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Este paciente pide que cada médico se decante: medicina basada en ciencia, o no

Hace unos días ordenaba uno de esos pequeños agujeros negros donde solemos almacenar medicamentos que caducaron cuando aún se prescribían sangrías (de las de sanguijuelas, no de las de tinto). Obviamente, rechazo y desaconsejo este acaparamiento farmacológico; claro que nos lo pondrían más fácil si, en lugar de obligarnos a comprar la caja de 500 píldoras, pudiéramos adquirir un botecito con el tratamiento exacto que necesitamos, como ocurre en otros países.

Pues resultó que, navegando entre las reliquias fósiles de enfermedades pasadas, de pronto mis ojos se posaron en una caja de jarabe para la tos donde, en letra menuda, aparecía una leyenda lacerante para mi vista: «medicamento homeopático». ¿Cómo? ¿Cuándo? Aquel descubrimiento fue como… en fin, como encontrar homeopatía en mi botiquín. Para qué buscar una metáfora sobre algo más absurdo y humillante.

No tengo la menor idea de cómo ni cuándo aquel producto llegó a mi armario. Pero parece probable que, en algún momento del pasado, alguno de los pediatras que alguna vez ha atendido a alguno de mis hijos nos la ha colado. Sin avisarnos de que nos la iba a colar. Y que, por algún motivo que no me explico, nosotros, posiblemente confiando en que el médico al que visitábamos ejercería como médico de verdad, ni siquiera nos molestamos en leer lo que decía la letra pequeña. Un incomprensible error por mi parte que reconozco y que no se repetirá. Pero también un acto médico que, como mínimo, solo debería tolerarse previa información al paciente.

En realidad no he venido a contar una anécdota personal que poco importa, sino que este episodio me ha sugerido dos reflexiones. La primera, respecto al propio producto concreto que se escondía en mi casa, la dejo para la próxima ocasión, ya que tiene bastante zumo que exprimir. La segunda se refiere precisamente a lo que acabo de mencionar: ¿sería mucho pedir que, al menos a quienes así lo deseemos, se nos trate exclusivamente con medicina de verdad?

Homeopatía. Imagen de Pixabay.

Homeopatía. Imagen de Pixabay.

Disculpen si prosigo con otra referencia personal, pero me sirve para explicar lo que pretendo. Tuve un abuelo médico. Recuerdo su consulta en su propia casa, como era costumbre antes; con una camilla de metal y vidrios sobre la cual no podía existir una postura cómoda, y con un aparato de rayos X casi de cuando Curie. Al fondo del pasillo, una sala le servía como laboratorio, con microscopios que eran verdaderas joyas y toda una cacharrería de retortas y cristalería antigua que venía incluso grabada a mano con la firma del fabricante, Fulano de Tal, Calle Arenal, Madrid. Allí mi abuela le ayudaba con los análisis, centrifugando las muestras de sangre y tiñéndolas con Giemsa para luego contar las células una a una bajo el microscopio, hematíes, eosinófilos, basófilos…

La casa-consulta de mis abuelos fue una de las patrias de mi infancia, y por ello la recuerdo con cariño y nostalgia. En aquella época se contemplaba a los médicos como sabios avalados por una experiencia de la que emanaba su poder de curar. Cuando decían «esta fórmula funciona», nadie osaba jamás ponerlo en duda. Eran infalibles, tanto que los regalos de sus pacientes eran casi más bien ofrendas a los dioses de la salud: por Navidad les traían pollos y pavos. No, no en un blíster de plástico, sino crudos, vivos y con todas sus plumas. En casa de mis abuelos los encerraban en el baño de servicio hasta que entraba la cocinera a retorcerles el pescuezo. Cosas de entonces.

¿Y dónde quedaba la ciencia? Bueno, por supuesto que en aquel entonces ya se publicaban el New England Journal of Medicine y el British Medical Journal (hoy BMJ). Por supuesto que se celebraban congresos de medicina, y que se investigaba, y que se publicaba, y que se avanzaba descubriendo nuevos compuestos y métodos terapéuticos. Pero para un médico de a pie como mi abuelo, formado en la España de los años 20, todo aquello quedaba tan lejos como la galaxia de Andrómeda.

Para empezar, él ni siquiera hablaba inglés; había estudiado francés, como la mayoría en su generación. Naturalmente, seguía las publicaciones en castellano que le llegaban a través del Colegio de Médicos y de otras organizaciones profesionales, pero recuerdo su biblioteca dominada sobre todo por antiguos volúmenes encuadernados en piel que contenían verdades médicas, al parecer, inmutables. Por descontado, él se relacionaba con sus colegas, con quienes intercambiaba observaciones sobre sus casos y sobre la eficacia percibida de diversos tratamientos. Pero todo aquello no llegaba a formar una comunidad científica, el pilar sobre el que se construye el conocimiento científico.

Aquella versión romántica de la medicina hoy ya no tiene cabida. Aquella época murió.

Pero ¿murió de verdad? Todavía me sorprende seguir escuchando en la radio, en pleno siglo XXI, esas cuñas en las que el Doctor Mengano recomienda tal producto farmacéutico o parafarmacéutico. Porque, en realidad, lo único que revela la recomendación del Doctor Mengano es que al Doctor Mengano le han pagado para recomendar tal producto farmacéutico o parafarmacéutico. Aún, si el Doctor Mengano dedicara sus diez segundos de micrófono a dar cuenta de los ensayos clínicos y metaensayos que avalan la eficacia del producto, su intervención tendría sentido. Pero no es así. Y hoy el argumento de autoridad no basta.

Sin embargo, este continúa siendo un debate dentro de la comunidad médica. El mes pasado conté aquí un artículo aparecido en la última edición navideña de la revista BMJ, siguiendo esa tradición de algunas publicaciones médicas de cerrar el año con temas humorísticos. Sus autores describían el primer ensayo clínico comparando el efecto de utilizar un paracaídas al saltar de un avión con el de no usarlo.

Como expliqué, no era una simple gracieta: los investigadores se apoyaban en el ejemplo absurdo para argumentar la importancia de la medicina basada en ciencia, aquella que se guía exclusivamente por las conclusiones de los ensayos clínicos controlados y aleatorizados. Y lo hacían en respuesta a otro artículo anterior cuyos autores habían propuesto precisamente el mismo ejemplo absurdo para defender la medicina no basada en ciencia, aquella que se orienta por la experiencia profesional individual del médico, la plausibilidad biológica y el argumento de autoridad. Como en otros tiempos.

Evidentemente, ni un servidor ni otros miles más gozamos de la autoridad para decir a los médicos cómo tienen que hacer su trabajo. Pero soy un paciente. Y como tal creo que sí puedo reclamar esto: mi derecho a poner mi salud y la de mi familia exclusivamente en manos de los profesionales que se ciñan a la medicina basada en ciencia. Que al menos mientras un médico siga teniendo el derecho legal a especiar sus prescripciones con unas gotas de homeopatía, acupuntura, risoterapia o reiki, yo tenga el derecho a estar advertido de ello para no pasar por su consulta.

Los detractores extremos de los alimentos transgénicos saben menos, pero piensan que saben más

La frase sobre estas líneas es, tal cual, el título del estudio que vengo a contar hoy. Pocas veces se encuentra un trabajo científico cuyo encabezado exprese de forma tan llana y transparente lo que expone. Así que, ¿para qué buscar otro?

Como conté aquí ayer, la ciencia está cada vez más implicada en las cosas que afectan a la gente, por lo que hoy es inexcusable que cada ciudadano cuente con la suficiente educación científica para entender el mundo que le rodea. Cuando falta esta educación, triunfa el rechazo como mecanismo de defensa frente a lo desconocido, y nos convertimos en fácil objeto de manipulación por parte de quienes siembran bulos y desinformación, sean cuales sean sus fines.

Uno de los ejemplos que mejor ilustran el papel crítico de esta educación es el de los alimentos transgénicos (genéticamente modificados, GM). Probablemente no muchas cuestiones de seguridad biológica han sido tan extensamente investigadas como los efectos de estas variedades vegetales sobre el medio ambiente y la salud humana y animal.

Manifestación antitransgénicos en Chile. Imagen de Mapuexpress Informativo Mapuche / Wikipedia.

Manifestación antitransgénicos en Chile. Imagen de Mapuexpress Informativo Mapuche / Wikipedia.

Como ya conté aquí en su día, en 2016 un informe de 400 páginas elaborado por más de 100 expertos de las academias de ciencia, ingeniería y medicina de EEUU resumió dos años de análisis de casi 900 estudios científicos publicados desde los años 80, cuando las variedades transgénicas comenzaron a cultivarse.

El veredicto era contundente: no existe ninguna prueba de que los cultivos GM sean perjudiciales para la salud humana o animal ni para el medio ambiente. Sin embargo y como aspecto menos favorable, los autores del informe concluían que los beneficios económicos para los agricultores han sido desiguales en diferentes países, lo mismo que el aumento de la producción esperado del uso de estas variedades (aunque otros estudios previos como este y este han mostrado que el balance es positivo tanto en incremento de las cosechas como en beneficios para los agricultores).

Por si estas pruebas no bastaran, en febrero de 2018 un grupo de investigadores del Instituto de Ciencias de la Vida y de la Universidad de Pisa (Italia) publicó un nuevo metaestudio que revisaba más 6.000 estudios previos, elaborados entre 1996 y 2016, para seleccionar específicamente aquellos que comparaban datos de campo rigurosos y extensos sobre el maíz transgénico y el no transgénico.

En consonancia con metaestudios previos, los resultados indicaban que no se han detectado daños medioambientales derivados del cultivo de maíz transgénico, y que se han demostrado “beneficios en términos de aumento de la cantidad y la calidad del grano”, con un incremento en las cosechas de entre un 5,6 y un 24,5% en las plantaciones de las variedades GM (tolerantes a herbicidas o resistentes a insectos).

Sumado a esto, los investigadores apuntaban que el maíz transgénico es una opción más saludable que el convencional, ya que contiene un 28,8% menos de micotoxinas (junto con un 30,6% menos de fumonisina y un 36,5% menos de tricotecenos), compuestos producidos por hongos contaminantes que son nocivos a corto plazo y potencialmente cancerígenos a largo. “Los resultados apoyan el cultivo de maíz GM, sobre todo debido al aumento de la calidad del grano y a la reducción de la exposición humana a micotoxinas”, escribían los autores. A ello se unen estudios previos que han estimado en un 37% la reducción del uso de pesticidas gracias a las variedades GM, lo que también disminuye los restos de estas sustancias en el producto final para el consumo.

