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No todo está en el virus: unos 40 genes pueden influir en la gravedad de la COVID-19

Uno de los aspectos de la pandemia de COVID-19 que más han inquietado al público es la sensación de una macabra lotería; que, dejando aparte el conocido riesgo mayor en las personas de más edad y en ciertos enfermos crónicos, y más en los hombres respecto a las mujeres, la diferencia entre dos desenlaces tan extremos y dramáticamente distintos como la infección asintomática y la muerte es una cuestión de suerte. Y que si bien a la mayoría de la población de bajo riesgo le sale un número más próximo a lo primero que a lo segundo, hay un cierto número de papeletas fatídicas que pueden tocarle a cualquiera.

Naturalmente, no es una lotería, ni el resultado depende del azar. El problema es que para conocer cuáles son los factores que condicionan las diferencias en la gravedad de la infección entre unas personas y otras, hasta el punto de posibilitar un cierto nivel de predicción, hace falta mucha ciencia.

Algunos de estos factores pueden depender del propio virus: la dosis recibida, la vía de entrada de la infección, o por supuesto la variante concreta de las miles y miles que circulan entre la población, más allá de las cuatro o cinco más preocupantes y extendidas que suelen aparecer en los medios. O incluso la posibilidad de que una persona contraiga dos variantes diferentes al mismo tiempo, como ya se ha reportado.

Por desgracia, también se ha demostrado a lo largo de la pandemia que los factores socioeconómicos pueden determinar que una persona viva o muera. En España no se ha hablado apenas de esto porque nuestra sanidad pública es supuestamente universal, y porque en general no existen guetos de minorías étnicas de forma tan marcada como en otros países. Pero en los países donde hay distritos étnicos desfavorecidos, y donde la sanidad es para quien pueda pagarla, las diferencias en gravedad y mortalidad de la pandemia entre unas zonas y otras han sido brutales.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

Pero también hay factores que dependen intrínsecamente de cada persona: factores genéticos, que no necesariamente tienen una asociación obligada y unívoca con ninguna enfermedad concreta; pensemos en las variantes genéticas que aumentan la propensión a padecer ciertas enfermedades como el alzhéimer. Pueden existir infinidad de variantes genéticas que en condiciones normales no causen ningún problema a sus portadores. Pero que, ante alguna infección, puedan provocar una respuesta deficiente o todo lo contrario, una reacción hiperinflamatoria que es la causa de la muerte de muchos pacientes de cóvid.

El problema es que para identificar estas variantes es necesario analizar enormes muestras de población, un trabajo que normalmente lleva años. Y para esta pandemia no podíamos esperar años. Casi desde el comienzo de esta crisis global, proyectos internacionales de colaboración como el COVID Human Genetic Effort o el COVID-19 Host Genetics Initiative han reunido miles y miles de perfiles genéticos de pacientes para tratar de establecer vínculos estadísticamente significativos entre variantes genéticas y una mayor propensión a la infección asintomática o, al contrario, a enfermar gravemente o morir.

Precisamente el segundo de estos proyectos acaba de publicar ahora en Nature un gran estudio, el que hasta ahora es el mayor mapa de la genética humana de la arquitectura de la COVID-19. Es un esfuerzo casi sin precedentes, solo superado por algunos estudios físicos del LHC: en este caso han participado unos 3.000 investigadores de 1.224 instituciones de investigación de todo el mundo. Los autores han reunido 46 estudios que analizan los perfiles de casi 50.000 pacientes de cóvid y de unos dos millones de controles, incluyendo seis grupos étnicos de 19 países y ajustando los resultados a posibles variables de confusión como la edad, el sexo y el nivel socioeconómico.

El resultado de todo esto: 13 loci (plural de locus), sitios concretos del genoma humano, cuyas variantes se asocian a una mayor susceptibilidad general a la infección (4 de los 13) o a una mayor gravedad (los 9 restantes). Seis de estos loci son nuevos, no se habían detectado en estudios previos, mientras que el resto ya habían aparecido en otros resultados preliminares.

El siguiente paso al reconocimiento de estos 13 sitios es mirar qué genes concretos se encuentran en esas zonas, para tratar de entender cómo pueden estar influyendo en el desarrollo de una enfermedad como la cóvid. Así, los investigadores han identificado más de 40 genes candidatos. Entre ellos se encuentran viejos conocidos de los que ya se ha venido hablando, como genes implicados en los grupos sanguíneos AB0 que aumentan la susceptibilidad a la infección entre un 9 y un 12%.

Se han hallado también algunos genes que previamente se habían implicado en las enfermedades pulmonares, como FOXP4 o DPP9, y otros con funciones inmunitarias conocidas, como IFNAR1/2 o TYK2. En concreto, variantes de este TYK2 pueden aumentar el riesgo de enfermedad grave hasta en un 59%, pero es que existe otra región casi desconocida en el cromosoma 3, cuyo vínculo genético es incierto, pero cuyas variantes aumentan hasta un 74% el riesgo de padecer cóvid grave.

Y ahora, ¿qué hacemos con todo esto? El conocimiento de las variantes genéticas asociadas a un riesgo de enfermedad no es una tabla de salvación inmediata. Tampoco todos los científicos están convencidos de que estos estudios vayan a fructificar en pistas claras para atacar la cóvid. Pero, como mínimo, el conocimiento de los mecanismos biológicos en los que están implicados algunos de estos genes puede sugerir dianas para posibles tratamientos que busquen puntos débiles del virus. Por ejemplo, el antiinflamatorio baricitinib, un medicamento contra la artritis reumatoide que se están ensayando contra la cóvid, es un inhibidor de TYK2. Lo cual ya es una pista. Y teniendo en cuenta que, frente al éxito abrumador de las vacunas, el campo de los tratamientos contra la enfermedad grave aún está en pañales, cualquier posible pista es bienvenida.

Por qué en 40 años no tenemos vacunas del sida, y sí de COVID-19 en unos meses

En junio de 1981 el boletín del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU publicaba la descripción de cinco pacientes de Los Ángeles con neumonías graves, dos de ellas letales, causadas en hombres jóvenes y sanos por un hongo llamado Pneumocystis carinii (hoy P. jirovecii), que normalmente solo ataca a personas seriamente inmunodeprimidas. Aquella fue la primera publicación científica de casos de sida/VIH. Cuarenta años después, revistas como The Lancet o The New England Journal of Medicine están conmemorando este aniversario y repasando lo ocurrido y no ocurrido en estos cuatro decenios.

(Abro aquí un paréntesis para destacar algo que debería alimentar la cultura científica de quienes creen en teorías conspiranoicas sobre el origen del actual coronavirus de la COVID-19 porque «es un virus nuevo» que «ha surgido de repente» y «todavía no se sabe de dónde ha salido».

Puede decirse que hoy, 40 años después de los primeros casos descritos de sida, el conocimiento sobre el origen del VIH sigue más o menos en el mismo punto en el que está ahora el del origen del SARS-CoV-2 desde el primer momento de la pandemia: en ambos casos se sabe cuáles son los probables ancestros del virus (una cepa concreta del SIV en un caso, RaTG13 en el otro) y sus huéspedes no humanos (primates no humanos, murciélagos). Se tardó 18 años (1999) desde los primeros casos descritos de sida en encontrar en chimpancés un virus suficientemente igual al VIH como para proponerlo como ancestro directo, pero aún no se considera probado que el virus saltara directamente de los chimpancés a los humanos. Cuarenta años después, se sigue investigando el origen del VIH.

Por otra parte, en el caso del sida hoy se calcula que el virus apareció entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, que comenzó a infectar a los humanos en la década de 1920 en el antiguo Congo Belga, y que desde entonces provocó varios brotes que solo con el tiempo se han asignado a probables casos de sida; el más temprano del que hay confirmación empírica con muestras de sangre tuvo lugar en 1959 en el Congo. Hay constancia de que el VIH estaba presente en EEUU en los años 60, sospechas de que ya en los 50 y posibilidades de que en los 40 o incluso antes. Las revisiones científicas modernas de antiguos casos clínicos han encontrado numerosos probables casos de sida décadas antes de que la enfermedad fuera formalmente descrita.

¿Que hubo tres trabajadores del Instituto de Virología de Wuhan con posibles síntomas de COVID-19 en noviembre de 2019? ¿Un mes antes de que se reconociera formalmente la enfermedad? ¿Que esto es un indicio de que el virus salió de aquel laboratorio? ¿En serio? Para el sida, hay casos confirmados más de 20 años antes, y casos probables hasta medio siglo antes).

Entre lo ocurrido en estos 40 años de sida, lo más destacable es que hoy ya no es una enfermedad letal para quien tenga acceso a los tratamientos. En ese camino quedaron 35 millones de vidas. Y aún siguen y seguirán quedando las de aquellos que no tienen acceso a los tratamientos.

Y entre lo no ocurrido, naturalmente, destaca sobre lo demás el hecho de que aún no tenemos una vacuna. Pero ¿por qué con la COVID-19 hemos tenido varias en solo unos meses, y con el sida aún no tenemos ni una sola en 40 años?

Ilustración del virus VIH liberándose de una célula infectada. Imagen de Bette Korber at Los Alamos National Laboratory / Wikipedia.

Ilustración del virus VIH liberándose de una célula infectada. Imagen de Bette Korber at Los Alamos National Laboratory / Wikipedia.

No es que no se haya buscado. De hecho, ha sido el objeto de innumerables grupos de investigación en todo el mundo durante décadas; según recuerda en The Lancet el epidemiólogo Chris Beyrer, el esfuerzo científico contra el sida fue el mayor de la historia dedicado a una sola enfermedad hasta la COVID-19. El primer ensayo clínico de una vacuna comenzó en 1987; siete años después de la descripción de los primeros casos, pero solo tres años después de que se confirmara el agente viral del sida, y solo un año después de que el virus recibiera su nombre definitivo de VIH. Desde entonces se han emprendido al menos cinco grandes ensayos clínicos en fase 3 de vacunas del sida. Ninguno de ellos ha resultado hasta ahora en una vacuna funcional y segura.

La razón es sencilla, y es puramente técnica. Y es que si la COVID-19 es el sueño de todo creador de vacunas, el sida es la peor pesadilla.

Dejando aparte la gran tragedia que ha supuesto la COVID-19 para la humanidad, si hubiera sido posible escribir una carta a los Reyes Magos pidiendo, de entre todos los que podían llegarnos, un virus concreto para una pandemia, ese virus habría sido algo muy parecido al SARS-CoV-2: un virus que muta relativamente poco en comparación con otros como las gripes, de cadena única (la gripe lleva su genoma repartido en trozos, lo que facilita su recombinación), que en principio no se integra en el genoma (aunque puede ocurrir en algunos casos) y que además lleva una diana bien dibujada en todo el lomo: su proteína Spike (S), vital en la infección del virus y muy antigénica, capaz de disparar una fuerte respuesta de anticuerpos y otros componentes inmunitarios. La inmensa mayoría de las vacunas que hoy existen contra la COVID-19 no han necesitado más que esta única proteína S, suministrada al organismo de una u otra forma, para producir una respuesta inmune eficaz incluso contra variantes mutadas en esa misma proteína S.

