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Así se vive la pandemia en Suecia, un país sin confinamientos ni mascarillas que logra mantener el coronavirus a raya

En mi último artículo antes de las vacaciones traje aquí el contraste entre dos países muy diferentes en su respuesta a la pandemia de COVID-19: España, donde las medidas adoptadas se cuentan entre las más restrictivas y exigentes del mundo, y Suecia, cuyo epidemiólogo jefe optó por una gestión alternativa a la de la gran mayoría de los países, sin imponer cierres, confinamientos o ni siquiera el uso de mascarillas. Y pese a ello, España registra las peores cifras de la UE en contagios, mientras que Suecia, aun con un desempeño peor que sus vecinos nórdicos, se encuentra ahora en una situación incluso más favorable que otros países de Europa occidental.

Con motivo de aquel artículo, recibí alguna crítica en Twitter; al parecer, algunos lectores esperaban una explicación de esta disparidad. Pero no la tengo, porque aún no la hay. Y si en algún momento llega, desde luego no será a través de ninguna elucubración en un artículo de prensa, sino de los estudios científicos rigurosos que ahonden en los misterios del coronavirus y su dinámica de propagación.

Hoy quiero traer aquí algunas observaciones personales. Que, obviamente, tampoco van a aportar ninguna solución al enigma, pero que enfatizan lo inexplicable del relativo éxito sueco y, en comparación, el fracaso de las medidas adoptadas en España, más allá de los posibles sesgos derivados de las diferencias de recuento y testeo en unos y otros países –la sanidad sueca no se ha visto desbordada ni parece existir allí un exceso de mortalidad bajo el radar.

El caso es que, no exclusivamente debido al coronavirus, pero tampoco de forma totalmente casual –no hay muchos países en el mundo donde a los españoles se nos permita viajar sin restricciones–, he pasado las casi tres últimas semanas en Suecia, y creo interesante traer aquí cómo se está viviendo allí la crisis actual y cómo puede relacionarse con la evolución de la pandemia en aquel país.

Quizá haya quien piense que, dadas las circunstancias, es poco prudente viajar a otros países; de hecho, se han cancelado innumerables viajes al extranjero a causa de la pandemia. Pero hay lugares y lugares, y repito lo que en una ocasión me dijo un epidemiólogo: si hay una pandemia, el lugar más seguro es allí donde no haya gente. Al contrario de lo manifestado por la máxima responsable política de la Comunidad de Madrid, no, el virus no está “en todas partes”, sino solo donde hay humanos. Los virus no circulan por la calle. Somos nosotros quienes los incubamos y los propagamos. Y por ello hay ahora pocos lugares más seguros que la Laponia sueca, posiblemente el mayor espacio natural aún salvaje de Europa occidental.

Según la Rough Guide to Sweden, la guía que he utilizado en mi viaje, si Estocolmo tuviera una densidad de población similar a la del norte del país, solo vivirían en la capital cincuenta personas. Paseando por las calles vacías de la ciudad minera de Kiruna, la urbe más septentrional del país y la quinta de mayor población del mundo al norte del Círculo Polar Ártico, una chica se acercó a preguntarnos de dónde éramos. Su siguiente pregunta fue qué hacíamos allí. Lo cierto es que Kiruna no es para quienes buscan las atracciones turísticas y las muchedumbres que atraen. Incluso para los propios suecos, Kiruna es un lugar remoto donde muchos jamás han puesto el pie. Pero por lo mismo, es irresistible para quienes disfrutamos de esas fronteras que parecen más allá de los límites de la realidad humana. Y desde luego, es un refugio perfecto en caso de pandemia, en comparación con las atestadas ciudades y poblaciones españolas durante este verano, según me cuentan algunos amigos.

Calles vacías en la ciudad sueca de Kiruna, 145 km al norte del Círculo Polar Ártico. Al fondo, las explotaciones mineras que dieron origen al asentamiento. Imagen de Javier Yanes.

Calles vacías en la ciudad sueca de Kiruna, 145 km al norte del Círculo Polar Ártico. Al fondo, las explotaciones mineras que dieron origen al asentamiento. Imagen de Javier Yanes.

