Cuando no es el coronavirus el que mata, sino el propio sistema inmune

La inmunología, mi cuna científica, es a los virus y otros patógenos lo que los polis a los cacos, el lado luminoso al lado oscuro de la Fuerza o los expertos en ciberseguridad a los hackers. Pero igual que existen polis corruptos, un Anakin que se convierte en Darth Vader o, imagino, algún blindador de sistemas que roba el banco que ha blindado, el sistema inmune también puede pervertirse.

Un ejemplo muy cotidiano es la alergia, cuando el cuerpo monta una respuesta inmunitaria absurda, innecesaria y hasta muy dañina contra algo tan peligroso como, por ejemplo, un cacahuete. Otro ejemplo son las enfermedades autoinmunes, como la esclerosis múltiple, la artritis reumatoide o el lupus. En este caso, el sistema inmune pierde una de sus capacidades básicas, la de discriminar entre lo propio y lo no propio, y ataca a ciertos componentes del organismo como si fueran invasores extraños.

Pero estos no son los únicos casos.

Remontémonos a 1918. Como es bien sabido, aquel año y el siguiente se extendió por el mundo la pandemia de lo que entonces se llamó, y ha perdurado tristemente, como gripe española (nunca lo fue; recibió ese nombre porque las noticias sobre contagios y muertes se publicaban libremente en España, país neutral en la Primera Guerra Mundial, mientras que el resto de Europa y EEUU estaban sometidos a la censura de prensa de la guerra). Aquella fue una pesadilla que hoy no podemos ni imaginar, ya que la enfermedad se cebaba con los niños y los jóvenes sanos, mientras que los ancianos la pasaban como una gripe leve. La pandemia dejó entre 40 y 100 millones de muertos, más que la guerra.

Aquella tragedia de la enfermedad que se llevaba a los más jóvenes no solo causó un inmenso dolor, sino también un total desconcierto entre los científicos: ¿cómo era posible que los más fuertes y sanos sucumbieran con más facilidad?

Sin relación alguna con lo anterior, en los años 90 los científicos empezaron a conocer con más detalle un problema que llevaba años discutiéndose, el mecanismo por el cual los trasplantes de médula ósea fallaban no porque el enfermo rechazara el trasplante, sino al contrario, porque el trasplante rechazaba al enfermo; el tejido trasplantado producía células inmunitarias que atacaban al huésped, dañando sus órganos.

Este efecto se producía por una sobreactivación de ese sistema inmune importado a través de la producción descontrolada de ciertas moléculas promotoras de activación e inflamación llamadas citoquinas. A este fenómeno se le llamó tormenta de citoquinas, dicen que en referencia a la operación Tormenta del Desierto de EEUU contra Irak. Más propiamente, su nombre es Síndrome de Liberación de Citoquinas (CRS, en inglés).

En esencia, el CRS es como esas subidas de la tensión eléctrica que funden los aparatos. La electricidad es necesaria para que funcionen, pero si de repente llega demasiada, los cacharros conectados a la red eléctrica pueden acabar fritos. Del mismo modo, un sistema inmune excesivamente activado puede dañar nuestros órganos y matarnos.

A comienzos de los años 2000, empezó a identificarse el fenómeno de la tormenta de citoquinas con las complicaciones graves e incluso mortales de ciertas infecciones, como la aparición de encefalopatías en enfermos de gripe, que causaba la muerte de un centenar de niños cada invierno en Japón (fue allí donde primero se describió). Pronto se descubrió que el CRS estaba detrás de otras enfermedades infecciosas como la viruela o la gripe H5N1. Pero también permitió explicar lo observado con otros patógenos como la malaria o… la gripe de 1918.

De este modo, por fin se logró explicar la alta letalidad de aquella gran pandemia en personas jóvenes y sanas: eran sus fuertes sistemas inmunitarios, y no directamente el virus, lo que las mataba, mientras que el CRS no aparecía en las personas ancianas con sus defensas debilitadas.

Sin embargo, aún es mucho lo que no se conoce sobre la tormenta de citoquinas. ¿Por qué en igualdad de condiciones de edad, salud y otros factores, algunas personas envían a su cuerpo esas letales subidas de tensión inmunitaria, mientras que otras no lo hacen?

Imagen al microscopio eléctronico de barrido y coloreada de un macrófago. Imagen de NIAID / Flickr / CC.

Imagen al microscopio eléctronico de barrido y coloreada de un macrófago. Imagen de NIAID / Flickr / CC.

Así llegamos a 2020, el año de la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Y de nuevo nos encontramos con que el CRS vuelve a cobrar protagonismo. Desde los primeros tiempos de la epidemia se ha observado un dato extraño. Aquellas personas con un sistema inmune más debil, como las que tienen inmunodeficiencias congénitas, VIH o ciertos cánceres de la sangre, o las sometidas a quimioterapia por cáncer o que toman medicación inmunosupresora por un trasplante, son siempre más susceptibles a infecciones, y por lo tanto deberían ser presa fácil del coronavirus.

