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Según la biología, podríamos ser la única especie inteligente en el universo

El universo no es eterno, y por lo tanto comenzó en algún momento. Lo cual implica que hubo un tiempo en que la vida no existía. Y tan evidente como esto es también que hoy la vida existe; al menos nosotros, todos los seres terrícolas, estamos aquí.

La conclusión es innegable: en algún episodio de la historia del cosmos, al menos una vez, la vida pasó de no ser a ser. Esto es lo que se conoce como abiogénesis. Y es un problema. Un gran problema, porque nadie sabe cómo se produjo. De hecho, es el problema central de la biología: ¿cómo comenzó todo?

Estas rocas de la región de Pilbara, en Australia, contienen los fósiles de microbios más antiguos conocidos, de 3.500 millones de años de antigüedad. Imagen de Baumgartner et al., Geology, 2019.

Estas rocas de la región de Pilbara, en Australia, contienen los fósiles de microbios más antiguos conocidos, de 3.500 millones de años de antigüedad. Imagen de Baumgartner et al., Geology, 2019.

La dificultad de la abiogénesis es obvia: que la vida aparezca a partir de la no vida es algo que, en principio, no ocurre. Solemos llamarlo generación espontánea, y Pasteur y otros demostraron que no existe. Hay ciertas diferencias considerables entre la generación espontánea y la abiogénesis: una de ellas, que rescataremos más abajo, es que la primera ocurriría de forma rápida y rutinaria, como una especie de mecanismo naturalmente programado, mientras que la segunda sería un proceso lento, gradual y excepcional. Pero en el fondo, el resumen es el mismo: vida que surge de algo no vivo.

Tan grande es el problema que tradicionalmente ha dado pie a muchos a defender explicaciones sobrenaturales de la aparición de la vida (en contra de lo que muchos creen, la evolución definida primero por Darwin y Wallace y después reconstituida por otros no explica el origen de la vida, sino solo cómo unas especies dan lugar a otras). Francis Crick, codescubridor de la doble hélice del ADN y un crítico feroz de las religiones, trató de salvar el obstáculo de la abiogénesis proponiendo la panspermia dirigida, la idea de que una civilización alienígena sembró la vida terrestre a propósito.

Lo cual, en realidad, no solamente no resolvía el problema, sino que le daba una patada para alejarlo (¿cómo surgió la vida de la que esa civilización evolucionó?); y, en el fondo, ¿cuál es la diferencia entre hablar de Dios y de una entidad alienígena inteligente, creadora y con un poder incomprensible para nosotros?

Todo hay que decirlo, Crick moderó su postura en años posteriores, cuando se descubrió la capacidad catalítica del ARN, que rompía el ciclo del huevo y la gallina: si la formación del ADN requiere proteínas y la formación de proteínas requiere ADN, ¿cómo empieza el proceso? El descubrimiento de las ribozimas, ARN que actúa como enzimas, conseguía cortar el círculo y convertirlo en una línea con una casilla de salida.

Pero incluso con las ribozimas, la abiogénesis continúa siendo hoy una píldora difícil de tragar. O lo sería, si no fuera porque tenemos la prueba irrefutable de su existencia: nosotros. Por supuesto y dado que la vida es un fenómeno natural, recurrir a explicaciones sobrenaturales es solo negarnos a nosotros mismos nuestra capacidad para comprender el universo por medio del razonamiento y la investigación.

Esta explicación sobre la abiogénesis sirve para entender por qué se ha popularizado tanto la idea de que la vida es abundante en el universo, y por qué en cambio esta idea es, como mínimo, poco razonable. Los primeros que comenzaron a interesarse científicamente por la vida alienígena fueron físicos y matemáticos, como los fundadores de los proyectos SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre). Para un físico, la naturaleza funciona aquí lo mismo que en GN-z11, que creo es la galaxia más lejana conocida hasta ahora. Para un matemático, es un disparate estadístico pensar que la vida terrestre es un fenómeno único.

Físicos y matemáticos han ignorado tradicionalmente el punto de vista biológico, y el público en general simplemente lo desconoce. Desde este enfoque, la vida es lo normal. Pero cuando se introduce el problema espinoso y aún inexplicado de la abiogénesis, lo normal es pensar que la vida es algo muy raro. Y que la vida inteligente, como nosotros, es algo que sencillamente no debería existir.

Pero mejor lo explica Nick Longrich. Este paleontólogo y biólogo evolutivo de la Universidad de Bath, en Inglaterra, atrajo el foco de los medios en 2015 gracias a un hallazgo espectacular, el primer fósil conocido de una serpiente de cuatro patas que vivió en el Cretácico, en la era de los dinosaurios. Este animal, llamado Tetrapodophis, rellenaba el hueco del fósil de transición entre los lagartos y las serpientes; lo que suele llamarse un eslabón perdido.

