Entradas etiquetadas como ‘Síndrome de Liberación de Citoquinas’

La inmunología revela pistas clave sobre la gravedad de la COVID-19

Suele sorprenderme que a nadie parezca sorprenderle la existencia de los anticuerpos. Piénsenlo un momento: toda proteína que se produce en el cuerpo lleva sus instrucciones de fabricación previamente escritas en el genoma, que hemos heredado de nuestros padres, y ellos de los suyos. Y sin embargo, llega un virus nuevo que antes no existía, como el SARS-CoV-2 de la COVID-19, y el organismo es capaz de fabricar unas proteínas, los anticuerpos, ajustadas a la forma de las proteínas del virus, los antígenos, como esas protecciones de espuma van recortadas alrededor del objeto que protegen. Incluso si algún día descubriéramos microbios en Venus y pudieran infectarnos, generaríamos anticuerpos contra los antígenos de Venus.

¿Cómo lo hacemos? ¿Cómo es posible que nuestros genes puedan fabricar anticuerpos adaptados a la forma de antígenos que antes ni siquiera existían, con los que jamás ningún humano se había topado?

Este fue un enigma que torturó a los inmunólogos durante años, hasta que en los 70 lo resolvió el japonés Susumu Tonegawa. Y personalmente, fue la casi increíble solución la que me llevó a elegir la inmunología como especialidad de doctorado. Todos decían que el XXI sería el siglo del cerebro, y de hecho lo es; el encuentro entre neurociencias y computación aún nos reservará sorpresas alucinantes en las próximas décadas (por cierto, después de recibir el Nobel, Susumu se dedicó al cerebro). Muchos querían desentrañar los secretos del cáncer, la eterna lacra. Otros elegían la biotecnología vegetal por sus grandes posibilidades de desarrollo industrial.

Pero en cuanto a mí, no solo la respuesta a esa pregunta era la mayor maravilla de la naturaleza, sino que además la inmunología me parecía la cosa más importante del mundo. Porque es precisamente lo que nos protege del mundo.

Esta es la respuesta: en los linfocitos B, las células que producen los anticuerpos, los genes encargados de fabricar estas proteínas se reorganizan entre sí al azar, como cuando se utilizan las mismas piezas de Lego para hacer construcciones diferentes (esto se llama recombinación somática). En cada célula individual el resultado es distinto, y por ello cada célula produce un anticuerpo único, con una forma distinta. La consecuencia es que nuestro cuerpo está patrullado en todo momento por millones de células B preparadas para producir millones de anticuerpos distintos contra cualquier cosa, el polen de arizónica, la peste negra, el SARS-CoV-2, el antígeno venusiano o nada en particular.

Esto lo llevamos de fábrica; esas células ya existen previamente. Cuando el antígeno en cuestión nos invade, llega un momento en que casualmente se produce el encuentro entre él y su anticuerpo, y eso activa a la célula B correspondiente para multiplicarse y comenzar a inundar el torrente sanguíneo con millones y millones y millones de copias de esos anticuerpos concretos. La otra parte de la respuesta inmune adaptativa, los linfocitos T, utiliza también un mecanismo similar para colocar un receptor en su membrana que también reconoce los antígenos.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

Imagen tomada con microscopio electrónico y coloreada del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de NIAID.

En estos tiempos se ha confirmado que, en efecto, la inmunología es la cosa más importante del mundo: en ella confiamos para que nos saque de esta, gracias a las vacunas. Y como inmunólogo, aunque ya no ejerciente, me llena de orgullo y satisfacción, como decía aquel, que sean mis colegas, y no Bruce Willis ni Will Smith, quienes vayan a salvar el mundo.

En los últimos meses han sido tan intensos los estudios inmunológicos sobre la COVID-19 que incluso han llegado a desvelar nuevos secretos sobre cómo funciona el sistema inmune. Una de las grandes incógnitas es cómo pararlo para que no sobreactúe; entre los inmunólogos suele decirse que la mitad del sistema inmune sirve para frenar a la otra mitad, ya que demasiada respuesta puede ser peor que ninguna respuesta.

Como ya he contado aquí, en muchos de los pacientes más graves de cóvid –sucede también con otras infecciones– lo que les mata no es el virus, sino la reacción exagerada de su cuerpo contra el virus. El sistema inmune sobreactúa y sume al organismo en un grave estado de inflamación generalizada sin que sus mecanismos de control puedan impedirlo (se llama Síndrome de Liberación de Citoquinas o tormenta de citoquinas, o, de forma más general, Síndrome de Respuesta Inflamatoria Sistémica; esto incluye una complicación de la cóvid que ocurre de forma rara en niños). Y los enfermos mueren del éxito de su propia respuesta inmune.

Un nuevo estudio ha encontrado el porqué, o al menos uno de los más importantes porqués, aunque el cómo detenerlo llevará más tiempo. Un grupo de investigadores de la Universidad de Pittsburgh, el centro médico Cedars-Sinai de Los Ángeles y la Universidad Martin Luther de Alemania ha descubierto que la proteína Spike del SARS-CoV-2, la que el virus utiliza como llave para entrar en las células (y su principal antígeno; los test de anticuerpos detectan anticuerpos contra Spike, y los test de antígenos utilizan anticuerpos contra Spike para detectar si la persona tiene esa Spike, lo que revela la presencia del virus), tiene un trocito similar a un conocido superantígeno presente en algunas bacterias.

Un superantígeno es lo que su nombre indica: un antígeno capaz de provocar una superrespuesta. Y esa superrespuesta es mala; sume al cuerpo en esa vorágine inflamatoria que puede resultar fatal. En este caso, los científicos han encontrado en la proteína Spike una parte de estructura y secuencia muy similares a la enterotoxina B del estafilococo, un conocido superantígeno, y que no está presente en otros coronavirus parecidos como el del SARS original.