En comparación, el VIH es la tormenta perfecta de los virus. De hecho, es curioso –bueno, en realidad no– que la conspiranoia no se haya centrado tanto en el VIH como virus de diseño, porque bien podría parecerlo; todo lo contrario que el virus de la COVID-19, un torpe invento subóptimo de la naturaleza que sería un cero en un examen de diseño de armas biológicas. El 99% de los infectados de COVID-19 se curan; con el VIH, sin tratamiento, nadie sobrevive.

Existen sobre todo dos razones principales que convierten al VIH, recordando la famosa cita de Alien, en un feroz hijo de puta. Primero, ataca al sistema inmune, precisamente el encargado de combatir los virus. Recordemos una vez más que una vacuna no es un EPI, no es una barrera. En general, las vacunas no suelen impedir la infección (algunas sí lo hacen, pero no es la norma), sino que impiden la replicación del virus una vez que ha entrado en el organismo y se encargan de aniquilar las células infectadas. Pero todo esto lo hace el sistema inmune. Y lo que hace el VIH es precisamente atacar el sistema inmune, y no una cualquiera de sus piezas, sino un hub del que depende todo, su principal centro de inteligencia, las células T helper CD4+. Si uno quisiera diseñar un virus para hackear el sistema inmune, este sería sin duda el mejor objetivo.

Pero hay algo más, y es que el VIH es un retrovirus, segunda razón. Al contrario que el SARS-2 y otros virus de ARN, que utilizan este intermediario desechable solo para producir sus proteínas, los retrovirus copian su información genética a un ADN que se hace un hueco en los propios cromosomas de la célula, se integra y se queda a vivir allí. Una vez que el VIH ha entrado en el organismo, ya forma parte de uno mismo. Incluso con un sistema inmune competente, deshacerse de un virus integrado en el genoma es muy improbable. De hecho, entre un 5 y un 8% del genoma humano está formado por pedazos de ADN que originalmente eran retrovirus, que infectaron a nuestros ancestros incluso mucho antes de la aparición del linaje humano, y allí se quedaron. Pero si además el virus neutraliza el sistema inmune, no hay salida posible.

Por si esto fuera poco, el VIH tiene además otras armas que lo convierten en un auténtico Terminator, una perfecta máquina de matar. Su variabilidad genética es increíble. Pensemos que todos los virus mutan constantemente. Incluso en uno de mutación lenta como el SARS-2, un nuevo estudio calcula que entre todos los viriones (partículas virales) presentes en una sola persona infectada se encuentran todas las posibles sustituciones de cada una de las bases o nucleótidos del genoma del virus; dicho de otro modo, y frente a la idea popular equivocada de que hay por ahí cuatro o cinco variantes del virus, cada paciente lleva dentro de sí al menos 30.000 variantes distintas.

Pues bien, el SARS-2 es un virus relativamente invariable en comparación con los de la gripe. Y resulta que una sola persona infectada con el VIH lleva en su interior más variantes del virus de las que circulan por todo el mundo en todas las personas infectadas de gripe a lo largo de toda una temporada. A mayor variabilidad, mayor evasión del sistema inmune; el VIH es un artista del disfraz, el virus de las mil caras.

Y aún hay más: de todos los virus conocidos, la proteína Env del VIH, la que utiliza para infectar (a grandes rasgos equivalente a la S del coronavirus), es la que más azúcares lleva cubriendo su estructura proteica. El virus utiliza estos azúcares para camuflar sus antígenos y así escapar al reconocimiento de los anticuerpos generados por el sistema inmune.

En resumen, todo esto hace del VIH un virus casi invacunable. Pero ni siquiera todos los fracasos anteriores han servido para disuadir a los científicos de continuar en esta lucha. Los ensayos de vacunas prosiguen probando nuevas estrategias sofisticadas, combinando antígenos capaces de generar anticuerpos ampliamente neutralizantes o que puedan actuar contra los azúcares de la cubierta, o bien buscando activar las células T funcionales que puedan acabar con las infectadas. Periódicamente estos experimentos nos ofrecen noticias esperanzadoras, aunque también nuevos fracasos; el historial de promesas que quedaron en nada invita a la la prudencia. Los investigadores confían en que el nuevo impulso a las tecnologías de vacunas propiciado por la pandemia de COVID-19 ayudará también a acelerar el paso hacia aquello por lo cual los Rodríguez brindaban hasta la cirrosis, la vacuna del sida.

La ciencia se acerca cada vez más a los embriones de laboratorio

En plena pandemia, el panorama no es el más propicio para que se abran paso hasta los medios otros avances científicos no relacionados con la crisis que nos ha cambiado la vida. Pero mientras, la ciencia sigue. En algunos casos surgen hallazgos que perdurarán entre los grandes hitos científicos del año. Y cuando coinciden en el tiempo varios estudios que alcanzan metas importantes en paralelo hacia un mismo terreno inexplorado, es algo más: es un síntoma de que un campo científico está llegando a su madurez productiva. Es como cuando los cerezos del Jerte estallan en flor todos a la vez; es la anticipación de que meses después habrá una cosecha abundante.

El campo en cuestión es el del desarrollo embrionario del ser humano. Dominar este conocimiento significa saber cómo y por qué se producen errores en la fertilización, la implantación y el crecimiento del embrión; errores que no solo pueden resultar en infertilidad, abortos espontáneos o enfermedades genéticas graves o letales (como las llamadas enfermedades raras), sino también en alteraciones capaces de afectar a la salud de las personas a lo largo de toda su vida. Y obviamente, saber qué es lo que funciona mal es el camino para lograr evitarlo. Otra línea en la cual estas investigaciones son esenciales es para comprobar la seguridad de los fármacos en los embriones en gestación, lo que evitaría casos trágicos como los provocados por la talidomida, que causaba malformaciones en los fetos.

El problema con la investigación del desarrollo embrionario es que se mueve en un terreno éticamente muy delicado. Necesitamos esa ciencia, pero debemos encontrar el modo de obtenerla sin quebrantar ciertas barreras éticas mayoritariamente aceptadas. Que, sean cuales sean, en cualquier caso nunca serán aceptables para todos los sectores de la sociedad. Por ejemplo, la Iglesia católica se opone a la fertilización in vitro por varias razones, una de ellas que el procedimiento genera embriones que van a congelarse para después, en muchos casos, acabar destruyéndose.

Algunos de estos embriones, previa donación voluntaria, se destinan a la investigación, y es difícil pensar en algún campo de avances en la salud humana que no se haya beneficiado de estas investigaciones, del cáncer a las enfermedades neurodegenerativas, de los trasplantes a las vacunas contra múltiples enfermedades infecciosas, incluyendo la COVID-19 (para la cual se han empleado también líneas celulares inmortalizadas de uso común en los laboratorios, obtenidas hace décadas originalmente a partir de células embrionarias). Pero por motivos religiosos, algunos países ponen trabas a la investigación con células embrionarias.

El estándar ético internacional recomienda no dejar progresar los embriones más allá de los 14 días, cuando empieza a producirse la gastrulación. Sin embargo, para muchos investigadores este límite es excesivamente corto, ya que impide estudiar infinidad de procesos clave del desarrollo embrionario. En mayo se espera una actualización por parte de la Sociedad Internacional de Investigación en Células Madre. No olvidemos que estos 14 días suponen un límite enormemente más restrictivo que el de varias semanas que en muchos países se aplica a la interrupción voluntaria del embarazo.

Como posible futura alternativa al uso de células de origen embrionario, en las últimas décadas ha progresado la obtención de células madre a partir de células adultas –no de personas adultas, que no necesariamente es lo mismo–, normalmente células de la piel (de forma más general, células somáticas). Se trata de desprogramarlas para devolverlas a su estado pluripotencial; algo así como borrar toda la memoria de un ordenador para restaurar la configuración de fábrica y obtener de nuevo un ordenador virgen.

Los sectores que se oponen al uso de células embrionarias aplaudieron el desarrollo de este tipo de células, cuyo nombre completo es células madre pluripotentes inducidas (iPSC), basándose en dos ideas: que suponen una alternativa al uso de embriones y que en todo caso no pueden obtenerse a partir de ellas verdaderos embriones viables.

Solo que esto no es exactamente así. Con respecto a lo primero, y al menos en el estado actual de la ciencia, debe aclararse que las iPSC son más bien una vía adicional que alternativa. Y se entiende fácilmente con un ejemplo sencillo: si uno pretende fabricar una cerveza a imitación de la Mahou, se necesita constantemente consumir mucha Mahou para determinar hasta qué punto lo que uno está fabricando se parece, desde su composición química hasta sus propiedades al paladar.

Y en cuanto a lo segundo, llegamos ahora a lo nuevo. La semana pasada, la revista Nature publicaba dos estudios, dirigidos respectivamente por la Universidad de Texas y la Universidad Monash de Australia, en los que se describe la obtención de algo muy parecido a blastocistos, o embriones tempranos, a partir de iPSC humanas.

Blastoides obtenidos por los investigadores de la Universidad Monash. Imagen de Monash University.

Blastoides obtenidos por los investigadores de la Universidad Monash. Imagen de Monash University.

Unos breves antecedentes: esas iPSC, las células desprogramadas, pueden entonces reprogramarse de nuevo para obtener, por ejemplo, células de músculo, de hígado o de cerebro. Pero si se alcanza una desprogramación aún mayor, es posible obtener células capaces de originar cualquier tipo de tejido, tal como lo hacen las embrionarias. Llevado esto al extremo, a partir de esas iPSC tal vez podrían llegar a obtenerse todos los tejidos de un organismo, y por tanto ese organismo completo. Esto supondría convertir las iPSC en un verdadero embrión.

Anteriormente se había logrado en ratones obtener blastoides, estructuras muy parecidas a los blastocistos pero que no llegan a poder generar embriones viables. Pero si los ratones sirven en el laboratorio como versiones simplificadas de los humanos, en muchos casos la diferencia de complejidad entre ellos y nosotros es tan grande que es muy complicado saltar ese abismo.

En la investigación con células humanas, hasta ahora se había conseguido generar alguna de las capas embrionarias (los distintos tipos de células del embrión más temprano que luego darán lugar a distintos sistemas del organismo), o estructuras completas cada vez más parecidas a embriones. En 2017, investigadores de la Universidad de Michigan obtuvieron modelos pseudoembrionarios de la fase posterior a la implantación en el útero, empleando tanto iPSC como células embrionarias. Dos años después el mismo grupo presentó un procedimiento mejorado que generaba estructuras un poco más parecidas a los embriones reales.

En 2020 un estudio en Nature codirigido por el español Alfonso Martínez-Arias, de la Universidad de Cambridge, describió el uso de células madre embrionarias humanas para obtener gastruloides, estructuras que simulan los procesos que tienen lugar en los embriones humanos a partir de las tres semanas de gestación. Conviene aclarar que estos gastruloides (al igual que los pseudoembriones de Michigan) no son embriones viables: desarrollan ciertos componentes primitivos de tejido cardiaco y nervioso, pero no pueden generar un organismo completo ni un cerebro. En el laboratorio estos gastruloides se forman solo en 72 horas, y no sobreviven más de cuatro días.