Reconstrucción de Tetrapodophis, la serpiente de cuatro patas del Cretácico. Imagen de Julius T. Cstonyi.

Reconstrucción de Tetrapodophis, la serpiente de cuatro patas del Cretácico. Imagen de Julius T. Cstonyi.

Recientemente, Longrich ha publicado un artículo en The Conversation cuyo título resume perfectamente el mensaje: “La evolución nos dice que podríamos ser la única vida inteligente en el universo”. Y sí, por supuesto que, como siempre ocurre con esta hipótesis, quienes no observan la naturaleza desde el conocimiento de la biología saldrán a opinar que tal cosa es absurda, que por narices (las narices de los físicos y matemáticos) la vida, incluyendo la inteligente, tiene que ser algo inmensamente extendido por todo el cosmos, y que blablablá… Pero de verdad, lean a Longrich.

En resumen, lo que el biólogo viene a exponer es que, si bien no tenemos ejemplos de vida extraterrestre que poder estudiar, al menos tenemos 4.500 millones de años de historia terrestre. Y eso equivale a muchísimos datos, a un experimento natural inmensamente rico.

Lo primero que podemos concluir de ese experimento natural es que, en un planeta tan sumamente habitable como el nuestro, y en más de 4.500 millones de años, la abiogénesis solo se ha producido una única vez. Si la vida surge inevitablemente allí donde puede, como han defendido los físicos, ¿por qué aquí solo una vez? ¿Por qué no dos, tres, miles, millones?

Este argumento biológico, llamado del segundo génesis (por un segundo origen independiente de la vida, y un tercero, y un cuarto…), ha sido comentado en este blog innumerables veces. Es un argumento que físicos y matemáticos pasaron por alto completamente cuando crearon esas fantasías de un universo rebosante de vida alienígena. Y es un argumento demoledor. Si la vida fuera algo de aparición tan común, en la Tierra lo veríamos casi a diario. Según lo dicho arriba, sería una especie de mecanismo naturalmente programado. En el fondo, lo que defiende la idea de la vida como fenómeno inevitable es una especie de generación espontánea. Pero entonces no tendría ningún sentido biológico que este fuera un proceso autolimitado a una vez por planeta a lo largo de toda su historia de miles de millones de años. Se mire como se mire, se llega a una reducción al absurdo.

Lo que hace Longrich en su artículo es aplicar la misma línea de razonamiento a otros pasos críticos para conducir desde la aparición de la vida, una célula simple, a algo tan complejo como nosotros. Por supuesto, con una célula sencilla no acaba el problema: hay otros muchos complicados procesos que tienen que darse para llevar a la vida inteligente. Y para cada uno de esos pasos, se pregunta Longrich, ¿existe una segunda ocasión en que se haya repetido?

Longrich da cuenta de cómo, en efecto, en muchos casos la evolución ha repetido sus soluciones en distintos linajes de la vida. El ejemplo más típico es el de las alas: las aves vuelan, pero también los insectos y los murciélagos. En todos estos casos las alas aparecieron de forma independiente en distintas líneas evolutivas. Es lo que llamamos evolución convergente. Otro ejemplo son los ojos, que surgieron de modo separado en los vertebrados y en diferentes líneas de invertebrados como los artrópodos, las medusas o los moluscos.

Entonces la pregunta es: ¿ha ocurrido esto mismo en ciertos pasos críticos, como semáforos de la evolución que deben superarse en el camino desde la célula simple a la vida inteligente? De ser así, dice Longrich, la aparición de vida compleja inteligente no solo sería probable, sino casi inevitable.

Pero la respuesta, oh sorpresa, es que no es así: no solo la propia aparición de la vida, sino también la célula eucariota, los seres multicelulares, la reproducción sexual, la fotosíntesis, el esqueleto, y por supuesto la inteligencia, todo ello apareció en la evolución solo una única vez. Según Longrich, “la convergencia parece ser la norma, y nuestra evolución parece probable. Pero cuando buscas la no convergencia, está por todas partes, y las adaptaciones críticas complejas parecen ser las menos repetidas, y por tanto improbables”.

“Estas innovaciones únicas, golpes de suerte críticos, pueden crear una cadena de cuellos de botella evolutivos o filtros”, escribe Longrich. “Si es así, nuestra evolución no fue como ganar la lotería. Fue como ganar la lotería una vez, y otra, y otra, y otra. En otros mundos, estas adaptaciones críticas pueden haber evolucionado demasiado tarde para que emergiera la inteligencia antes de que sus soles hayan degenerado, o no haber evolucionado nunca”.