Mazorcas de maíz de distintas variedades. Imagen de Asbestos / Wikipedia.

Mazorcas de maíz de distintas variedades. Imagen de Asbestos / Wikipedia.

Pese a todo ello, sería una ingenuidad confiar en que estos estudios u otros miles más consigan por fin disipar la feroz oposición de ciertos colectivos a los alimentos transgénicos. Pero ¿en qué se basa esta cerril negación de la realidad? La respuesta no parece sencilla, teniendo en cuenta que, según algún estudio, las personas defensoras de posturas pseudocientíficas o anticientíficas no tienen necesariamente un nivel educativo inferior al de la población general.

A primera vista, se diría que esto contradice lo que expliqué ayer sobre la necesidad de la educación científica. Pero solo a primera vista: la necesidad no es suficiencia; y en cualquier caso, lo que vienen a revelar estas observaciones es que el nivel medio de formación científica de toda la población en conjunto es deficiente. Y sin embargo, no toda la población en conjunto está abducida por la pseudociencia o la anticiencia.

Para explicar por qué unas personas sí y otras no, los expertos hablan de efectos como el sesgo cognitivo –básicamente, quedarse con lo que a uno le interesa, sin importar siquiera su nivel de credibilidad– o de la mentalidad conspiranoica (sí, esto existe: más información aquí y aquí). Para los conspiranoicos, nunca importará cuántos estudios se publiquen; para ellos, quienes exponemos la realidad científica sobre los alimentos transgénicos (incluido un servidor) estamos sobornados por las multinacionales biotecnológicas, incluso sin prueba alguna y pese a lo absurdo del planteamiento. Y todo hay que decirlo, la conspiranoia también puede ser un negocio muy rentable.

Sin embargo, todo lo anterior no termina de aclararnos una duda: si hablamos en concreto de los cultivos transgénicos y de sus detractores, ¿hasta qué punto estos conocen la ciencia relacionada con aquellos? Podríamos pensar, y creo que yo mismo lo he escrito alguna vez, que un conspiranoico es casi un experto amateur en su conspiranoia favorita, aunque sea con un sesgo cognitivo equivalente a medio cerebro arrancado de cuajo. Pero ¿es así, o es que simplemente creen ser conocedores de una materia que en realidad ignoran?

Precisamente estas son las preguntas que han inspirado el nuevo estudio, dirigido por Philip Fernbach, científico cognitivo especializado en marketing de la Universidad de Colorado (EEUU). Para responderlas, los investigadores han encuestado a más de 3.500 participantes en EEUU, Alemania y Francia, interrogándoles sobre su nivel de aceptación u oposición a los alimentos GM y sobre el conocimiento que ellos creen tener de la materia, contrastando los datos con un examen de nociones sobre ciencia y genética.

Y naturalmente, los resultados son los que ya he adelantado en el título extraído del propio estudio, publicado en la revista Nature Human Behaviour. Los investigadores escriben: “Hemos encontrado que a medida que crece el extremismo en la oposición y el rechazo a los alimentos GM, el conocimiento objetivo sobre ciencia y genética disminuye, pero aumenta la comprensión percibida sobre los alimentos GM. Los detractores extremos son los que menos saben, pero piensan que son los que más saben”.

Curiosamente, sucede lo mismo en los tres países incluidos en el estudio. Pero más curiosamente aún, ocurre algo similar con otro caso que los investigadores han empleado como comparación, el uso de ingeniería genética en terapias génicas destinadas a curar enfermedades. También en este caso quienes más se oponen son quienes menos saben, pero quienes creen saber más.

Más asombroso aún: el estudio confirma resultados previos de otro trabajo publicado en junio de 2018, en el que investigadores de las universidades de Pensilvania, Texas A&M y Utah Valley (EEUU) se hicieron las mismas preguntas sobre los activistas antivacunas y el (inexistente) vínculo entre la vacunación y el autismo en los niños. En aquella ocasión, los autores descubrían que quienes más fuertemente se oponían a las vacunas y defendían su relación con el autismo eran quienes menos sabían sobre las causas del autismo, pero también quienes creían conocer este terreno incluso mejor que los científicos y los médicos especialistas.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

Claro que tantos resultados en la misma dirección no pueden obedecer a la simple casualidad; y es que, de hecho, todos ellos responden a un fenómeno detallado en 1999 por los psicólogos David Dunning y Justin Kruger. El llamado efecto Dunning-Kruger consiste en la incapacidad de valorar el propio conocimiento sobre algo que en realidad se desconoce; o dicho de otro modo, es la ignorancia de la propia ignorancia.

No se aplica solo a las materias científicas: el estudio de Dunning y Kruger describió el efecto aplicado a campos tan diversos como el conocimiento de la gramática inglesa, el razonamiento lógico y la habilidad para el humor. En resumen, el efecto Dunning-Kruger es una denominación más elegante y científica para lo que en este país viene conociéndose de forma vulgar e insultante como cuñadismo.

Según Fernbach, esta “psicología del extremismo” es difícilmente curable, ya que se da la paradoja de que quienes más necesitan conocimientos son quienes menos dispuestos están a adquirirlos, ya que se creen sobrados de ellos. Por tanto, lo más probable es que continúen cómodamente sumergidos en su ignorada ignorancia; otra razón más para explicar por qué la difusión de la ciencia no basta para acabar con las pseudociencias.

Al final, hemos llegado a descubrir lo que ya había descubierto Sócrates hace más de 24 siglos: el verdadero conocimiento comienza por ser consciente de la propia ignorancia. A partir de ahí, podemos empezar a aprender.

Las pseudoterapias inician su campaña de desinformación

El fin de semana suele ser cuando se reposan y se repasan los asuntos de los cinco días previos, y entre ellos, como conté ayer, está la puesta en marcha del Plan para la protección de la salud frente a las pseudoterapias, anunciada el pasado miércoles por María Luisa Carcedo, ministra de Sanidad, y Pedro Duque, ministro de Ciencia.

Entre esos reposos y repasos, he podido escuchar en la radio, literalmente, la siguiente interpretación de lo ocurrido esta semana: «el gobierno planea prohibir las terapias naturales». Cualquiera que escuche esta versión claramente sesgada llegará a la conclusión de que el malvado gobierno se dispone a clausurar su herbolario favorito e impedirle comprar eucalipto para prepararse unos vahos, o tila para relajarse y conciliar el sueño.

La verdadera información está ahí para quien la quiera: el gobierno informará sobre la eficacia o falta de ella de las distintas alternativas terapéuticas con el fin de que la ciudadanía disponga de los suficientes elementos de juicio para elegir sus opciones. Quien quiera elegir pseudoterapias podrá seguir haciéndolo; pero eso sí, ni a sus prescriptores y practicantes se les permitirá la publicidad engañosa, ni podrán ejercer dentro del sistema sanitario, que como cualquiera puede entender a poco que se lo proponga, debe estar dedicado exclusivamente a la administración de tratamientos terapéuticos que sean probadamente terapéuticos.

Homeopatía. Imagen de MaxPixel.

Homeopatía. Imagen de MaxPixel.

Quisiera equivocarme, pero mucho me temo que el nuevo plan del gobierno puede prender una campaña de desinformación y fake news por parte de los defensores de las pseudoterapias. La anterior interpretación de las intenciones del gobierno es una muestra de cómo la manera de presentar un asunto busca interesadamente provocar una reacción de rechazo en la audiencia: ¡prohibir las terapias naturales! ¡Pero cómo se atreven!

A los agentes de la desinformación se ha sumado, de momento, la presentadora Ana Rosa Quintana. Como informó esta casa el pasado viernes, Quintana defendió las pseudoterapias en su programa, afirmando que «la homeopatía o la acupuntura son ciencias milenarias». Es evidente que la opinión de Quintana sobre estos asuntos debería pesar tanto como su hipótesis sobre el origen y la causa de los Fast Radio Bursts, potentes ráfagas de emisiones de ondas de radio de procedencia aparentemente extragaláctica.

Pero también es evidente que no es así, sino que opiniones como la suya pesan; y obviamente Quintana ignora o bien lo que son la homeopatía y la acupuntura (no son ciencias), o bien lo que es la ciencia (la homeopatía y la acupuntura no lo son), o ambas cosas, y desde luego parece desconocer por completo que los 222 años de existencia de la homeopatía no cuentan como un milenio.

Otro indicio de que la maquinaria pseudoterapéutica puede preparar una intensificación de su campaña de fake news me lo ha proporcionado una persona, defensora de la homeopatía, que parece haberse propuesto espamear mi correo. A su primer mensaje respondí amablemente explicándole qué es la homeopatía, que no cura y por qué no cura, como creo que es mi obligación y hago con gusto siempre que se trate de ayudar a fomentar la información y la cultura del pensamiento. Pero descubrí entonces que esta persona no solo es inmune a la información, sino que ahora parece decidida a dejarme en el correo periódicas notas sobre su visión del mundo.

En su último correo (de los dos que me ha enviado esta misma mañana), me informa de que «la homeopatía ya es legal en Suecia», adjuntándome un enlace y añadiendo que «como siempre, en España somos más listos». Sobre lo de si somos más listos y como ya sugerí ayer, la idea de que debemos mimetizarnos con la manera que en otros países tienen de hacer cualquier cosa sí que tendería a indicar que somos menos listos; si no fuera porque no existen datos que demuestren diferencias de capacidades intelectuales al sur y al norte de los Pirineos.

Pero por supuesto, merece la pena indagar en el caso. El enlace me lleva a una publicación en una web de homeopatía en la que, bajo el título «Fin de la prohibición: en Suecia la homeopatía ya es legal», se cuenta que el Tribunal Supremo de Suecia ha tumbado una sentencia que condenaba a un médico por haber tratado con homeopatía a un paciente. «Los jueces están convencidos de que el médico actuó en interés del paciente y aplicó el medicamento que según los conocimientos del médico era más adecuado para el paciente», dice el texto.

Caramba –viene a pretender que interprete mi comunicante–: mientras que en España se planea restringir la homeopatía, justo ahora en Suecia se le da un empujón validando su eficacia. ¿No?