Estos estudios anteriores conseguían reproducir ciertas características de fases algo más avanzadas del desarrollo embrionario, en la gastrulación y la implantación. Pero la mayor caja negra de estos procesos se encuentra en las etapas anteriores, las más iniciales, desde la fecundación a la formación del blastocisto. Esto es lo que aportan los dos nuevos estudios: a partir de iPSC obtenidas de células de la piel (el estudio australiano, por cierto dirigido por el argentino José María Polo) o empleando tanto iPSC de la piel como células embrionarias (el de Texas), los investigadores han obtenido el modelo más completo hasta ahora en fase más temprana del desarrollo embrionario humano, equivalente a la primera semana de gestación, antes de la implantación en el útero.

Pero al comienzo hablaba de una explosión de este campo científico, y es que los dos estudios publicados ahora en Nature no son los únicos: también este mes, otros dos grupos (uno y dos) han colgado resultados similares en el servidor de prepublicaciones bioRxiv. Estos estudios aún están a la espera de revisión y publicación, pero dan idea de cómo numerosos equipos de investigadores están conquistando hitos similares que ponen ahora el listón del progreso actual de la ciencia en la obtención de blastoides humanos.

Como en los casos anteriores, tampoco en estos estudios se obtienen embriones viables capaces de originar un ser humano completo. Pero aquí viene la aclaración que conviene tener en cuenta: cuanto más se asemejen estos blastoides a los blastocistos reales, más provechosa será la ciencia que pueda obtenerse de ellos, y por tanto el objetivo de los investigadores es lograr lo más parecido a un embrión. Si los blastoides no son blastocistos, no es porque se actúe sobre ellos para impedirlo, sino simplemente porque aún no se conoce lo suficiente qué les falta para serlo. Dicho de otro modo, el hecho de que estos blastoides no sean embriones no es algo deliberado, sino un defecto; una barrera científica que aún no se ha superado.

Aquí es donde se entra en un terreno ético espinoso: frente a la visión simplista (poco informada) de los sectores de inspiración religiosa, que condenan el uso de células embrionarias y aplauden el de las iPSC, en cambio el verdadero escollo ético no se encuentra en el origen de estas células, sino en su destino. Los nuevos estudios ofrecen los modelos más tempranos y completos hasta ahora del desarrollo embrionario, pero aún tienen limitaciones: la eficiencia de su obtención es muy baja, y los blastoides poseen algunos tipos celulares que no se corresponden con los de un blastocisto. Sin embargo, estos defectos van a ir limándose con futuras investigaciones, y es probable que en algún momento futuro se logre obtener embriones viables a partir de células madre, sin importar si son embrionarias o iPSC.

Esto no quiere decir que el objetivo de los investigadores sea obtener embriones viables en el laboratorio; quiere decir que intentan obtener algo lo más parecido posible para progresar en el conocimiento científico y obtener el máximo rendimiento de su aplicación a la salud humana. Y que, en ese camino, es posible que en algún momento un blastoide y un blastocisto sean prácticamente indistinguibles.

Y será entonces cuando haya que resolver este difícil dilema: no avanzar ni un paso más allá de lo que permitan los estándares éticos mayoritariamente aceptados, pero ni un paso menos de lo que permita exprimir toda esa ciencia para conseguir el mayor beneficio de la humanidad.

Hoy puede parecernos casi imposible que toda la sociedad llegue a un acuerdo sobre dónde está ese límite. Pero, en realidad, ya hemos pasado antes por todo esto: durante siglos el examen interno de los cadáveres humanos se consideraba inmoral. Es bien conocido que también hubo objeciones en sus inicios (y todavía hoy por parte de ciertas confesiones religiosas) a los trasplantes de órganos y las transfusiones de sangre, pero quizá no tanto que lo mismo sucedió con la anestesia: cuando esta comenzó a utilizarse en las operaciones quirúrgicas a mediados del siglo XIX, hubo oposición por motivos religiosos. El presidente de la Asociación Dental de EEUU, William Henry Atkinson, escribió: «¡Ojalá no existiera la anestesia! Pienso que a los hombres no se les debería privar de pasar por lo que Dios les ha destinado a soportar!«.

Otro tanto ocurrió con las vacunas: cuando a comienzos del siglo XVIII comenzó a variolizarse a la población de Boston –un procedimiento anterior a la vacunación–, la mentalidad puritana de Nueva Inglaterra condenó el procedimiento como una interferencia en la voluntad de Dios de decidir quién debía enfermar o morir.

Es más: tampoco la investigación sobre el desarrollo embrionario es la única que en el futuro próximo va a desafiar nuestros límites éticos. Otro campo de investigación en pleno crecimiento es el de los organoides, minúsculas simulaciones de órganos reales obtenidas a partir de células madre. Los progresos son cada vez más impresionantes: este mes, investigadores de la Universidad de Utrecht (Países Bajos) han descrito en la revista Cell Stem Cell la creación de organoides de glándulas lacrimales, y han conseguido literalmente hacer que lloren.

Quizá este caso no parezca conflictivo. Pero cuando se trata de organoides cerebrales, minicerebros del tamaño de la punta de un bolígrafo, las cosas cambian: según el investigador Thomas Hartung, que trabaja en estas tecnologías, la actividad neuronal de estos minicerebros equivale a «una forma primitiva de pensamiento». Por el momento se trata de algo puramente mecánico. Pero ¿en qué momento dejaría de serlo para convertirse en algo más? Aunque estas sean fronteras científicas aún lejanas, si en algún momento hemos de llegar a ellas, convendría hacerlo con nuestros deberes hechos como sociedad.

Las vacunas de Pfizer-BioNTech y Moderna neutralizan la variante británica del coronavirus

Entre las aproximadamente 200 vacunas en distintas fases de desarrollo, pruebas o aprobación contra la COVID-19, se encuentran representadas todas las tecnologías actualmente disponibles, pero podemos trazar una línea de separación entre dos grandes tipos: las que utilizan el virus (atenuado o inactivado para que no cause enfermedad) y las que no. Estas últimas emplean solo una pequeña parte de él, normalmente fabricada en el laboratorio, y combinada con otros elementos para conseguir que el sistema inmune monte una defensa eficaz contra esa parte del virus.

Exceptuando algunas de las chinas (Sinovac y Sinopharm), las vacunas de las que oímos hablar en estos días son todas de esta segunda clase, y todas ellas utilizan la misma parte del virus, la proteína Spike (S) con la que el SARS-CoV-2 se ancla a la célula. Todas utilizan la proteína S completa: Pfizer-BioNTech, Moderna, Oxford-AstraZeneza, Janssen/Johnson & Johnson, Novavax, la china de CanSino y la rusa Sputnik V (léase «uve» de vacuna, no «cinco»), por citar aquellas de las que más se habla. Una opción alternativa es emplear solo un fragmento de S responsable de la unión a la célula, llamado RBD (siglas de Dominio de Unión al Receptor). Pfizer y BioNTech tienen una segunda vacuna de este tipo en pruebas.

Por otra parte, estas vacunas difieren también en cómo introducen esa proteína o fragmento de proteína en el organismo. Las de Pfizer-BioNTech y Moderna lo hacen insertando en las células las instrucciones genéticas (ARN) para que ellas mismas fabriquen esas proteínas, mientras que las de Oxford-AstraZeneca, Janssen/Johnson & Johnson, CanSino y la Sputnik V incorporan la proteína a un virus inofensivo, y la de Novavax utiliza únicamente la propia proteína.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Entre todas estas opciones, a priori no hay una mejor ni peor; todas son válidas y todas pueden servir. Son los ensayos clínicos los que determinan en la práctica cuáles de ellas muestran un mejor comportamiento, máxima eficacia con mínimos efectos adversos. Las vacunas de virus completo atenuado o inactivado representan la primera generación, una tecnología ya casi con cien años de historia y de eficacia muy contrastada; muchas de las vacunas que solemos ponernos son de este tipo. Las vacunas recombinantes (las que emplean proteínas individuales o virus inofensivos como vehículos) empezaron a desarrollarse a partir de los años 80 y ya incluyen algunas muy extendidas por todo el mundo. Las últimas en llegar han sido las de ARN, creadas a finales del siglo pasado por la bioquímica húngara Katalin Karikó y el inmunólogo estadounidense Drew Weissman –ganadores del próximo Nobel, si es que aún queda algo de justicia en el mundo– y que solo ahora han comenzado a administrarse de forma masiva.

Pero de todo lo anterior se entiende que unas sí pueden estar mejor preparadas que otras para continuar siendo eficaces si el virus cambia. Las nuevas variantes (no «cepas») surgidas en Reino Unido, Brasil o Sudáfrica tienen cambios en la proteína S, especialmente en el RBD. Algunas de estas mutaciones pueden modificar la conformación de la proteína de tal modo que los anticuerpos neutralizantes y los linfocitos producidos por el sistema inmune –ya sea por infección previa o por vacunación– contra la variante original no puedan reconocer estas conformaciones distintas, y por lo tanto la nueva variante escape a la inmunidad ya creada. Y por lo tanto, que la nueva variante infecte a una persona vacunada o que ya pasó la enfermedad.

Así, cuantos más antígenos diferentes pueda presentar la vacuna al sistema inmune, más difícil será que el virus pueda evadirse si cambia alguno de sus componentes: las vacunas de virus completo tienen más posibilidades de servir contra variantes distintas que aquellas que solo utilizan la proteína S completa, y estas a su vez más que las que solo emplean el fragmento RBD.

Pero en la práctica, la única manera de saber si las vacunas funcionan contra nuevas variantes del virus es comprobarlo. Cuando surgió la nueva variante británica se encendieron las alarmas, ya que en principio no podía asegurarse que las vacunas disponibles continuaran siendo válidas. Ahora tenemos la confirmación de que al menos las de Pfizer-BioNTech y Moderna, las más utilizadas hasta ahora en Europa y EEUU, funcionan también contra esta nueva variante, aunque quizá su eficacia sea algo menor.

En un estudio aún sin publicar, los investigadores de Moderna han recogido muestras de sangre de ocho pacientes y 24 monos inoculados con las dos dosis de la vacuna estadounidense, y las han expuesto a partículas virales construidas artificialmente con diferentes versiones de la proteína S, incluyendo las presentes en las variantes británica y sudafricana del virus. Los resultados indican que el suero de los vacunados tiene la misma capacidad neutralizante contra la variante británica que contra la original. En el caso de la sudafricana, la neutralización originada por la vacuna se reduce a una quinta o una décima parte, pero según los autores esto todavía ofrece una neutralización significativa contra esta variante.

Por su parte, en un estudio publicado en Science, investigadores de BioNTech y Pfizer han construido también partículas virales artificiales con la versión de la proteína S de la variante británica del virus y han analizado la capacidad de neutralización del suero de 40 personas inmunizadas con la vacuna de estas dos compañías. «Los sueros inmunes mostraban una neutralización ligeramente reducida pero generalmente preservada en su mayoría«, escriben los autores, concluyendo que según sus datos «el linaje B.1.1.7 [la variante británica] no escapará a la protección mediada por [la vacuna de Pfizer-BioNTech] BNT162b2«.