Este superantígeno se une directamente –este «directamente» es importante, porque es lo que hace a un antígeno «súper»– a los receptores de las células T mencionados arriba de forma no específica, provocando una estimulación de céluas que no están destinadas a responder contra ese patógeno, pero cuya sobreactivación lleva a la hiperinflamación. En bacterias, ese superantígeno produce el llamado Síndrome de Shock Tóxico (SST), una enfermedad que se hizo popular porque en algunos casos venía provocada por tampones demasiado absorbentes que se utilizaban durante demasiado tiempo; las bacterias crecían en los tampones y provocaban la enfermedad.

Los investigadores han comprobado también que, en las personas con cóvid grave y síntomas de hiperinflamación, ese presunto superantígeno efectivamente está funcionando como tal: en estos pacientes se ha encontrado una abundancia de células T con un repertorio concreto de receptores en sus membranas que revela una activación por el superantígeno.

Esta no es ni mucho menos la única pista que la inmunología está aportando en la lucha contra la pandemia. En los últimos meses se han publicado numerosos estudios que revelan cómo el sistema inmune responde a la infección del coronavirus, y cómo las personas con un determinado perfil inmunológico pueden tener mayor riesgo de padecer enfermedad grave. En particular, dos estudios recientes han encontrado que hasta un 14% de los pacientes graves –una minoría, pero importante– tiene una avería en su sistema de interferón I.

Los interferones son nuestros principales antivirales naturales, moléculas que produce nuestro propio organismo en respuesta a una infección viral para luchar contra el virus. Los humanos tenemos más de veinte, clasificados en tres tipos, I, II y III. En concreto, los investigadores han descubierto que ese grupo de pacientes tiene, o bien un defecto genético innato que afecta al funcionamiento de su interferón de tipo I, o bien anticuerpos que bloquean su interferón de tipo I.

Tener anticuerpos contra componentes de nuestro propio organismo es raro, pero no excepcional. En condiciones normales, nuestro sistema inmune sabe distinguir entre lo que es nuestro y lo que no: produce anticuerpos y células T contra los antígenos extraños, pero aprende a tolerar nuestras propias proteínas; por eso es clave la compatibilidad en los trasplantes, para que el organismo no rechace el órgano nuevo como algo ajeno. Sin embargo, a veces esa regulación no funciona bien y el sistema nos ataca a nosotros mismos, provocando enfermedades autoinmunes como el lupus, la esclerosis múltiple, la artritis reumatoide y otras. En el caso de ese grupo de pacientes de cóvid, se ha observado que producen anticuerpos contra su interferón de tipo I. En condiciones normales, probablemente esto no les produce ningún trastorno, pero les dificulta luchar contra el virus en caso de infección.

En la práctica, todos estos hallazgos aportan pistas que pueden ayudar a enfocar los tratamientos para salvar vidas. Dado que para los virus no existe una bala mágica como los antibióticos contra las bacterias, los tratamientos deben ser mucho más específicos, no ya dependiendo del virus concreto, sino de cómo afecta a cada perfil de paciente. Los pacientes con un defecto de interferón de tipo I podrían recibir una suplementación terapéutica de este antiviral que les falta; los que producen anticuerpos contra este interferón podrían beneficiarse de un tratamiento con interferón de otro tipo o con reactivos que bloqueen su autoanticuerpos. Y en general, saber qué perfiles inmunológicos son los más propensos a desarrollar una respuesta dañina puede informar a los médicos sobre qué tipo de inmunomoduladores utilizar en cada caso: esteroides, bloqueantes de la tormenta de citoquinas, inmunoglobulina intravenosa (que contiene anticuerpos contra el superantígeno del estafilococo)…

No, por desgracia, el antiviral único y milagroso que aparece en las películas (a veces erróneamente llamado antídoto) no existe en la realidad, y es dudoso que vaya a existir alguna vez. De todos los antivirales que ya se conocen y que se emplean contra distintos virus, no hay ninguno de eficacia equiparable a la de un antibiótico contra las bacterias. Los virus son bichos extremadamente duros de pelar; por algo son los organismos (sí, en mi opinión son seres vivos) más abundantes de la Tierra. Y por ello la clave para luchar contra ellos no está tanto en ellos como en nosotros, en aprender a domar nuestro propio sistema inmune para que luche contra el virus sin matarnos en la batalla.

Cara y cruz del tratamiento de la COVID-19: la cara, dexametasona

Que un fármaco haya mostrado por primera vez claramente en un ensayo clínico la capacidad de salvar la vida de algunos enfermos de cóvid es una magnífica noticia que el mundo entero estaba aguardando. Que ese fármaco sea la dexametasona es para mí una doble satisfacción personal, pero además es sin duda una suerte para la humanidad, como ahora explicaré. En el lado de las pegas, y como veremos, es solo un primer paso: no va a ser la panacea, y debemos tener en cuenta que en España tal vez no ayude a rebajar las tasas de mortalidad por debajo de las actuales, porque ya se venía utilizando ampliamente, así que en nuestro país su efecto ya está descontado.

Esta es la historia. El pasado marzo la Universidad de Oxford, con el apoyo del gobierno británico y otras instituciones, puso en marcha un gran ensayo clínico denominado RECOVERY, destinado a probar en paralelo un puñado de tratamientos contra la cóvid. El objetivo del estudio era alcanzar un mínimo de 2.000 pacientes tratados para cada una de las terapias y 4.000 en un grupo de control, para alcanzar una suficiente fiabilidad estadística.