Bueno, lo cierto es que… no. En primer lugar, y aunque resulte muy oportuno pretender que Suecia ahora se pronuncia en favor de la homeopatía, no es exactamente así: al indagar un poco, descubro que en realidad la noticia original se publicó el 24 de septiembre de 2011. Fue hace siete años cuando el Tribunal Supremo sueco anuló la sentencia que sancionaba a este médico. Y en realidad, como voy a explicar, no se ha producido ningún cambio en el estatus legal de la homeopatía en Suecia, al contrario de lo que mi comunicante pretende hacerme creer.

La sentencia original en cuestión (no tengo la menor idea del idioma sueco, pero este enlace al traductor de Google me ofrece una traducción al inglés razonablemente legible) dice lo siguiente: «El Comité Nacional de Salud concede que los remedios homeopáticos no tienen impacto negativo en el organismo humano. Debe considerarse que el tratamiento homeopático no tiene efecto alguno, pero en general se acepta el positivo efecto placebo que se produce cuando el paciente por sí mismo adopta la iniciativa de tomar un tratamiento que cree que pueda tener un efecto en su enfermedad».

En resumen, la sentencia absuelve al médico de negligencia porque le estaba administrando al paciente un tratamiento que no cura, pero que tampoco le perjudica, y que no hay fundamento para una sanción que solo debe aplicarse cuando un profesional «actúa poniendo en peligro la seguridad del paciente», dice la sentencia. En otras palabras, este es el gran triunfo enarbolado por los defensores de la homeopatía: en Suecia se dictaminó (hace siete años) que administrar agua o pastillas de azúcar a un paciente no pone en riesgo su salud.

La sentencia añadía además un detalle. Basándose en ese posible efecto placebo, que no cura, pero que puede favorecer la percepción de bienestar del enfermo, los jueces citaban la postura del Comité Nacional de Salud y Bienestar de Suecia según la cual «en casos excepcionales los remedios homeopáticos pueden aceptarse como un suplemento a la medicina académica». Pero añadía: «Esto no se aplica al tratamiento sistemático o al tratamiento DE MENORES».

Las mayúsculas son mías; y es que, como ya comenté ayer, la defensa de la libertad de elección solo puede aplicarse a adultos que toman sus propias decisiones sobre su propia salud. Parece que no solamente Suecia no mantiene una postura más favorable a la homeopatía que España, sino que además allí existe un especial énfasis en la protección de los niños contra las pseudoterapias que aquí, al menos según lo presentado en las directrices del nuevo plan del gobierno, aún no se ha contemplado.

Pero insisto: la postura oficial sueca no es más favorable a la homeopatía que la española. Dos años después de aquella sentencia, el Comité Nacional de Salud, a resultas de una investigación encargada por el Ministerio de Asuntos Sociales (traducción al inglés aquí), insistía en la excepcionalidad de la administración de homeopatía: «Las ocasiones en las que los profesionales de la salud pueden desviarse de la ciencia y la experiencia demostrada son, por ejemplo, si un paciente terminal ha probado toda la medicina académica y quiere probar los preparados homeopáticos».

La responsable del estudio, Lisa van Duin, decía: «Entonces, los profesionales legítimos de la salud no pueden decir que se niegan a la homeopatía, sino que en cambio pueden ayudar a que se practique con seguridad», añadiendo que «los tratamientos de medicina alternativa no deben interferir con la medicina de modo que suponga un riesgo para el paciente».

Homeopatía. El preparado Aconitum C30 ha sido el probado en el experimento. Imagen de pxhere.

Homeopatía. El preparado Aconitum C30 ha sido el probado en el experimento. Imagen de pxhere.

La realidad es que Suecia, como el resto de los países de la Unión, se ciñe a las actuales normativas comunitarias sobre pseudoterapias. Y para saber cuál es el estado actual de la homeopatía en aquel país, nada mejor que consultar la web de la Agencia Sueca de Productos Médicos (MPA), que por suerte sí ofrece información en inglés. Y este es el estatus actual de los remedios homeopáticos en Suecia: «Deben registrarse en la MPA para poder venderse en el mercado sueco», dice la web.

¿Y qué necesita un producto homeopático para registrarse en la MPA sueca? La web cita los artículos 14 y 15 de la Directiva 2001/83/EC del Parlamento Europeo, así como el 17 y el 18 de la Directiva 2001/82/EC, para el caso de los productos veterinarios. Y aplicando dichas directivas, se exige a todo producto homeopático «la calidad y seguridad del producto final», «que la fabricación se produzca en condiciones aceptables de calidad», que «la fabricación cumpla con los métodos homeopáticos» y que «la materia prima se haya utilizado previamente en homeopatía». Es decir, ni una palabra sobre su eficacia. O sí, pero no en el sentido en que pretenden los propagadores de fake news. La web añade: «La MPA sueca no evalúa la eficacia de los productos homeopáticos. No se requieren estudios clínicos o literatura científica de apoyo para demostrar el efecto de un producto homeopático. Aún más, no pueden sostenerse indicaciones o efectos para un producto homeopático».

Es decir, la ley sueca tolera la venta de productos homeopáticos, aunque no curen, sin importar que no curen, pero únicamente siempre que no se afirme que curan. Respecto a qué tipo de productos homeopáticos pueden venderse, la MPA especifica que estos «no contengan más de una parte en 10.000 del principio original (equivalente a D4 en el producto final)» y que «si se emplea una sustancia activa empleada en un fármaco que requiere receta, el producto homeopático debe diluir este principio al menos 100 veces respecto a la dosis más baja que requiere prescripción».

¿Y por qué esa dilución D4? Bueno, sencillamente porque es la dilución mínima a la que se ha probado que no existe ningún resto del principio original; en otras palabras, la ley sueca garantiza que los productos homeopáticos que se venden contienen exclusivamente agua (o azúcar, en el caso de las pastillas). Y asegurado esto, nadie puede impedir a nadie que compre agua embotellada o caramelos, aunque sea en dosis muy pequeñas a precios comparativamente astronómicos.

Bienvenido el plan contra las pseudoterapias, pero ¿quién protegerá a los niños?

La ciencia y la medicina no son de izquierdas ni de derechas. Y por tanto, la pseudociencia y la pseudomedicina tampoco lo son. Podría hacerse un retrato simplista de los grupos anticientíficos a los dos lados del arco: la derecha milagrera y la izquierda feng-shui (como acuñó el periodista Mauricio-José Schwarz). Estos grupos existen, pero sería muy aventurado decir que son algo más que estereotipos. Lo cual no significa que los estereotipos no existan. Pero no es un carnet político lo que da la razón, ni tampoco lo que la nubla.

En algunos casos sí son factores culturales, anclados en la tradición de un pueblo. En EEUU nadie consigue limitar la tenencia de armas, a pesar de lo probadamente nocivo de la barra libre, no porque lo diga la Constitución de aquel país, sino porque lo hace el espíritu que inspiró esa Constitución. En el terreno de las pseudoterapias, países como Francia y Alemania arrastran una inercia difícil de romper: el inventor de la homeopatía, Samuel Hahnemann, era alemán; y la mayor multinacional del mundo de esta pseudoterapia fraudulenta, Boiron, es francesa.

En este país nuestro existe un consolidado tic mental de dar por bueno todo lo que se hace fuera, todo lo que viene de fuera. Y este es un argumento al que suelen agarrarse los defensores de las pseudoterapias, su estatus legal o su popularidad en otros países. Noticia fresca: no existe ninguna evidencia de que los españoles seamos menos inteligentes que los extranjeros, ni más propensos a dejarnos llevar por supersticiones, mitos o bulos.

Por lo tanto, legislar sobre las pseudoterapias no debería basarse en ninguna necesidad de mimetizarnos con nuestro entorno. Pero tampoco debería depender de qué color gobierne en cada momento.

La ministra de Sanidad, María Luisa Carcedo, y el ministro de Ciencia, Pedro Duque, presentando el Plan de Protección de la Salud frente a las Pseudoterapias el pasado 14 de noviembre. Imagen del Ministerio de Ciencia.

La ministra de Sanidad, María Luisa Carcedo, y el ministro de Ciencia, Pedro Duque, presentando el Plan de Protección de la Salud frente a las Pseudoterapias el pasado 14 de noviembre. Imagen del Ministerio de Ciencia.

El primer (y esperado) paso del actual gobierno contra las pseudoterapias, concretado esta semana en el anuncio de un plan de regulación, no es un producto de una ideología política, sino del hecho de que por primera vez se da la circunstancia de que los dos puestos de máxima responsabilidad gubernamental en Ciencia y Sanidad no están ocupados por filólogos, financieros o abogados inmobiliarios, sino por dos personas (Pedro Duque y María Luisa Carcedo) guiadas por un criterio que debería exigirse en estos casos, un conocimiento profundo de la ciencia y la medicina, respectivamente.

Es decir, no basta con la titulación adecuada, que es el primer requisito esencial; como suelo pregonar aquí, nadie aceptaría a alguien al frente del Ministerio de Economía que no fuera economista, o del de Justicia sin titulación en Derecho. Pero no es un secreto que existen numerosos profesionales de la Sanidad que no solo defienden las pseudoterapias, sino que las prescriben. Hace unas semanas se publicó la estrambótica noticia de que una institución denominada Ilustre Academia de Ciencias de la Salud Ramón y Cajal ha premiado a un homeópata. Lo cual resulta aún más esperpéntico teniendo en cuenta lo que Santiago Ramón y Cajal escribió sobre la homeopatía en su último libro, El mundo visto a los ochenta años:

¿No curan lo mismo hoy los homeópatas, la Christian science de Baker-Eddy y el psicoanálisis de Freud? El hombre dispone de reservas inagotables de fe en lo sobrenatural o simplemente en el absurdo.

(La Christian science era un presunto método de sanación espiritual creado por la estadounidense Mary Baker Eddy, fundadora de la Iglesia de Cristo, Científico, y muy en boga en tiempos de Ramón y Cajal; por su parte, el psicoanálisis ha recibido acusaciones de pseudociencia desde su invención.)

Pero además, al poder y el saber debe sumarse el tercer factor: querer. La voluntad de cambiar el actual estatus de las pseudoterapias no solo se enfrenta a la inercia del sistema, sino también a los numerosos intereses económicos implicados, incluyendo grandes negocios como el de la homeopatía y la penetración de sus practicantes y prescriptores en los órganos de decisión de ciertas organizaciones profesionales.