En otro estudio aún sin publicar, investigadores de la Universidad Rockefeller de Nueva York, los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU (NIH) y Caltech han analizado la sangre de 20 personas que han recibido las dos dosis de la vacuna de Moderna o de la de Pfizer-BioNTech. Aunque encontraron que algunos de los anticuerpos producidos por estas personas pierden eficacia contra las nuevas variantes del virus, en algunos casos de forma drástica, en cambio observaron que en general los sueros mantienen una buena capacidad neutralizante contra dichas variantes, lo que atribuyen al hecho de que la sangre de las personas vacunadas contiene distintos anticuerpos, algunos de los cuales continúan siendo válidos.

Una advertencia final: todo lo anterior son estudios de laboratorio, que aún deberán confirmarse en el mundo real. Pero conviene subrayar que incluso si las nuevas variantes surgidas hasta ahora aún pueden contenerse con las vacunas actuales, surgirán otras que no; esto es casi inevitable, ya que los virus están sometidos a la selección natural tanto como cualquier otro ser vivo en la naturaleza (en este caso, su naturaleza somos nosotros). Por tanto, a medida que nuestras vacunas les impidan sobrevivir y reproducirse, estaremos favoreciendo que prosperen los mutantes capaces de escapar a nuestro control. Estos encontrarán su particular paraíso sobre todo en las personas inmunodeprimidas o aquellas que desarrollen menos inmunidad.

Sin embargo, esto no debería suponer un gran obstáculo para el futuro control de la pandemia. En especial, las plataformas de ARN como las de Moderna y BioNTech permiten modificar el diseño de las vacunas con enorme rapidez para atajar las nuevas variantes. Es una carrera de humanos contra virus. En Alicia a través del espejo, decía la Reina Roja que en su mundo era necesario correr mucho para quedarse en el mismo sitio. En biología evolutiva esta idea se ha utilizado durante décadas para explicar cómo las especies deben evolucionar para sobrevivir en un entorno cambiante en competición con otras especies. El caso de los virus no es diferente. Pero una vez que estamos en esa carrera de la Reina Roja, todo irá bien mientras continuemos corriendo al mismo ritmo que el virus.

La inmunología revela pistas clave sobre la gravedad de la COVID-19

Suele sorprenderme que a nadie parezca sorprenderle la existencia de los anticuerpos. Piénsenlo un momento: toda proteína que se produce en el cuerpo lleva sus instrucciones de fabricación previamente escritas en el genoma, que hemos heredado de nuestros padres, y ellos de los suyos. Y sin embargo, llega un virus nuevo que antes no existía, como el SARS-CoV-2 de la COVID-19, y el organismo es capaz de fabricar unas proteínas, los anticuerpos, ajustadas a la forma de las proteínas del virus, los antígenos, como esas protecciones de espuma van recortadas alrededor del objeto que protegen. Incluso si algún día descubriéramos microbios en Venus y pudieran infectarnos, generaríamos anticuerpos contra los antígenos de Venus.

¿Cómo lo hacemos? ¿Cómo es posible que nuestros genes puedan fabricar anticuerpos adaptados a la forma de antígenos que antes ni siquiera existían, con los que jamás ningún humano se había topado?

Este fue un enigma que torturó a los inmunólogos durante años, hasta que en los 70 lo resolvió el japonés Susumu Tonegawa. Y personalmente, fue la casi increíble solución la que me llevó a elegir la inmunología como especialidad de doctorado. Todos decían que el XXI sería el siglo del cerebro, y de hecho lo es; el encuentro entre neurociencias y computación aún nos reservará sorpresas alucinantes en las próximas décadas (por cierto, después de recibir el Nobel, Susumu se dedicó al cerebro). Muchos querían desentrañar los secretos del cáncer, la eterna lacra. Otros elegían la biotecnología vegetal por sus grandes posibilidades de desarrollo industrial.

Pero en cuanto a mí, no solo la respuesta a esa pregunta era la mayor maravilla de la naturaleza, sino que además la inmunología me parecía la cosa más importante del mundo. Porque es precisamente lo que nos protege del mundo.

Esta es la respuesta: en los linfocitos B, las células que producen los anticuerpos, los genes encargados de fabricar estas proteínas se reorganizan entre sí al azar, como cuando se utilizan las mismas piezas de Lego para hacer construcciones diferentes (esto se llama recombinación somática). En cada célula individual el resultado es distinto, y por ello cada célula produce un anticuerpo único, con una forma distinta. La consecuencia es que nuestro cuerpo está patrullado en todo momento por millones de células B preparadas para producir millones de anticuerpos distintos contra cualquier cosa, el polen de arizónica, la peste negra, el SARS-CoV-2, el antígeno venusiano o nada en particular.

Esto lo llevamos de fábrica; esas células ya existen previamente. Cuando el antígeno en cuestión nos invade, llega un momento en que casualmente se produce el encuentro entre él y su anticuerpo, y eso activa a la célula B correspondiente para multiplicarse y comenzar a inundar el torrente sanguíneo con millones y millones y millones de copias de esos anticuerpos concretos. La otra parte de la respuesta inmune adaptativa, los linfocitos T, utiliza también un mecanismo similar para colocar un receptor en su membrana que también reconoce los antígenos.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

En estos tiempos se ha confirmado que, en efecto, la inmunología es la cosa más importante del mundo: en ella confiamos para que nos saque de esta, gracias a las vacunas. Y como inmunólogo, aunque ya no ejerciente, me llena de orgullo y satisfacción, como decía aquel, que sean mis colegas, y no Bruce Willis ni Will Smith, quienes vayan a salvar el mundo.

En los últimos meses han sido tan intensos los estudios inmunológicos sobre la COVID-19 que incluso han llegado a desvelar nuevos secretos sobre cómo funciona el sistema inmune. Una de las grandes incógnitas es cómo pararlo para que no sobreactúe; entre los inmunólogos suele decirse que la mitad del sistema inmune sirve para frenar a la otra mitad, ya que demasiada respuesta puede ser peor que ninguna respuesta.

Como ya he contado aquí, en muchos de los pacientes más graves de cóvid –sucede también con otras infecciones– lo que les mata no es el virus, sino la reacción exagerada de su cuerpo contra el virus. El sistema inmune sobreactúa y sume al organismo en un grave estado de inflamación generalizada sin que sus mecanismos de control puedan impedirlo (se llama Síndrome de Liberación de Citoquinas o tormenta de citoquinas, o, de forma más general, Síndrome de Respuesta Inflamatoria Sistémica; esto incluye una complicación de la cóvid que ocurre de forma rara en niños). Y los enfermos mueren del éxito de su propia respuesta inmune.

Un nuevo estudio ha encontrado el porqué, o al menos uno de los más importantes porqués, aunque el cómo detenerlo llevará más tiempo. Un grupo de investigadores de la Universidad de Pittsburgh, el centro médico Cedars-Sinai de Los Ángeles y la Universidad Martin Luther de Alemania ha descubierto que la proteína Spike del SARS-CoV-2, la que el virus utiliza como llave para entrar en las células (y su principal antígeno; los test de anticuerpos detectan anticuerpos contra Spike, y los test de antígenos utilizan anticuerpos contra Spike para detectar si la persona tiene esa Spike, lo que revela la presencia del virus), tiene un trocito similar a un conocido superantígeno presente en algunas bacterias.

Un superantígeno es lo que su nombre indica: un antígeno capaz de provocar una superrespuesta. Y esa superrespuesta es mala; sume al cuerpo en esa vorágine inflamatoria que puede resultar fatal. En este caso, los científicos han encontrado en la proteína Spike una parte de estructura y secuencia muy similares a la enterotoxina B del estafilococo, un conocido superantígeno, y que no está presente en otros coronavirus parecidos como el del SARS original.

Este superantígeno se une directamente –este «directamente» es importante, porque es lo que hace a un antígeno «súper»– a los receptores de las células T mencionados arriba de forma no específica, provocando una estimulación de céluas que no están destinadas a responder contra ese patógeno, pero cuya sobreactivación lleva a la hiperinflamación. En bacterias, ese superantígeno produce el llamado Síndrome de Shock Tóxico (SST), una enfermedad que se hizo popular porque en algunos casos venía provocada por tampones demasiado absorbentes que se utilizaban durante demasiado tiempo; las bacterias crecían en los tampones y provocaban la enfermedad.

Los investigadores han comprobado también que, en las personas con cóvid grave y síntomas de hiperinflamación, ese presunto superantígeno efectivamente está funcionando como tal: en estos pacientes se ha encontrado una abundancia de células T con un repertorio concreto de receptores en sus membranas que revela una activación por el superantígeno.

Esta no es ni mucho menos la única pista que la inmunología está aportando en la lucha contra la pandemia. En los últimos meses se han publicado numerosos estudios que revelan cómo el sistema inmune responde a la infección del coronavirus, y cómo las personas con un determinado perfil inmunológico pueden tener mayor riesgo de padecer enfermedad grave. En particular, dos estudios recientes han encontrado que hasta un 14% de los pacientes graves –una minoría, pero importante– tiene una avería en su sistema de interferón I.

Los interferones son nuestros principales antivirales naturales, moléculas que produce nuestro propio organismo en respuesta a una infección viral para luchar contra el virus. Los humanos tenemos más de veinte, clasificados en tres tipos, I, II y III. En concreto, los investigadores han descubierto que ese grupo de pacientes tiene, o bien un defecto genético innato que afecta al funcionamiento de su interferón de tipo I, o bien anticuerpos que bloquean su interferón de tipo I.

Tener anticuerpos contra componentes de nuestro propio organismo es raro, pero no excepcional. En condiciones normales, nuestro sistema inmune sabe distinguir entre lo que es nuestro y lo que no: produce anticuerpos y células T contra los antígenos extraños, pero aprende a tolerar nuestras propias proteínas; por eso es clave la compatibilidad en los trasplantes, para que el organismo no rechace el órgano nuevo como algo ajeno. Sin embargo, a veces esa regulación no funciona bien y el sistema nos ataca a nosotros mismos, provocando enfermedades autoinmunes como el lupus, la esclerosis múltiple, la artritis reumatoide y otras. En el caso de ese grupo de pacientes de cóvid, se ha observado que producen anticuerpos contra su interferón de tipo I. En condiciones normales, probablemente esto no les produce ningún trastorno, pero les dificulta luchar contra el virus en caso de infección.

En la práctica, todos estos hallazgos aportan pistas que pueden ayudar a enfocar los tratamientos para salvar vidas. Dado que para los virus no existe una bala mágica como los antibióticos contra las bacterias, los tratamientos deben ser mucho más específicos, no ya dependiendo del virus concreto, sino de cómo afecta a cada perfil de paciente. Los pacientes con un defecto de interferón de tipo I podrían recibir una suplementación terapéutica de este antiviral que les falta; los que producen anticuerpos contra este interferón podrían beneficiarse de un tratamiento con interferón de otro tipo o con reactivos que bloqueen su autoanticuerpos. Y en general, saber qué perfiles inmunológicos son los más propensos a desarrollar una respuesta dañina puede informar a los médicos sobre qué tipo de inmunomoduladores utilizar en cada caso: esteroides, bloqueantes de la tormenta de citoquinas, inmunoglobulina intravenosa (que contiene anticuerpos contra el superantígeno del estafilococo)…

No, por desgracia, el antiviral único y milagroso que aparece en las películas (a veces erróneamente llamado antídoto) no existe en la realidad, y es dudoso que vaya a existir alguna vez. De todos los antivirales que ya se conocen y que se emplean contra distintos virus, no hay ninguno de eficacia equiparable a la de un antibiótico contra las bacterias. Los virus son bichos extremadamente duros de pelar; por algo son los organismos (sí, en mi opinión son seres vivos) más abundantes de la Tierra. Y por ello la clave para luchar contra ellos no está tanto en ellos como en nosotros, en aprender a domar nuestro propio sistema inmune para que luche contra el virus sin matarnos en la batalla.