Obviamente, es inmediato pensar que esa baja densidad de población del gélido norte sueco, donde a punto estuvo de nevarnos en pleno verano, puede explicar en parte las diferencias entre el nivel de acumulación de casos de cóvid en España y Suecia. Nuestro país es solo algo más extenso que la patria de Pippi Calzaslargas, pero nuestra población casi quintuplica la sueca. Nueva Zelanda, un país con una densidad poblacional muy baja, ha conseguido mantener el virus bastante a raya con medidas drásticas; sin embargo, el máximo responsable de la pandemia allí dijo que la baja población era un factor poco relevante, algo difícil de creer viendo que las medidas adoptadas en Nueva Zelanda y en España no han sido muy diferentes durante la primera oleada, salvo quizá por el rastreo de casos.

Número de casos notificados por 100.000 habitantes en los últimos 14 días a fecha 3 de septiembre en las distintas regiones de la UE y Reino Unido. Imagen de eCDC.

Número de casos notificados por 100.000 habitantes en los últimos 14 días a fecha 3 de septiembre en las distintas regiones de la UE y Reino Unido. Imagen de eCDC.

Pero incluso con las peculiaridades del norte sueco, este no es el caso de Estocolmo, una ciudad de un millón de habitantes, tan atestada como cualquier otra, con sus calles comerciales y donde multitudes de ciclistas llenan los carriles bici y se agolpan en los semáforos. Y tampoco la región de Estocolmo registra cifras de contagios mayores que otros lugares de Europa. Es más, si se tratara solo de densidad de población, otros países europeos notablemente más superpoblados que el nuestro deberían hallarse en situación similar a la de España, o peor.

Stortorget, el núcleo del centro histórico de Estocolmo, suele bullir de visitantes en verano. Imagen de Javier Yanes.

Stortorget, el núcleo del centro histórico de Estocolmo, suele bullir de visitantes en verano. Imagen de Javier Yanes.

Más chocante resulta el hecho de que en Suecia absolutamente nadie lleva mascarilla. Nadie; en un recorrido desde Estocolmo hasta el lejano norte, y exceptuando el aeropuerto, solo en la capital encontramos a dos personas que la llevaban. Al cruzarnos con ellas, descubrimos que eran españolas. En el aeropuerto de Estocolmo no había ninguna clase de control de entrada, ni los consabidos y demostradamente inútiles controles de temperatura, ni formulario alguno que rellenar, ni mucho menos la obligación de someterse a un test o a una cuarentena. Eso sí, todos los establecimientos cuentan con botes de gel desinfectante, carteles y marcas para delimitar las distancias de seguridad, y mamparas para separar a los empleados de los clientes.

Pero aunque unas vacaciones en Suecia casi lleguen a hacer olvidar la pandemia, una mirada más detenida revela los detalles. Ausencia total de turismo extranjero, incluso en el centro histórico de Estocolmo. Los alojamientos, bares y restaurantes, casi vacíos, una impresión que nos confirmaron los responsables. Comercios y cafés cerrados por decisión de sus dueños. Y aunque el nivel de actividad en cuanto al ocio no sea comparable al de España, también en esto se percibe un bajón. En los tiempos más duros, hasta una tercera parte de la población se confinó de manera voluntaria. Hoy muchas personas siguen llevando allí una vida de semirreclusión, y se observa un estricto respeto de la distancia de seguridad: en el supermercado, mientras elegíamos comida de un estante, quienes querían coger algún producto de la misma sección esperaban hasta que nosotros la dejábamos libre; nadie se abalanzaba invadiendo la burbuja de seguridad de uno. Y nosotros hacíamos lo propio.

Una calle desierta en Gamla Stan, el centro histórico de Estocolmo. Imagen de Javier Yanes.

Una calle desierta en Gamla Stan, el centro histórico de Estocolmo. Imagen de Javier Yanes.

Quiero insistir en que esto no tiene más relevancia que la de unas cuantas observaciones anecdóticas y una conclusión personal. Pero como resumen, podría decirse que, al parecer, en Suecia al menos una parte de la población ha optado voluntariamente por cambiar sus hábitos y llevar una vida de pandemia, incluso sin mascarillas, mientras que el mensaje que parece haber calado en España es el de mascarilla y vida normal; a estas alturas, ¿queda alguien aquí que haya modificado sus costumbres y prescindido de ciertas actividades, salvo en lo obligado por las autoridades? ¿Se evitan las salidas, reuniones y aglomeraciones, se respetan las distancias?

