Azul II

Por Sara Levesque

 

Y entonces, la vi. Una mujer diferente a las demás que me hechizaba porque no seguía el maldito guion. Con piernas tan eternas dentro de su pantalón verde tirando a marrón. Aparentaba una silueta angulosa desde lejos, apuñalando el suelo con sus zapatos de tacón. Sus cabellos cobrizos de seda natural, más esponjosos que el algodón, me hicieron creer que era la viva imagen de la pasión. De piel de raso tropical, quise esnifar su aroma por completo, aunque, por defecto, me llevase un sonoro bofetón.

Su flor fue lo que más me enamoró. No era de las que se ponen en la solapa o tiesas en un jarrón. Una flor en la que, cuando hace calor, siempre apetece darse un chapuzón y, si el clima es frío desilusión, reconforta más que atiborrarse en la soledad devorando un bombón. De la que nunca te sacias y se lo expresas gimiendo a pleno pulmón. Aquella flor exótica entre su jardín sin corrupción brotaba brillando con cada lametón. Parecía estar en llamas y resultó ser ese tipo de luz que uno tanto ama sin pedir perdón.

Y entonces, apareció junto a ella. Existía una mariposilla que se atrevió a volar. Sus alas eran las más alegres que haya apreciado mi mirar. De colores vivos, teñidas de un potente amarillo solar. En cada una se apreciaba un punto azul verdoso simulando el tono del mar. Su revoloteo era muy irregular, casi podría asegurar que rozaba lo bipolar. Cuando la sentía, solo ansiaba empaparme con su aletear.

Ascendía por mi vida exhibiendo su estelar danzar y descendía por mis miedos, que solo ella era capaz de abrazar cuando me echaba a temblar. Habitaba en mi pancita, ahí practicaba su gran salto mortal. Sabía que no me quería dañar, pero surcaba mis días con tanta ferocidad que, a veces, me lograba asustar. La mayor parte del tiempo me hacía sentir fenomenal, audaz, valiente y colosal. Debo confesar que, en ocasiones, deseaba que se largara y me dejara en paz.

Esa mariposilla revoloteaba sin parar. Impregnada del aroma de ella, que no me cansaba de esnifar. Así me susurraba que no me olvidase de que la quería recordar, de que no me dejase amilanar si algún día encontrase el valor necesario para preguntarle si le apetecía que nos ilumináramos un ratito en particular.

Ella no sabía de género, tiempo ni edad. Solo vivía en mí porque le rodeaba su esencia tersa y veraz. Me confesó que aborrecía el frío polar. Y yo aprendí a mudarme del hielo al que llamo hogar para que no se sintiera dispar. Construí para ella un cálido lugar repleto de flores de mil colores por las que pudiera retozar. A mi mariposilla le confesé desde la oscuridad de mi soledad que, de aquella mujer diferente a las demás, me llegué a enamorar.

Es verdad que nos unió el color del optimismo y la bonanza: el azul.

Azul celeste. Azul silvestre. Azul de cualquier techo que se acueste. Azul añil. Azul abrazando todo el mes de abril. Azul pacífico. Azul nada terrorífico. Azul calma. Azul comiendo de mi palma. Azul con que mi corazón se empalma. Azul que revive la paz en mi alma. Azul zafiro. Prefiero el azul del estanque del Retiro. Azul del arbitrario aire que aspiro.

Azul Antártida helada. Azul frescura abrigada. Azul aguas marinas. Azul de las ascuas en ruinas. Azul para bañarse. Azul donde sanarse. Azul para chapotear. Azul similar a un sosegado mirar. Azul lágrimas de cristal. Azul lluvia torrencial. Azul temporal bajo el que charlar. Azul abrigándonos al son de su ventoso cantar.

Azul taciturno cielo nocturno. Azul nomeolvides. Azul tú decides. Azul burbuja. Azul que el firmamento sobre el mar dibuja. Azul que a sus aguas empuja. Azul de tus vaqueros. Azul chapoteo o crucero. Azul marino. Azul para bailar blues saboreando un vino. Azul delfín. Si su azul representa la tranquilidad, que sea un azul sin fin.

© Sara Levesque

 

 

 

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