Si hay vida en Venus, quizá no sea tan alienígena

Si los autores del reciente hallazgo sobre un nuevo y posible indicio de vida en Venus logran confirmar su descubrimiento –es decir, verificar la señal en otras longitudes de onda para comprobar que es real y no un artefacto del procesamiento de los datos–, sería de esperar que en adelante nuestro planeta vecino suba puestos en la consideración de quienes aprueban las misiones espaciales, para poder enviar algo a aquella atmósfera cuanto antes, algo que sea capaz de sacarnos de dudas antes de que no nos queden uñas que mordernos.

El administrador de la NASA ya ha dicho que es hora de priorizar Venus, y se espera que esta agencia apruebe al menos una de dos misiones ya propuestas antes del descubrimiento. Nuestra ESA tiene también un par de propuestas pendientes para enviar sondas a Venus, mientras que Rusia e India tienen misiones ya en desarrollo. Incluso alguna empresa privada podría entrar en el juego: de inmediato tras el anuncio de la detección del gas fosfano en Venus, Breakthrough Initiatives, el proyecto fundado en 2015 por el magnate ruso-israelí Yuri Milner y centrado en la búsqueda de vida alienígena, anunció la puesta en marcha de un amplio estudio multidisciplinar destinado a indagar en la posible existencia de vida en Venus y a analizar las posibilidades de enviar una sonda que solvente la incógnita.

Pero en cualquier caso, deberemos esperar. Curiosamente y dado que el anuncio del fosfano ha pillado a las agencias espaciales con el paso cambiado, más centradas en Marte, asteroides y el Sistema Solar Exterior, quien podría llegar primero a Venus es un actor insospechado: la misión india Shukrayaan-1, un orbitador que observará la atmósfera y la superficie de Venus, tiene su lanzamiento previsto para 2023, aunque no sería raro que se retrasara. La Venera-D rusa no se lanzará antes de 2026, y las misiones propuestas por la NASA y la ESA difícilmente estarán preparadas antes de finales de esta década o comienzos de la próxima.

Para entonces, es muy probable que ya se hayan hallado nuevos indicios, a favor o en contra de la presencia de vida. Al contrario de lo que siempre hemos visto en cine y televisión, viene tendiendo a ser algo improbable que la confirmación de la vida alienígena llegue con un ovni aterrizando en el jardín de la Casa Blanca o fundiendo la torre Eiffel con un rayo; más bien será algo como esto, sospechas de vida microbiana en otros mundos del vecindario solar, analizadas paso a paso, de forma muy dilatada a lo largo del tiempo, y lo peor será que tal vez nos cueste mucho llegar a dar el último paso, el de la prueba irrefutable.

¿Hay vida entre las nubes de Venus? Imagen de NASA/JPL (David Seal).

¿Hay vida entre las nubes de Venus? Imagen de NASA/JPL (David Seal).

Más aún cuando ni siquiera está del todo claro a qué podremos llamar «vida alienígena». En cuanto a «vida», y como ya conté aquí, no existe una definición científica formal universalmente aceptada. Y no existe porque, si existiera, probablemente sería errónea. Según me decía recientemente con ocasión de un reportaje para otro medio el astrofísico Charley Lineweaver, un escéptico de la vida alienígena inteligente de quien ya he hablado aquí en alguna ocasión, hasta tal punto no nos aclaramos que ni siquiera los biólogos nos ponemos de acuerdo sobre si los virus, los organismos más abundantes de la Tierra, están vivos o no (yo opino que sí, pero esa es otra historia).

Y en cuanto a «alienígena», si algún día llegamos a confirmar la presencia de microbios en otro mundo del Sistema Solar, ¿serán realmente alienígenas? Es decir, ¿podremos estar seguros de que su origen es independiente del de la vida terrestre? A propósito del mismo reportaje mencionado, el astrobiólogo español Alfonso Dávila, que investiga en el centro Ames de la NASA, me subrayaba algo ya conocido: durante la infancia del Sistema Solar, hubo un tráfico pesado de rocas entre los diferentes planetas; cientos de miles de rocas terrestres se estrellaron en Marte, y millones en Venus, según Dávila. Estos asteroides podrían haber transportado microbios de un lugar a otro, por lo que, incluso si se confirma la vida venusiana, tal vez aquellos organismos y nosotros procedamos de un mismo antepasado común.

Lo cual abre las apuestas: si llega a encontrarse algo vivo por ahí fuera, ¿serán parientes nuestros o no? Lo malo es que quizá no lleguemos a poder estar seguros; incluso si su biología básica se parece a la nuestra, con un ácido nucleico (ADN o ARN) que codifique la producción de proteínas, no necesariamente significaría que somos parientes, ya que en muchos casos la evolución sigue caminos comunes de forma separada (se llama evolución convergente).

Tradicionalmente se ha propuesto como posible prueba de orígenes separados de la vida el hecho de que, mientras que ciertos bloques básicos de la vida –aminoácidos de las proteínas o azúcares del ADN y ARN– pueden adoptar dos conformaciones que son imágenes en el espejo una de la otra, a la derecha (dextrógiros) o a la izquierda (levógiros), en los seres terrestres los aminoácidos son levógiros y los azúcares dextrógiros; dado que no hay una razón biológica para esta exclusividad, se suponía que fue una elección casual al principio de los tiempos, y que si se encontraran seres en otro mundo cercano con la misma quiralidad (así se llama esta propiedad) que la terrestre, probablemente estaríamos ante un origen común. Pero hoy sabemos que quizá tampoco esto sea necesariamente así, ya que la quiralidad predominante en los seres vivos podría no ser algo elegido al azar, sino que podría venir marcada por el distinto efecto de los rayos cósmicos sobre cada una de estas dos conformaciones. Dicho de otro modo: la radiación que barre el espacio podría determinar una misma quiralidad homogénea en bichos que nacen en planetas distintos a partir de orígenes totalmente independientes.

Lo cierto es que la pregunta de si posibles microbios venusianos y nosotros procedemos del mismo antepasado común es de enorme trascendencia: si la respuesta es sí, seguiríamos como antes; no sabríamos si la vida podría haber surgido en otros lugares. Si la respuesta es no, entonces podríamos tener la casi seguridad de que la vida debe de ser algo muy común en todo el universo, allí donde se dan las condiciones adecuadas.

Lo cual nos lleva a la pregunta: con las condiciones infernales de Venus, ¿es posible que la vida haya surgido allí? Vaya por delante que realmente aún no sabemos cómo nació la vida aquí, en la Tierra. Pero hay escenarios probables. Y todos ellos tienen algo en común: necesitan agua líquida a temperaturas moderadas –no los actuales 400 grados en la superficie de Venus– y en un pequeño entorno local donde pueda acumularse una alta concentración de moléculas biogénicas, aquellas que reaccionarán para producir alguna entidad autorreplicativa, con una fuente de energía disponible y una fuente de carbono.

Venus no ha sido siempre el infierno que es hoy. Suele decirse que Venus y la Tierra fueron planetas gemelos al comienzo de su historia (aunque la antigua existencia de océanos allí aún es motivo de debate). Y mientras que aquí fue la colonización de los mares por las cianobacterias la que logró reconducir el clima, la química atmosférica y la geodinámica para hacer de este mundo un lugar habitable, en cambio Venus fue el Anakin Skywalker del Sistema Solar, arrastrado hacia el lado oscuro a través de un catastrófico efecto invernadero que le hizo perder casi toda su agua y lo convirtió en el infierno actual.

Pero si en un principio las condiciones en ambos planetas no eran muy diferentes, esto significa que allí podrían haberse dado los mismos procesos que tuvieron lugar aquí y que dieron origen a la vida primigenia. O quizás, según lo dicho, la vida llegó a Venus desde la Tierra. Pero en cualquier caso, en momentos tempranos de la historia de los dos planetas, ambos podrían haber estado en situación parecida respecto a la presencia de algún tipo de microorganismo muy simple para nuestros cánones actuales de vida, muy sofisticado para lo que entonces era la química planetaria.

Sin embargo, el salto de aquellos posibles microbios acuáticos de la superficie de Venus a la presencia actual –si existe– de una comunidad biológica a decenas de kilómetros de altura, flotando en las nubes, no es inmediato. Hay científicos que en estos días se han mostrado muy escépticos. Pero tampoco es imposible. Aquí en la Tierra, sabemos que la vida es extraordinariamente resistente; ha colonizado la práctica totalidad de los hábitats terrestres. Incluyendo la atmósfera: varios estudios han demostrado la presencia de bacterias y hongos en la estratosfera terrestre, a decenas de kilómetros sobre el suelo.

Claro que esto no permite trazar una analogía directa con el caso de Venus. Algunos de los microbios encontrados en la estratosfera terrestre estaban en forma de esporas, fases latentes que ciertos microorganismos adoptan cuando las condiciones del entorno no les permiten crecer y multiplicarse. Es decir, son microbios transeúntes, dependientes de la superficie terrestre para volver a su estado activo. Estos no nos sirven, ya que en Venus cualquier posible organismo presente debería ser un habitante exclusivo de la atmósfera, puesto que no tiene tierra habitable a la que regresar.

También en nuestro planeta se han encontrado especies bacterianas que no se habían detectado antes en la superficie. Pero esto tampoco implica necesariamente que sean habitantes exclusivos de las alturas, evolucionados para nacer, crecer y morir en los aerosoles flotantes sin importarles si debajo existe una tierra habitable o no. Con todo, también es cierto que los moradores de la atmósfera venusiana tendrían algunas ventajas respecto a los de la estratosfera terrestre: a 55 kilómetros de altura sobre Venus, la temperatura y la presión son equivalentes a la Tierra a nivel del suelo; si bien también deberían enfrentarse a una química mucho más hostil, sin apenas agua y con nubes de ácido sulfúrico.

Pero aunque la posibilidad de comunidades microbianas totalmente autónomas en la atmósfera de Venus aún no convence a muchos científicos, la ubicuidad de la vida terrestre nos enseña que la vida, una vez presente, se abre camino. Venus no se convirtió en un infierno de la noche a la mañana. Y durante su lento tránsito de millones de años hacia el lado oscuro de la habitabilidad planetaria, quizá ciertos organismos mejor preparados para soportar una vida atmosférica pudieron sobrevivir y evolucionar hasta convertirse en moradores flotantes como los que imaginó Carl Sagan, comiendo minerales volantes y chupando las escasas gotitas de agua o el vapor de la atmósfera de Venus. Quién sabe. Al fin y al cabo, aún sabemos muy poco sobre eso que llamamos vida, sin saber realmente por qué lo llamamos vida.

