¿Quién teme a lo queer? – Escándalo.

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

 

El conformismo es la certeza obstinada de aquellos que son inseguros

Pasolini

Este río desbordado no se puede controlar

Willy Chirino/Raphael

 

En 1965, Pier Paolo Pasolini realizó el documental Comizi dAmore (traducido como Encuesta sobre el amor), con el que recorrió Italia haciendo preguntas a todo tipo de gente sobre las relaciones, el amor, el género, el sexo y los derechos civiles. Cientos de personas opinan en este film sobre, entre otras cosas, el matrimonio y una posible ley del divorcio. La cuestión flotante es el problema sexual, tesis que sobrevuela la película y que todo el mundo parece sobreentender sin más indagaciones. ¿El matrimonio/divorcio soluciona el problema sexual? Nunca se plantea cuál es, efectivamente, este problema, sin embargo la pregunta hace saltar como resortes de la misma maquinaria toda otra serie de amenazas adheridas. Parece que el problema sexual es un todo en el imaginario común que afecta a las cuestiones más íntimas y, por supuesto, a su deriva pública.

Pero, ¿cuál es el (o son los) problema(s) sexual(es)? En Comizi d’Amore se habla sobre la pareja y sus normas, la infidelidad, la prostitución y sus condiciones, las invertidas, la moral, la identidad, la perversión y sus implicaciones, los derechos, la crianza, el afecto, la segregación de espacios y, en suma, qué significa ser hombre o ser mujer. Todo el mundo entonces, como tú y yo ahora, como cualquiera, tenía una opinión sobre estos engranajes, sobre el problema sexual y sobre cómo debería estructurarse el mundo en función de esa opinión. Testimonios diversos por generación, clase social, orientación, identidad, procedencia, herencias e historias de vida producían, como resultado, un mapa heterogéneo de cuerpos y relatos que, de forma desigual, habitaban el problema sexual.

Como tú y yo, como entonces, ahora. Resulta sorprendente (o quizá no tanto) escuchar argumentos que casi 60 años después se reproducen en nuestro presente, y otros que, si bien han cambiado de contenido, utilizan la misma estrategia de enunciación: el escándalo. Y es que el problema sexual, convengamos, emerge cada tanto en el mapa social y siempre se encuentra con resistencias similares. Hoy por hoy, estamos de acuerdo en que cuestiones como el divorcio o incluso el matrimonio igualitario no suponen (salvo en los reductos más conservadores) ningún escándalo. Sin embargo hay que reconocer, como nos recordó Gayle Rubin, que si bien la sexualidad siempre es política, hay periodos en los que la vida erótica es ampliamente politizada, y esos periodos (los de renegociación) se engarzan entre argumentos progresistas y resistencias conservadoras.

El conservadurismo (es decir, el sector que se resiste al cambio) siempre se escandaliza y alerta sobre la amenaza de degeneración. Si el divorcio suponía la génesis del caos y el matrimonio igualitario las bodas con cabras, en estos días, la ley trans se dibuja desde el conservadurismo escandalizado (de cualquier sector ideológico) como la mayor amenaza a la sociedad occidental, troyano del feminismo y borrador de identidades en general y de mujeres en particular. La amalgama escandalizada de nuestro presente ha metido las teorías queer en medio del anuncio apocalíptico sin demasiado tino, es cierto, ha generado una confusión mayúscula sobre el tema y se ha victimizado tras la exigencia de un falso debate.

De la misma manera que no entramos a debatir sobre un matrimonio entre personas y otro con animales, no merece la pena detenerse en explicar porqué son ridículas las banderas rojas que ondea el conservadurismo contra la ley trans. Lo cual no quiere decir (por ridículos que sean, insisto) que los “argumentos” esgrimidos no contaminen y manipulen el imaginario social y generen (más) violencia contra un colectivo de por sí vulnerable que se encuentra más expuesto que nunca. Nos encontramos en una de esas etapas de tensión que mencionaba Rubin en Notas para una teoría radical de la sexualidad. Pero, ¿qué es lo que se renegocia en esos periodos y, sobre todo, por qué el problema sexual se topa siempre con el escándalo?

Tras el visionado de Comizi dAmore podríamos concluir que lo sexual es un problema sempiterno, que apunta a muchas direcciones y que se reproduce según parámetros que, aunque alteren su contenido, no modifican demasiado sus dinámicas. ¿Qué quiere decir esto? ¿Cuál es, en definitiva, el núcleo del problema sexual?