Vaya por delante que no se trata aquí de minimizar la importancia de las mascarillas. Pero tampoco debemos olvidar que no son la panacea. Sí, las mascarillas protegen, pero solo parcialmente. Una y otra vez, los científicos revisan los estudios disponibles, pero del repaso de los mismos trabajos solo puede llegarse a la misma conclusión: tras el reciente metaestudio en The Lancet que ya comenté aquí, una nueva revisión de la Universidad de Oxford (aún pendiente de revisión) vuelve a lo mismo: en el amplio rango de observaciones, tanto los estudios que apenas detectan la menor eficacia como los que encuentran una protección relativamente efectiva tienen sus peros y limitaciones. Y aunque, en su nota de prensa, los investigadores destacan que las mascarillas funcionan, debe entenderse que este es un mensaje cuyo público objetivo son quienes creen lo contrario, algo que ahora parece obsesionar a una parte de la comunidad científica. Por el contrario, hay otro mensaje que se está olvidando, y es uno que sin embargo lleva repitiéndose desde el comienzo de la pandemia: las mascarillas no son una garantía y pueden conducir a una falsa sensación de seguridad. Y tan importante como convencer a los escépticos de que las mascarillas no son inútiles es informar sobre su limitada eficacia a quienes han asumido el dogma de que, con una mascarilla en la cara, puede hacerse vida normal.

Pero la anormalidad debe ser tolerable a largo plazo, y en esto Suecia parece haber encontrado un mejor equilibrio que España. El epidemiólogo jefe de aquel país, Anders Tegnell, ha basado su estrategia en la acertada premisa de que una pandemia no es un esprint, sino una maratón, y por tanto el esfuerzo debe dosificarse para poder llegar al final. La contención de la pandemia se ha confiado a la responsabilidad voluntaria de la población, y no les va del todo mal. En Nueva Zelanda, en cambio, se habla de “fatiga cóvid”; tan drásticas fueron las medidas iniciales que la población ya apenas respeta ninguna precaución, lo que está llevando a un nuevo aumento de casos.

La aldea-iglesia de Gammelstad, Patrimonio de la Humanidad, sin visitantes. Imagen de Javier Yanes.

La aldea-iglesia de Gammelstad, Patrimonio de la Humanidad, sin visitantes. Imagen de Javier Yanes.

En cuanto a España, nadie sabe por qué somos el pozo negro de la pandemia en Europa, pero el caso de Suecia demuestra que ya no basta con seguir atribuyendo los contagios al uso deficiente de las mascarillas. Ni los más adeptos pueden ya defender que la estrategia española esté funcionando; y cuanto más se empeñen las autoridades en seguir superponiéndonos más restricciones e imposiciones, más insostenibles serán las medidas a largo plazo. Tal vez la respuesta esté en no continuar culpando de todo a los gobiernos y mirar un poco más hacia nuestros propios ombligos, a cómo estamos llevando nuestra vida cotidiana; al hecho de que solo hacemos lo que no nos gusta cuando se nos obliga, y solo dejamos de hacer lo que nos gusta cuando se nos prohíbe.

Pero también quizá sea hora de empezar a comprender que, por convenientes que puedan ser ahora otras medidas, la clave para la futura contención de la pandemia puede estar en otro lugar, el más evidente, pero que hasta ahora las autoridades han pasado por alto: el aire que respiramos. Mañana, más detalles.

¿Por qué España, con confinamiento y mascarillas, sufre más la pandemia que Suecia, sin confinamiento ni mascarillas?

Hace unos días, con ocasión de un análisis encargado por otro medio sobre la respuesta de Suecia al coronavirus, tuve la oportunidad de estudiar más en detalle este caso, que solo conocía muy a grandes rasgos. Como sabrá quien haya seguido las noticias relativas a la pandemia, Suecia ha sido una excepción en el marco europeo por no haber impuesto confinamientos en ningún momento. Según los expertos en leyes, no era posible porque la Constitución allí impide restringir el libre movimiento de los ciudadanos en tiempos de paz; para confinar a la gente habría que decretar un estado de emergencia, y esto solo puede hacerse si el país está en guerra.