Ya hay al menos tres indicios de posible vida microbiana en la atmósfera de Venus

Venus no es el gran olvidado de las misiones espaciales. O sí. Depende de a quién se pregunte. En 2017, un artículo en The Atlantic firmado por David Brown alegaba que la estrategia de la NASA de «seguir el agua» había arrumbado a nuestro vecino más cercano, porque no hay agua líquida en la superficie de Venus. Pero como reconocía el propio Brown, hay otras razones, y es que Venus es un infierno difícilmente explorable: temperatura en la superficie, más de 400 grados; presión atmosférica en la superficie, 100 atmósferas, más o menos la equivalente a 1.000 metros bajo el agua aquí en la Tierra.

Pero no, Venus no es un hueco en blanco en la historia de la exploración espacial. De hecho, fue el primer planeta visitado por sondas terrestres, sobrevolado por primera vez por la soviética Venera 1 en 1961, después por la estadounidense Mariner 2 al año siguiente, hollado (presuntamente) por la Venera 3 en el 66, y después por las 4, 5, 6, 7 y 8, las dos últimas con aterrizajes suaves; fotografiado en la superficie por la Venera 9, visitado por las Pioneer Venus de la NASA, etcétera, etcétera… Hay una buena cantidad de chatarra humana sobre la superficie de Venus; de hecho, más que en Marte.

Así vio (en imagen UV) Venus la sonda de la NASA Pioneer Venus en 1979. Imagen de NASA

Así vio (en imagen UV) Venus la sonda de la NASA Pioneer Venus en 1979. Imagen de NASA

Sin embargo, es cierto que nada ha aterrizado allí desde la soviética Vega 2 en 1984, ni penetrado en su atmósfera desde la estadounidense Magellan en 1994. Pero es que ningún aparato ha llegado a funcionar durante más de 127 minutos en aquel infierno. Y cuando los fondos para la exploración espacial no hacen sino disminuir cada vez más, los científicos tratan de sacar más ciencia por menos dinero, y Venus no es el destino más adecuado para esto.

Hubo un tiempo en que Venus era el gran candidato a albergar vida extraterrestre del tipo más deseado, la que piensa. Su tamaño similar a la Tierra y su gruesa atmósfera invitaban a pensar que podía ser una versión tropical de nuestro planeta. El hecho de que una densa capa de nubes ocultara a la vista los detalles de su superficie no hacía sino disparar las fantasías sobre una gran civilización venusiana. Todavía a mediados del siglo XX, autores de ciencia ficción como Ray Bradbury escribían sobre la vida en Venus.

Hasta que la ciencia vino a aguar la fiesta. Fue en los años 60 cuando las sondas espaciales revelaron que nada vivo puede existir en la superficie de Venus, puesto que no hay posibilidad alguna de bioquímica, moléculas biológicas, a 400 grados centígrados. Ningún «pero ¿y si…?». Nada que podamos llamar vida, salvo que llamemos vida a otras cosas que no lo son.

Sin embargo, también la ciencia a veces abre una puerta cuando cierra otra. Y quedaba un resquicio: la atmósfera de Venus, allá arriba en las nubes. En una franja aproximada entre los 50 y 60 kilómetros de altura, el rango de temperaturas es similar al terrestre, la presión atmosférica es tolerable y la radiación es moderada.

Hace unos años, la NASA ideó un concepto de exploración tripulada de la atmósfera de Venus mediante dirigibles que flotarían en un justo punto dulce a 55 kilómetros de altura: 27 grados de temperatura, gravedad casi como la terrestre, y media atmósfera de presión, más o menos la de una montaña terrestre de 5.500 metros. El gran truco consistiría en que, dada la mayor densidad de la atmósfera de Venus por su gran cantidad de CO2, estos dirigibles simplemente tendrían que ir rellenos de aire, nuestro aire normal y respirable, para flotar libremente sobre las nubes venusianas como los globos de helio flotan en la Tierra.

Con todo, esta posible habitabilidad es relativa: la atmósfera de Venus es mayoritariamente CO2, casi nada de oxígeno, poco vapor de agua y, sobre todo, nubes de ácido sulfúrico, que dificultan bastante cualquier intento de diseñar una nave que pueda funcionar y perdurar allí. De existir vida en la atmósfera de Venus, tendría que ser anaerobia; sin aire. Pero en la Tierra sí existe vida anaerobia: sobre todo células simples, bacterias y arqueas, pero en los últimos años se han descubierto algunos microorganismos multicelulares que también viven sin aire.

En 1967, justo cuando se confirmaba que la superficie de Venus era inhabitable, el ínclito Carl Sagan y el biofísico Harold Morowitz publicaban en Nature una hipótesis de vida en la atmósfera venusiana: una vejiga flotante del tamaño de una pelota de ping pong, rellena de hidrógeno que fabricaría por fotosíntesis absorbiendo agua de la atmósfera, y que comería minerales volantes a través de su superficie inferior pegajosa.

La propuesta de Sagan y Morowitz era una pura especulación teórica, pero tenía un fundamento, pues por entonces ya se conocía el que era:

El primer indicio de vida en Venus: el absorbedor desconocido de UV

Hace más de un siglo, las observaciones de Venus en el espectro de luz ultravioleta, más allá de la luz visible, revelaron extrañas manchas oscuras. Algo estaba absorbiendo la mayor parte de la luz UV solar e incluso algo del violeta, lo que inspiró la propuesta de Sagan y Morowitz de que podría tratarse de organismos fotosintéticos, capaces de captar la energía del sol para fabricar moléculas orgánicas a partir del agua y el CO2.

El «absorbedor desconocido de UV» de la atmósfera de Venus ha sido objeto de muchos estudios. El año pasado, las observaciones de los telescopios y las sondas espaciales descubrieron además un patrón de cambios a largo plazo que se corresponde con variaciones en el clima venusiano. Se ha propuesto que ciertos compuestos de azufre presentes en la atmósfera venusiana podrían ser en parte responsables de esta absorción, pero la posible participación de microbios no se ha descartado.

Pero si este es el más antiguo signo de posible vida en Venus, no es el único. Las observaciones de las diversas sondas que han analizado la atmósfera venusiana han revelado:

El segundo indicio de vida en Venus: sulfuro de carbonilo

La presencia de distintos compuestos en la atmósfera de Venus puede explicarse por las reacciones químicas que tienen lugar allí de forma espontánea. Pero algunos investigadores han llamado la atención sobre el hecho de que varios de ellos no se encuentran en el equilibrio químico que se esperaría. En la Tierra, la causa de estos desequilibrios es la presencia de vida, desde los microbios a la actividad humana.

Uno de los compuestos más intrigantes en la atmósfera venusiana es el sulfuro de carbonilo, o COS. Esta molécula es el compuesto de azufre más abundante de forma natural en la atmósfera terrestre, y en nuestro planeta se considera un indicador de vida, ya que no es fácil producirlo de forma inorgánica. Una parte de nuestro COS proviene de la actividad industrial, pero otra procede de los océanos y los volcanes. Y aunque la presencia de COS en Venus no es ni mucho menos garantía de que exista allí algo vivo, un dato intrigante es que a este compuesto se le atribuye un posible papel en el origen de la vida terrestre, ya que actúa como catalizador para unir entre sí a los aminoácidos, las unidades que forman las proteínas.

Conviene tener en cuenta que hasta hace muy poco se pensaba que la antigua actividad volcánica en Venus se había extinguido mucho tiempo atrás. Pero después de algunas observaciones previas que sugerían lo contrario, en enero de este año se publicó un estudio según el cual algunas coladas de lava solo tienen unos pocos años de edad; aún hay volcanes activos allí. Y aunque esto quizá podría justificar la presencia del COS, en cambio los expertos no creen que sirva para explicar:

El tercer indicio de vida en Venus: fosfano

Llegamos así a lo nuevo y último, lo publicado esta semana: la presencia en la atmósfera venusiana de un compuesto, PH3, llamado trihidruro de fósforo, fosfano o fosfina (pero NO fosfatina, como ya se ha escrito por ahí). Como el COS, el fosfano no debería estar allí, ya que en la Tierra es un indicador de vida. Aquí se produce sobre todo por microbios anaerobios, y puede encontrarse en la descomposición de la materia orgánica y en los intestinos de algunos animales. Más que un signo de vida, es un signo de muerte, pero donde hay algo muerto antes hubo algo vivo. Pero a pesar de la enorme cantidad de fuentes de fosfano en la Tierra, su presencia en la atmósfera es solo residual, porque se oxida rápidamente.

Sin embargo, resulta que en Venus el fosfano es mil veces más abundante que en la Tierra.

Existen otras maneras de fabricar fosfano que no necesitan algo vivo. En Júpiter y Saturno se genera en el interior denso y caliente de estos gigantes gaseosos. También las tormentas eléctricas o los impactos de meteoritos pueden producirlo. Y el rozamiento entre las placas tectónicas, o las erupciones volcánicas. Pero Venus no es un planeta gaseoso como Júpiter y Saturno, sino rocoso, y ninguno de estos mecanismos explica la gran cantidad de fosfano. Los autores del nuevo estudio, dirigido por la astrónoma de la Universidad de Cardiff Jane Greaves, calcularon que se necesitaría una actividad volcánica 200 veces mayor que la terrestre para justificarlo. De hecho, examinaron una a una casi cien maneras distintas de producir fosfano que no requirieran la presencia de vida. Ninguna de ellas servía para explicar la presencia abundante y sostenida de un gas que debería desaparecer rápidamente.

¿Significa esto que ya puede darse casi por segura la presencia de vida en Venus? Aún no. Aunque el nuevo estudio es concienzudo y riguroso, los expertos han advertido de que la señal de fosfano es débil, y que harán falta nuevas observaciones en otras longitudes de onda para confirmar que no es un artefacto introducido en el procesamiento de los datos. Los investigadores esperaban haber abordado ya estos estudios, pero la COVID-19 los ha demorado.

Incluso si se confirma la presencia de fosfano y no existe otra manera imaginable de explicarla, aún puede existir una manera todavía no imaginable. A lo largo de la historia de la búsqueda de algo vivo fuera de la Tierra, todo lo que se creía que eran signos de vida ha resultado ser el producto de fenómenos naturales inorgánicos, algunos de ellos descubiertos por primera vez gracias a esas observaciones intrigantes. En este caso, podría ser que un proceso químico aún no descrito o una actividad geológica insospechada estuvieran produciendo el misterioso gas.

En cualquier caso, parece claro que, a partir de ahora, el fosfano venusiano va a atraer tanta atención como el metano de Marte, otro gas cuyo origen podría revelar la presencia de microbios. El Sistema Solar huele cada vez más a vida, aunque este olor sea tan nauseabundo como el del fosfano.

El caso del coronavirus chino: preocupante y a la vez esperanzador

En poco más de un mes, el nuevo coronavirus chino 2019-nCoV ya ha recibido inmensamente más atención mediática y pública que el aún vigente brote de ébola en la República Democrática del Congo en casi año y medio. Y ello a pesar de que el segundo ya ha causado 2.237 muertes entre 3.416 casos (65% de mortalidad), mientras que el primero ha matado a 26 personas (datos de hoy) entre un millar de afectados que podrían subir hasta los 4.000, según el Centro de Análisis de Enfermedades Infecciosas Globales del Medical Research Council de Reino Unido.