Durante la película se intercalan fragmentos de una conversación que Pasolini mantiene con el escritor Alberto Moravia y, entre ellos, hay uno particularmente interesante:

He descubierto un mundo de gente escandalizada. Moravia: ¿Tú estás escandalizado?”, pregunta Pasolini. “No, nunca. Absolutamente no”, responde el escritor. “La única cosa que me escandaliza… es algo estúpido. Creo que uno siempre debe tratar de entender, creo que siempre existe una oportunidad de entender las cosas, y lo que entiendes no puede escandalizarte. A lo sumo da lugar a una opinión, y eso es legítimo, pero la indignación no. La persona que se escandaliza es alguien que ve algo que es diferente a sí misma. No sólo diferente, también amenazante, tanto físicamente como en términos de la imagen que esta persona tiene de sí misma. Escandalizarse, en el fondo, es el miedo a perder la propia personalidad. Es un miedo primitivo. La gente escandalizada es conformista y profundamente insegura.

Es entonces cuando Pasolini habla del conformismo como una “certeza obstinada”. Una certeza que quizá habla de la propia inseguridad ante los cambios y opera con toda la vehemencia (violenta en ocasiones) contra aquello que pueda suponer una amenaza a la estabilidad de la forma. Una amenaza, puntualiza el escritor, a perder la propia personalidad, la identidad, aquello que, en suma, nos conforma. Quizá lo más interesante de la postura de Moravia es la atención puesta en la pérdida. La pérdida de la forma es la mayor de las amenazas dado que, si perdemos la forma, perdemos la posibilidad de ser leídas, perdemos la manera de encajar en el espacio, público o privado. Sin la forma, en fin, no seremos más que un objeto en mal estado, irreconocible, nos borraremos.

La idea de perder la forma es interesante porque apunta a varias direcciones y todas, como anticipaba Moravia, tienen que ver con la persona y su expresión social, con la máscara que, en definitiva, nos hace legibles en el espectro político, en convivencia, en la polis. Y es que lo que se cuestiona en los periodos de renegociación son los límites del reconocimiento, o lo que es lo mismo, el espacio de la máscara.

El significado del matrimonio cambió para ampliar y reconocer experiencias que hasta entonces quedaban fuera de ese espacio, como los deseos proscritos que pasaron a ser reconocibles, las prácticas afectivas en disputa y un largo etcétera que, de nuevo, no sólo zarandean las aristas del problema sexual sino que amplían y barajan los límites de lo que significa ser hombre o ser mujer. El derecho de autodeterminación es un paso más en el progresivo camino de visibilización y reconocimiento de las existencias no cisherterosexuales, y la despatologización la vía necesaria para reconocer estas experiencias de modo equivalente. Porque si no necesitamos tutela institucionalizada que certifique que pertenecemos a un género las personas cis, es una hipocresía manifiesta considerar que sí lo necesitan las personas trans, al menos en una sociedad que se piensa democrática e igualitaria. 

El escándalo se produce cuando entendemos el reconocimiento social como un espacio limitado en el que si alguien gana pierdo yo, es decir, cuando caemos en la trampa de la competición a la que muchas veces, es cierto, nos aboca el eje de la opresión y los miedos adheridos. El error es entender la libertad como un espacio opositivo en el que cabe un solo cuerpo, como si fuera una casilla por sustitución en lugar de un espectro ampliable desde el que construir comunidad.

Y sí, es cierto, lo queer vino a arrojar luz en los espacios sombríos, frondosos, aquellos donde no era posible ver que otras formas de existencia estaban también, efectivamente, ahí mismo, en el margen paralelo de la invisibilidad, como ha ocurrido tantas otras veces en la genealogía de la emancipación. El feminismo ha sido el lugar desde el que históricamente se han hecho visibles los ejes invisibles de la opresión asociada al cuerpo, al sexo, al género y a sus significados políticos, y desde donde se han articulado las luchas por la liberación. Lo queer, como conjunto de jóvenes teorías (rama, óptica, vertiente, etc. del feminismo), funciona como estrategia utópica, como desiderátum de indiferenciación identitaria hacia la libertad. Y nada tiene que ver la discusión teórica queer con el acceso a derechos civiles de personas trans y su reconocimiento social.

Pero una cosa está clara, y es que la autodeterminación del yo no debería estar tutelada por ninguna institución, o lo que es lo mismo, que mi cuerpo es mío y sobre mi cuerpo decido yo, y que esos son parámetros que no pueden entenderse fuera del feminismo, por mucho que haya todavía quien se escandalice y alerte sobre el advenimiento del Apocalipsis queer.

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