Longrich hace unos números rápidos: si la aparición de vida inteligente depende, por ejemplo, de siete de estos semáforos evolutivos críticos, cada uno de ellos con un 1% de posibilidades de ponerse en verde (lo cual sería infinitamente mayor de lo que nos muestra el experimento natural de la Tierra), entonces la inteligencia ocurre en uno de cada cien billones de mundos habitables; 100.000.000.000.000. Y, continúa Longrich, “si los mundos habitables son raros, entonces podríamos ser la única vida inteligente en la galaxia, o incluso en todo el universo visible”.

Y lo cierto es que sí, los mundos habitables parecen ser raros. En los últimos años, los científicos planetarios parecen estar asumiendo con perplejidad una evidencia inesperada: hasta ahora y de más de 4.000 exoplanetas conocidos, no hay ni uno solo similar a la Tierra. En un reportaje reciente, el científico planetario Edward Schwieterman, de la Universidad de California en Riverside y el Instituto de Astrobiología de la NASA, me decía: “No debería sorprendernos si las condiciones exactas que encontramos hoy en la Tierra resultan ser raras”.

Así que, antes de caer en ese pensamiento simple de que la vida debe de estar por todas partes, escuchen a la biología; que si de algo sabe, es de vida.

¿Son plausibles los alienígenas (parecidos a nosotros) de la ciencia ficción? (II)

Un humano es un organismo con forma de tubo (boca y ano), simetría bilateral, un bloque central que contiene los órganos internos flanqueado por pares de extremidades para la movilidad y la interacción, y un control centralizado (el cerebro) situado en un apéndice específico (la cabeza) que contiene además los principales mecanismos sensoriales.

Desde los hombrecillos verdes o grises hasta las variaciones como los xenomorfos de Alien, infinidad de películas nos presentan seres antropomorfos, que comparten con nosotros estos mismos planos generales de construcción. Pero ¿es esto posible? ¿Es plausible que un alienígena se parezca tanto a nosotros?

Alienígenas de 'Encuentros en la tercera fase'. Imagen de Columbia Pictures.

Alienígenas de ‘Encuentros en la tercera fase’. Imagen de Columbia Pictures.

La respuesta corta es que nadie lo sabe, dado que, una vez más, aún no conocemos alienígena. Para la respuesta larga, debemos comenzar respondiendo a otra pregunta: ¿la evolución es determinista o indeterminista? Es decir: a partir de una situación inicial y si jugamos la partida dos veces, en la Tierra y en otro planeta, ¿cuánto se parecerá el resultado final en los dos casos?

A su vez, la respuesta corta a esta pregunta es que nadie lo sabe. Hay quienes intuyen que un alienígena debería parecerse algo a nosotros, porque… ¿no? Y hay quienes intuyen que debería ser completamente distinto, porque… también, ¿no?

Pero la simple intuición no responde a la pregunta de hasta qué punto un experimento evolutivo paralelo encontraría o no algunas de las mismas soluciones como adaptaciones favorables en un medio parecido o diferente del terrestre. Haría falta repetir el experimento completo de la evolución, primero en nuestra propia Tierra, después en otros planetas habitables.

Por desgracia, esto no está a nuestro alcance. Tal vez algún día la Inteligencia Artificial logre refinar una simulación lo bastante completa como para darnos pistas reales, pero son tantas las variables implicadas que no será tarea fácil aproximarse lo suficiente a un escenario comparable a la realidad. Sería la simulación más complicada jamás emprendida.

A pesar de todo, tampoco estamos completamente perdidos. Tenemos teorías razonables, y tenemos también algunos datos experimentales que pueden tirar algún que otro raíl en el camino hacia estas respuestas. A continuación les cuento algunas de estas pistas, pero ya les adelanto que la conclusión nos devuelve a la respuesta corta: en realidad, nadie lo sabe.

E. T. Imagen de Universal Pictures.

E. T. Imagen de Universal Pictures.

Comencemos por la teoría. En los años 70 Stephen Jay Gould, una de las mentes más preclaras de la biología evolutiva del siglo XX, defendió la hipótesis de que la evolución no es determinista sino imprevisible, y que si pudiéramos rebobinar la cinta del planeta Tierra unos cuantos millones de años y volver a ejecutar el programa, los humanos ni siquiera estaríamos aquí.