El pasado 8 de junio, el primero de esos tratamientos alcanzó el hito previsto. Los investigadores detuvieron esa rama del ensayo para analizar los resultados, que han resultado muy esperanzadores: la mortalidad de los pacientes conectados a respiradores en el grupo de control era del 41%; el fármaco probado la reducía un tercio, en un factor de 0,65, lo cual equivale a salvar la vida a unas 13 personas de cada 100, o una de cada ocho. El grupo que recibía oxígeno sin respiradores, cuya mortalidad básica era del 25% también se benefició, aunque menos: una de cada 25 muertes puede evitarse. Por el contrario, no se observaron mejoras en los pacientes graves cuya patología no requiere respiradores ni oxígeno, de los cuales fallece un 13%.

Con estos datos, los investigadores se encontraron en sus manos con los primeros resultados de un fármaco que en un ensayo clínico ha demostrado el poder de salvar vidas de enfermos de cóvid. Recordemos que el remdesivir, un antiviral que también en un ensayo clínico ha mostrado la capacidad de reducir el tiempo de hospitalización, en cambio no ha arrojado datos estadísticamente significativos sobre una reducción de la mortalidad. Ante la importancia del hallazgo, los científicos de Oxford han difundido la noticia públicamente en un comunicado, a la espera de la publicación detallada de sus resultados en una revista científica, lo que permitirá a otros investigadores analizar y valorar los datos.

He aquí el fármaco en cuestión: dexametasona, un corticoide antiinflamatorio clásico que se viene utilizando desde los años 60. Y esta es la buena noticia para la humanidad: mientras que el remdesivir es un antiviral complejo, caro, inyectable y propiedad de una compañía, en cambio la dexametasona es un fármaco barato, que puede tomarse en pastillas, que existe en versión genérica, que puede comprarse en cualquier farmacia y que se produce a toneladas (quizá estoy exagerando) en todo el mundo.

Dexametasona en viales. Imagen de melvil / Wikipedia.

Ahora bien, los datos ya muestran que tampoco va a ser la panacea, el remedio milagroso que libre al mundo de la amenaza de la cóvid. Para entender por qué puede beneficiar a unos pacientes y no a otros, hay que explicar contra qué actúa.

En este blog he repasado detalladamente (aquí, aquí y aquí) uno de los efectos perniciosos de la enfermedad del coronavirus SARS-CoV-2, y que esta infección comparte con otras anteriormente conocidas: una sobreactivación inflamatoria del sistema inmune del enfermo que llega a ser más perjudicial que el propio virus; no lo mata la infección, sino su propia respuesta contra la infección.

Esta denominada tormenta de citoquinas, o más propiamente Síndrome de Liberación de Citoquinas (CRS, en inglés), es algo que se viene observando desde el comienzo de esta pandemia, en pacientes que tienen disparados sus niveles de ciertos marcadores de inflamación y que en muchos casos se correlacionan con el agravamiento y la muerte. Dado que el CRS ya se conocía de otras infecciones, incluyendo las gripes, desde el principio los clínicos han alertado de la necesidad de explorar esta vía como tratamiento contra la nueva cóvid.

Sin embargo, aún no parecen haberse publicado datos suficientemente extensos sobre qué porcentaje de enfermos de cóvid sufren este síndrome. Se ha hablado de entre un 10% y un 30%. Algunos estudios han llegado a encontrar marcadores de inflamación alterados en todos los pacientes analizados, aunque esto tampoco implica que este sea el proceso del cual vaya a depender críticamente la evolución de su enfermedad. Por ello, aún no se sabe a qué proporción del total de afectados de cóvid podría ayudar un tratamiento dirigido a mitigar la tormenta de citoquinas, pero sí que al menos algunos enfermos se beneficiarán de ello.

Y esto es exactamente lo que hace la dexametasona: antiinflamar. Para este fin se viene empleando desde hace décadas contra diversos cuadros hiperinmunes, incluyendo enfermedades autoinmunes o incluso alergias graves. Como ya expliqué aquí, actualmente se están ensayando diversos fármacos destinados a aplacar la tormenta de citoquinas. Algunos de ellos, como el tocilizumab, han mostrado posibles beneficios en estudios preliminares. Pero como el remdesivir, se trata de un fármaco caro y poco accesible.

La diferencia básica entre el tocilizumab u otros inhibidores de la tormenta de citoquinas (que aún tendrán mucho que decir) y la dexametasona es que los primeros actúan específicamente sobre ciertos componentes muy concretos del sistema inmune, como un francotirador; por el contrario, la dexametasona y otros corticoides son como lanzallamas. Es por esto que organismos como la Organización Mundial de la Salud o el Centro para el Control de Enfermedades de EEUU no recomendaban los corticoides contra la cóvid, ya que los antiinflamatorios generales para un paciente que está luchando contra una infección parecen como quitarle el salvavidas a alguien que se está ahogando.

Pero decía al comienzo que España quizá no reduzca sustancialmente sus tasas de mortalidad gracias a este hallazgo, y es que aquí la dexametasona ya se ha venido empleando regularmente en enfermos graves de cóvid, a diferencia de otros países como Reino Unido. De hecho, en nuestro país está en marcha también un ensayo clínico con este medicamento, dirigido por Carlos Ferrando, del Hospital Clínic de Barcelona. Según informa la revista Science, Ferrando está ahora analizando los datos: «Parece que tenemos una señal de que estos corticoides reducen la mortalidad, pero tenemos que terminar el análisis», ha dicho. Con todo, y aunque los pacientes en España ya hayan estado beneficiándose de los efectos de la dexametasona, la publicación de los resultados de los ensayos ayudará a los clínicos a orientar mejor sus tratamientos hacia aquellos enfermos más susceptibles de mejorar con este fármaco.