Pero el argumento legal parece más un pretexto que un impedimento, porque las medidas restrictivas obligatorias no estaban en la mente del hombre que dirige la respuesta sueca a la pandemia, el epidemiólogo jefe del estado, Anders Tegnell. Y no, no es correcto decir que es el Fernando Simón sueco; aquí no es Simón quien toma las decisiones, sino el gobierno. Simón es un científico con un papel científico que no forma parte del gobierno. Por ello, y le pese a quien le pese, cumple su papel al desaconsejar la entrada de turistas en España. Si cierto sector del empresariado turístico ha pedido su dimisión por ello es porque en este país no existe costumbre de escuchar a los científicos ni se comprende qué es la ciencia y cuál es su papel. Simón debería dimitir si precisamente hubiera dicho lo contrario, poniendo los criterios económicos por encima de lo que la ciencia aconseja para controlar la epidemia. Pero en último término, él no es quien decreta, impone ni manda.

(Nota al margen: aunque esto de comprender qué es la ciencia y saber separarlo de la política y de la economía no debería ir asociado a ideologías ni a bandos políticos, tristemente durante la pandemia se ha revelado una brecha alarmante. Me consta que científicos de ideas conservadoras quedaron profundamente decepcionados cuando el líder de la derecha acusó al gobierno de «parapetarse en la ciencia», y es evidente que el gobierno de la Comunidad de Madrid ignora los criterios científicos con decisiones como la de la famosa «cartilla cóvid»).

Pues bien, en Suecia, Tegnell es quien manda, hace y deshace, sin que en principio sus decisiones sean objetables ni rectificables por el gobierno. Tegnell decidió mantener abiertas las fronteras y los bares y restaurantes, y confiar la contención del brote en Suecia a la responsabilidad y la colaboración voluntaria de los ciudadanos. Dicen los expertos en ello que en aquel país existe una conciencia colectiva de protección nacional forjada en la Segunda Guerra Mundial. Y debe de ser así, porque los estudios muestran que un tercio de la población se confinó voluntariamente sin que nadie se lo impusiera.

Confinamiento voluntario: una calle de Estocolmo durante la pandemia de COVID-19. Imagen de I99pema / Wikipedia.

Confinamiento voluntario: una calle de Estocolmo durante la pandemia de COVID-19. Imagen de I99pema / Wikipedia.

La opción sueca no fue bien recibida entre los expertos, siempre dentro de la prudencia con la que suelen expresarse los científicos. Dentro del propio país hubo fuertes críticas, e incluso decenas de investigadores y médicos suecos se manifestaron de forma colectiva en contra de la estrategia de Tegnell a través de los medios.

Pero con el tiempo ya transcurrido, ¿qué dicen los números? Desde luego, no cabe duda de que los resultados hasta ahora son peores en Suecia que en otros países escandinavos, donde también se ha contemplado con mucho recelo la postura de su vecino rebelde.

Pero pese a ello, los datos de Suecia, siendo relativamente malos, son mejores que los de España. Aquí hemos tenido uno de los confinamientos más drásticos del mundo, una medida que logró doblegar la curva de contagios, pero que no evitó una de las peores cifras de muertes del planeta en esta primera fase, a fecha actual (más sobre esto en un rato). Hasta hace unos días, Suecia superaba a España en nuevos contagios por 100.000 habitantes. Pero cuando escribo estas líneas, las tornas se han invertido: hoy Suecia tiene (en los últimos 14 días) 31 casos por 100.000, España, 54. ¿Por qué tenemos más nuevos contagios incluso que un país donde casi todo ha seguido en todo momento funcionando con relativa normalidad y donde ni siquiera se aconseja el uso de mascarillas a la población?

Es cierto que la respuesta del gobierno español ha sido muy criticada aquí, pero también que, como he contado anteriormente, los estudios científicos internacionales que han emprendido análisis rigurosos comparativos con otros países nos han dejado en un lugar más mediocre tirando a malo que desastroso, como políticamente se ha intentado vender. Y también es cierto que, aun incluso si la actuación del gobierno hubiera sido tan catastrófica como algunos pretenden, ¿por qué ahora, que el control de la epidemia está mayoritariamente en manos de otros gobiernos distintos al del estado, las cifras no solo no mejoran, sino que empeoran? En los últimos días hemos escalado puestos en la lista europea de contagios por 100.000 habitantes. A fecha de hoy, solo Luxemburgo nos supera.