No es una novedad, ni requiere explicación, ni por ello deja de ser triste, que los virus de por ahí abajo no preocupan siempre que no se les ocurra cruzar a este lado del Sáhara. Pero a primera vista resultaría curioso: aunque aún no se han publicado datos oficiales de la tasa de mortalidad del 2019-nCoV –un nombre provisional que en algún momento se sustituirá por el definitivo–, actualmente se maneja una cifra en torno a un 2% de los pacientes sintomáticos; podría ser menor si se descubriera que la condición asintomática es frecuente. Y en cambio, el ébola tiene una mortalidad de hasta el 90%. Por arrojar un dato de comparación, la gripe de 1918 mató a entre el 10 y el 20% de los infectados, mientras que la mortalidad de las gripes actuales es menor del 1%.

El personal de la estación de ferrocarril de Wuhan controla en los monitores la temperatura de los viajeros. Imagen de China News Service / Wikipedia.

El personal de la estación de ferrocarril de Wuhan controla en los monitores la temperatura de los viajeros. Imagen de China News Service / Wikipedia.

Pero a segunda vista, lo cierto es que hay motivos para que el 2019-nCoV sea incluso más preocupante que el ébola para la población en general. En primer lugar, y mientras que la posibilidad de transmisión del temible virus africano por el aire (aerosoles) aún es controvertida, en el caso del nuevo coronavirus chino parece confirmada, lo que apunta a un contagio fácil como el de una gripe. Y este es precisamente uno de los rasgos que los expertos suelen atribuir al hipotético virus que podría causar la próxima gran pandemia.

Por otra parte, también suele señalarse que el ébola mata demasiado y demasiado deprisa, por lo que resulta más asequible localizarlo y contenerlo. El causante ideal de una futura pandemia global sería, dicen los expertos, un virus con síntomas más leves e inespecíficos, lo que dificultaría su reconocimiento, y con una mortalidad baja, lo que le daría ocasión de expandirse. Pero incluso con una letalidad de solo un 2%, su impacto podría ser devastador; pensemos que la gripe de 1918 infectó a la tercera parte de la población mundial. Si algo semejante llegara a ocurrir hoy, imaginemos lo que supondrían más de 300.000 víctimas mortales en una población como la española.

En resumen, el coronavirus chino se parece bastante al retrato robot del virus que a juicio de los expertos podría causar el próximo gran desastre epidémico. Y aunque en estos días a todos aquellos que tenemos una cierta relación con estos asuntos suelen preguntarnos si hay motivos para la preocupación, en realidad no se trata tanto de temer la posibilidad de que un virus como este pueda llevarnos al otro barrio a cada uno de nosotros en particular, sino de la perspectiva, que nadie puede descartar, de un azote global que deje una herida profunda en nuestro mundo, como lo hizo la gripe de 1918.

Al menos existe también una visión esperanzadora, y es la respuesta que se ha puesto en marcha. Sea cual sea el sentido de la flecha que define cuál es la causa y cuál el efecto, lo cierto es que la gran atención mediática ha venido acompañada por medidas rápidas, algunas de ellas sin precedentes, como las cuarentenas en ciudades y las cancelaciones de festivales. Nadie sabe aún si todo esto bastará para minimizar o contener el contagio. En este momento, ni el más experto de los expertos se atrevería a apostar cuál será el alcance de la epidemia de aquí a unos meses. Pero entre la comunidad científica y adláteres circula ya desde hace años la idea de que la pregunta no es si la nueva gran pandemia llegará, sino cuándo. Y ya iría siendo hora de que todos empezáramos a tomarnos interés por lo verdaderamente preocupante.

Más cerca de la píldora del ejercicio físico, ahorrándonos el sudor y el chándal

Hubo un tiempo en que los humanos aquejados por alguna dolencia acudíamos al brujo o al chamán, quien nos administraba una pócima preparada con hierbajos y raíces, de sabor repugnante y que llevaba inherente el tributo a los dioses en forma de otros efectos indeseados, pero que al menos era capaz de aliviar hasta cierto punto algunos de esos males que motivaban la consulta.

Entra la ciencia. Y entonces, los químicos conseguían identificar lo que se llamó principios activos, compuestos concretos de esos hierbajos y raíces que eran responsables del poder curativo. Por ejemplo, el chamán no sabía que el espíritu benéfico que vivía en las hojas del sauce en realidad no era tal, sino el ácido 2-hidroxibenzoico, también llamado ácido salicílico. Así, con el tiempo se logró purificar esos ingredientes y separarlos de otros no tan beneficiosos, de modo que, por ejemplo, ya no era necesario beber tanta pócima para notar la mejora que otros compuestos de las hierbas nos dejaran los riñones como papas arrugás. O que hubiera que comerse tantos mohos que algunos de ellos a la larga provocaran cáncer de hígado.

Aún más, incluso se logró que ya no fuera necesario recoger hierbas, sino que esos principios activos pudieran crearse a partir de piezas más básicas. Por ejemplo, el ácido acetilsalicílico, una versión mejorada del ácido salicílico que hoy conocemos como aspirina, podía obtenerse mezclando cloruro de acetilo con salicilato sódico, y este a su vez se preparaba con dióxido de carbono y fenolato sódico, y este resultaba de combinar fenol e hidróxido sódico, y así.

Como resultado de todo ello, hoy ya no vamos al brujo o al chamán, sino al médico y a la farmacia. Por supuesto que los efectos secundarios adversos siempre existirán incluso con compuestos sintéticos puros, porque un organismo biológico no es un videojuego en el que uno gana o pierde vidas, sino un sistema muy complejo que mantiene un equilibrio llamado homeostasis, como un inmenso castillo de dominó, donde al mover una pieza se mueven también otras.

Pero no, en contra de lo que pueda parecer, esto de hoy no va de quimiofobia ni de chamanismo, sino que todo esto tiene también otra veta interesante. Si hemos conseguido aislar los principios activos buenos de las plantas medicinales para no tener que llevarnos todo el lote, ¿no podríamos hacer lo mismo con otras cosas que pueden proporcionarnos beneficios, recortando la parte que no queremos?

¿Por ejemplo, el ejercicio físico?

Imagen de pxfuel.

Imagen de pxfuel.

Cierto ejercicio físico reporta beneficios para la salud, en términos de regulación metabólica y capacidad motora. Esto es escasamente discutible, ya que está suficientemente avalado por la ciencia. Pero entran los matices: «cierto», porque no todo. También la ciencia ha descubierto que un exceso de ejercicio físico puede ser perjudicial; los corredores de maratón sufren daño renal agudo, con lesiones estructurales en sus túbulos renales. O también la ciencia ha mostrado, por si hacía falta mostrarlo, que los niños con mayor actividad deportiva sufren más daños osteomusculares.

(Nota: a pesar de ello, en la Comunidad de Madrid, en la que vivo, a algún genio se le ha ocurrido que es una buena idea aumentar en una hora más a la semana la educación física en los colegios, algo a lo que alguna otra voz más sensata ya ha respondido advirtiendo de que se hará a costa de la enseñanza de las ciencias. Total, qué importa tener niños un poco más necios, siempre que estén más esbeltos y fuertotes, si al fin y al cabo somos una potencia mundial en deportes, no en ciencias).

Pero no solo sería ampliamente cuestionable que a todos los efectos se metan en el mismo saco la actividad física beneficiosa y el deporte extremo agresivo hacia el organismo y causante de dolencias que también suman al gasto sanitario. Sino que, además, es ampliamente rechazable que se identifiquen ejercicio físico y deporte. La distinción es lo suficientemente clara como para no tener que explicarla. Pero se concederá que uno puede apreciar los beneficios científicamente avalados de la actividad física sin que necesariamente tenga por qué gustarle el deporte.

Conozco personas que no han leído un libro desde que dejaron los estudios –si es que lo leyeron entonces–, y otros muchos que si leen algo –no, Twitter no cuenta– es por la información que ese algo les aporta (libros de autoayuda, ensayos políticos o históricos, etcétera, etcétera, etcétera), y no por disfrutar del placer de la lectura, porque carecen del gen (gen en sentido metafórico) del placer de la lectura. Para estas personas, leer es como máximo un peaje a pagar para obtener otra cosa, y están en su perfecto derecho. Algunos carecemos del gen del disfrute del deporte y lo sufrimos más bien como una tortura si queremos obtener el beneficio que puede reportarnos. También estamos en nuestro perfecto derecho. Y nos llevaremos bien, siempre que los unos no nos pongamos pelmazos tratando de convertir a los otros a nuestra causa.

Así que, para ese sector de la población no practicante del culto al deporte, y que pondríamos en una lista cien cosas más gratificantes y enriquecedoras para ocupar cualquier retal de nuestro tiempo antes que ponernos un chándal, ¿no sería posible que la ciencia recreara ese principio activo beneficioso del ejercicio físico sin tener que tragarnos el resto?

Bien, pues aunque esto aún no existe, la buena noticia es que sí hay investigadores trabajando en ello desde hace tiempo. El último estudio en esta línea acaba de publicarse ahora en Nature Communications. Un equipo de investigadores de la Universidad de Michigan y la Universidad Estatal Wayne de Detroit ha indagado en los resortes genéticos mediadores de esos beneficios metabólicos del ejercicio físico. Es decir, qué genes se activan gracias a la actividad física y qué hacen las proteínas producidas por ellos para poner en marcha esos efectos provechosos.

Los científicos han descubierto en todo ello un papel central para las sestrinas, una familia de proteínas ya conocidas por su intervención en la respuesta al estrés: se activan cuando el ADN sufre daños, o en condiciones de hipoxia o de daño oxidativo. Según lo que se conoce, las sestrinas son como una especie de brigada de emergencias, entrando en acción para proteger el organismo de ciertas agresiones y restablecer la homeostasis. Y hacen todo esto actuando sobre otras moléculas implicadas en distintas vías metabólicas, del mismo modo que la brigada de emergencias moviliza a los bomberos o a los sanitarios.

El estudio muestra que en moscas y ratones las sestrinas son «mediadores críticos de los beneficios del ejercicio», escriben los autores: no solo se activan en respuesta al ejercicio, sino que este no produce ningún provecho cuando estas proteínas faltan. Y del mismo modo, al promover la activación de las sestrinas, se mimetizan los efectos favorables del ejercicio sin necesidad de practicarlo. Los investigadores han identificado también los efectores de las sestrinas en estos casos, las moléculas sobre las cuales actúan.

Sin embargo, no debe perderse de vista un detalle esencial: todo lo anterior se aplica a moscas y ratones. Los autores mencionan que se ha descrito también la activación de las sestrinas en humanos en respuesta al ejercicio físico, y estas proteínas aparecen evolutivamente conservadas en distintas especies, pero ello no quiere decir que automáticamente los resultados sean aplicables a nosotros. Se llenarían las bodegas del Titanic hasta hundirlo de nuevo con los estudios de resultados en animales que no han sido finalmente extrapolables a humanos.