Hay que tener en cuenta que toda la vida en la Tierra (al menos la que conocemos hasta ahora) procede de un antepasado común, el cual ya había adoptado ciertas opciones evolutivas que todos hemos heredado. Al ir diversificándose en ramas separadas, estas a su vez también fueron optando por determinadas soluciones que restringían el repertorio de configuraciones de sus descendientes. Pero según la hipótesis de Gould, que siguen muchos otros biólogos evolutivos, si pudiéramos regresar al comienzo quizá la segunda vez se elegirían soluciones diferentes y todos tendríamos, por ejemplo, simetría radial, como los equinodermos (estrellas y erizos de mar).

La teoría de Gould tendería a rechazar la posibilidad de alienígenas antropomorfos. Pero no todos los expertos están de acuerdo con él. Otros biólogos evolutivos, como Richard Dawkins o Simon Conway Morris, piensan que la evolución es al menos en parte un proceso determinista. Es decir, que desde la misma situación de partida, hay sucesos que tienden a repetirse.

Para comprender lo complicado que resulta teorizar sobre esto, tengamos en cuenta que incluso desde enfoques opuestos puede llegarse a conclusiones parecidas, pero también desde un mismo enfoque puede llegarse a conclusiones opuestas. Dos ejemplos: Conway Morris es creyente, Dawkins es ateo, y ambos son deterministas. Conway Morris es determinista, Gould lo contrario, y ambos se basan en las mismas pruebas, el esquisto de Burgess, un conjunto de fósiles hallado en Canadá a comienzos del siglo XX.

Un fósil de Anomalocaris del esquisto de Burgess. Imagen de Wikipedia / Keith Schengili-Roberts.

Un fósil de Anomalocaris del esquisto de Burgess. Imagen de Wikipedia / Keith Schengili-Roberts.

La razón principal que suelen esgrimir los deterministas es la evolución convergente. A lo largo de la historia de la vida en la Tierra, ha habido innumerables ocasiones en que la evolución ha encontrado las mismas soluciones en ramas independientes del árbol genealógico de los seres vivos.

Por ejemplo, los murciélagos y las aves tienen alas, pero las desarrollaron de forma independiente. Los ojos de los pulpos son pasmosamente parecidos a los nuestros, pero es evidente que ellos y nosotros no procedemos de un antepasado común con ojos. Este año un estudio descubrió que el apéndice, ese colgajo intestinal al que tradicionalmente no se le suponía otra función que llevarnos a Urgencias, ha surgido en la evolución más de 30 veces de forma independiente en unos animales y otros. ¡Más de 30 veces! Esto no solamente nos dice que muy probablemente el apéndice sirve para algo más, sino que es otro magnífico ejemplo de evolución convergente. El propio Conway Morris ha documentado muchos ejemplos en los fósiles de Burgess.

Así que la teoría no nos ofrece una respuesta clara. Pasemos ahora a la práctica: ¿qué nos dicen los experimentos? Obviamente, no podemos regresar al pasado, volver a jugar la partida de la evolución desde el principio y ver qué ocurre. Pero sí podemos hacer lo segundo mejor: ver qué hace la naturaleza en situaciones de evolución a corto plazo, y diseñar experimentos en condiciones controladas donde puedan estudiarse estos trocitos parciales de evolución.

Sobre lo primero, se han estudiado casos en animales como peces y lagartos. Respecto a lo segundo, hace tres años y medio les conté aquí un precioso ejemplo, un experimento con insectos palo llevado a cabo por el español Víctor Soria-Carrasco en la Universidad de Sheffield (Reino Unido). Los investigadores emplearon un tipo de insecto palo californiano que prácticamente nace, vive y muere en la misma planta, y del que existen dos variedades diferentes adaptadas al camuflaje en dos tipos de arbustos. Intercambiando los bichos de planta en unos lugares y otros, podían comparar los cambios genéticos que se producían entre dos de estos experimentos evolutivos independientes.

El resultado fue que en la evolución de estos bichos palo había un 80% de cambios diferentes y un 20% de cambios comunes. O sea, que a pesar de que mayoritariamente la evolución seguía caminos distintos en dos partidas diferentes, había un 20% de evolución convergente, o un 20% de determinismo evolutivo. Por supuesto que entre este caso y la evolución de la vida en otro planeta media un abismo, pero esta era la especulación de Soria-Carrasco sobre si los alienígenas podrían seguir caminos evolutivos parecidos a los nuestros: «muchas cosas serían diferentes, pero probablemente seríamos capaces de distinguir un tema central que siempre sería el mismo».

