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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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La ciudad de Salamanca se convierte en capital del mundo salvaje

Águila real

Os escribo desde la ciudad de Salamanca, donde tengo el honor de participar en WILD10, el Congreso Mundial de Tierras Silvestres; el evento de conservación con más antigüedad del mundo que por primera vez llega a un país de la cuenca mediterránea y que reunirá a más de 1.200 delegados de 50 países.

“Hacia lo salvaje”. ¿Significa eso ir hacia atrás, volver a las cavernas? Todo lo contrario. Esta iniciativa promueve la conservación de la naturaleza como base esencial para el bienestar humano. Y de eso aquí sabemos mucho. Con sus luces y sus sombras, en las últimas décadas la naturaleza europea, especialmente la española, ha experimentado una extraordinaria recuperación gracias a la combinación de acertadas políticas de protección con el reconocimiento social a su valor ecológico y económico. Así estamos construyendo una nueva Europa más salvaje y natural.

En Salamanca hablaré de EnArbolar, de árboles singulares y bosques maduros como maravillosas herramientas de desarrollo sostenible. Aquí también vamos a inaugurar una gran exposición itinerante. Todo de la mano de la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente y de un proyecto LIFE+ cofinanciado por la Unión Europea y la Diputación de Valencia que aspira a convertirse en un faro que ilumine a otros países.

España es un referente mundial en turismo, pero también lo debe ser en ecoturismo. Una forma diferente de conocer desde el respeto más exquisito al entorno y a las gentes que lo conservan, a ese mundo rural tan denostado pero tan necesario.

Hoy nos plantearán una pregunta a todos los delegados: ¿Cómo podemos proteger, mantener y restaurar la naturaleza al tiempo que mejoramos las condiciones sociales y económicas de nuestra sociedad? La respuesta nos la dio el genial Félix Rodríguez de la Fuente: recuperando la armonía entre el Hombre y la Tierra.

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Los baños de bosque alivian las depresiones otoñales

Decía Pablo Neruda que en otoño la tierra se extiende y respira, mientras al mes y a los árboles se les caen las hojas. Manuel Machado se sentía “triste como una tarde del otoño viejo”. Yo prefiero la visión de Ángel González, maravillado por esas luces doradas que son fuego, o vida.

Todo esto me lo cuento durante mis baños de bosque, de naturaleza. Porque no sólo es posible darse baños de árboles. Es absolutamente necesario, especialmente en estas fechas donde, por culpa de la reducción de las horas de sol, el 30 por ciento de los españoles sufre la “depresión de otoño”. Será porque no conocen los baños de bosque, el mejor antidepresivo natural.

Los japoneses lo llaman Shinrin-yoku, tan famoso que hasta lo recomienda la Agencia Forestal nipona como saludable actividad anti estrés ligada a la aromaterapia.

La receta es sencilla y muy sabrosa. Madruga en fin de semana. Cálzate unas botas, elije el viejo jersey de lana, una buena cazadora y echa a andar por un bosque como quien se zambulle en las cálidas aguas del Mediterráneo. En silencio. Respirando plácidamente al ritmo del canto de las aves. Dejando que el viento se lleve los pensamientos, que el murmullo de tus pasos sea la mejor música. Agudiza el oído para disfrutar con el sonido único de pisar las hojarascas, los charcos, escuchar a las ramas susurrar secretos y agitar conciencias, recuerdos. Después de unas horas de paseo busca la compañía de un viejo árbol. Sentado junto a él saca el bocadillo o, mejor aún, una pieza de fruta, y disfruta del momento.  Olfatea. Tras las abundantes lluvias de esta semana, el olor a bosque, hojas, setas, castañas, barro nos reconcilia con nuestro pasado más natural. Y nos relaja infinitamente.

No hay duda. Los mejores paseos del año son ahora. Y si no tienes un bosque cerca, elije parques y jardines. ¿O eres de los que prefieren pasear por el centro comercial?

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Hasta los árboles sufren y padecen nuestros ruidos

Me asusta el ruido de esta sociedad urbana donde hemos aniquilado a la naturaleza. Por la noche no veo estrellas y por el día no oigo a las aves, el viento, la lluvia. Sólo oigo ruido. Un ruido que nos acabará dejando sordos y ambientalmente empobrecidos.

Ya sabíamos que el jaleo de las ciudades obliga a los pájaros a cantar a una frecuencia más alta de lo normal para poder ser escuchados por sus semejantes entre el habitual guirigay urbano. Pero ha resultado una sorpresa saber que hasta los árboles sufren los negativos efectos de nuestra ruidosa civilización. Científicos en Estados Unidos han descubierto que los ruidos asociados a actividades industriales perturban el comportamiento de animales fundamentales para la polinización y la dispersión de semillas de especies como los pinos. El aumento artificial de decibelios estaría así modificando lentamente algunos ecosistemas y afectando especialmente a los árboles, al reducirse su número en las áreas más ruidosas.