En resumen, el plan anunciado por el gobierno analizará las propuestas terapéuticas desde el único prisma posible, el de la evidencia científica, para informar a la población sobre las diferencias entre las terapias de eficacia comprobada y las que no la tienen ni se basan en pruebas científicas. Se combatirá la publicidad engañosa de las pseudoterapias, algo espinoso pero muy necesario, y tanto las pseudoterapias como sus practicantes quedarán fuera de los centros sanitarios y de las titulaciones universitarias.

En la presentación del plan el pasado miércoles, Pedro Duque resaltaba que no se trata de dirigir las creencias de cada cual, sino de que nadie elija una pseudoterapia por una falta de acceso a la información veraz. Y si alguien quiere jugar con su salud en contra del conocimiento, que lo haga bajo su propia responsabilidad, a sabiendas de que atenta contra sí mismo.

Sin embargo, este planteamiento deja una vía de agua, y es una de extrema gravedad: ¿quién protege de las pseudoterapias a aquellos que no pueden protegerse por sí mismos? La homeopatía encuentra uno de sus filones en la pediatría, y esto es algo que el enfoque del plan no contempla, como tampoco el hecho de que son los padres quienes toman la decisión de no vacunar a sus hijos. Si se trata de proteger la salud contra las pseudoterapias, la libertad de elección no puede amparar la desprotección de la infancia.

Por qué no comemos el moho, si tiene penicilina (los errores de la quimiofobia)

Cuando al pan le crece moho, lo tiramos. No comemos pan mohoso porque, además de su aspecto francamente nauseabundo, sabemos que puede ser dañino para nosotros. Pero paradójicamente, el moho produce el fármaco más valioso de toda la historia de la medicina, el principal responsable de que vivamos muchos más años que nuestros tatarabuelos y de que nuestros hijos, en la inmensa mayoría de los casos, puedan llegar a adultos.

No, no es ninguno de los remedios de la medicina tradicional china, sino la penicilina; que, por otra parte, el médico nos receta en pastillas fabricadas industrialmente por una compañía farmacéutica, en lugar de prescribirnos que preparemos un bocadillo y esperemos seis meses para comérnoslo.

Pan mohoso. Imagen de Henry Mühlpfordt / Wikipedia.

Pan mohoso. Imagen de Henry Mühlpfordt / Wikipedia.

¿Cómo pueden entenderse todos estos sinsentidos? Es decir, si –como todo el mundo sabe– lo bueno y sano es lo natural, todo lo natural y nada más que lo natural, ¿cómo puede hacernos daño comer un organismo que produce algo tan beneficioso? ¿Deberíamos comernos el pan mohoso en lugar de tirarlo? ¿Penicilina gratis? ¿Y cómo puede ser natural, ya no digamos bueno, algo que se toma en pastillas, si –como todo el mundo sabe– las compañías farmacéuticas y sus sicarios, los médicos, viven de vendernos química para hacernos enfermar y que así consumamos más química?

No, no es una caricatura. En el planeta Tierra del siglo XXI hay infinidad de seres humanos que piensan de este modo. No hay más que encender el televisor en un canal al azar (no importa cuándo, todos estarán en el intermedio) para escuchar, en casi cualquier anuncio de productos de alimentación o incluso de cuidado personal, una invariable coletilla: “sin conservantes”; ignorando que los conservantes no estropean los alimentos ni los hacen tóxicos, sino que al contrario, los preservan en su estado óptimo y aumentan la seguridad alimentaria, por lo que los hacen más sanos. Y por lo que, como también conté aquí, una corriente entre los científicos de la alimentación está comenzando a oponerse a esta tonta moda. Pero cuando tantas marcas se han lanzado en plancha a firmar sus anuncios con la coletilla, es porque saben que mejora sus opciones de venta, lo cual es suficiente evidencia para calcular que el conocimiento informado no es lo más viral hoy en día.

Ayer me ocupé de desmontar el peligroso bulo de que el consumo de ciertas frutas y hortalizas basta para mantenerse a salvo de la gripe, difundido en internet por los (más bien poco, al parecer) responsables de un mercado español. Como ya expliqué, teniendo en cuenta que cada año esta enfermedad causa posiblemente más de medio millón de muertes en todo el mundo, y que se ceba sobre todo en los más débiles, es un problema que permite cero frivolidades; especialmente cuando estas se presentan con el caradurismo de aprovechar el tirón de una campaña de vacunación en la que una legión de profesionales comprometen su esfuerzo en el empeño de salvar vidas.

Evidentemente y aunque no fuera de forma explícita, deliberada o no, lo publicado por el mercado apelaba a la quimiofobia y al pensamiento New Age, a la idea errónea de que existen dos mundos separados, el natural y el químico, e incluso a aquella cumbre del pensamiento plano e intoxicado coronada por esa suma sacerdotisa de las pseudociencias llamada Gwyneth Paltrow: “nada que sea natural puede ser malo para ti”.

Creo que, en todo este batiburrillo de superstición y desinformación, el ejemplo de la penicilina y algún otro son útiles para derramar algo de luz ante los pasos de quien aún esté dispuesto a reconducirse hacia la senda del argumento racional y el conocimiento científico, porque estos casos ilustran perfectamente todos los puntos en los que el pensamiento quimiófobo anda tan desnortado.

Para comenzar, aquello de la gran botica de la madre naturaleza, tan sabia ella, es una idea muy bonita, pero sin ningún fundamento. Eso sí, entronca bastante con la idea del diseño inteligente defendida por los creacionistas bíblicos (concretamente con lo que en el mundo creacionista se conoce como “creación especial”): si la naturaleza hubiera sido creada al servicio del ser humano tal cual es en su forma actual, sería un detalle casi obligado que el responsable de todo ello hubiera provisto entre sus recursos los medios para curarnos de nuestros males.

Al menos, quien siga pensando así en el siglo XXI debería saber que ni siquiera Santo Tomás de Aquino en el siglo XIII entendía ya la naturaleza de esta manera (era aristotélico, y por tanto creía en una noción primitiva de evolución). Hoy sabemos de sobra que solo somos una parte más de la naturaleza, que no es sabia ni tonta. Solo es química, toda ella. Y en consecuencia, hace lo que hace la química: reaccionar.

Cuando se ponen en contacto unos compuestos químicos con otros, suelen reaccionar. Como la Tierra es un ecosistema cerrado, los nutrientes que necesitamos y otros compuestos que pueden beneficiarnos se encuentran en otros organismos. Pero también otros compuestos que nos matan. Para la naturaleza, la diferencia entre ambos casos es solo una reacción química distinta, como mejorar la fosforilación oxidativa de la mitocondria o detenerla. Incluso una misma sustancia puede beneficiarnos o matarnos dependiendo de la dosis. El mejor ejemplo: el agua. Sí, también se puede morir por beber demasiada agua.

De ello se deduce que realmente no existen plantas medicinales, sino plantas con ciertos compuestos químicos medicinales. Dado que la naturaleza no ha sido diseñada, los compuestos beneficiosos o perjudiciales para nosotros no están organizados en dos equipos distintos de plantas, las buenas y las malas. Lo cual implica que cualquier alimento natural que consumimos habitualmente podría contener también toxinas dañinas para nosotros.

Y de hecho, ocurre. El caso más conocido es la amigdalina, un compuesto presente en miles de plantas pero sobre todo en las pepitas de manzanas y peras, las almendras amargas y los huesos de melocotones, cerezas, ciruelas, albaricoques, nectarinas y otras frutas. Tras su ingestión, o también cuando entra en contacto con las enzimas de la pulpa, la amigdalina se transforma nada menos que en cianuro. Y mientras que las semillas de manzanas y peras son pequeñas, por lo que haría falta comer cientos para notar algún efecto, en cambio unos pocos huesos de fruta pueden ser letales.

Un hueso de melocotón abierto. La amigdalina está en la semilla. Imagen de An.ha / Wikipedia.

Un hueso de melocotón abierto. La amigdalina está en la semilla. Imagen de An.ha / Wikipedia.

Un estudio de 2013 calculó que 30 huesos de albaricoque o 50 almendras amargas son letales para un adulto. Pero el año pasado un británico fue internado de urgencia tras ingerir solo tres huesos de cereza, y un estadounidense siguió el mismo camino tras comprar en una boutique de alimentos naturales una bolsa de semillas secas de albaricoque y comerse unas 40, antes de leer en el dorso que no debían consumirse más de dos o tres al día por riesgo de envenenamiento agudo. Eso sí, el producto estaba etiquetado como superalimento orgánico.

Otra toxina es la solanina, presente en patatas, tomates o berenjenas. Las cantidades que llevan no suelen ser nocivas, pero sí pueden serlo en piezas estropeadas, sobre todo en las patatas que empiezan a volverse verdes. Este es también el motivo por el que conviene cortar los brotes (ojos), ya que son sitios metabólicamente activos donde también se produce la toxina. Aunque el envenenamiento por solanina no suele ser mortal, hay casos documentados de intoxicaciones masivas en colegios por haber aprovechado una partida de patatas del año anterior que debería haberse desechado.

Las patatas podridas contienen solanina. Imagen de pixabay.

Las patatas podridas contienen solanina. Imagen de pixabay.

También puede suceder lo contrario, y es que una especie no comestible contenga un compuesto beneficioso. Así llegamos a la penicilina. Por supuesto que comer pan mohoso no es en absoluto una buena idea, aunque según los expertos los típicos mohos blancos o verdeazulados no son los peores, sino los marrones o negros, que suelen contener toxinas peligrosas. Pero la diferencia entre un moho inofensivo o beneficioso y otro dañino es tan escasa como la que separa al Penicillium camemberti y el Penicillium roqueforti, que los comemos en el queso, del Penicillium chrysogenum (antes notatum), que produce penicilina, y de otras especies que producen micotoxinas como la patulina, típica de los mohos en las manzanas podridas.

Así pues, ¿cómo podemos asegurarnos de quedarnos con lo bueno apartando lo malo? La respuesta: aislando los compuestos que nos interesan de los alimentos naturales. Y así nace la farmacología. Pero después, con el progreso de la ciencia, se encuentra la manera de fabricar muchos de estos compuestos a voluntad y en masa sin necesidad de procesar penosamente inmensas cantidades de productos naturales para después tirar todo lo que sobra. Aún más, se encuentra incluso el modo de mejorar estos compuestos de origen natural para acentuar sus propiedades beneficiosas y reducir sus efectos adversos.