El experimento más extenso de la historia de la ciencia para entender cómo funciona la evolución se desarrolla desde hace 30 años en la Universidad de Harvard. En febrero de 1988, el biólogo evolutivo Richard Lenski sembró bacterias Escherichia coli en 12 frascos con medio líquido de cultivo, algo habitual en muchos laboratorios de biología. Pero Lenski dejó a las bacterias la glucosa justa solo para sobrevivir durante la noche hasta la mañana siguiente, y por la tarde recogió a las supervivientes para trasvasarlas a un nuevo cultivo. Así, día tras día, durante más de 29 años.

Con la limitación de alimento, Lenski introducía un factor de presión para dirigir la evolución de las bacterias; tal como hace la selección natural, solo las bacterias mejor adaptadas al medio sobrevivirían. Cada 75 días, lo que equivale a unas 500 generaciones de E. coli, los investigadores congelan una parte de los cultivos para capturar una foto del proceso evolutivo. Analizando los genes de las bacterias en estos distintos momentos del proceso, pueden observar cómo están evolucionando, y comparar las 12 líneas entre sí para analizar si siguen los mismos caminos evolutivos o no. En total, en los casi 30 años del experimento se han sucedido más de 68.000 generaciones de bacterias, lo que equivale a más de un millón de años de evolución humana.

Y después de todo esto, el resultado es…

Durante los primeros miles de generaciones, los investigadores observaron que las bacterias seguían caminos al menos no totalmente separados. Los diferentes cultivos tendían a mostrar mutaciones diferentes, pero en los mismos genes. E incluso con las diferencias, todas mostraban un patrón común: las células se hacían más grandes, crecían más deprisa y aprovechaban mejor la glucosa. Esto parece un claro caso de evolución convergente.

Pero ¡oh, sorpresa! De repente, transcurridas unas 31.000 generaciones, una de las 12 líneas empezó a dejar de lado la glucosa y a comer citrato, otra fuente de carbono presente en el medio. Solo una de las 12 líneas. Dado que una característica de E. coli es la incapacidad de metabolizar el citrato, esta línea está evolucionando por el camino de convertirse en una nueva especie diferente. Y esto parece un claro caso de evolución no determinista.

Con todo esto, ¿qué opinan Lenski y sus colaboradores sobre el grado de determinismo de la evolución? Según su último estudio, esto: «nuestros resultados muestran que la adaptación a largo plazo a un ambiente constante puede ser un proceso más complejo y dinámico de lo que a menudo se asume».

Sí, sí, vuelvan a leer la frase, y la segunda vez les dirá lo mismo: nada. Una paráfrasis para decir que, en realidad, no se sabe. Ya les advertí de que aún no tenemos una respuesta definitiva sobre si Gould o Conway Morris, y por tanto sobre si sería posible que en otro planeta evolucionara una especie básicamente similar a la nuestra. Pero quiero dejarles otro ejemplo de un experimento natural que nos ha permitido observar cómo funciona la evolución. Ese experimento se llama Australia.

La idea, de la que también les hablé aquí, es del científico planetario Charley Lineweaver. Es lo que él llama «la falacia del planeta de los simios», o la idea popular de que, como decía Carl Sagan, en otros planetas habitados debe llegarse a un equivalente funcional del ser humano. Lineweaver pone como ejemplo su propio país, una gran isla separada del resto de los continentes desde hace unos 100 millones de años.

De este modo, Australia ha sido un experimento natural de evolución independiente durante millones de años. Y como decía Lineweaver, ¿qué es lo que ha surgido allí? Canguros. La aparición de los humanos en el gran bloque Eurasiafricano no ha interferido absolutamente de ninguna manera en la evolución australiana. Y sin embargo, allí la evolución no ha producido nada similar a los seres humanos. Si Australia fuera la única tierra seca de todo el planeta, no estaríamos aquí. Y por tanto, no hay evolución convergente; si los canguros tienen brazos y piernas como nosotros, es solo porque el antepasado común que compartimos con ellos ya los tenía.

Por todo lo anterior, los científicos no suelen arriesgarse a inventar aliens, a riesgo de ver su credibilidad dañada. Hay excepciones: en los años 70, Carl Sagan propuso un ecosistema modelo para un planeta joviano, un gigante gaseoso como Júpiter. Sagan imaginó varios linajes de seres voladores que controlarían su flotación a través de los distintos niveles de densidad de la atmósfera, formando una cadena alimentaria cuya base estaría sustentada por una especie de plancton atmosférico que se alimentaría de los nutrientes moleculares presentes en el gas. Así lo contaba Sagan en su mítica serie Cosmos:

Como resumen de todo lo contado aquí, mejor quédense con esta cita del gran maestro Sagan:

La biología es más parecida a la historia que a la física. Hay que conocer el pasado para comprender el presente. No hay predicciones en la biología, igual que no hay predicciones en la historia. La razón es la misma: ambas materias son todavía demasiado complicadas para nosotros. Aunque podemos comprendernos mejor comprendiendo otros casos.