Por último, y ya en el aspecto más personal, decía también al comienzo que estos resultados son una doble satisfacción. Primero, una parte de mi tesis sobre la activación de los mecanismos inmunitarios celulares por dos de sus mediadores más importantes, la interleukina-2 (IL-2) y la IL-4, estuvo dedicada a estudiar la inhibición de esos mecanismos activadores por la dexametasona; así que encontrar ahora que un compuesto cuyos efectos inmunosupresores uno contribuyó a investigar puede salvar vidas durante esta pandemia es más que gratificante.

Segundo, y este ya es un enfoque más general: quienes nos hemos dedicado o se dedican a la inmunología hemos defendido que, aparte de la inevitable búsqueda de antivirales, una clave esencial de la lucha contra las infecciones puede estar no en intentar matar los patógenos, sino en tratar de ayudar al cuerpo a combatirlos.

El hecho de que ciertos antivirales como el remdesivir se anuncien como «de amplio espectro» resulta algo irónico, cuando realmente aún no han mostrado beneficios claros contra ninguna enfermedad. En cambio, nuestro sistema inmune es una maravilla de la evolución que a diario, sin que nos demos la menor cuenta, está combatiendo contra innumerables patógenos capaces de matarnos. No tenemos antivirales de amplio espectro y nos estamos quedando sin antibióticos. Pero tenemos un sistema inmune con un poder increíble, tanto que a veces se sobrepasa. En nuestra capacidad de encontrar el modo de domarlo cuando hace falta, ayudándole a hacer frente a las continuas amenazas a las que estamos expuestos, reside, pensamos algunos, el futuro de la lucha contra las enfermedades infecciosas.

Cuando el sistema inmune escala contra la covid, ¿cómo desescalarlo?

Viene muy al pelo esta nueva terminología de «escalada» y «desescalada» para explicar esa grave deriva de la COVID-19 (covid) que está costando vidas: el Síndrome de Liberación de Citoquinas (CRS, en inglés) o «tormenta de citoquinas», una sobreactuación del sistema inmune que puede conducir a un Síndrome de Respuesta Inflamatoria Sistémica (SIRS, en inglés) y que es la causa de la muerte de algunos pacientes; no los mata el virus, sino su propia respuesta al virus.

Y esta deriva es devastadora, ya que ataca rápido y de forma inesperada. Según una revisión de casos en China en la revista Journal of Infection, «la mayoría de estos pacientes críticamente enfermos y muertos no desarrollaron manifestaciones clínicas graves en las fases tempranas de la enfermedad. Algunos mostraron solo fiebre suave, tos o dolor muscular. El estado de estos pacientes se deterioró de repente en las fases posteriores o durante el proceso de recuperación. El Síndrome de Distrés Respiratorio Agudo (ARDS) y el fallo multiorgánico ocurrieron rápidamente, resultando en la muerte en un breve periodo».

Un modelo impreso en 3D del nuevo coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Flickr / CC.

Un modelo impreso en 3D del nuevo coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Imagen de NIH / Flickr / CC.

Para evitar esa escalada mortal del sistema inmune, existen fármacos que pueden facilitar la desescalada, y por lo tanto impedir que el cuerpo se destruya a sí mismo mientras lucha contra la infección. Entre los posibles medicamentos que pueden barajarse, vienen a la mente en primer lugar los antiinflamatorios más clásicos, los esteroides.

Los corticoides son antiinflamatorios que la mayoría habremos utilizado en alguna ocasión. Estos esteroides son también un tratamiento estándar en muchos casos en los que existen cuadros inflamatorios más graves o crónicos, o cuando es necesario deprimir la respuesta inmune, por ejemplo en las personas con un órgano trasplantado.

Pero los esteroides no parecen una solución óptima. Deprimir la respuesta inmune de un plumazo implica el riesgo de dejar al paciente sin defensas contra el virus, y esto no es ni mucho menos deseable. Los corticoides se han probado anteriormente contra otros coronavirus, los del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) y el Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), y no solo no han funcionado bien, sino que además perjudicaban la lucha del organismo contra el virus. Por ello, generalmente los expertos no están recomendando el uso de esteroides contra la covid.

En su lugar, se están ensayando medicamentos que no actúan de forma general sobre los mecanismos inflamatorios, sino que se han diseñado específicamente contra algún componente concreto implicado en la tormenta de citoquinas. Y entre estos componentes, hay un sospechoso habitual que suele actuar como gran protagonista: la interleukina 6 (IL-6). Esta es una hormona del sistema inmune, o citoquina, cuya función es repartirse por el organismo para convocar a las tropas a la batalla de la inflamación, un mecanismo de lucha contra las infecciones. Así, la IL-6 juega un papel muy beneficioso. Pero si se produce en exceso, ya sabemos el resultado.

Por ejemplo, la IL-6 provoca el reclutamiento masivo de los macrófagos, células eliminadoras del sistema inmune. Esta legión celular combate ferozmente contra las hordas del patógeno. Si recuerdan la montaña de cadáveres tras la batalla de John Nieve contra Ramsay Bolton por Invernalia (a mí esta traducción libre de Winterfell siempre me ha sonado al nombre de una feria de deportes de invierno), eso es el pus, restos de macrófagos muertos y patógenos destruidos. Y en los pacientes de covid esos restos pueden bloquear los pulmones hasta dejarlos inservibles.