Y así tenemos no ya la penicilina, sino un amplio repertorio de antibióticos para distintos usos. Y tenemos la morfina, originalmente extraída de la adormidera. Y la aspirina, o ácido acetilsalicílico, obtenida mediante una reacción que mejora las propiedades de un compuesto extraído del sauce y empleado como remedio durante milenios. Y el paracetamol, encontrado como un producto del propio cuerpo humano, en la orina de pacientes que habían tomado otro medicamento.

Mohos 'Penicillium commune' (oscuro) y 'Penicillium chrysogenum' (claro). Imagen de Convallaria majalis / Wikipedia.

Mohos ‘Penicillium commune’ (oscuro) y ‘Penicillium chrysogenum’ (claro). Imagen de Convallaria majalis / Wikipedia.

Hoy hemos avanzado un paso más, o muchos pasos más. Conocemos la estructura química de los compuestos y de las moléculas con las que interaccionan en el organismo, y gracias a ello pueden diseñarse nuevos fármacos perfeccionados y optimizados como se diseña un coche de carreras, un mueble de Ikea o un nuevo modelo de smartphone. Y esto es, en definitiva, lo que muchos llaman química; la capacidad del ser humano de mejorar las propiedades de las sustancias naturales.

Pero mientras avanzamos nuevos pasos, lamentablemente al mismo tiempo estamos retrocediendo otros. Como ya conté aquí, la moda del “sin conservantes” ha llevado a muchos fabricantes de alimentos a eliminar los nitratos. Pero como estos compuestos son necesarios para evitar que la bacteria Clostridium botulinum crezca en los alimentos y los consumidores mueran de botulismo, los añaden en forma de jugo de apio, un producto natural que les permite pegar en sus productos la etiqueta “sin conservantes”. Los nitratos son exactamente los mismos; con la diferencia de que la cantidad de nitrato purificado es la necesaria y exacta para evitar la contaminación, mientras que en el zumo de apio es variable, lo que pone en riesgo la seguridad de los alimentos.

Esta es verdaderamente la gran paradoja de la naturaleza. No el moho, la manzana o la patata, sino los seres humanos; una especie que renuncia voluntariamente al progreso que tanto le ha costado conseguir… hasta que la química tiene que acudir al rescate para salvarle la vida.

Ningún alimento previene ni cura la gripe (ni otras enfermedades)

Ser científico de la alimentación o nutricionista en el siglo XXI es una heroicidad. Podríamos pensar que es al contrario, que la heroicidad era antes, cuando había mucho más territorio oscuro para la ciencia, y que el abundante conocimiento científico existente hoy facilita la tarea a estos profesionales respecto a cómo eran las cosas hace, digamos, medio siglo. Pero mirémoslo de este otro modo: cuando infinitas webs de moda, belleza y estilo cantan a coro que el ajo previene la gripe y el resfriado, ¿no es un héroe o una heroína quien tiene que asumir la penosa tarea de ir a contracorriente intentando chafar este bonito titular? ¿Y de seguir intentándolo aunque nunca lo consiga?

Hoy el conocimiento de la ciencia es mayor de lo que nunca ha sido, pero en muchos casos este saber significa no-saber-realmente (que no haya un resultado positivo no implica que pueda demostrarse un resultado negativo). Y cuando infinitas proclamas saludables sin fundamento se divulgan a través de infinitos medios digitales y anuncios publicitarios, ¿cómo pueden los nutricionistas competir con ello con las únicas armas de la ciencia, que a veces solo ofrecen incertidumbres? Es como tratar de evitar un terremoto calzando una mesa.

Imagen de Honolulu Media / Flickr / CC.

Imagen de Honolulu Media / Flickr / CC.

Esto surge a propósito de algo ocurrido esta semana: ha comenzado la campaña de vacunación contra la gripe, y en Twitter fue tendencia el hashtag de la enfermedad. Entre los muchos tuits de las entidades oficiales y los profesionales sanitarios, apareció uno curiosamente publicado por un mercado de una localidad española (ahora parece que hasta los mercados tienen community managers).

El tuit en cuestión se refería a la gripe, y decía: «si no quieres caer en sus redes te aconsejamos que consumas estos 10 alimentos». Un enlace conducía a una página web titulada «los 10 alimentos que evitan la gripe», los cuales, añadía, «debes consumir si quieres evitar caer enfermo esta temporada».

No importa el nombre de la localidad o del mercado. No se trata del quién, sino del qué: combatir la desinformación con información. Y entre alguna que otra obviedad y afirmación correcta, la lista de marras contenía mucha desinformación, en forma de proclamas sobre las virtudes de los alimentos que resultarían tremendamente valiosas si estuvieran demostradas. Pero que, hasta donde se sabe, en su mayoría no lo están.

¿Es una cierta obsesión por la salud lo que lleva al intento de funcionalizar o nutraceuticalizar absolutamente todos los alimentos? Imagino que los nutricionistas tendrán una respuesta a esto, o al menos alguna teoría. Pero cuando en los telediarios aparece el reportaje sobre la feria gastronómica de turno, ya no se trata solo de mostrar manjares o de hablar de sabores y métodos de cocinado; ahora tienen que ir acompañados con una avalancha de proclamas saludables sobre lo beneficioso que es tal o cual alimento para tal o cual cosa. Quienes aparecen sosteniendo tales proclamas no suelen ser nutricionistas, médicos o biólogos, sino vendedores del producto en cuestión, restauradores o chefs. Y en muchos casos las proclamas solo alcanzan la categoría de rumores infundados, cuando no son mitos ya derribados.

Tomemos como ejemplo la lista de alimentos que supuestamente previenen o evitan la gripe. Las peras hidratan. Innegable, evidentemente. Tienen un 84% de agua. Pero como también las uvas, que tienen el mismo contenido en agua. Y aún más hidratan la lechuga (96%), la sandía (91%) o las fresas (91%). Pero también hidrata una hamburguesa del McDonald’s, en la que casi la mitad es agua (todo según datos del Departamento de Agricultura de EEUU, USDA). ¿Qué no hidrata? Eso sí, en cualquier caso hay que beber agua.

Imagen de pixabay.

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Pero más allá de las obviedades, la web añade que las peras, «según la medicina tradicional china, tienen afinidad con los pulmones e intestinos». Dejando aparte que no se sabe muy bien qué significa eso de tener afinidad, todas las medicinas tradicionales, y la china también, sin duda reúnen un conocimiento ancestral sobre las virtudes de ciertos alimentos, sin que esto signifique que los organismos que contengan ciertos compuestos beneficiosos deban ser enteramente beneficiosos en su conjunto (mañana hablaremos con más detalle sobre esto).

Pero en concreto, la medicina tradicional china da un paso más añadiendo ciertas presuntas energías no mesurables, no detectables y probablemente inexistentes. Hasta donde se sabe, la medicina tradicional china es pseudociencia. Los estudios clínicos controlados no han podido demostrar sus beneficios, muchos de sus tratamientos son dañinos para el hígado, e incluso nada menos que el centro oficial de medicina integrativa y complementaria de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU reconoce que «las pruebas científicas rigurosas de su eficacia son limitadas». Bueno, hay quien dirá que es cuestión de fe. Pero ya se sabe: por cada persona que tiene fe, siempre hay otra que no la tiene, y que también tiene razón.

La mayoría de las proclamas de la lista de los diez alimentos contra la gripe se basan en su presunta capacidad de fortalecer el sistema inmune o en su supuesta acción antiséptica. Pero ¿hay algo de cierto en todo esto? Lo hay en el caso del tomillo: el timol, o 2-isopropil-5-metilfenol, es un compuesto de esta planta (y también de otras como el orégano o el clavo) que tradicionalmente se ha empleado como antiséptico, incluso en enjuagues bucales como el Listerine. En estudios de laboratorio, el timol ha mostrado acción antiinflamatoria y actividad contra bacterias, hongos y virus como el herpes o el norovirus (a veces llamado el virus de los cruceros), y existen ciertos indicios de que podría actuar contra el virus de la gripe.

Imagen de pixabay.

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Pero dicho todo esto, y antes de que corran a prepararse una infusión de tomillo, hay una advertencia que debería escribirse con mayúsculas: una cosa es que un compuesto aislado de una planta muestre una determinada actividad en estudios de laboratorio, en cultivos celulares o en ratones, y otra muy diferente que el consumo de esa planta en humanos produzca esos mismos o parecidos beneficios.

El camino de la biomedicina está sembrado de cadáveres de productos que eran muy prometedores entre las paredes del laboratorio, pero que fallaron estrepitosamente en el mundo real de los humanos. Y respecto al tomillo, no parece que haya datos clínicos suficientes como para avalar las posibles virtudes de su consumo. Tampoco parece haberlos respecto a las setas, otro alimento de la lista. Algunos estudios sugieren interesantes cualidades farmacológicas para algunas especies, pero aún no parece haber suficientes datos agregados (y los que hay no son espectaculares).

Hasta aquí, lo que puede salvarse. Respecto al resto de alimentos de la lista y los supuestos beneficios que los adornan, un caso curioso es el del kudzu o kuzu (Pueraria), una planta asiática que forma parte de esa nómina de hierbas curalotodo en todo sitio de internet dedicado al efecto. En este caso no puede decirse que falten datos: curiosamente, la principal base de estudios de biomedicina reúne más de 1.000 en los que aparece este alimento.

Para poder sacar una conclusión de toda esta avalancha de datos, el veredicto más consistente lo recoge un metaestudio (estudio de estudios) de 69 páginas publicado en 2014: en una lista de 15 presuntos efectos beneficiosos del kuzu para el organismo, todos ellos, los 15, solo logran alcanzar la calificación de “C”: “pruebas científicas confusas o conflictivas”.

En otras palabras: ninguna de las virtudes del kuzu ha sido demostrada por la ciencia. Es más, el Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York, uno de los centros mundiales líderes en la investigación del cáncer, advierte que el kuzu está fuertemente contraindicado en personas con ciertos tipos de cánceres de mama o que toman tamoxifeno o medicación contra la diabetes, además de ser potencialmente tóxico para el hígado.

Imagen de pixabay.

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Hay algo que conviene aclarar. En casos como el del kuzu, cuando se busca con ahínco un efecto y no puede demostrarse, cabe el recurso de pensar que algo hará, pero que el efecto es pequeño y los científicos no lo han detectado. Pero no funciona así: los estudios clínicos diferencian entre el tamaño de un efecto y su significación estadística.