Lo cual nos lleva a una conclusión: algo está agravando la incidencia de la pandemia en España con respecto a otros países. Y hasta ahora, nadie parece tener una idea clara sobre qué puede ser. Es más, y como inmunólogo, hay algo que me atrevería a apostar (es solo una especulación, pero razonable por diversos motivos), y es que podemos darnos por afortunados por la ayuda del efecto verano, porque posiblemente las cifras que ahora tenemos serían mucho peores si hubiéramos entrado ya en el otoño.

Pero sí, además de culpar de todo al gobierno, lo segundo más fácil es culpar a la irresponsabilidad de la gente. Y probablemente la haya; quizá estemos aún más lejos de los suecos de lo que la mera distancia geográfica sugiere. Pero aunque medidas como la obligatoriedad de las mascarillas en toda circunstancia estén transmitiendo a los ciudadanos la idea de que esta es la clave necesaria y suficiente para acabar con el coronavirus, es necesario recordar una vez más que no es así.

Aquí he venido comentando lo más relevante que se ha ido publicando en las revistas científicas sobre la eficacia de las mascarillas. La mayor y más reciente aportación probablemente sea una gran revisión y meta-análisis (estudio de estudios) aparecido en junio en The Lancet. Otras revisiones anteriores debían basarse en estudios con otros virus. El nuevo trabajo ha repasado 172 estudios observacionales en 16 países y relativos en exclusiva al virus de la COVID-19 o a otros coronavirus, los del SARS y el MERS.

Conclusiones: la diferencia de riesgo entre usar mascarilla y no usarla es del 14%. La diferencia de riesgo entre dejar un metro de distancia y no dejarlo es del 10%. Y la diferencia de riesgo entre usar protección ocular y no usarla es también del 10% (y por cierto, ninguna autoridad parece haber reparado en esta medida de protección). Es decir, que ninguna de las medidas de por sí es la panacea. Según los autores, «incluso correctamente usadas y combinadas, ninguna de estas intervenciones ofrece protección completa, y otras medidas protectoras básicas (como la higiene de manos) son esenciales para reducir la transmisión».

Pero entonces, ¿qué hay de aquel estudio publicado en PNAS que identificaba el uso de mascarillas como la medida clave para acabar con el virus? Pues por el momento, una carta firmada por más de 40 expertos de primera fila ha pedido su retractación por metodología defectuosa y conclusiones insostenibles. Y, un momento, ¿qué hay de aquel otro publicado en Proceedings of the Royal Society A y muy divulgado, según el cual, se dijo, si todo el mundo utilizara mascarillas la pandemia acabaría rápidamente? La respuesta es que aquel estudio no calculaba la eficacia de las mascarillas; se limitaba a describir un modelo según el cual la epidemia se extinguiría si todo el mundo llevara mascarilla, suponiéndole a la mascarilla al menos un 75% de efectividad. Cosa que no parece ocurrir para la transmisión aérea del virus.

Aun así, algo es mejor que nada, ¿no? Por supuesto que lo es; siempre que se entienda que es solo eso: algo. Pero no este el mensaje que se transmite cuando se impone la obligatoriedad de llevar mascarilla también al aire libre y sin otras personas alrededor. Incluso con la transmisión aérea del coronavirus, una hipótesis que ha ganado fuerza en la comunidad científica, el epidemiólogo de Harvard Bill Hanage, defensor del uso de las mascarillas, advertía al New York Times que la gente «piensa y habla de la transmisión por el aire de una forma profundamente estúpida. Tenemos esta idea de que la transmisión aérea significa que hay gotitas viajando por el aire capaces de infectarte muchas horas después, flotando por las calles, a través de los buzones y colándose en los hogares por todas partes».

Y no funciona así, decía Hanage: incluso por el aire, el virus se transmite cuando existe una estrecha cercanía por tiempo prolongado y sobre todo en interiores. Hasta los expertos que han sido más ardientes defensores del uso universal de las mascarillas han abogado por su uso «en todos los lugares públicos, tales como comercios, transportes y edificios públicos». No en la calle.

