día llegó a tener un amigo no tuvo que recibir de él negativa alguna al enterarse de que era gordo, saltaba a la vista desde el inicio de su amistad.

Foto de Srgpicker
Foto de Srgpicker

El gafotas no tuvo que sentar a sus padres para explicarles el uso y preferencia de un modelo de gafas en detrimento de otro modelo.

El empollón no sintió durante 30 años de su vida que no tenía derecho a casarse con la persona de la que se había enamorado.

El chivato había estado buscando la aprobación del poderoso pasando por la desaprobación de sus iguales, diametralmente opuesto a mi caso en el cual la aprobación del poderoso nunca llegó y el afecto de mis iguales estaba en entredicho.

No voy a enumerar las secuelas de una infancia semejante, hay infancias peores, eso lamentablemente seguirá siendo así.

Mi encéfalo, esa otra parte de mi cerebro que es racional y que organiza mi conducta, registró mi rechazo y el de los otros y los suavizó en una trinchera de causa común hasta hace unas semanas. El gordo, y el chivato, y el gafotas, y el empollón, y yo éramos los oprimidos. Sin embargo, mientras tanto, mi hipotálamo, allí donde se generan los instintos más primitivos y se registra la memoria a largo plazo, llevaba años chirriando en sus junturas.

A medida que pasó el tiempo, veía con miedo y aprensión que mis compañeros de trinchera, salían airosos de esas primeras batallas. Pasados unos años el gafotas cultivó un look intelectual, quizás marginal, tal vez hasta envidiado por el cachas. El gordo ajustó su dieta, o sus hormonas, o siguió llevando su vida siendo gordo y encontró donde le valoraran desde otras perspectivas. El empollón consiguió entrar en medicina. El chivato buscó un hueco desde el que delatar sin que estuviera mal visto… En cualquier caso, dejaron la trinchera para amar o ser amados sin explicarle a sus padres a quiénes amaban. Sin que su mejor amigo les dejara de lado bajo la sospecha de una mirada de más mientras se duchaban. La sociedad adulta les acogió, diluyendo la que a la postre se convirtió en una inexistente falta: llevar gafas, sufrir de sobrepeso, no ser corporativo, o dedicar media vida a quemarse las pestañas en libros de texto.

Mi sociedad no hizo lo propio conmigo, yo seguía teniendo una falta que dejaba paso a que cualquiera pudiera insultarme si le apetecía, que mis amigos y familiares me pidieran explicaciones, bregar con la etiqueta de mi “opción sexual” como si fuera opcional y se tratara solo de sexo, oír de diferentes estamentos mi condición de enfermo, haber vivido la carencia de un modelo afectivo válido, y seguir escuchando que, a día de hoy, hay gente a la que esto le canse.

En esa clase de octavo de EGB hubo personas a las que no les importó ni lo más mínimo como era yo, hay gente hoy que me trata de igual a igual. Pero de la misma manera que el feminismo no acabó con el acceso a las urnas de la mujer, ni el apartheid no ha finalizado porque a un negro le dejen ocupar los asientos de delante en un autobús público, aunque canse oírlo otra vez, aunque se produzca el hastío en aquellos que quizás ya han dado el paso a recibirnos en igualdad de condiciones, sigue existiendo esa trinchera.

Cuando has vivido en ella no escuchar, no ver, no oír y no comparar es imposible. Puedo pasar de largo, puedo girar la vista, puedo escuchar música mientras camino por la acera de enfrente (que es mi acera) y hacer una comparativa más o menos acertada, pero mi hipotálamo seguirá chirriando en sus junturas.

El acoso es, de las calidades del ser humano, uno de los más rastreros comportamientos, no por ser gay y haberlo sufrido en mis carnes niego la tortura que sufrió aquel gafotas, aquel empollón o aquel chivato, ni ningún otro caso que no haya nombrado aquí. Quiero andar con pies de plomo en esto: en esta sociedad hemos permitido que el acoso exista en los márgenes del susurro, el escudo del anonimato, detrás de la risa boba e hiriente. Pero me sale la comparativa, la esclavitud del gordo de mi clase se ha ido incrementando de manera proporcional al incremento del culto al cuerpo, pero no hubo una sociedad que le dijera que no podía casarse, adoptar, que era un hereje, un pecador, un enfermo mental o un impedido.

Gay Pride Toulousse
Foto de Guillaume Paumier