Creo que se entiende bien con este ejemplo: imaginemos que medimos la duración de la luz diurna hoy y hacemos lo mismo mañana. Detectaremos que mañana el tiempo de luz solar disminuye un poco, solo unos minutos. Pero con una sola muestra no podemos descartar que se trate de una rara excepción. En cambio, si repetimos el experimento todos los días desde el 21 de junio hasta el 21 de diciembre y siempre encontramos que el día se reduce unos minutos, tendremos un efecto pequeño, pero estadísticamente significativo como para considerarlo real.

Esta confusión tan frecuente tuvo su clímax cuando muchos medios se lanzaron a titular que la carne es tan cancerígena como el tabaco. La clasificación de los agentes como cancerígenos o no se establece en función de lo demostrado (estadísticamente) que está el efecto, y no de su tamaño, que es infinitamente diferente en ambos casos: como ya expliqué aquí, el tabaco aumenta el riesgo de cáncer un 1.900%, mientras que la carne solo lo hace un 18%. Dado que el riesgo basal de cáncer de colon es de un 5%, esto significa que comer carne lo aumenta al 5,9%. Es decir, una persona que no come carne tiene un 5% de riesgo de cáncer de colon, y alguien que sí, un 5,9%. Y sin embargo, este diminuto efecto está tan estadísticamente comprobado como el enorme efecto del tabaco.

Volviendo a la lista de alimentos, lo anterior significa que, en el caso del kuzu, hasta ahora no ha podido demostrarse fehacientemente ni siquiera un pequeño efecto saludable. Algo similar ocurre con otro gran clásico, el ajo, al que se le atribuyen numerosas virtudes, también para el tratamiento o la prevención de gripes y catarros. Pero un metaestudio publicado en 2014 en la base de datos Cochrane, que es como la regla de oro de los metaestudios clínicos, concluía: “las pruebas de los ensayos clínicos son insuficientes respecto a los efectos del ajo en la prevención o el tratamiento del resfriado común”. Y por cierto, otro metaestudio tampoco lograba validar los también presuntos beneficios del ajo para el tratamiento de la hipertensión.

Pero para grandes clásicos contra gripes y resfriados, tenemos la vitamina C, y por ello las mandarinas figuran en la lista. Aquí son tres los mitos derribados. Primero, que para inflarse de vitamina C no hay nada como los cítricos. Lo cierto es que el kiwi, el brócoli, las coles de Bruselas, la guayaba, la papaya, la fresa, la grosella, el pimiento y otras frutas y hortalizas contienen más vitamina C que los cítricos.

El segundo mito es uno con el que muchos hemos crecido: que había que inflarse de vitaminas para estar más sano y fuerte. Pero las vitaminas no son nutrientes opcionales, sino esenciales, y por ello no se rigen por la regla del “cuanto más, mejor”. Cuando uno carece de vitamina C, enferma; no de catarro, sino de cosas como el escorbuto. Y cuando uno toma de más, el cuerpo se limita a expulsar la que le sobra. Si no lo hace, un exceso de vitaminas puede ser tóxico.

Imagen de pixabay.

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El tercer mito, cómo no, es la relación entre vitamina C y resfriados, una idea que fue promovida en 1970 nada menos que por el doblemente Nobel Linus Pauling. Pero como hemos dicho, la ciencia avanza incluso cuando retrocede, y de nuevo Cochrane viene a pinchar el globo: “El fracaso de los suplementos de vitamina C para reducir la incidencia de resfriados en la población general indica que la suplementación rutinaria de vitamina C no está justificada, aunque puede ser útil para las personas expuestas a breves periodos de intenso ejercicio físico”. Los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU añaden que “la vitamina C no afecta a la duración del resfriado ni a la gravedad de los síntomas”. De la gripe ya ni hablamos.

En resumen, y aunque ciertos alimentos indudablemente aportan más valores nutricionales, o más críticos, o en mayor cantidad, o de mejor calidad que otros, ningún alimento puede curar ni evitar la gripe ni ninguna otra enfermedad; solo la vacuna contra la gripe previene la gripe, y no en todos los casos.

Pero al fin y al cabo, ¿qué mal puede hacer? ¿Qué tiene de malo que una web recomiende inocentemente una serie de alimentos como salvaguarda contra la gripe, incluso aunque no cumplan lo que prometen?

Resulta que la gripe se cobra miles de vidas cada año, sobre todo de niños, personas ancianas, inmunocomprometidas o con enfermedades crónicas. El Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) estima la cifra anual de muertes por gripe en todo el mundo entre 291.000 y 646.000. Pero lo que es imposible saber es cuántas de estos cientos de miles de personas habían leído en algún sitio que comiendo ajo, kuzu y mandarinas iban a salvarse de pasar la gripe ese año.

Pierce Brosnan entrega premios de ciencia, pero apoya la pseudociencia

Ayer hablé aquí sobre los premios Breakthrough, los que más dinero conceden a la investigación científica gracias a la iniciativa de varios magnates tecnológicos. Dado el perfil de sus promotores, el acto de entrega marca un estilo muy diferente del boato arcaizante de los Nobel (o, para el caso, de los Princesa de Asturias). Los Breakthrough parecen inspirarse más en los Óscar, con un espectáculo cuidadosamente producido para la televisión y con la presencia de numerosas celebrities (lo que de toda la vida aquí hemos llamado gente de la farándula).

Respecto a cuál de los dos estilos es más apropiado para la ocasión, es algo opinable. Sin duda muchos argumentarán que la pompa y el ambiente encopetado de los Nobel son más idóneos para un acto académico. Por mi parte, me sería indiferente si no fuera por un detalle, y es que, como apunté ayer, la finalidad de los premios científicos es impulsar la ciencia. Dado que entre las celebrities es mucho más frecuente encontrar defensores de la pseudociencia que de la ciencia, y dado que evidentemente la influencia popular de, digamos, Gwyneth Paltrow, es infinitamente mayor que la de, digamos, la princesa Cristina de Suecia, ¿qué sirve mejor al impulso de la ciencia, invitar a Gwyneth Paltrow o a la princesa Cristina de Suecia?

Otra cuestión más discutible es a quién se encarga la presentación de la gala de entrega de los premios. Como conté ayer, este año el elegido es el actor británico Pierce Brosnan.

El actor Pierce Brosnan en 2017. Imagen de Jay Godwin / Wikipedia.

El actor Pierce Brosnan en 2017. Imagen de Jay Godwin / Wikipedia.

Pero más que recurrir a la estrella de cine que esté de oferta en el momento, parecería más adecuado encomendar la entrega de unos premios de ciencia a un personaje famoso que al menos se haya significado a favor de la ciencia. Y haberlos, haylos, como demuestra este ejemplo:

La negación de la ciencia me da un miedo de muerte. La ciencia es real. La ciencia es lo más real de este mundo, después de la naturaleza. Espero que todos podamos volver al lugar donde podamos entender realmente que la ciencia es conocimiento probado.

¿Adivinan quién es el autor de estas palabras? No, no es Brosnan, sino alguien de más arriba: el gran Harrison Ford. La contribución de personajes tan lúcidos podría ayudar a promocionar una actitud procientífica entre sus colegas de estrellato, a su vez imitados por legiones en todo el mundo. El año pasado, la ceremonia de entrega de los Breakthrough estuvo a cargo de Morgan Freeman, cuya pasión por la ciencia espacial es sincera. Con más como Ford o Freeman, y menos como Paltrow o Jim Carrey, tal vez estaríamos más cerca de erradicar tanta detoxtería y tanta chakrorrada.

Por desgracia, no es el caso de Brosnan. El ex007 y su mujer, la periodista, presentadora y modelo Keely Shaye Smith-Brosnan, han estado durante años involucrados en causas medioambientales, lo cual es muy loable… o lo sería si se asesoraran correctamente. Este año ambos han producido un documental que ella además ha dirigido, y que bajo el título revelador de Poisoning Paradise (Envenenando el paraíso) dice ser un «viaje al aparentemente idílico mundo de los nativos hawaianos, donde las comunidades están rodeadas de enclaves de pruebas experimentales [agrícolas] y pesticidas rociados sobre sus vecindarios».

Un fotograma del documental 'Poisoning Paradise'.

Un fotograma del documental ‘Poisoning Paradise’.

Según ha escrito el periodista de ciencia Hank Campbell, presidente del Consejo de EEUU en Ciencia y Salud (ACSH) y que fue invitado a participar en un coloquio de presentación de la película en calidad de «representante de la voz de la ciencia», el documental es simplemente un producto de activismo anticiencia, con sus habituales raciones de conspiranoia, quimiofobia y antitransgénicos.

Campbell narraba además que en la presentación fue el único tertuliano sin micrófono, en un coloquio donde los demás participantes eran «odiadores de la ciencia», y que la invitación resultó ser una encerrona para tratar –sin éxito– de relacionarle con Syngenta, la compañía objeto del documental, cuyos responsables habían declinado tomar parte en la mamarrachada.

Por su parte, el especialista en comunicación científica y analista de políticas de riesgo ambiental David Zaruk, que asistió a la presentación, fue aún más duro con Poisoning Paradise, calificando la película como «triste, cínica y llena de mentiras». Campbell y Zaruk cuentan que la película ha sido promovida y escrita por un par de firmas de abogados que están elevando demandas millonarias contra Syngenta. «Esto es lo que ocurre cuando los abogados toman las riendas para fomentar el miedo antiquímica comprando la reputación de nombres antes famosos en Hollywood, los Brosnan», escribía Zaruk.

Zaruk llegaba a afirmar que «los Brosnan cruzan el área de lo éticamente despreciable» cuando el documental trata de hacer pasar por reales escenas de niños enfermos que son simples dramatizaciones, añadiendo que en todo el metraje brillan por su ausencia las intervenciones de científicos relevantes en el área, dando voz en su lugar a un surfista o un tendero que pontifican sobre los peligros de los transgénicos.

En resumen, no parece que Pierce Brosnan sea la elección más idónea para que en sus labios resulte creíble un discurso apologético de la ciencia. ¿Sabrá acaso que algunos de los logros científicos que presentará –y es de suponer que elogiará– en la gala de los Breakthrough jamás habrían podido obtenerse sin los organismos transgénicos?

