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Más cerca de la píldora del ejercicio físico, ahorrándonos el sudor y el chándal

Hubo un tiempo en que los humanos aquejados por alguna dolencia acudíamos al brujo o al chamán, quien nos administraba una pócima preparada con hierbajos y raíces, de sabor repugnante y que llevaba inherente el tributo a los dioses en forma de otros efectos indeseados, pero que al menos era capaz de aliviar hasta cierto punto algunos de esos males que motivaban la consulta.

Entra la ciencia. Y entonces, los químicos conseguían identificar lo que se llamó principios activos, compuestos concretos de esos hierbajos y raíces que eran responsables del poder curativo. Por ejemplo, el chamán no sabía que el espíritu benéfico que vivía en las hojas del sauce en realidad no era tal, sino el ácido 2-hidroxibenzoico, también llamado ácido salicílico. Así, con el tiempo se logró purificar esos ingredientes y separarlos de otros no tan beneficiosos, de modo que, por ejemplo, ya no era necesario beber tanta pócima para notar la mejora que otros compuestos de las hierbas nos dejaran los riñones como papas arrugás. O que hubiera que comerse tantos mohos que algunos de ellos a la larga provocaran cáncer de hígado.

Aún más, incluso se logró que ya no fuera necesario recoger hierbas, sino que esos principios activos pudieran crearse a partir de piezas más básicas. Por ejemplo, el ácido acetilsalicílico, una versión mejorada del ácido salicílico que hoy conocemos como aspirina, podía obtenerse mezclando cloruro de acetilo con salicilato sódico, y este a su vez se preparaba con dióxido de carbono y fenolato sódico, y este resultaba de combinar fenol e hidróxido sódico, y así.

Como resultado de todo ello, hoy ya no vamos al brujo o al chamán, sino al médico y a la farmacia. Por supuesto que los efectos secundarios adversos siempre existirán incluso con compuestos sintéticos puros, porque un organismo biológico no es un videojuego en el que uno gana o pierde vidas, sino un sistema muy complejo que mantiene un equilibrio llamado homeostasis, como un inmenso castillo de dominó, donde al mover una pieza se mueven también otras.

Pero no, en contra de lo que pueda parecer, esto de hoy no va de quimiofobia ni de chamanismo, sino que todo esto tiene también otra veta interesante. Si hemos conseguido aislar los principios activos buenos de las plantas medicinales para no tener que llevarnos todo el lote, ¿no podríamos hacer lo mismo con otras cosas que pueden proporcionarnos beneficios, recortando la parte que no queremos?

¿Por ejemplo, el ejercicio físico?

Imagen de pxfuel.

Imagen de pxfuel.

Cierto ejercicio físico reporta beneficios para la salud, en términos de regulación metabólica y capacidad motora. Esto es escasamente discutible, ya que está suficientemente avalado por la ciencia. Pero entran los matices: «cierto», porque no todo. También la ciencia ha descubierto que un exceso de ejercicio físico puede ser perjudicial; los corredores de maratón sufren daño renal agudo, con lesiones estructurales en sus túbulos renales. O también la ciencia ha mostrado, por si hacía falta mostrarlo, que los niños con mayor actividad deportiva sufren más daños osteomusculares.

(Nota: a pesar de ello, en la Comunidad de Madrid, en la que vivo, a algún genio se le ha ocurrido que es una buena idea aumentar en una hora más a la semana la educación física en los colegios, algo a lo que alguna otra voz más sensata ya ha respondido advirtiendo de que se hará a costa de la enseñanza de las ciencias. Total, qué importa tener niños un poco más necios, siempre que estén más esbeltos y fuertotes, si al fin y al cabo somos una potencia mundial en deportes, no en ciencias).

Pero no solo sería ampliamente cuestionable que a todos los efectos se metan en el mismo saco la actividad física beneficiosa y el deporte extremo agresivo hacia el organismo y causante de dolencias que también suman al gasto sanitario. Sino que, además, es ampliamente rechazable que se identifiquen ejercicio físico y deporte. La distinción es lo suficientemente clara como para no tener que explicarla. Pero se concederá que uno puede apreciar los beneficios científicamente avalados de la actividad física sin que necesariamente tenga por qué gustarle el deporte.