Si algo conseguirá la obligatoriedad de su uso en todas partes, incluso al aire libre, será, si acaso, transmitir una falsa sensación de seguridad que lleve a la gente a asumir más riesgos, como ya han advertido algunos expertos: «Cuando la gente se siente más segura con una mascarilla, relaja otras formas de prevención, como el lavado de manos o la distancia social. En el peor de los casos, el riesgo de infección podría de hecho aumentar», escriben Alex Horenstein y Konrad Grabiszewski en The Conversation. Las mascarillas pueden ayudar, utilizadas hasta cierto punto; más allá de ese punto, son inútiles, o hasta perjudiciales, según Horenstein y Grabiszewski. Repito algo ya dicho aquí: no son las mascarillas lo que nos sacará de esto, sino la inmunidad.

Pero volvamos al caso sueco: más arriba he señalado que, tanto para Suecia como para España o cualquier otro lugar, hablamos de las cifras y los datos hasta ahora. Pero si precisamente algo tenía claro Tegnell cuando diseñó su estrategia es algo que todos los expertos también asumen, aunque quizá aún no haya calado en la calle y en los medios, donde aún se discute si rebrotes o si segunda oleada: el epidemiólogo sueco dijo en su día que la lucha contra el virus no es un esprint, sino una maratón. Y que por lo tanto, las medidas adoptadas debían ser sostenibles a muy largo plazo.

Evidentemente, los confinamientos no son sostenibles a largo plazo, ni los cierres de fronteras o de establecimientos. Ni llevar una mascarilla en todo momento, siempre que estemos fuera de casa, todos los días de nuestra vida durante los años que dure esta pandemia. Entre el cero y el infinito suele haber opciones intermedias bastante razonables y prácticas.

Y teniendo en cuenta que esto va para largo, para muy, muy largo, hablar ahora de los datos de unos países u otros con la foto fija actual, o la de hace dos meses, o la de dentro de dos meses, como si fueran cifras finales, sencillamente no tiene sentido. Solo el tiempo, con el fin de la pandemia, probablemente a años vista, dirá si Tegnell acertó o cometió un error histórico. Y si a la larga las cifras españolas continuarán siendo tan comparativamente malas. Y quizá, esperemos, nos revele por qué el coronavirus parece ensañarse especialmente con nuestro país.

Las pseudoterapias inician su campaña de desinformación

El fin de semana suele ser cuando se reposan y se repasan los asuntos de los cinco días previos, y entre ellos, como conté ayer, está la puesta en marcha del Plan para la protección de la salud frente a las pseudoterapias, anunciada el pasado miércoles por María Luisa Carcedo, ministra de Sanidad, y Pedro Duque, ministro de Ciencia.

Entre esos reposos y repasos, he podido escuchar en la radio, literalmente, la siguiente interpretación de lo ocurrido esta semana: «el gobierno planea prohibir las terapias naturales». Cualquiera que escuche esta versión claramente sesgada llegará a la conclusión de que el malvado gobierno se dispone a clausurar su herbolario favorito e impedirle comprar eucalipto para prepararse unos vahos, o tila para relajarse y conciliar el sueño.

La verdadera información está ahí para quien la quiera: el gobierno informará sobre la eficacia o falta de ella de las distintas alternativas terapéuticas con el fin de que la ciudadanía disponga de los suficientes elementos de juicio para elegir sus opciones. Quien quiera elegir pseudoterapias podrá seguir haciéndolo; pero eso sí, ni a sus prescriptores y practicantes se les permitirá la publicidad engañosa, ni podrán ejercer dentro del sistema sanitario, que como cualquiera puede entender a poco que se lo proponga, debe estar dedicado exclusivamente a la administración de tratamientos terapéuticos que sean probadamente terapéuticos.

Homeopatía. Imagen de MaxPixel.

Homeopatía. Imagen de MaxPixel.

Quisiera equivocarme, pero mucho me temo que el nuevo plan del gobierno puede prender una campaña de desinformación y fake news por parte de los defensores de las pseudoterapias. La anterior interpretación de las intenciones del gobierno es una muestra de cómo la manera de presentar un asunto busca interesadamente provocar una reacción de rechazo en la audiencia: ¡prohibir las terapias naturales! ¡Pero cómo se atreven!

