¿Quién teme a lo queer? – Un cuerpo siempre dice la verdad

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

«Después de la siesta estival» by Antonio Marín Segovia is licensed under CC BY-NC-ND 2.0

 

       El silenciamiento, la omisión, el armario son dispositivos de olvido,  de desmemoria, de exclusión.

L+s que tenemos sexualidades que se salen  del estrecho marco cis-hetero hemos sido borradas a veces físicamente,  pero también simbólicamente.

Fefa Vila, Javier Sáez.

 

Coetzee nos decía, en Esperando a los bárbaros, que «un cuerpo siempre dice la verdad». Con esta sentencia no trataba de expresar que los cuerpos muestran o exponen una verdad sobre sí mismos,  de manera inmediata, con el mero hecho de aparecer, no. Más bien lanzaba la pregunta hacia ese decir y hacia esa verdad. ¿Qué es lo que dicen los cuerpos y cuál es el régimen de verdad con el que los leemos? Parece que el hecho del decir, del expresar, en definitiva, una existencia, aunque sea en los márgenes de lo entendible, tiene que ver con el discurso, con el texto y el lenguaje, con la producción de lo que puede ser leído y lo que queda fuera de la comprensión. En estos días de batalla sobre los significados adecuados del sexo (los verdaderos), sobre la posibilidad de ampliarlos y la perenne amenaza de borrado, conviene recordar que, precisamente, lo que se pretende es ampliar los espacios de reconocimiento y enunciación para rectificar un régimen de verdad que ha borrado sistemáticamente a los cuerpos disidentes de la economía cishetero. Pero, ¿qué verdad es, entonces, la verdad que siempre dice el cuerpo?

“Estamos enraizadas en el lenguaje, casadas, nuestro ser son palabras”, nos dijo bell hooks. “El lenguaje es también un lugar de combate” y es que, efectivamente, hay palabras que están en guerra. Lo que significa ser hombre o ser mujer, en definitiva, hoy supone nuevamente un terreno de disputa, pero ¿qué es lo que se debate?

La disputa por el significado nunca cesa de producirse y, en todo contexto, el mapa donde se libera el terror lingüístico es, ya sabemos, nuestro cuerpo. El lenguaje es una tecnología que impregna, una herramienta política que nos pone en relación con el mundo y entre nosotres. Somos seres híbridos, los Cyborgs de Haraway, que se componen de múltiples materiales indivisibles. Somos parte de lo dado (por naturaleza, si se quiere), y parte imbricada de herencia histórica y tecnologías convencionales que nos contextualizan en sociedad: nos dan un nombre y una posición, generan lectura, explicaciones y limitan nuestro radio de acción y comportamiento. Hay objetos visibles y contextuales, los que tienen que ver, para el caso, con la performance, y reproducen de manera iterativa los significados del género, tan simples (y poco naturales) como el maquillaje, los tacones, la falda y el pantalón, o el rosa y el azul, pero no solo. Somos masa imbricada en objetos. Objetos tecnológicos visibles, como gafas, faldas o smartphones, desde luego, pero también dependemos de otros que autorizan (o no) nuestra existencia en un contexto, como tarjetas de identificación, papeles y documentos. Códigos impresos, acreditados por poderes, que explican el porqué y el cómo de nuestro cuerpo ahí y que no permiten contradicciones ni definiciones arbitrarias. Somos mixtura dependiente del objeto que nos clasifica según un orden entendible, nos sujeta a un discurso, a una explicación histórica, a un lenguaje que nos sitúa. Nos fuerza a reproducir una verdad.

La tecnología adjunta al cuerpo puede ser tangible, como el documento y las gafas, o invisible, como el lenguaje. Dependemos del lenguaje, nuestro cuerpo está sujeto a producir una verdad entendible, y sabemos que muchas veces esa es una fuerza que nos somete, que nos obliga a habitar una condición que no es verdadera. El armario, el silencio por miedo, el ocultamiento, la vergüenza… mil dispositivos que nos hacen cumplir una verdad que no es la nuestra, o lo que es lo mismo: nos borra. ¿Cómo generamos entonces nuestra memoria, nuestra representación, nuestra proyección de futuro, nuestro archivo?

Lo que está en juego y en boca de todo el mundo recientemente es la manera (legal, en este caso) de dar un espacio de enunciación y visibilidad a cuerpos que tradicionalmente han sido sometidos a un régimen de verdad que los borraba. Lo que está en juego es meter en el texto cotidiano realidades que hasta ahora quedaban fuera, en el margen obligatorio de la otredad o la diferencia. No es un tema baladí, es la forma en la que la existencia queer, la existencia de los cuerpos que han sido leídos como un error por la norma, se acerquen un poco más al lugar de enunciación de la ciudadanía.

Lo queer, en la teoría, ofrece la oportunidad del verso divergente, un horizonte. Un futurible hacia el que tender que desnaturaliza la norma/forma del mundo, y desactiva la distribución sistemática de los cuerpos según esquemas previos de privilegio y subordinación, de uno y otres, de centro y periferias.

Lo queer, en la práctica, se significa encarnado y atraviesa los relatos de vida. Pronostica precariedades con mayor o menor grado de violencia y exclusión. Un cuerpo queer es un cuerpo cuestionado, cuestionable, sospechoso, puesto en duda. Un cuerpo que se sale del marco normativo y que, en el extremo de esa experiencia, devendrá vida desnuda, no válida, no llorable.  La persona tan al margen de la norma/forma, de la persona/sujeto, que no tendrá un trato equivalente o no será leída, en definitiva, como persona, como igual. Eso, y no otra cosa, es lo queer.

A partir de ahí construyamos activismo, a partir de ahí hagamos teoría. Convengamos que hay que debatir sobre el futurible, las heridas, los horizontes y los mapas, sobre el sujeto político y sus implicaciones normativas, sobre la verdad, la narración de nuestras identidades y sobre todo lo que sea debatible, pero recordemos también que la batalla se libra en los cuerpos, y que hay cuerpos que no pueden esperar más.

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