A pesar de todo, si es extremadamente difícil aventurar cómo podría ser un alienígena, en cambio es más posible predecir cómo no podría ser. Como les contaba en la entrega anterior, no todo vale, y con esto podríamos arriesgarnos a construir una lista de reglas que debería cumplir un alienígena de ficción para ser mínimamente plausible. Vuelvan otro día y se lo cuento.

¿Qué pasaría si corriéramos la evolución otra vez desde el principio?

C:\Tierra>run evolucion.exe

Enter

…y así hoy tenemos los tiburones tigre, los baobabs, los corales, los estafilococos, los líquenes, los ornitorrincos, los retrovirus, y todo lo demás que pulula por esta roca mojada.

La evolución de las especies es un proceso que responde a una serie de principios biológicos, que a su vez se apoyan en una batería de mecanismos químicos, que a su vez dependen de un conjunto de leyes físicas. Cada vez que ascendemos un nivel de complejidad en la escala de la naturaleza, la comprensión de sus fenómenos se dificulta más. Algunos de los principios que gobiernan la evolución biológica los hemos conocido gracias a Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, a otros evolucionistas coetáneos o anteriores, y a los científicos que en el siglo XX fueron iluminando los recovecos oscuros donde la antorcha de Darwin no llegó, pero a los que muchas veces el naturalista inglés apostó intuiciones certeras que en algunos casos han quedado casi olvidadas, como decíamos ayer.

Uno de estos últimos fue Stephen Jay Gould. Este biólogo neoyorquino suscitó un debate apasionante: si pudiéramos rebobinar la cinta de la historia de la vida y volver a reproducirla, ¿estaríamos de nuevo aquí los humanos, los robles, los perros y los esquistosomas, o la vida en la Tierra sería algo completamente diferente? O dicho de otro modo, ¿cuánto hay de azar y cuánto de determinismo en la evolución biológica? Gould lo tenía claro: «cualquier nueva reproducción de la cinta conduciría la evolución a lo largo de un camino radicalmente diferente del que realmente ha tomado», escribió en su libro La vida maravillosa (1989). Esta visión de la evolución como algo totalmente azaroso ha encontrado también cierto soporte empírico. Por citar solo un ejemplo que ya he comentado en este blog, el experimento de someter bacterias intestinales Escherichia coli a radiaciones intensas para obtener cepas resistentes fue repetido cuatro veces por sus autores, y en todos los casos la evolución tomó caminos divergentes, refrendando la visión de Gould.

Pero ¿es siempre así? En contra de lo anterior, se podría argumentar que un azar puro tampoco cuadra demasiado con la existencia de leyes físicas, por tanto químicas, y por tanto biológicas. Cuando al principio de este artículo planteaba la evolución como un programa informático, la analogía tiene algo de válido: ¿qué si no las leyes inherentes a la naturaleza determinan que podamos predecir si al soltar una manzana esta caerá al suelo o se elevará al cielo? Como comencé diciendo, los niveles que hay que saltar desde la física hasta la biología complican la comprensión de las leyes que rigen esta última. Pero si las hay, al menos en principio, no todo debería ser tan aleatorio.

Apoyando esta visión, ciertos estudios que han descubierto múltiples casos de evolución convergente o paralela sugieren una cierta predicibilidad ante un conjunto determinado de condiciones ambientales. A modo de muestra, dos ejemplos: otro experimento con bacterias demostró que tres poblaciones separadas, cultivadas en presencia de dos fuentes de carbono diferentes, seguían evoluciones paralelas a lo largo de 1.200 generaciones para originar dos variedades distintas especializadas en aprovechar cada uno de los recursos. Las modificaciones genéticas surgidas en los tres experimentos independientes fueron similares, incluso idénticas. Por otra parte, un estudio que analizó 100 de los 119 tipos de lagartos anolis que viven en varias islas caribeñas descubrió que, a partir de un ancestro común, las distintas especies habían evolucionado siguiendo patrones muy similares. Ejemplos de evolución convergente los hay a miríadas, y científicos eminentes como Simon Conway Morris y Richard Dawkins han coincidido en una visión al menos parcialmente determinista del proceso evolutivo. Pero en general, estos estudios analizan la película de la vida desde los títulos finales, o bien ruedan secuelas sometiendo a sus protagonistas a condiciones experimentales forzadas muy alejadas de la naturaleza. ¿No podríamos realmente rebobinar la cinta y ver qué ocurre?

Los dos ecotipos del insecto palo 'Timema cristinae'. Dibujos de Rosa Ribas.