Conozco personas que no han leído un libro desde que dejaron los estudios –si es que lo leyeron entonces–, y otros muchos que si leen algo –no, Twitter no cuenta– es por la información que ese algo les aporta (libros de autoayuda, ensayos políticos o históricos, etcétera, etcétera, etcétera), y no por disfrutar del placer de la lectura, porque carecen del gen (gen en sentido metafórico) del placer de la lectura. Para estas personas, leer es como máximo un peaje a pagar para obtener otra cosa, y están en su perfecto derecho. Algunos carecemos del gen del disfrute del deporte y lo sufrimos más bien como una tortura si queremos obtener el beneficio que puede reportarnos. También estamos en nuestro perfecto derecho. Y nos llevaremos bien, siempre que los unos no nos pongamos pelmazos tratando de convertir a los otros a nuestra causa.

Así que, para ese sector de la población no practicante del culto al deporte, y que pondríamos en una lista cien cosas más gratificantes y enriquecedoras para ocupar cualquier retal de nuestro tiempo antes que ponernos un chándal, ¿no sería posible que la ciencia recreara ese principio activo beneficioso del ejercicio físico sin tener que tragarnos el resto?

Bien, pues aunque esto aún no existe, la buena noticia es que sí hay investigadores trabajando en ello desde hace tiempo. El último estudio en esta línea acaba de publicarse ahora en Nature Communications. Un equipo de investigadores de la Universidad de Michigan y la Universidad Estatal Wayne de Detroit ha indagado en los resortes genéticos mediadores de esos beneficios metabólicos del ejercicio físico. Es decir, qué genes se activan gracias a la actividad física y qué hacen las proteínas producidas por ellos para poner en marcha esos efectos provechosos.

Los científicos han descubierto en todo ello un papel central para las sestrinas, una familia de proteínas ya conocidas por su intervención en la respuesta al estrés: se activan cuando el ADN sufre daños, o en condiciones de hipoxia o de daño oxidativo. Según lo que se conoce, las sestrinas son como una especie de brigada de emergencias, entrando en acción para proteger el organismo de ciertas agresiones y restablecer la homeostasis. Y hacen todo esto actuando sobre otras moléculas implicadas en distintas vías metabólicas, del mismo modo que la brigada de emergencias moviliza a los bomberos o a los sanitarios.

El estudio muestra que en moscas y ratones las sestrinas son «mediadores críticos de los beneficios del ejercicio», escriben los autores: no solo se activan en respuesta al ejercicio, sino que este no produce ningún provecho cuando estas proteínas faltan. Y del mismo modo, al promover la activación de las sestrinas, se mimetizan los efectos favorables del ejercicio sin necesidad de practicarlo. Los investigadores han identificado también los efectores de las sestrinas en estos casos, las moléculas sobre las cuales actúan.

Sin embargo, no debe perderse de vista un detalle esencial: todo lo anterior se aplica a moscas y ratones. Los autores mencionan que se ha descrito también la activación de las sestrinas en humanos en respuesta al ejercicio físico, y estas proteínas aparecen evolutivamente conservadas en distintas especies, pero ello no quiere decir que automáticamente los resultados sean aplicables a nosotros. Se llenarían las bodegas del Titanic hasta hundirlo de nuevo con los estudios de resultados en animales que no han sido finalmente extrapolables a humanos.

Pero aún hay más: un segundo estudio, publicado también ahora en la misma revista y dirigido por investigadores de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y el Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC), en colaboración con algunos de los autores del trabajo anterior, muestra que la activación de las sestrinas previene la atrofia de los músculos debida a la edad o a la inactividad.

Todo lo cual convierte a las sestrinas en las nuevas proteínas favoritas de quienes carecemos del gen del gusto por el deporte. Y aunque obviamente aún queda mucho camino por recorrer, estos estudios sugieren que la idea de llegar algún día a obtener los beneficios del ejercicio físico con una píldora, ahorrándonos el chándal y el sudor a quienes no nos agradan el chándal ni el sudor, ya no es una mera fantasía. Qué grande es la ciencia.

Los beneficios del deporte, en un minuto (y sin sus riesgos)

Tal vez algún día los responsables de los mensajes que orientan la opinión pública deberían comenzar a tomarse en serio que el deporte no siempre es beneficioso para la salud. El ejercicio moderado regular lo es. Exprimir los límites del organismo sometiendo el cuerpo a esfuerzos brutales prolongados y repetidos que no forman parte del repertorio físico natural de los humanos no solamente no lo es, sino que puede ser letal.