Así pues, bloqueando la IL-6 o su receptor en las células puede contenerse esa inflamación exagerada. Desde hace años hay un fármaco que lo hace muy bien, llamado tocilizumab. Todos los fármacos terminados en «mab» son anticuerpos monoclonales (MAb = Monoclonal Antibody), anticuerpos que se producen en el laboratorio mediante un cultivo de células que son todas clónicas entre sí. Del mismo modo que los anticuerpos generados por nuestro cuerpo en respuesta a una infección pueden neutralizar un virus, en los laboratorios se crean anticuerpos diseñados para bloquear un componente del organismo con fines terapéuticos. Y eso es lo que hace el tocilizumab, bloquear la acción de la IL-6. Lógicamente, estos medicamentos de diseño y que no se fabrican por simples reacciones químicas, sino que emplean cultivos celulares como factorías, no suelen ser precisamente baratos.

El tocilizumab se utiliza normalmente con éxito en otras enfermedades hiperinflamatorias. Contra la covid, se probó inicialmente en un pequeño número de casos en China y después en Italia, con resultados alentadores. Aunque no será la bala mágica, hay esperanzas depositadas en que pueda ayudar a algunos pacientes. Y como decía aquí ayer, la ventaja de fármacos como este es que podrían aplicarse a distintas infecciones víricas en las que se produzcan estas complicaciones. Existen además otros inhibidores de la acción de la IL-6, como sarilumab o siltuximab (también «mabs») que serían posibles candidatos.

Precisamente ayer se ha publicado el último estudio hasta ahora sobre el tocilizumab. En la revista PNAS, científicos chinos informan de que todos sus pacientes con covid grave a los que se les ha administrado el fármaco, 20 en total, han superado la enfermedad, recibiendo el alta en una media de 15 días después del comienzo del tratamiento. Como viene ocurriendo con frecuencia en esta pandemia, hay que recordar: no es un ensayo clínico. Es un número muy pequeño de pacientes y no hay grupo de control. No se sabe cómo habrían evolucionado los enfermos de no haber recibido esta medicación.

Pero la IL-6 no es ni mucho menos la única citoquina implicada en la tormenta. Otras como la familia de IL-1 (descubierta inicialmente como factor de la fiebre), los interferones (las municiones antivirales que posee nuestro cuerpo), el Factor de Necrosis Tumoral (TNF, otro factor que promueve la inflamación) y otros aparecen elevados en los casos de CRS, y en muchos de los pacientes más graves de covid. Contra estos mediadores y sus receptores se prueban distintas estrategias. Además de los anticuerpos monoclonales para neutralizarlos, se diseñan moléculas similares a sus receptores en las células que se mueven libremente por la sangre y los tejidos para capturarlos e impedir que lleguen al lugar donde deberían actuar.

Aquí no acaba el arsenal de herramientas contra las tormentas de citoquinas. Los investigadores buscan también el modo de evitar que la tormenta se produzca en primer lugar, bloqueando sus desencadenantes. Entre estos se encuentran las catecolaminas, una familia de neurotransmisores (hormonas del sistema nervioso) que incluyen la adrenalina y la dopamina. En este enfoque entraría también la cloroquina, el medicamento clásico contra la malaria del que tanto se ha hablado.

La cloroquina es capaz de bloquear la producción de IL-6 y TNF. Sin embargo, a pesar de la publicidad que ha recibido este fármaco y aunque se ha incluido en una batería de grandes ensayos clínicos patrocinados por la Organización Mundial de la Salud, el estudio inicial dirigido por un investigador francés que apoyaba su uso ha sido fuertemente criticado, y resultados posteriores no han confirmado las bondades de la cloroquina contra la covid; para algunos expertos, la cloroquina es un globo pinchado.

Por último, merece la pena mencionar el caso de la melatonina, una hormona producida por el cerebro que regula los ciclos de sueño y vigilia. La melatonina es también antiinflamatoria, y puede ser un modulador crítico del sistema inmune. Como ya he contado aquí, ciertos datos con animales indican que la melatonina puede modificar la potencia de la respuesta inmune hasta en un 40%, y podría estar implicada en la estacionalidad inmunitaria, es decir, cómo nuestro cuerpo responde a ciertas infecciones de distinto modo en diferentes épocas del año, lo que a su vez puede explicar en parte por qué cogemos la gripe en invierno y no en verano. La melatonina ha despertado bastante interés en la lucha contra la covid. Y aunque tampoco va a ser el medicamento milagroso que muchos esperan –pero que por desgracia difícilmente existirá–, actualmente se estudia si podría aportar algún beneficio a los pacientes de covid que sufren CRS.

En resumen, muchas vías abiertas, pero por el momento ninguna de ellas claramente la vía por la que apostar. Miles de investigadores en todo el planeta, sin apenas reconocimiento público, están trabajando contra reloj en un esfuerzo científico sin precedentes. Ellos son quienes sin duda nos sacarán de esto. Pero deberemos ser pacientes, porque aún queda mucha pandemia por delante.

En busca de medicamentos para salvar el cuerpo, no para eliminar el virus

«Los antivirales probablemente serán eficaces para la fracción de pacientes infectados que desarrollan casos leves de COVID-19 […] Pero para los pacientes que desarrollan enfermedad grave o crítica, y que requieren hospitalización y cuidados intensivos, la estrategia basada en antivirales no cuadra con lo que se necesita en la primera línea, donde médicos y pacientes pelean por la vida».

Son palabras de la inmunóloga del Instituto Salk (EEUU) Janelle Ayres en un artículo aparecido la semana pasada en la revista Science Advances, una de las opiniones más importantes que se han publicado hasta ahora sobre el tratamiento científico de la crisis del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 (covid). No porque nadie haya dicho antes lo que Ayres dice en su artículo (recordatorio: atentos siempre al consenso científico, rechazar siempre a los iluminados que creen saber lo que nadie más sabe), sino porque resume a la perfección una eterna asignatura pendiente en la lucha contra las enfermedades infecciosas: centrarnos no tanto en combatir al patógeno, sino en salvar al organismo.

Imagen de pxfuel.