Decía Napoleón Bonaparte que “la música es el más bello de los ruidos… pero ruido al fin”. El emperador estaba en lo cierto. Cuando él lo dijo los ruidos que le rodeaban eran los de la guerra, pero siempre había tiempo para el silencio. Ahora no. Y no lo digo sólo por las insufribles broncas de tráfico y obras. Vayamos por donde vayamos nos persigue una música ambiental machacona hasta la extenuación, igual en tiendas, aviones, bares,… Ese ambiente supuestamente agradable tan sólo oculta nuestros propios ruidos, murmullos que parece hemos decidido aniquilar.

Y yo me pregunto: si la contaminación sonora afecta a los árboles ¿cómo nos va a dejar a nosotros? Menos mal que los primeros ruiseñores ya han llegado a Europa y aún podemos disfrutar de su canto en el campo. Ese sí que es un ruido bellísimo.

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La Ley Antitabaco mata árboles

Obviamente una ley no mata. Pero sí lo pueden hacer los cambios de hábitos en nuestras costumbres por ella provocada. Como la Ley Antitabaco. Desde su aprobación a comienzos de año, los fumadores se han lanzado a las calles a fumar esos cigarrillos que no les dejan encender en espacios cerrados públicos. En una sociedad culta y educada esta decisión no habría supuesto problema alguno. En la nuestra, básicamente maleducada, el resultado es el de cientos de miles de colillas arrojadas diariamente al suelo en todas las ciudades.

Cada año los españoles se fuman 23.000 millones de cigarrillos que en un porcentaje altísimo acaban en la calle. Los filtros están hechos de acetato de celulosa, un plástico que tarda entre uno y diez años en descomponerse. Pero además acumulan peligrosos productos tóxicos capaces de infiltrarse en el suelo y contaminar la tierra y el agua.

Les cuento mi reciente experiencia en un hospital. Aprovechando el sol primaveral, el personal clínico y público en general fuman sus cigarrillos junto a la verja de entrada al recinto. Uno tras otro, pausadamente, apuran las colillas antes de tirarlas con indolencia al alcorque más cercano, donde crecen sufridos árboles urbanos. Ese reducido espacio de tierra es el único suelo que tienen sin asfaltar las plantas, convertido en vergonzoso vertedero donde se concentran cantidades letales de nicotina y alquitrán. Acabarán matándolos, pero les da igual. “Si se mueren ya plantarán otros”, me responde indolente un fumador. “Habernos puesto ceniceros”, le apoya otro. Inútil hablarles de reciclaje o de multas por ensuciar la vía pública.

¿Qué abulta más, un cigarrillo entero o una colilla? El primero se guarda y la segunda termina en el suelo, matando árboles, envenenando ríos, sonrojando a las personas educadas.

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Demasiada sal contra la nieve mata árboles

Vivimos en un país de excesos. Ante un problema, o no hacemos nada o nos pasamos tres pueblos. Nos ocurre con la nieve. Para garantizar unas carreteras libres de hielo, el Plan de Nevadas del Gobierno prevé arrojar este invierno 16.524 toneladas de sal sobre el viario público, que se añaden a las tiradas a mansalva por los Ayuntamientos. De paso se matan miles de árboles, contaminando gravemente arroyos y acuíferos, por no hablar de la corrosión de los vehículos. Son los previsibles «daños colaterales» de los que nadie parece acordarse.

Diréis que primero es la seguridad vial y tenéis razón. Pero como en todo, en la medida está la virtud. Y con la sal en las carreteras las cantidades arrojadas sólo por precaución, o por si acaso, son a todas luces excesivas.

La primera alternativa sería esa, utilizar el cloruro sódico para impedir la formación de hielo en el asfalto sólo cuando sea necesario.

La segunda posibilidad es utilizar siempre que se pueda los métodos mecánicos, como palas y quitanieves.

Y una tercera posibilidad es usar otros productos químicos menos agresivos para con el medio ambiente, por que los hay. Como arena, salmuera (sal disuelta en agua, lo que reduce la concentración), e incluso sustancias del tipo del acetato de calcio y magnesio o el acetato de potasio, base de los anticongelantes comerciales libres de cloro.

En Berlín son los ciudadanos quienes deben limpiar la nieve de sus aceras o portales, y si usan sal para facilitar el trabajo pueden ser multados con hasta diez mil euros.