Pero aún hay más: un segundo estudio, publicado también ahora en la misma revista y dirigido por investigadores de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y el Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC), en colaboración con algunos de los autores del trabajo anterior, muestra que la activación de las sestrinas previene la atrofia de los músculos debida a la edad o a la inactividad.

Todo lo cual convierte a las sestrinas en las nuevas proteínas favoritas de quienes carecemos del gen del gusto por el deporte. Y aunque obviamente aún queda mucho camino por recorrer, estos estudios sugieren que la idea de llegar algún día a obtener los beneficios del ejercicio físico con una píldora, ahorrándonos el chándal y el sudor a quienes no nos agradan el chándal ni el sudor, ya no es una mera fantasía. Qué grande es la ciencia.

Según la biología, podríamos ser la única especie inteligente en el universo

El universo no es eterno, y por lo tanto comenzó en algún momento. Lo cual implica que hubo un tiempo en que la vida no existía. Y tan evidente como esto es también que hoy la vida existe; al menos nosotros, todos los seres terrícolas, estamos aquí.

La conclusión es innegable: en algún episodio de la historia del cosmos, al menos una vez, la vida pasó de no ser a ser. Esto es lo que se conoce como abiogénesis. Y es un problema. Un gran problema, porque nadie sabe cómo se produjo. De hecho, es el problema central de la biología: ¿cómo comenzó todo?

Estas rocas de la región de Pilbara, en Australia, contienen los fósiles de microbios más antiguos conocidos, de 3.500 millones de años de antigüedad. Imagen de Baumgartner et al., Geology, 2019.

Estas rocas de la región de Pilbara, en Australia, contienen los fósiles de microbios más antiguos conocidos, de 3.500 millones de años de antigüedad. Imagen de Baumgartner et al., Geology, 2019.

La dificultad de la abiogénesis es obvia: que la vida aparezca a partir de la no vida es algo que, en principio, no ocurre. Solemos llamarlo generación espontánea, y Pasteur y otros demostraron que no existe. Hay ciertas diferencias considerables entre la generación espontánea y la abiogénesis: una de ellas, que rescataremos más abajo, es que la primera ocurriría de forma rápida y rutinaria, como una especie de mecanismo naturalmente programado, mientras que la segunda sería un proceso lento, gradual y excepcional. Pero en el fondo, el resumen es el mismo: vida que surge de algo no vivo.

Tan grande es el problema que tradicionalmente ha dado pie a muchos a defender explicaciones sobrenaturales de la aparición de la vida (en contra de lo que muchos creen, la evolución definida primero por Darwin y Wallace y después reconstituida por otros no explica el origen de la vida, sino solo cómo unas especies dan lugar a otras). Francis Crick, codescubridor de la doble hélice del ADN y un crítico feroz de las religiones, trató de salvar el obstáculo de la abiogénesis proponiendo la panspermia dirigida, la idea de que una civilización alienígena sembró la vida terrestre a propósito.

Lo cual, en realidad, no solamente no resolvía el problema, sino que le daba una patada para alejarlo (¿cómo surgió la vida de la que esa civilización evolucionó?); y, en el fondo, ¿cuál es la diferencia entre hablar de Dios y de una entidad alienígena inteligente, creadora y con un poder incomprensible para nosotros?

Todo hay que decirlo, Crick moderó su postura en años posteriores, cuando se descubrió la capacidad catalítica del ARN, que rompía el ciclo del huevo y la gallina: si la formación del ADN requiere proteínas y la formación de proteínas requiere ADN, ¿cómo empieza el proceso? El descubrimiento de las ribozimas, ARN que actúa como enzimas, conseguía cortar el círculo y convertirlo en una línea con una casilla de salida.

Pero incluso con las ribozimas, la abiogénesis continúa siendo hoy una píldora difícil de tragar. O lo sería, si no fuera porque tenemos la prueba irrefutable de su existencia: nosotros. Por supuesto y dado que la vida es un fenómeno natural, recurrir a explicaciones sobrenaturales es solo negarnos a nosotros mismos nuestra capacidad para comprender el universo por medio del razonamiento y la investigación.

Esta explicación sobre la abiogénesis sirve para entender por qué se ha popularizado tanto la idea de que la vida es abundante en el universo, y por qué en cambio esta idea es, como mínimo, poco razonable. Los primeros que comenzaron a interesarse científicamente por la vida alienígena fueron físicos y matemáticos, como los fundadores de los proyectos SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre). Para un físico, la naturaleza funciona aquí lo mismo que en GN-z11, que creo es la galaxia más lejana conocida hasta ahora. Para un matemático, es un disparate estadístico pensar que la vida terrestre es un fenómeno único.

Físicos y matemáticos han ignorado tradicionalmente el punto de vista biológico, y el público en general simplemente lo desconoce. Desde este enfoque, la vida es lo normal. Pero cuando se introduce el problema espinoso y aún inexplicado de la abiogénesis, lo normal es pensar que la vida es algo muy raro. Y que la vida inteligente, como nosotros, es algo que sencillamente no debería existir.

Pero mejor lo explica Nick Longrich. Este paleontólogo y biólogo evolutivo de la Universidad de Bath, en Inglaterra, atrajo el foco de los medios en 2015 gracias a un hallazgo espectacular, el primer fósil conocido de una serpiente de cuatro patas que vivió en el Cretácico, en la era de los dinosaurios. Este animal, llamado Tetrapodophis, rellenaba el hueco del fósil de transición entre los lagartos y las serpientes; lo que suele llamarse un eslabón perdido.

Reconstrucción de Tetrapodophis, la serpiente de cuatro patas del Cretácico. Imagen de Julius T. Cstonyi.

Reconstrucción de Tetrapodophis, la serpiente de cuatro patas del Cretácico. Imagen de Julius T. Cstonyi.

Recientemente, Longrich ha publicado un artículo en The Conversation cuyo título resume perfectamente el mensaje: “La evolución nos dice que podríamos ser la única vida inteligente en el universo”. Y sí, por supuesto que, como siempre ocurre con esta hipótesis, quienes no observan la naturaleza desde el conocimiento de la biología saldrán a opinar que tal cosa es absurda, que por narices (las narices de los físicos y matemáticos) la vida, incluyendo la inteligente, tiene que ser algo inmensamente extendido por todo el cosmos, y que blablablá… Pero de verdad, lean a Longrich.

En resumen, lo que el biólogo viene a exponer es que, si bien no tenemos ejemplos de vida extraterrestre que poder estudiar, al menos tenemos 4.500 millones de años de historia terrestre. Y eso equivale a muchísimos datos, a un experimento natural inmensamente rico.

Lo primero que podemos concluir de ese experimento natural es que, en un planeta tan sumamente habitable como el nuestro, y en más de 4.500 millones de años, la abiogénesis solo se ha producido una única vez. Si la vida surge inevitablemente allí donde puede, como han defendido los físicos, ¿por qué aquí solo una vez? ¿Por qué no dos, tres, miles, millones?

Este argumento biológico, llamado del segundo génesis (por un segundo origen independiente de la vida, y un tercero, y un cuarto…), ha sido comentado en este blog innumerables veces. Es un argumento que físicos y matemáticos pasaron por alto completamente cuando crearon esas fantasías de un universo rebosante de vida alienígena. Y es un argumento demoledor. Si la vida fuera algo de aparición tan común, en la Tierra lo veríamos casi a diario. Según lo dicho arriba, sería una especie de mecanismo naturalmente programado. En el fondo, lo que defiende la idea de la vida como fenómeno inevitable es una especie de generación espontánea. Pero entonces no tendría ningún sentido biológico que este fuera un proceso autolimitado a una vez por planeta a lo largo de toda su historia de miles de millones de años. Se mire como se mire, se llega a una reducción al absurdo.

Lo que hace Longrich en su artículo es aplicar la misma línea de razonamiento a otros pasos críticos para conducir desde la aparición de la vida, una célula simple, a algo tan complejo como nosotros. Por supuesto, con una célula sencilla no acaba el problema: hay otros muchos complicados procesos que tienen que darse para llevar a la vida inteligente. Y para cada uno de esos pasos, se pregunta Longrich, ¿existe una segunda ocasión en que se haya repetido?

Longrich da cuenta de cómo, en efecto, en muchos casos la evolución ha repetido sus soluciones en distintos linajes de la vida. El ejemplo más típico es el de las alas: las aves vuelan, pero también los insectos y los murciélagos. En todos estos casos las alas aparecieron de forma independiente en distintas líneas evolutivas. Es lo que llamamos evolución convergente. Otro ejemplo son los ojos, que surgieron de modo separado en los vertebrados y en diferentes líneas de invertebrados como los artrópodos, las medusas o los moluscos.

Entonces la pregunta es: ¿ha ocurrido esto mismo en ciertos pasos críticos, como semáforos de la evolución que deben superarse en el camino desde la célula simple a la vida inteligente? De ser así, dice Longrich, la aparición de vida compleja inteligente no solo sería probable, sino casi inevitable.

Pero la respuesta, oh sorpresa, es que no es así: no solo la propia aparición de la vida, sino también la célula eucariota, los seres multicelulares, la reproducción sexual, la fotosíntesis, el esqueleto, y por supuesto la inteligencia, todo ello apareció en la evolución solo una única vez. Según Longrich, “la convergencia parece ser la norma, y nuestra evolución parece probable. Pero cuando buscas la no convergencia, está por todas partes, y las adaptaciones críticas complejas parecen ser las menos repetidas, y por tanto improbables”.

“Estas innovaciones únicas, golpes de suerte críticos, pueden crear una cadena de cuellos de botella evolutivos o filtros”, escribe Longrich. “Si es así, nuestra evolución no fue como ganar la lotería. Fue como ganar la lotería una vez, y otra, y otra, y otra. En otros mundos, estas adaptaciones críticas pueden haber evolucionado demasiado tarde para que emergiera la inteligencia antes de que sus soles hayan degenerado, o no haber evolucionado nunca”.

Longrich hace unos números rápidos: si la aparición de vida inteligente depende, por ejemplo, de siete de estos semáforos evolutivos críticos, cada uno de ellos con un 1% de posibilidades de ponerse en verde (lo cual sería infinitamente mayor de lo que nos muestra el experimento natural de la Tierra), entonces la inteligencia ocurre en uno de cada cien billones de mundos habitables; 100.000.000.000.000. Y, continúa Longrich, “si los mundos habitables son raros, entonces podríamos ser la única vida inteligente en la galaxia, o incluso en todo el universo visible”.

Y lo cierto es que sí, los mundos habitables parecen ser raros. En los últimos años, los científicos planetarios parecen estar asumiendo con perplejidad una evidencia inesperada: hasta ahora y de más de 4.000 exoplanetas conocidos, no hay ni uno solo similar a la Tierra. En un reportaje reciente, el científico planetario Edward Schwieterman, de la Universidad de California en Riverside y el Instituto de Astrobiología de la NASA, me decía: “No debería sorprendernos si las condiciones exactas que encontramos hoy en la Tierra resultan ser raras”.

Así que, antes de caer en ese pensamiento simple de que la vida debe de estar por todas partes, escuchen a la biología; que si de algo sabe, es de vida.