En sólo un mes han muerto cuatro personas que participaban en carreras populares. Y esto no es producto de la fatalidad, los imponderables o el destino, sino de la peligrosa difusión de mensajes erróneos que calan en una población poco informada. Como decía la nota de prensa de una revisión publicada el pasado febrero en la revista Canadian Journal of Cardiology, «hay pruebas crecientes de que altos niveles de ejercicio intenso pueden ser cardiotóxicos y provocar cambios estructurales permanentes en el corazón, los cuales pueden, en algunos individuos, predisponerlos a experimentar arritmias».

Y no se pierdan lo que decía el autor de la revisión, André La Gerche, médico especializado precisamente en cardiología deportiva: «Gran parte de la discusión sobre los riesgos y beneficios relativos de los deportes de resistencia a largo plazo está secuestrada por mensajes pregonados por los medios, lo que ha alimentado un ambiente en el que uno puede ser criticado simplemente por cuestionar los beneficios del ejercicio físico».

La Gerche, cardiólogo del deporte, ha demostrado gran valentía al pronunciarse públicamente en contra de una moda que glorifica al atleta de élite y favorece la popularización de deportes extremos como maratones, ene-tlones y Iron Mans (o Men). Los medios suelen presentar a sus practicantes como ejemplos a imitar, cuando en realidad están castigando su organismo con actividades potencialmente nocivas. Imagino que a La Gerche le habrán llovido palos de otros colegas de profesión; aunque, haciendo realidad su propia predicción, su mensaje apenas tuvo eco público. En efecto, hablar en contra del deporte suele acarrear el silencio o la descalificación.

Pero mientras los concernidos deciden, si es que lo hacen, valorar su cuota de responsabilidad en la promoción de actividades perjudiciales para la salud, quedémonos con los beneficios, los del ejercicio moderado. Aquellos a quienes el deporte no nos interesa, nos aburre y nos obliga a consumir un tiempo que preferiríamos emplear en otra actividad menos repetitiva y más estimulante, desearíamos que los frutos del ejercicio suave pudieran venir en una píldora. Aunque suene a coña, desde el punto de vista biológico tiene todo el sentido. No hay ninguna magia ritual en el provecho del ejercicio físico, sino sólo procesos bioquímicos que podrían inducirse por otros medios.

Imagen de Wikipedia.

Imagen de Wikipedia.

Hasta el día en que llegue esa píldora, de momento tenemos otra solución intermedia muy aceptable. Un nuevo estudio descubre que 60 segundos de ejercicio intenso, tres veces a la semana, igualan los beneficios cardiometabólicos de 45 minutos de ejercicio moderado con la misma periodicidad.

Los autores, de la Universidad canadiense de McMaster, partieron en tres un grupo de voluntarios sin actividad física regular. A los primeros los dejaron como estaban. A los segundos les impusieron un programa de 45 minutos de bicicleta a un 70% del máximo ritmo cardíaco, precedidos por dos minutos de calentamiento y seguidos por tres minutos de recuperación, tres veces a la semana durante 12 semanas. Por último, el tercer grupo siguió el mismo plan, excepto que los 45 minutos a ritmo medio se sustituían por tres tandas de 20 segundos (en total, un minuto) de esprint separadas por dos minutos de pedaleo suave; en total, sumando calentamiento y recuperación, diez minutos.

Los tres grupos fueron sometidos a un seguimiento a través de mediciones de capacidad aeróbica (VO2 máx), consumo de glucosa, sensibilidad a insulina y actividad enzimática muscular. Según el estudio, publicado en la revista PLOS One, todos los parámetros mejoraban a niveles similares en los dos grupos de ejercicio, sin cambios apreciables en el grupo de control.

El director del estudio, Martin Gibala, dice que su modelo no sólo es válido para la bicicleta: «los principios básicos se aplican a muchas formas de ejercicio». La idea es muy sencilla, pero funciona: un millón de euros es un millón de euros, ya sea todo de una vez o céntimo a céntimo. Y la opción del minuto no requiere apuntarse a un gimnasio, ni siquiera comprarse un chándal: «Subir unos cuantos tramos de escaleras en la hora de la comida puede proporcionar un ejercicio rápido y eficaz; los beneficios para la salud son significativos», dice Gibala.