Imagen de pxfuel.

Un minúsculo resumen a modo de flashes: entre el siglo XIX y comienzos del XX se buscan compuestos antibacterianos para tratar las enfermedades infecciosas. Finalmente Fleming, Florey y Chain dan con la penicilina. Los antibióticos cambian el mundo, salvando a la humanidad de las enfermedades bacterianas. Pero los antibióticos, como su nombre indica, solo actúan contra seres vivos. Los virus no son seres vivos. Los antibióticos no sirven contra los virus. Más tarde comienzan a desarrollarse antivirales. Pero mientras que los antibióticos son (inicialmente) un regalo de la naturaleza y suelen funcionar contra un amplio espectro de bacterias, como un lanzallamas en una batalla, los antivirales son armas sofisticadas que debemos diseñar nosotros y que generalmente son de acción más restringida.

Sí, hay muchos antivirales. Algunos de los que ya existen podrían ser eficaces contra el virus de la covid. Es el caso del remdesivir, un fármaco creado contra el ébola y todavía en estudio experimental. Actúa saboteando el fotocopiado que hace el virus de su material genético para reproducirse. El remdesivir imita a una de las «letras» del ARN del virus, de modo que este la utiliza como si fuera la de verdad. Pero esta falsa pieza hace que la maquinaria se encasquille y no termine de producirse la nueva copia del virus; algo así como aquello que hacía el Sherlock Holmes de Guy Ritchie de meter un pintalabios en la cinta de balas de la ametralladora (ignoro si esto realmente sirve con las ametralladoras, pero sí con los virus).

El remdesivir es actualmente uno de los fármacos que suscitan más expectativas en la lucha contra la covid. Los primeros resultados en pacientes graves fueron alentadores y recientemente se ha filtrado que un ensayo clínico en Chicago parece arrojar un balance positivo, pero también hay datos contradictorios en China. Todo apunta a que en unos días, quizá esta misma semana, se publicarán nuevos resultados, y algún país como Japón parece dispuesto a aprobar rápidamente su uso contra la covid. Pero los expertos aún se muestran cautos y no se apuntan a la idea de que el remdesivir vaya a ser la panacea.

Mientras, otros muchos posibles antivirales están en pruebas, y también se están buscando y desarrollando nuevos compuestos aprovechando el conocimiento cada vez más preciso de los componentes moleculares del virus. Por ejemplo, se estudian inhibidores de algunas de las proteínas que el virus necesita para infectar y fabricar copias suyas a millones. También se busca bloquear la unión del virus al receptor celular que emplea para invadir. Algunos de estos compuestos son anticuerpos de diseño, parecidos a los que el organismo produce de forma natural. Una manera rudimentaria, pero históricamente eficaz en muchos casos como primera línea de lucha, es utilizar el plasma de personas que ya han pasado la enfermedad, ya que su sangre contiene anticuerpos.

Los antivirales sin duda llegarán. Pero los nuevos tardarán años, y los reposicionados (aquellos ya aprobados para otras indicaciones) probablemente tendrán una utilidad limitada. Los antivirales serán en general más beneficiosos en personas que solo desarrollen síntomas leves, o en aquellas de mayor riesgo pero en las que la medicación pueda administrarse en fases muy tempranas de la enfermedad.

Pero como vienen insistiendo numerosos científicos y ya he contado aquí, el menor de los problemas de una persona que está en la UCI, con sus pulmones prácticamente inservibles, fallos graves en otros órganos, quizá sepsis e infecciones bacterianas secundarias, es precisamente el virus. Este ya ha hecho el daño que podía hacer. En esos momentos lo necesario es conseguir que el cuerpo del enfermo pueda seguir funcionando sin apagarse para siempre, hasta que sus órganos comiencen a recuperarse. Como escribí aquí, si un intruso prende fuego a nuestra casa, nuestro objetivo principal es apagar el fuego, no echar al intruso.

Así, Ayres insiste en que deben buscarse fármacos que ayuden a que el organismo tolere la infección y siga funcionando, y que este ha sido un terreno olvidado en la lucha contra los patógenos. «No hay razones científicas ni de salud pública para que no hayamos desarrollado esas terapias», escribe. «En lugar de preguntarnos ¿cómo combatimos las infecciones?, podríamos comenzar a preguntarnos ¿cómo sobrevivimos a las infecciones?».

Al fin y al cabo, esto es lo que normalmente hacemos con otras infecciones virales que no amenazan nuestra vida: con resfriados o gripes no tomamos medicaciones contra el virus, que son escasas para algunos de ellos e inexistentes contra otros. Simplemente tomamos fármacos que nos ayudan a seguir funcionando de manera normal hasta que nuestro cuerpo se libra del virus por sí solo. La propuesta de Ayres consiste en extender este enfoque a virus que provocan síntomas más agresivos como el de la covid. Por ejemplo, buscar compuestos que ayuden a las células del epitelio alveolar y de los capilares pulmonares a seguir funcionando para evitar el fallo respiratorio.

La inmunóloga señala además otra ventaja de este enfoque: cada nuevo patógeno es un reto que comienza de cero, mientras que los fármacos destinados a tolerar una infección sin morir pueden servir del mismo modo para una amplia gama de virus. En lugar de nuestros anti-bióticos, serían nuestros pro-bióticos, si no fuera porque este término ya se lo apropiaron los fabricantes de yogures.

Ahora bien, pensarán ustedes que esta reflexión de Ayres está muy bien, pero que si nos lleva a alguna parte de cara al problema que tenemos ahora mismo. Y la respuesta es que podría ser, porque entre las terapias destinadas a salvar al paciente y no a eliminar el virus, están las dirigidas a paliar uno de los efectos típicos de las infecciones que también parece desempeñar un papel relevante en muchos casos de covid: el Síndrome de Liberación de Citoquinas (CRS, en inglés) o «tormenta de citoquinas», una reacción exagerada del propio sistema inmune que puede conducir a un Síndrome de Respuesta Inflamatoria Sistémica (SIRS) cuyas consecuencias a menudo son letales.