Los dos ecotipos del insecto palo ‘Timema cristinae’. Dibujos de Rosa Ribas.

Esto es precisamente lo que ha logrado un maravilloso estudio publicado recientemente en la revista Science y cuyo primer autor es Víctor Soria-Carrasco, un doctor en genética por la Universidad de Barcelona que actualmente trabaja en la Universidad de Sheffield (Reino Unido). Soria-Carrasco y sus colaboradores han empleado un modelo animal con el que pueden rebobinar las adaptaciones evolutivas de dos variedades de la misma especie y luego sentarse a esperar cómo evolucionan. El protagonista del experimento es Timema cristinae, un insecto palo de California que ha desarrollado dos variedades, o ecotipos, adaptadas al camuflaje en dos arbustos distintos: «uno de los ecotipos es completamente verde y se alimenta de Ceanothus, una planta de hojas anchas; el otro presenta una franja blanca más o menos marcada y se alimenta de Adenostoma, una planta de hojas más estrechas que presentan una franja blanca», detalla Soria-Carrasco a Ciencias Mixtas. Estos ecotipos parecen haber evolucionado en paralelo en distintas regiones geográficas. Son «experimentos evolutivos naturales e independientes», en palabras del investigador.

Soria-Carrasco explica que estos insectos californianos «prácticamente nacen, crecen, se reproducen y mueren» sin salir de la misma planta. Pero a pesar de que cada variedad se camufla a la perfección solo en su tipo de arbusto, ambas pueden encontrarse mezcladas en una planta concreta, aunque no con la misma frecuencia: como es lógico, los insectos que están en la planta equivocada son golosinas visibles para las aves. Es la selección natural, y un ejemplo que sirve para ilustrar cómo muchas veces se deforma uno de los conceptos clave del darwinismo, convirtiendo la evolución en una película de Bruce Willis al afirmar que «solo los más fuertes sobreviven». No se trata de ser el más fuerte, sino el más apto, el mejor adaptado al medio.

Los bichos palo nos muestran la evolución en acción: los dos ecotipos están en proceso de independizarse en especies diferentes, pero aún pueden reproducirse entre ellos. Y como el roce en el mismo arbusto hace el cariño, existe un flujo genético entre las dos variedades que actúa como resistencia a la separación en dos especies. Para empezar, los investigadores secuenciaron los genomas de varias poblaciones de distintas zonas geográficas y de ambos tipos de arbustos, y luego cambiaron los insectos de arbusto para ver qué ocurría en la próxima generación, cuando los huevos eclosionaran a la primavera siguiente. Así lograron identificar qué regiones del ADN del insecto palo están guiando el proceso de separación en dos especies.

Los dos ecotipos del insecto palo 'Timema cristinae' en sus arbustos respectivos.  Aaron Comeault / Moritz Muschick.

Los dos ecotipos del insecto palo ‘Timema cristinae’ en sus arbustos respectivos. Aaron Comeault / Moritz Muschick.

Los científicos hallaron que las divergencias están muy dispersas por el genoma. Comparando un «experimento evolutivo natural» con otro, es decir, los dos ecotipos que hay en un emplazamiento con los de otro más alejado, descubrieron que en el 80% de los casos estos cambios son diferentes entre las zonas geográficas, pero coinciden en el 20% restante. «Esto podría interpretarse como que, si pudiéramos ejecutar el programa de la evolución usando el mismo escenario, los resultados serían únicos en su mayoría cada vez, pero aún así seríamos capaces de distinguir una serie de cambios que siempre tienen lugar», deduce Soria-Carrasco. En otras palabras: al menos en estos insectos palo, la evolución tiene un 80% de azar y un 20% de determinismo. «Esto parece indicar que habría una serie de constricciones que obligarían a la evolución a tomar siempre el mismo camino en algunos casos», concluye el científico. Curiosamente, este 20% de evolución paralela afecta sobre todo a regiones del ADN que producen proteínas, por lo que el proceso de especiación parece apoyarse más en cambios en las proteínas, no en su nivel de expresión.

Un dato sorprendente es que los investigadores encontraran estas diferencias en solo una generación correspondiente a un año. La respuesta es que las variaciones no surgen como nuevas mutaciones, sino que ya existen previamente en el conjunto de genes de la población. «La explicación es que la inmensa mayoría de los cambios que vemos (si no todos) son debidos el efecto de los procesos evolutivos sobre la variabilidad genética que ya existe en las poblaciones», aclara Soria-Carrasco.