Contra las pseudociencias hay que explicar cómo se hace la ciencia, no solo sus resultados

Este verano comenté aquí aquel folclórico episodio en el que el futbolista Iker Casillas negaba la llegada del ser humano a la Luna, y dejé pendiente una explicación de por qué es un caso muy oportuno para ilustrar una tesis que no estoy solo en sostener, pero que tampoco acaba de calar lo suficiente: la información científica no basta para combatir las pseudociencias, si no se acompaña con la explicación de cómo se hace la ciencia. Es decir, es la comprensión de cómo funciona la ciencia, y no simplemente el conocimiento de sus resultados, lo que tiene el poder de expulsar el fantasma de la ignorancia.

Lo que Casillas sabe, y dice no creer, es que el 20 de julio de 1969 una misión tripulada estadounidense se posó en la Luna. Lo que probablemente desconoce es todo lo que llevó hasta aquel día y lo que ocurrió a partir de él. Desde 1958, el programa Mercury, con 26 lanzamientos, seis de ellos tripulados. En 1961, el programa Géminis, con 12 misiones completadas con éxito, y el Apolo, con cinco misiones no tripuladas y otras cuatro tripuladas anteriores al Apolo 11 y que fueron acercándose paso a paso al que debía ser el objetivo final, pisar la Luna. Con errores de diseño y accidentes que costaron la vida a varias personas, sobre todo a los tres tripulantes del Apolo 1 en 1967. Y después de que aquel incomparable esfuerzo económico y humano coronara su cumbre en 1969, con otras cinco misiones más que también alcanzaron su meta lunar y una que se malogró, el Apolo 13 del famosísimo «Houston, tenemos un problema».

Simplemente con que Casillas dedicase un rato a ver algún documental que repase y explique todo este proceso de la carrera espacial (que hay muchos y buenos), probablemente dejaría de pensar como piensa. Porque si uno tiene la idea de que, de repente y out of the blue, los americanos llegaron un día a la Luna para jamás volver allí, es perfectamente comprensible (e incluso aconsejable, como voy a explicar) que uno zanje su súbita reacción de «WTF?» con algo que no es escepticismo, sino una más rudimentaria negación. Por el contrario, cuando se conocen el proceso y el contexto, se comprende todo.

Buzz Aldrin en la Luna el 20 de julio de 1969. Imagen de NASA.

Buzz Aldrin en la Luna el 20 de julio de 1969. Imagen de NASA.

Pero esta explicación del proceso y el contexto suele brillar por su ausencia en las informaciones sobre ciencia que se publican en los medios populares generalistas, algo que no ocurre en las noticias sobre política, deportes o economía. Imaginemos, por ejemplo, que hoy se da a conocer el dato mensual de la tasa de paro. Los medios siempre presentan esta información contando cuál es la comparación con las cifras de los meses anteriores, con la de hace un año, cuál es la tendencia general, qué factores influyen en ella, cómo suele comportarse este dato en la estación actual… Todo ello destinado a que el consumidor de la información comprenda qué está pasando y cómo está pasando, cómo hemos llegado hasta aquí y qué podemos esperar en el futuro.

Pero imaginemos, por el contrario, que se presenta la cifra de paro, se explica qué es una cifra, qué es el paro, quién la ha publicado, y se remata la información afirmando que el dato es milagroso. Puede parecer una caricatura, pero algo parecido está ocurriendo a diario con las informaciones de ciencia en medios de primerísima fila donde no se cuenta con especialistas capaces de aportar las explicaciones sobre el proceso y el contexto que no aparecen en la nota de prensa o el teletipo.

He añadido lo del milagro porque es una tóxica muletilla frecuentemente leída y escuchada en las noticias de ciencia, sobre todo en el campo de la biomedicina (y que probablemente a muchos se nos ha escapado alguna vez). Y si Alexander Fleming se levantó una buena mañana y descubrió milagrosamente la penicilina, ¿por qué no va a ser que Samuel Hahnemann se levantó una buena mañana y descubrió milagrosamente la homeopatía?

Solo que, en el caso de Fleming, no fue así como sucedió. En ciencia no existen los milagros, sino un progreso constante a base de método científico y de ensayo y error que se construye sobre el conocimiento ya existente, lo que a menudo se resume en la alegoría de avanzar a hombros de gigantes. Y el hallazgo de Fleming no fue una excepción, como resumí este verano en un reportaje dedicado precisamente a desmontar esa leyenda popular sobre el descubrimiento de la penicilina que tiene poco que ver con la realidad.

Antes de Fleming, otros muchos científicos ya habían observado las propiedades antimicrobianas de ciertos hongos, y algunos lo habían mencionado en sus estudios, aunque por entonces no existían los medios necesarios para identificar y aislar los compuestos responsables. De hecho, incluso existen referencias desde la antigüedad del uso de moho para curar heridas. Fleming llevaba décadas buscando metódicamente compuestos antibacterianos que funcionaran mejor que los empleados en su época. Y aunque nunca sabremos cómo hace 90 años, en septiembre de 1928, aquel hongo llegó a aquella placa de cultivo, lo suyo no puede asimilarse a un golpe de suerte, sino más bien al éxito del sheriff Brody cuando finalmente su tenacidad consigue hacer volar al tiburón por los aires.

Es más, durante una década nadie supo del trabajo de Fleming, y el propio científico había perdido el interés por su falta de progresos, hasta que a comienzos de los años 40 fue otro amplio y potente grupo de investigación de Oxford el que por fin logró descubrir la penicilina, es decir, convertirla en un compuesto real identificable y manejable. En décadas posteriores, otros muchos investigadores continuaron trabajando en la misma línea para perfeccionar los antibióticos sobre los pilares ya asentados por generaciones anteriores de científicos.

Esta mención a lo que sucedió después es también especialmente relevante, porque si hablamos del proceso y el contexto, no se trata solo de explicar lo ocurrido hasta el momento de un descubrimiento, sino también el desarrollo posterior de su historia. Esta es otra diferencia esencial entre la ciencia y la pseudociencia. Hahnemann sí se levantó una buena mañana y descubrió milagrosamente la homeopatía, sin gigantes ni hombros ni nada que se le parezca; porque en realidad no descubrió nada, sino que se lo inventó. Y tampoco hay historia posterior: hoy se continúa aplicando su mismo método, incluso con sus rituales mágicos de agitación de los productos, porque en la pseudociencia no hay progreso ni perfeccionamiento ni ensayo y error, ya que no hay errores; funciona maravillosamente desde el principio, siempre que te atengas a la doctrina original del gurú, que a diferencia de ti estaba iluminado por la Verdad.

He hablado de las informaciones en los medios de comunicación porque este es a menudo el único contacto con la ciencia de una gran parte de la población adulta. Pero por supuesto, donde idealmente debe arrancar todo este proceso de explicación de la ciencia es en la escuela. Mi hijo mayor estudia Física y Química por primera vez este año, y ha sido una grata sorpresa que la primera tarea del curso haya consistido en hacer un trabajo exponiendo un problema histórico de ciencia y cómo logró resolverse aplicando el método científico, antes incluso de comenzar a hablar de física o de química.

Como ya he expuesto aquí anteriormente, luchar contra el monstruo de muchas cabezas de las pseudociencias nos enfrenta a otros numerosos escollos complicados de superar. Pero si existe algún camino para mantener la esperanza de criar nuevas generaciones que no se dejen embaucar por charlatanes, curanderos y comerciantes de milagros, es este. Lo cual tampoco es descubrir nada nuevo, porque siempre hay hombros de gigantes en los que apoyarse. Y esto, de mil maneras distintas, ya lo dijo Carl Sagan.

La fruta que comemos está atiborrada de productos químicos

Si han llegado aquí y están leyendo este párrafo sin conocer la línea de este blog, probablemente sea por uno de dos motivos: a) esperan leer alguna revelación que les lleve a reafirmarse en eso de “¡claro, nos envenenan con química!”, o b) se disponen a vapulear al autor de este blog porque, naturalmente (y nunca mejor dicho), LA NATURALEZA NO ES OTRA COSA QUE PRODUCTOS QUÍMICOS.

Evidentemente, la respuesta correcta es la b). Y el titular de este artículo tiene truco, lo cual seguramente me llevará a recibir el vapuleo en Twitter de quienes se cansan leyendo más de 140 caracteres de una vez. Aquí les traigo una muestra gráfica que no es nueva, pero que en su momento causó un enorme revuelo en internet. El profesor de química australiano James Kennedy está justificadamente harto de que, para cierto sector de la sociedad, un químico reciba hoy una calificación moral similar a la de un terrorista, o peor. Kennedy es uno de esos tipos dotados con un sobresaliente talento divulgador, y hace unos años publicó en su blog varias listas de los ingredientes químicos que componen algunas de las frutas y otros alimentos naturales de consumo común. Aquí tienen algunas de ellas, con la del plátano en castellano por gentileza de Kennedy (imágenes de James Kennedy):

Observarán, aparte de lo tremendamente fácil que le resulta a cualquier pirómano social asustar a la población con nombres como dihidrometilciclopentapirazina, que en la lista figuran varias de esas sustancias que se designan con una letra E y un número, correspondiente a su clasificación como aditivos alimentarios, por ejemplo colorantes o conservantes.

En efecto, estos componentes están presentes de forma natural en los alimentos; el hecho de que se sinteticen en un tanque industrial para disponer de grandes cantidades y añadirlos a otros alimentos no los hace mejores ni peores: son exactamente la misma cosa. Y pensar que los productos químicos artificiales son dañinos por definición es un error tan idiota como dejarse morder por una serpiente de cascabel amparándose en la cita de esa preclara experta en salud llamada Gwyneth Paltrow: «nada que sea natural puede ser malo para ti».

Y por cierto, aprovecho que paso por aquí para aclarar otro malentendido de garrafa: en alguna ocasión he comprobado cómo algunas personas, que evidentemente se saltaron algún curso de la secundaria obligatoria, creen que la distinción entre química orgánica e inorgánica consiste en que la primera es la de la naturaleza y la segunda la de las fábricas. Imagino que se debe a aquello de los alimentos «orgánicos».

Perdónenme si esto les desencaja la mandíbula a algunos de ustedes, pero puedo asegurarles que he leído esto en más de una ocasión. Así que debo aclarar lo obvio: química orgánica es la que se basa en el carbono, inorgánica la que no. No tiene absolutamente nada que ver con el carácter natural o artificial del compuesto. El agua es química inorgánica, y sin duda Gwyneth Paltrow certificaría que es un producto natural.

Pese a todo lo anterior, asistimos ahora a una imparable tendencia de productos que se publicitan como sin conservantes ni colorantes, una moda que está socialmente aceptada y que no va a remitir. Hay una pseudociencia de la quimiofobia, tan imposible de erradicar como el resto de pseudociencias.