Y sin embargo, estudios tanto en China como en Italia mostraban que las personas inmunodeprimidas no sufrían efectos más graves por el coronavirus, sino más bien lo contrario. «No se informó de ninguna muerte en pacientes de trasplantes, quimioterapia o tratamientos inmunosupresores en ningún grupo de edad», escribía el autor de un estudio en Lombardía.

Y por el contrario, en un gran número de pacientes graves, muchos de los cuales mueren, se han descubierto niveles de citoquinas y otros indicadores que revelan cuál es la causa directa de su grave enfermedad: no es el virus, sino la respuesta desaforada de su sistema inmune; la tormenta de citoquinas. Es decir, que un sistema inmune debilitado parece proteger de la COVID-19, mientras que una respuesta más fuerte conlleva un riesgo mayor.

Aún es pronto para afirmar que el CRS sea la causa principal o única de muerte por coronavirus, y todavía no parece haber datos confirmados fiables sobre el porcentaje de los fallecimientos por esta causa. Los enfermos suelen sufrir también infecciones bacterianas secundarias que afectan gravemente a sus pulmones. Muchas de estas bacterias son hoy más fuertes que nunca, ya que han desarrollado resistencia a muchos de los antibióticos conocidos. Estas bacterias multirresistentes suelen atrincherarse en entornos como los hospitales, y de hecho algunos expertos ya han advertido de que el abundante uso actual de antibióticos en los enfermos de COVID-19 afectados por infecciones secundarias no hará sino agravar el problema de que nos estamos quedando sin armas contra las bacterias.

Pero cuando los pulmones de muchos de los afectados por COVID-19 se van llenando con una especie de masa que poco a poco los va bloqueando, impidiendo la respiración y por tanto la oxigenación de la sangre, y que finalmente les causa la muerte, ese fenómeno está causado por los macrófagos, un tipo de células del sistema inmune que han proliferado y han acudido en avalancha a los pulmones por las órdenes que reciben de la tormenta de citoquinas.

Ahora bien: si muchos enfermos de COVID-19 no mueren directamente a causa del coronavirus, sino de su propia respuesta inmune descontrolada, ¿por qué son sobre todo los ancianos los que mueren, y no los jóvenes como en la gripe del 18? Aún no hay respuesta para esto. Se han apuntado posibles hipótesis, como que la inmunidad provocada por este virus afecte más a las personas mayores con un sistema inmune más entrenado en la respuesta a infecciones, mientras que el de los niños es aún demasiado inmaduro para responder fuertemente. Un estudio en China encontró que el 30% de las personas testadas que habrían sufrido enfermedad leve de coronavirus, sobre todo los menores de 40 años, no parecían tener anticuerpos contra el virus en la sangre. Aunque esto no descarta la respuesta de estas personas por otros mecanismos inmunitarios alternativos, el extraño dato sugiere que la inmunidad disparada por este virus es compleja.

Todo lo anterior lleva a dos conclusiones. Primera: a pesar de que las esperanzas a corto plazo del público en general parecen depositadas en los antivirales, la utilidad de estas armas siempre será limitada; salvo enormes sorpresas, los científicos piensan que esta no va a ser la solución que salve de la muerte a los ya muy enfermos. Imaginemos que un intruso invade nuestra casa. Cuando nos enteramos, nuestro interés es expulsar al intruso. Pero si este prende fuego a la casa, nuestro objetivo cambia: ya no es expulsar al intruso, sino apagar el fuego, porque de lo contrario nos quedaremos sin casa, con o sin intruso. Los antivirales, si se encuentran, servirán a las personas con síntomas leves, pero no van a salvar a los enfermos que ya están en estado crítico.

La segunda conclusión es que la salvación de estos enfermos podría estar en deprimir el sistema inmune, atajando la perniciosa tormenta de citoquinas y manteniendo los pulmones operativos y el organismo estable hasta que su cuerpo se libre del virus. Y en efecto, este es uno de los enfoques que actualmente se están probando en la lucha contra la pandemia, y que entronca con lo que esta semana explicaba en la revista Science la inmunóloga Janelle Ayres, del Instituto Salk de EEUU, en el que es quizá el artículo más importante que hasta ahora se ha escrito sobre el coronavirus: la investigación terapéutica contra estos patógenos debería cambiar de enfoque, abandonar la lucha contra el virus y centrarse en la salvación del organismo para tolerar la enfermedad hasta que esta remita.

Pero como veremos mañana, esto no es tan sencillo, puesto que la frontera entre dejar al cuerpo con defensas reducidas para contener la tormenta y dejar al cuerpo sin defensas con las que luchar contra las infecciones es una línea muy tenue que no conviene traspasar.

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