A los agentes de la desinformación se ha sumado, de momento, la presentadora Ana Rosa Quintana. Como informó esta casa el pasado viernes, Quintana defendió las pseudoterapias en su programa, afirmando que «la homeopatía o la acupuntura son ciencias milenarias». Es evidente que la opinión de Quintana sobre estos asuntos debería pesar tanto como su hipótesis sobre el origen y la causa de los Fast Radio Bursts, potentes ráfagas de emisiones de ondas de radio de procedencia aparentemente extragaláctica.

Pero también es evidente que no es así, sino que opiniones como la suya pesan; y obviamente Quintana ignora o bien lo que son la homeopatía y la acupuntura (no son ciencias), o bien lo que es la ciencia (la homeopatía y la acupuntura no lo son), o ambas cosas, y desde luego parece desconocer por completo que los 222 años de existencia de la homeopatía no cuentan como un milenio.

Otro indicio de que la maquinaria pseudoterapéutica puede preparar una intensificación de su campaña de fake news me lo ha proporcionado una persona, defensora de la homeopatía, que parece haberse propuesto espamear mi correo. A su primer mensaje respondí amablemente explicándole qué es la homeopatía, que no cura y por qué no cura, como creo que es mi obligación y hago con gusto siempre que se trate de ayudar a fomentar la información y la cultura del pensamiento. Pero descubrí entonces que esta persona no solo es inmune a la información, sino que ahora parece decidida a dejarme en el correo periódicas notas sobre su visión del mundo.

En su último correo (de los dos que me ha enviado esta misma mañana), me informa de que «la homeopatía ya es legal en Suecia», adjuntándome un enlace y añadiendo que «como siempre, en España somos más listos». Sobre lo de si somos más listos y como ya sugerí ayer, la idea de que debemos mimetizarnos con la manera que en otros países tienen de hacer cualquier cosa sí que tendería a indicar que somos menos listos; si no fuera porque no existen datos que demuestren diferencias de capacidades intelectuales al sur y al norte de los Pirineos.

Pero por supuesto, merece la pena indagar en el caso. El enlace me lleva a una publicación en una web de homeopatía en la que, bajo el título «Fin de la prohibición: en Suecia la homeopatía ya es legal», se cuenta que el Tribunal Supremo de Suecia ha tumbado una sentencia que condenaba a un médico por haber tratado con homeopatía a un paciente. «Los jueces están convencidos de que el médico actuó en interés del paciente y aplicó el medicamento que según los conocimientos del médico era más adecuado para el paciente», dice el texto.

Caramba –viene a pretender que interprete mi comunicante–: mientras que en España se planea restringir la homeopatía, justo ahora en Suecia se le da un empujón validando su eficacia. ¿No?

Bueno, lo cierto es que… no. En primer lugar, y aunque resulte muy oportuno pretender que Suecia ahora se pronuncia en favor de la homeopatía, no es exactamente así: al indagar un poco, descubro que en realidad la noticia original se publicó el 24 de septiembre de 2011. Fue hace siete años cuando el Tribunal Supremo sueco anuló la sentencia que sancionaba a este médico. Y en realidad, como voy a explicar, no se ha producido ningún cambio en el estatus legal de la homeopatía en Suecia, al contrario de lo que mi comunicante pretende hacerme creer.

La sentencia original en cuestión (no tengo la menor idea del idioma sueco, pero este enlace al traductor de Google me ofrece una traducción al inglés razonablemente legible) dice lo siguiente: «El Comité Nacional de Salud concede que los remedios homeopáticos no tienen impacto negativo en el organismo humano. Debe considerarse que el tratamiento homeopático no tiene efecto alguno, pero en general se acepta el positivo efecto placebo que se produce cuando el paciente por sí mismo adopta la iniciativa de tomar un tratamiento que cree que pueda tener un efecto en su enfermedad».

En resumen, la sentencia absuelve al médico de negligencia porque le estaba administrando al paciente un tratamiento que no cura, pero que tampoco le perjudica, y que no hay fundamento para una sanción que solo debe aplicarse cuando un profesional «actúa poniendo en peligro la seguridad del paciente», dice la sentencia. En otras palabras, este es el gran triunfo enarbolado por los defensores de la homeopatía: en Suecia se dictaminó (hace siete años) que administrar agua o pastillas de azúcar a un paciente no pone en riesgo su salud.