Otra conclusión del estudio es que la evolución no es un proceso tan lineal como solemos imaginar. En ese «tira y afloja entre la intensidad de la selección natural y del flujo génico», como Soria-Carrasco lo define, es difícil prever si, o cuándo, el proceso de especiación culminará en dos insectos palo incapaces de reproducirse entre ellos. «Cuánto tiempo es necesario, es una pregunta abierta», apunta el investigador. Esta cuestión tiene implicaciones en los cálculos que hacen los biólogos evolutivos para correlacionar distancias genéticas y temporales; es decir, a partir de las diferencias entre los genes de, por ejemplo, el ser humano y el chimpancé, se puede inferir hace cuántos millones de años sus ramas evolutivas se separaron. «Cuando Emile Zuckerland y Linus Pauling propusieron por primera vez la idea que mencionas, de que los cambios genéticos podrían considerarse como tics de un reloj, la verdad es que pecaron un poco de ingenuidad», opina Soria-Carrasco. Sin embargo, el investigador aclara que estos efectos de tira y afloja solo afectan a escalas temporales pequeñas, menores de entre cinco y diez millones de años. En estos casos, dice, la correlación entre distancias genéticas y temporales se rompe, lo mismo que el concepto clásico del árbol evolutivo: «acabas teniendo una red en vez de un árbol».

Por último, y dado que se trata de imaginar cómo se ejecutaría el programa de la evolución si corriera por segunda vez, es inevitable especular sobre qué ocurriría si esa misma cinta se reprodujera en otro lugar del universo. Las leyes físicas, y por tanto las químicas, y por tanto las biológicas, son universales. Sea un planeta parecido al nuestro, con condiciones ambientales similares. Sean la luz solar y el agua. Sean carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre. Y ahora, hagamos:

C:\Exotierra>run evolucion.exe

Enter

¿Qué obtendríamos? ¿Exorrobles, exoperros, exoesquistosomas? ¿Exohumanos? ¿Nos pareceríamos? ¿Nos reconoceríamos? «Esto es muy especulativo», admite Soria-Carrasco. «Pero si hiciéramos una muy arriesgada extrapolación de nuestros resultados –que en el fondo son solo para un organismo concreto y a escala microevolutiva; no sabemos si pasa lo mismo o algo diferente en muchos otros casos y/o a diferentes escalas temporales–, podríamos decir que muchas cosas serían diferentes, pero probablemente seríamos capaces de distinguir un tema central que siempre sería el mismo». «Depende de si uno considera que el azar es algo que existe realmente o simplemente la manera en que llamamos a nuestra incapacidad de predecir con precisión el resultado de procesos complejos».

¿Dónde está el bicho? (Solución: en la rama central, a media altura, vertical y cabeza abajo). Moritz Muschick.

¿Dónde está el bicho? (Solución: en la rama central, a media altura, vertical y cabeza abajo). Moritz Muschick.

 

«Los recortes en España afectarán a varias generaciones de científicos»

Como muchos jóvenes investigadores, Víctor Soria-Carrasco emigró al extranjero voluntariamente después de terminar su tesis doctoral en busca de una consolidación internacional de su carrera. Vino a dar en el Departamento de Ciencias de Animales y Plantas de la Universidad de Sheffield (Reino Unido), en el grupo de Patrik Nosil, a quien define como «un tipo muy majo». «El nivel de investigación es muy bueno y la cantidad de movimiento es muchísimo mayor que en España».

En la escala de recuperabilidad de científicos expatriados, si existiera, Soria-Carrasco no sería de los más fáciles. En Sheffield ha encontrado una vida confortable con su pareja, también española e investigadora, y la idea de un posible regreso no le viene inspirada por motivos científicos. «Podemos consolarnos el uno al otro cuando no vemos el sol durante varias semanas. Francamente, el clima y la comida son una pena». Pero como a otros científicos comprometidos, también les pincha la espina de la responsabilidad social: «devolver la inversión a la sociedad, contribuyendo a enriquecer el panorama científico español con todo lo que he aprendido y sigo aprendiendo fuera».

En su análisis de los recortes actuales al sistema español de ciencia, aplica, como no podía ser de otro modo, un enfoque evolutivo a largo plazo: «incluso aunque subieran el presupuesto de investigación en los próximos años, los recortes han provocado un cuello de botella que afectará a varias generaciones de científicos. Los políticos españoles no son conscientes de que la investigación funciona muy lentamente y requiere estabilidad». «La investigación no puede tratarse como si fuera un negocio en el que alegremente se contrata y despide gente según las necesidades del mercado». Tal vez, para el día en que las condiciones sean propicias para el regreso a España de este investigador, los dos ecotipos del insecto palo ya se habrán separado en especies distintas.