Aquí en España la arrojamos en cantidades ingentes en nuestras ciudades, sin control alguno, y cuando pasa el temporal el sobrante suele terminar en los alcorques de nuestros sufridos árboles urbanos, en las cunetas y en los ríos.

¿No os parece que en estos preciosos días invernales se puede usar la sal con más cabeza medioambiental?

Instalan el primer árbol artificial viable del mundo

Nos lo advirtieron hace años los chicos de Radio Futura, «el futuro ya está aquí», quienes quizá por estar enamorados de la moda juvenil no advirtieron lo complicado que llegaba este huxleiano Mundo feliz.

Ciudades saturadas, contaminación, aire irrespirable,… y árboles artificiales.

Los primeros se han instalado en la ciudad de Lima (Perú) con el único propósito de ayudar a purificar su atmósfera, donde está previsto instalar unos 400 aparatos de este tipo en los próximos cuatro años, de los que se beneficiarán ocho millones de personas cada día.

Los periodistas los llaman árboles pues, a pesar de ser estructuras metálicas sin ramas ni hojas, son capaces de imitar artificialmente la fotosíntesis y convertir las partículas de dióxido de carbono en oxígeno.

No son los primeros. Chile y México ya los tuvieron antes, aunque su elevado consumo eléctrico y caro mantenimiento convirtieron los proyectos en inviables.

Estos nuevos gastan 2,5 kilovatios, el equivalente a 25 bombillas de 100 vatios, y alrededor de 60 litros de agua cada cinco horas». Parece mucho, pero a la vista de sus beneficios no lo es tanto. Según informa la Agencia EFE, se trata de una gigantesca máquina de más de cuatro metros de altura, diseñada para recoger el aire contaminado y liberarlo de polvo, gérmenes, bacterias y gases procedentes de los motores de los automóviles. Un gran purificador capaz de emitir 200.000 metros cúbicos de aire limpio diarios.

Otros proyectos de árboles sintéticos pretenden funcionar como las hojas de los árboles reales, capaces de absorber dióxido de carbono (CO2) de la atmósfera y almacenarlo posteriormente bajo tierra de manera segura y permanente.

Parece claro que nos estamos preparando para algo inevitable, construir máquinas artificiales que copian lo que la naturaleza nos ofrece gratis y a raudales. Resulta raro, cuando lo lógico sería mantener y acrecentar nuestros bosques.

¿Hacia donde vamos? ¿Un mundo sin árboles? Aún con estas máquinas, sin ellos será sin duda un mundo infeliz.

Nuestros árboles mueren de estrés

Uno de cada tres trabajadores españoles sufre estrés. Además de perjudicar gravemente nuestra salud, esta situación provoca en la Unión Europea unas pérdidas globales de más de 256.000 millones de euros al año pues, agotados por el esfuerzo, caemos fácilmente enfermos.

Sorprendentemente, esta enfermedad típicamente urbana también afecta a nuestros árboles. Quienes como nosotros se debilitan y caen en brazos de virus y bacterias patógenas por causas parecidas. Según los especialistas en investigación agraria, el exceso de productos químicos, la limitación del espacio, el empobrecimiento de los suelos, la contaminación provocan un grave estrés a los árboles. Por contra, un adecuado manejo del cultivo basado en el biocontrol garantiza su salud vegetal.

La primera vez que escuché hablar del estrés en los árboles fue en 1997 en Guernica (Vizcaya). Estaba escribiendo un reportaje para El País Semanal sobre el famoso roble de los fueros vascos y me lo encontré decrépito, rodeado de catéteres y medidores. El ingeniero agrónomo José Antonio Molina, uno de sus médicos personales, estaba muy preocupado por la salud del histórico ejemplar, seriamente enfermo desde 1990. Su problema era más psicológico que físico. El estrés le había llevado a sufrir el “síndrome del árbol urbano”, producido por la cercanía de varias edificaciones, sombras persistentes, ruidos, vibraciones y poco espacio de las raíces para desarrollarse. Y eso que Guernica no es Bilbao ni Madrid. Pero para un roble anciano era demasiado. Ya lo saben, acabó muriendo en septiembre de 2003 a la respetable edad de 146 años.

Desde entonces me fijo más en los árboles de ciudad y siento una lástima enorme por ellos. Metidos en alcorques diminutos o incluso completamente asfaltados hasta el tronco, ennegrecidos por el hollín del humo de nuestros coches, podados salvajemente todos los años, golpeados, meados diariamente por cientos de perros.¡Cómo no van a estar estresados! Y hartos de nosotros. Pero son tan maravillosos que nos seguirán regalando oxígeno, sombra y frutos hasta su muerte. No nos los merecemos.