Lo más llamativo es el mecanismo de círculo vicioso que se crea entre la sociedad y la floreciente industria de lo «natural»: un sector de la población, ignoro si mayoritario pero que marca tendencia, se apunta a la pseudociencia de la quimiofobia. Las compañías de productos de consumo, con el propósito de aumentar sus ventas, eliminan de sus artículos sustancias inocuas, como los conservantes, los colorantes o los parabenos de jabones y desodorantes, para así presentarse ante el consumidor con una imagen más «natural». Cuando estas marcas publicitan lo que no llevan, no hacen sino reforzar entre la población la idea de que las sustancias que antes llevaban los productos de esas marcas, pero ya no, deben de ser dañinos; por algo los habrán eliminado. Poco importa que en realidad los hayan eliminado no porque sean perjudiciales, sino porque usted cree que lo son. Es la versión moderna de las Brujas de Salem: ¡a la hoguera con conservantes, colorantes, parabenos…!

Esta irresponsabilidad social de las compañías de productos de consumo ampara también mucha trampa y cartón a través de prácticas publicitarias engañosas. En numerosos casos, etiquetas, eslóganes, anuncios y reclamos juegan sutilmente con las palabras para no mentir, pero tampoco decir toda la verdad. Un ejemplo: una marca de pan de molde estampa en sus bolsas el lema «sin colesterol». La única manera de que el pan llevara colesterol sería que el panadero perdiera algún dedo dentro, ya que el colesterol es un lípido que actúa como componente esencial de las membranas de las CÉLULAS ANIMALES. Pero no parece probable que esta marca pretenda informar inocentemente al consumidor, sino más bien crearle la ficción de que su producto es más saludable que otros de la competencia. Naturalmente, es probable que los competidores se apunten al mismo reclamo para no ser menos, y así se difundirá entre los consumidores la falsa idea de que el pan lleva colesterol a no ser que se indique lo contrario.

Otro ejemplo es la etiqueta «sin gluten», también popularizada hoy por la errónea creencia de que estas proteínas causan algún efecto dañino en las personas no celíacas. Cada vez más productos de lo más variopinto se suman hoy a la moda de exhibir este lema, y ello pese a que el gluten solo está presente en los cereales. Imagino que la etiqueta «sin gluten» aporta tranquilidad a los compradores celíacos, pero tengo mis dudas de que sea este el propósito que motiva a las marcas para estampar este lema en productos que no tendrían por qué llevar cereales en su composición: si una salchicha se publicita como compuesta por un 100% de carne, añadir una etiqueta «sin gluten» es un reclamo publicitario tramposo.

Una marca de zumos se anuncia en televisión diciendo que “no les ponen azúcar”. Pese a la apariencia casual de la frase, la fórmula parece sospechosamente elegida para que el consumidor incauto caiga en la trampa de creer que se trata de zumos diferenciados de la competencia por no llevar azúcar. La ciencia nutricional actual está condenando a los azúcares (también naturales, como diría Gwyneth) como causantes de la enfermedad cardiovascular, y la fórmula más tradicional y correcta «sin azúcares añadidos» tal vez ya no sea suficientemente eficaz como reclamo publicitario; pero basta con sobreimpresionar en la pantalla un mensaje en letra pequeña aclarando que los zumos tienen todo el azúcar de la fruta para atravesar ese colador de malla gruesa que es la publicidad autorregulada.

Anuncios que esconden parte de la verdad, proclamas saludables sin fundamento demostrado, suplementos dietéticos que no suplementan nada que resulte útil suplementar… Hace unos días el mando a distancia de mi televisor me llevó por azar a un programa estadounidense llamado Shark Tank, en el que varios emprendedores trataban de conseguir financiación para sus negocios de un puñado de millonarios bastante ostentotes (palabra que acabo de inventarme). Varios de los negocios aspirantes vendían suplementos nutricionales o productos parafarmacéuticos, siempre naturales. Los inversores ametrallaban a los candidatos a preguntas sobre ventas, rentabilidad, distribución, competencia…

Ninguno de ellos hacía la que debería ser la pregunta fundamental: ¿realmente eso sirve para algo? No parecía importar lo más mínimo; obviamente, bastaba con que los compradores así lo creyeran. Los productos químicos sintéticos y los fármacos están estrechamente regulados por las leyes de los países, y por las comunitarias en el caso de la UE. Fuera de esas leyes está la jungla; tan natural como peligrosa y sembrada de trampas.

El cómico John Oliver habla sobre las vacunas, y no se lo pierdan

Decía Carl Sagan que en ciencia es frecuente comprobar cómo un científico cambia de parecer y reconoce que estaba equivocado, cuando las pruebas así lo aconsejan. Y que aunque esto no ocurre tanto como debería, ya que los científicos también son humanos y todo humano es resistente a abandonar sus posturas, es algo que nunca vemos ocurrir en la política o la religión.

Imagen de YouTube.

Imagen de YouTube.

Los que tratamos de adherirnos a esta manera de pensar, sea por formación científica o por tendencia innata, que no lo sé, solemos hacerlo con cierta frecuencia. Personalmente, durante años estuve convencido de que la solución a la creencia en las pseudociencias estaba en más educación científica y más divulgación. Hasta que comencé realmente a indagar en lo que los expertos han descubierto sobre esto. Entonces me di cuenta de que mi postura previa era simplista y poco informada, y cambié de parecer.

Resulta que los psicólogos sociales descubren que los creyentes en las pseudociencias son generalmente personas con un nivel educativo y un interés y conocimiento científicos comparables al resto. Resulta que los mensajes públicos basados en las pruebas científicas no solo no descabalgan de sus posturas a los creyentes en las pseudociencias, sino que incluso les hacen clavar más los estribos a su caballo. Resulta que los psicólogos cognitivos y neuropsicólogos estudian el llamado sesgo cognitivo, un mecanismo mental por el cual una persona tiende a ignorar o minimizar toneladas de pruebas en contra de sus creencias, y en cambio recorta y pega en un lugar prominente de su cerebro cualquier mínimo indicio al que pueda agarrarse para darse la razón a sí misma. Es, por ejemplo, la madre de un asesino defendiendo pese a todo que su hijo es inocente, aunque haya confesado.

Pero el sesgo cognitivo no solo actúa a escala personal, sino también corporativa, en el sentido social de la palabra, como identificación y pertenencia a un grupo: parece claro que muchas organizaciones ecologistas jamás de los jamases reconocerán las apabullantes evidencias científicas que no han logrado, y mira que lo han intentado, demostrar ningún efecto perjudicial de los alimentos transgénicos. Lo cual aparta a muchas organizaciones de lo que un día fue una apariencia de credibilidad científica apoyada en estudios. Y tristemente, cuando esa credibilidad científica desaparece, a algunos no nos queda más remedio que apartarnos de esas organizaciones: si niegan los datos en una materia, ¿cómo vamos a creérselos en otras?

El neurocientífico y divulgador Dean Burnett me daba en una ocasión una interesante explicación evolutiva del sesgo cognitivo. Durante la mayor parte de nuestra historia como especie, decía Burnett, aún no habíamos descubierto la ciencia, la experimentación, la deducción, la inducción, la lógica. En su lugar, nos guiábamos por la intuición, la superstición o el pensamiento mágico. Desde el punto de vista de la evolución de nuestro cerebro, apenas estamos estrenando el pensamiento racional, y todavía no acabamos de acostumbrarnos; aún somos niños creyendo en hadas, duendes y unicornios.

Así, la gente en general no piensa como los científicos, me decían otros. No es cuestión de mayor o menor inteligencia, ni es cuestión de mejor o peor educación. De hecho, muchas personas educadas tratan de disfrazar sus sesgos cognitivos (y todos los tenemos) bajo una falsa apariencia de escepticismo racional, cuando lo que hacen en realidad es lo que uno de estos expertos llamaba «pensar como un abogado», o seleccionar cuidadosamente (en inglés lo llaman cherry-picking) algún dato minoritario, irrelevante o intrascendente, pero que juega a su favor. Un ejemplo es este caso tan típico: «yo no soy [racista/xenófobo/machista/homófobo/negacionista del holocausto/antivacunas/etc.], PERO…».

Estos casos de sesgos cognitivos disfrazados, proseguían los expertos, son los más peligrosos de cara a la sociedad; primero, porque su apariencia de acercamiento neutral y de escepticismo, de no ceñirse a un criterio formado a priori, es más poderosa a la hora de sembrar la duda entre otras personas menos informadas que una postura fanática sin tapujos.

Segundo e importantísimo, porque el disfraz a veces les permite incluso colarse en la propia comunidad científica. Es el caso cuando unos pocos científicos sostienen un criterio contrario al de la mayoría, y son por ello destacados por los no científicos a quienes no les gustan las pruebas mayoritarias: ocurre con cuestiones como el cambio climático o los transgénicos; cuando hay alguna voz discrepante en la comunidad científica, en muy rarísimas ocasiones, si es que hay alguna, se trata de un genio capaz de ver lo que nadie más ha logrado ver. Es mucho más probable que se trate de un sesgo disfrazado, el del mal científico que no trata de refutar su propia hipótesis, como debe hacerse, sino de demostrarla. Pero hay un caso aún peor, y es el del científico corrupto guiado por motivaciones económicas; este fue el caso de Andrew Wakefield, el que inventó el inexistente vínculo entre vacunas y autismo.

He venido hoy a hablarles de todo esto a propósito del asunto antivacunas que comenté ayer, porque algunas de estas cuestiones y muchas otras más están genialmente tratadas en este vídeo que les traigo. John Oliver es un cómico, actor y showman inglés que presenta el programa Last Week Tonight en la HBO de EEUU. Habitualmente Oliver suele ocuparse de temas políticos, pero de vez en cuando entra en harina científica. Y sin tener una formación específica en ciencia, es un paladín del pensamiento racional y de la prueba, demostrando una lucidez enorme y bastante rara entre las celebrities. Y por si fuera poco, maneja con maestría esas cualidades que solemos atribuir al humor británico.

Por desgracia, el vídeo solo está disponible en inglés, así que deberán conocer el idioma para seguirlo, pero los subtítulos automáticos de YouTube les ayudarán si no tienen el oído muy entrenado. Háganme caso y disfrútenlo: explica maravillosamente la presunta polémica de las vacunas, tiene mucho contenido científico de interés, y además van a reírse.