Como ya conté aquí, se ha comprobado que el CRS/SIRS está implicado en la patología de muchos casos de covid, aunque aún no se sabe en cuántos o en qué proporción. Pero dado que fue el factor principal de letalidad en los jóvenes y niños que sucumbían a la gripe de 1918, que opera también en otras muchas infecciones, y que incluso no es descartable que pudiera relacionarse con ciertos extraños casos muy extraños y esporádicos de covid en niños –esto aún es una mera conjetura–, parece que es una vía a tener en cuenta. Y la ventaja es que los moduladores inmunitarios que pueden mitigar el CRS/SIRS ya existen, ya están aprobados, y algunos de ellos se emplean con éxito en otros casos.

Por último, una aclaración. En algunos casos se está hablando del CRS/SIRS de la covid como un síndrome autoinmune, pero no es así; cuidado con la confusión. Se habla de una enfermedad autoinmune cuando el sistema inmunitario ataca componentes del propio organismo confundiéndolos con invasores extraños; por ejemplo, cuando el cuerpo produce anticuerpos contra una proteína propia que tiene una función fisiológica normal. Este no es el caso del que estamos hablando: no hay respuesta autoinmune, sino una reacción inmunitaria exagerada que promueve un estado de inflamación en todo el organismo, conduciéndolo al caos y a un mal funcionamiento general. Mañana repasaremos cuáles son las armas que se están probando para atajar esta autoagresión del organismo provocada por el virus de la covid.

Cuando no es el coronavirus el que mata, sino el propio sistema inmune

La inmunología, mi cuna científica, es a los virus y otros patógenos lo que los polis a los cacos, el lado luminoso al lado oscuro de la Fuerza o los expertos en ciberseguridad a los hackers. Pero igual que existen polis corruptos, un Anakin que se convierte en Darth Vader o, imagino, algún blindador de sistemas que roba el banco que ha blindado, el sistema inmune también puede pervertirse.

Un ejemplo muy cotidiano es la alergia, cuando el cuerpo monta una respuesta inmunitaria absurda, innecesaria y hasta muy dañina contra algo tan peligroso como, por ejemplo, un cacahuete. Otro ejemplo son las enfermedades autoinmunes, como la esclerosis múltiple, la artritis reumatoide o el lupus. En este caso, el sistema inmune pierde una de sus capacidades básicas, la de discriminar entre lo propio y lo no propio, y ataca a ciertos componentes del organismo como si fueran invasores extraños.

Pero estos no son los únicos casos.

Remontémonos a 1918. Como es bien sabido, aquel año y el siguiente se extendió por el mundo la pandemia de lo que entonces se llamó, y ha perdurado tristemente, como gripe española (nunca lo fue; recibió ese nombre porque las noticias sobre contagios y muertes se publicaban libremente en España, país neutral en la Primera Guerra Mundial, mientras que el resto de Europa y EEUU estaban sometidos a la censura de prensa de la guerra). Aquella fue una pesadilla que hoy no podemos ni imaginar, ya que la enfermedad se cebaba con los niños y los jóvenes sanos, mientras que los ancianos la pasaban como una gripe leve. La pandemia dejó entre 40 y 100 millones de muertos, más que la guerra.

Aquella tragedia de la enfermedad que se llevaba a los más jóvenes no solo causó un inmenso dolor, sino también un total desconcierto entre los científicos: ¿cómo era posible que los más fuertes y sanos sucumbieran con más facilidad?

Sin relación alguna con lo anterior, en los años 90 los científicos empezaron a conocer con más detalle un problema que llevaba años discutiéndose, el mecanismo por el cual los trasplantes de médula ósea fallaban no porque el enfermo rechazara el trasplante, sino al contrario, porque el trasplante rechazaba al enfermo; el tejido trasplantado producía células inmunitarias que atacaban al huésped, dañando sus órganos.

Este efecto se producía por una sobreactivación de ese sistema inmune importado a través de la producción descontrolada de ciertas moléculas promotoras de activación e inflamación llamadas citoquinas. A este fenómeno se le llamó tormenta de citoquinas, dicen que en referencia a la operación Tormenta del Desierto de EEUU contra Irak. Más propiamente, su nombre es Síndrome de Liberación de Citoquinas (CRS, en inglés).

En esencia, el CRS es como esas subidas de la tensión eléctrica que funden los aparatos. La electricidad es necesaria para que funcionen, pero si de repente llega demasiada, los cacharros conectados a la red eléctrica pueden acabar fritos. Del mismo modo, un sistema inmune excesivamente activado puede dañar nuestros órganos y matarnos.

A comienzos de los años 2000, empezó a identificarse el fenómeno de la tormenta de citoquinas con las complicaciones graves e incluso mortales de ciertas infecciones, como la aparición de encefalopatías en enfermos de gripe, que causaba la muerte de un centenar de niños cada invierno en Japón (fue allí donde primero se describió). Pronto se descubrió que el CRS estaba detrás de otras enfermedades infecciosas como la viruela o la gripe H5N1. Pero también permitió explicar lo observado con otros patógenos como la malaria o… la gripe de 1918.

De este modo, por fin se logró explicar la alta letalidad de aquella gran pandemia en personas jóvenes y sanas: eran sus fuertes sistemas inmunitarios, y no directamente el virus, lo que las mataba, mientras que el CRS no aparecía en las personas ancianas con sus defensas debilitadas.