La sentencia añadía además un detalle. Basándose en ese posible efecto placebo, que no cura, pero que puede favorecer la percepción de bienestar del enfermo, los jueces citaban la postura del Comité Nacional de Salud y Bienestar de Suecia según la cual «en casos excepcionales los remedios homeopáticos pueden aceptarse como un suplemento a la medicina académica». Pero añadía: «Esto no se aplica al tratamiento sistemático o al tratamiento DE MENORES».

Las mayúsculas son mías; y es que, como ya comenté ayer, la defensa de la libertad de elección solo puede aplicarse a adultos que toman sus propias decisiones sobre su propia salud. Parece que no solamente Suecia no mantiene una postura más favorable a la homeopatía que España, sino que además allí existe un especial énfasis en la protección de los niños contra las pseudoterapias que aquí, al menos según lo presentado en las directrices del nuevo plan del gobierno, aún no se ha contemplado.

Pero insisto: la postura oficial sueca no es más favorable a la homeopatía que la española. Dos años después de aquella sentencia, el Comité Nacional de Salud, a resultas de una investigación encargada por el Ministerio de Asuntos Sociales (traducción al inglés aquí), insistía en la excepcionalidad de la administración de homeopatía: «Las ocasiones en las que los profesionales de la salud pueden desviarse de la ciencia y la experiencia demostrada son, por ejemplo, si un paciente terminal ha probado toda la medicina académica y quiere probar los preparados homeopáticos».

La responsable del estudio, Lisa van Duin, decía: «Entonces, los profesionales legítimos de la salud no pueden decir que se niegan a la homeopatía, sino que en cambio pueden ayudar a que se practique con seguridad», añadiendo que «los tratamientos de medicina alternativa no deben interferir con la medicina de modo que suponga un riesgo para el paciente».

Homeopatía. El preparado Aconitum C30 ha sido el probado en el experimento. Imagen de pxhere.

Homeopatía. El preparado Aconitum C30 ha sido el probado en el experimento. Imagen de pxhere.

La realidad es que Suecia, como el resto de los países de la Unión, se ciñe a las actuales normativas comunitarias sobre pseudoterapias. Y para saber cuál es el estado actual de la homeopatía en aquel país, nada mejor que consultar la web de la Agencia Sueca de Productos Médicos (MPA), que por suerte sí ofrece información en inglés. Y este es el estatus actual de los remedios homeopáticos en Suecia: «Deben registrarse en la MPA para poder venderse en el mercado sueco», dice la web.

¿Y qué necesita un producto homeopático para registrarse en la MPA sueca? La web cita los artículos 14 y 15 de la Directiva 2001/83/EC del Parlamento Europeo, así como el 17 y el 18 de la Directiva 2001/82/EC, para el caso de los productos veterinarios. Y aplicando dichas directivas, se exige a todo producto homeopático «la calidad y seguridad del producto final», «que la fabricación se produzca en condiciones aceptables de calidad», que «la fabricación cumpla con los métodos homeopáticos» y que «la materia prima se haya utilizado previamente en homeopatía». Es decir, ni una palabra sobre su eficacia. O sí, pero no en el sentido en que pretenden los propagadores de fake news. La web añade: «La MPA sueca no evalúa la eficacia de los productos homeopáticos. No se requieren estudios clínicos o literatura científica de apoyo para demostrar el efecto de un producto homeopático. Aún más, no pueden sostenerse indicaciones o efectos para un producto homeopático».

Es decir, la ley sueca tolera la venta de productos homeopáticos, aunque no curen, sin importar que no curen, pero únicamente siempre que no se afirme que curan. Respecto a qué tipo de productos homeopáticos pueden venderse, la MPA especifica que estos «no contengan más de una parte en 10.000 del principio original (equivalente a D4 en el producto final)» y que «si se emplea una sustancia activa empleada en un fármaco que requiere receta, el producto homeopático debe diluir este principio al menos 100 veces respecto a la dosis más baja que requiere prescripción».

¿Y por qué esa dilución D4? Bueno, sencillamente porque es la dilución mínima a la que se ha probado que no existe ningún resto del principio original; en otras palabras, la ley sueca garantiza que los productos homeopáticos que se venden contienen exclusivamente agua (o azúcar, en el caso de las pastillas). Y asegurado esto, nadie puede impedir a nadie que compre agua embotellada o caramelos, aunque sea en dosis muy pequeñas a precios comparativamente astronómicos.