Sin embargo, aún es mucho lo que no se conoce sobre la tormenta de citoquinas. ¿Por qué en igualdad de condiciones de edad, salud y otros factores, algunas personas envían a su cuerpo esas letales subidas de tensión inmunitaria, mientras que otras no lo hacen?

Imagen al microscopio eléctronico de barrido y coloreada de un macrófago. Imagen de NIAID / Flickr / CC.

Imagen al microscopio eléctronico de barrido y coloreada de un macrófago. Imagen de NIAID / Flickr / CC.

Así llegamos a 2020, el año de la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Y de nuevo nos encontramos con que el CRS vuelve a cobrar protagonismo. Desde los primeros tiempos de la epidemia se ha observado un dato extraño. Aquellas personas con un sistema inmune más debil, como las que tienen inmunodeficiencias congénitas, VIH o ciertos cánceres de la sangre, o las sometidas a quimioterapia por cáncer o que toman medicación inmunosupresora por un trasplante, son siempre más susceptibles a infecciones, y por lo tanto deberían ser presa fácil del coronavirus.

Y sin embargo, estudios tanto en China como en Italia mostraban que las personas inmunodeprimidas no sufrían efectos más graves por el coronavirus, sino más bien lo contrario. «No se informó de ninguna muerte en pacientes de trasplantes, quimioterapia o tratamientos inmunosupresores en ningún grupo de edad», escribía el autor de un estudio en Lombardía.

Y por el contrario, en un gran número de pacientes graves, muchos de los cuales mueren, se han descubierto niveles de citoquinas y otros indicadores que revelan cuál es la causa directa de su grave enfermedad: no es el virus, sino la respuesta desaforada de su sistema inmune; la tormenta de citoquinas. Es decir, que un sistema inmune debilitado parece proteger de la COVID-19, mientras que una respuesta más fuerte conlleva un riesgo mayor.

Aún es pronto para afirmar que el CRS sea la causa principal o única de muerte por coronavirus, y todavía no parece haber datos confirmados fiables sobre el porcentaje de los fallecimientos por esta causa. Los enfermos suelen sufrir también infecciones bacterianas secundarias que afectan gravemente a sus pulmones. Muchas de estas bacterias son hoy más fuertes que nunca, ya que han desarrollado resistencia a muchos de los antibióticos conocidos. Estas bacterias multirresistentes suelen atrincherarse en entornos como los hospitales, y de hecho algunos expertos ya han advertido de que el abundante uso actual de antibióticos en los enfermos de COVID-19 afectados por infecciones secundarias no hará sino agravar el problema de que nos estamos quedando sin armas contra las bacterias.

Pero cuando los pulmones de muchos de los afectados por COVID-19 se van llenando con una especie de masa que poco a poco los va bloqueando, impidiendo la respiración y por tanto la oxigenación de la sangre, y que finalmente les causa la muerte, ese fenómeno está causado por los macrófagos, un tipo de células del sistema inmune que han proliferado y han acudido en avalancha a los pulmones por las órdenes que reciben de la tormenta de citoquinas.

Ahora bien: si muchos enfermos de COVID-19 no mueren directamente a causa del coronavirus, sino de su propia respuesta inmune descontrolada, ¿por qué son sobre todo los ancianos los que mueren, y no los jóvenes como en la gripe del 18? Aún no hay respuesta para esto. Se han apuntado posibles hipótesis, como que la inmunidad provocada por este virus afecte más a las personas mayores con un sistema inmune más entrenado en la respuesta a infecciones, mientras que el de los niños es aún demasiado inmaduro para responder fuertemente. Un estudio en China encontró que el 30% de las personas testadas que habrían sufrido enfermedad leve de coronavirus, sobre todo los menores de 40 años, no parecían tener anticuerpos contra el virus en la sangre. Aunque esto no descarta la respuesta de estas personas por otros mecanismos inmunitarios alternativos, el extraño dato sugiere que la inmunidad disparada por este virus es compleja.

Todo lo anterior lleva a dos conclusiones. Primera: a pesar de que las esperanzas a corto plazo del público en general parecen depositadas en los antivirales, la utilidad de estas armas siempre será limitada; salvo enormes sorpresas, los científicos piensan que esta no va a ser la solución que salve de la muerte a los ya muy enfermos. Imaginemos que un intruso invade nuestra casa. Cuando nos enteramos, nuestro interés es expulsar al intruso. Pero si este prende fuego a la casa, nuestro objetivo cambia: ya no es expulsar al intruso, sino apagar el fuego, porque de lo contrario nos quedaremos sin casa, con o sin intruso. Los antivirales, si se encuentran, servirán a las personas con síntomas leves, pero no van a salvar a los enfermos que ya están en estado crítico.

La segunda conclusión es que la salvación de estos enfermos podría estar en deprimir el sistema inmune, atajando la perniciosa tormenta de citoquinas y manteniendo los pulmones operativos y el organismo estable hasta que su cuerpo se libre del virus. Y en efecto, este es uno de los enfoques que actualmente se están probando en la lucha contra la pandemia, y que entronca con lo que esta semana explicaba en la revista Science la inmunóloga Janelle Ayres, del Instituto Salk de EEUU, en el que es quizá el artículo más importante que hasta ahora se ha escrito sobre el coronavirus: la investigación terapéutica contra estos patógenos debería cambiar de enfoque, abandonar la lucha contra el virus y centrarse en la salvación del organismo para tolerar la enfermedad hasta que esta remita.

Pero como veremos mañana, esto no es tan sencillo, puesto que la frontera entre dejar al cuerpo con defensas reducidas para contener la tormenta y dejar al cuerpo sin defensas con las que luchar contra las infecciones es una línea muy tenue que no conviene traspasar.