Archivo de septiembre, 2023

Masculinidad tóxica y discriminación

Por David Breijo de Asociación ANDIT

 

Recuerdo aquella escena que me dio vergüenza ajena en la que el Emérito aparecía con muletas entonando el “mea culpa” con un “Lo siento. Me he equivocado. No volverá a pasar”. Y se quedó tan ancho, como un rey.

Y, vueltas que da la vida, hoy hubiese preferido aquellas palabras en la boca del que preside la representación del fútbol en nuestro país.

Podría haberse hecho el tonto -que no serlo- y pedir disculpas. Previamente ya se había asegurado de que sus gónadas seguían en su sitio, mientras compartía palco con autoridades, sin pudor alguno. Señal esta del CI, educación y expresión visceral del momento.

Y luego el momento de entrega de medallas a las campeonas, las que debieron ser las únicas protagonistas.

“Un momento de euforia que no pude contener”, podría haber alegado. Ese cerebro reptiliano que todos tenemos, aunque alguno más desarrollado que otros, le hizo cometer aquel acto digno de los más bajos suburbios.

Ahí tendría su excusa, que no el perdón. Pero hubiese sido más honrado, más digno. Un “Pido perdón, me he equivocado. No pude controlar esta virilidad”. Incluso, presentar él mismo su dimisión de forma inmediata tras ese reconocimiento. A buen seguro, le habría servido para obtener una opinión pública más favorable, y no habrían consentido ese “despido”.

Pero no. En vez de ello, decidió dar una conferencia para contar su verdad, que no “la verdad”. De aquel te lo podrías esperar, ¿pero de aquellos -todos los presentes- que le aplaudieron?

Dicen los doctos que lo hizo porque si no dimite, lo despiden, y con ello se llevaría indemnización -que en su caso sería millonaria-. Los legos como yo teníamos entendido que el despido puede ser disciplinario, ser este procedente y, por ello, sin indemnización.

Pero donde hay patrón no manda marinero.

El caso es que, en aquella intervención, ofreció su interpretación -retorcida- de los hechos, similar a aquellos nacional-socialistas respecto a los judíos -noche del 9 al 10 de noviembre de 1938-. Se presentó como víctima frente al ataque de la malvada Jenni Hermoso. Que ella le cogió y lo subió encima suya, que ella aceptó un pico, que le dijo que él era genial…
Menos mal que a día de hoy contamos con grabaciones.

A pesar de los intentos que he hecho hasta el momento, revisando los vídeos en consonancia a sus declaraciones, no me cuadra lo que dice. También es cierto que no estuve junto a ellos, todo hay que decirlo, por lo que no pude oír la conversación. Pero los vídeos no me dejan la menor duda. Incluso se ve cómo él salta para agarrarse con sus piernas sobre la jugadora -todo muy hetero macho ibérico alfa-.

La jugadora ha manifestado su versión, contradictoria a la del sr. Rubiales. Se han hecho eco las presiones sufridas para que declarase esta señora acorde con los intereses del varón.
Todo esto en conjunto me hace pensar que la versión del presidente de la RFEF… no sé, Rick, parece falso.

Pero no acaba ahí. Aún hay más. Por si quedase algún atisbo de duda en su versión, da otro dato más para exculparse, para alegar una falta absoluta de intencionalidad sexual. Para mayor “defensa” de su postura, su alegato se fundamenta en que, como la jugadora es lesbiana, pues no podría caber ningún interés sexual (no es el interés sexual de la agredida lo que hay que defender, sino del agresor, cuyo acto es independiente de la orientación sexual de la víctima).

En su cabeza sonaría bien, un plan sin fisuras.

Dudo que, en caso de que un chico gay le tratase así, acabando con un “piquito”, lo dejase pasar o lo justificase. Su hombría se vería violada, ¡en público! Pero claro, al ser él hetero, el chico gay no habría cometido ninguna falta -no con el balón, sino con sus pelotas-, pues nunca podría haber un interés sexual. ¿O no?

Ya, si para colmo hubiese sido una mujer trans, convencido estoy de que apenas le hubiese dado una palmadita en el hombro, y con cuidado, no vaya a ser que se le pegase algo. Le hubiese echado la medalla como en su día hizo el Emérito con la Emérita con el anillo de compromiso. Todo muy macho.

Las actuaciones del señor Rubiales (qué tiempos en los que se llamaba así al chico/a guapo/a que era rubito) derivaron en un posible (para mí, sin duda alguna) doble delito: una agresión sexual y una vejación a la jugadora por su orientación sexual -a la que yo añadiría, además, una agresión al colectivo LGTBI-.

Los palmeros de este nuevo hetero macho ibérico alfa, argumentan en su favor con astucia, comprensión, análisis y fundamento frente a quienes defendemos a Jennifer Hermoso con sus “planchabragas”, “pagafantas”, “calzonazos” o “maricones”.

Siendo este el mejor de los fundamentos, la sentencia debería dictarse “in voce”.

Todo se verá en juicio, por supuesto. La presunción de inocencia ha de respetarse hasta el fallo -que no error- de la sentencia. Pero, también hemos de recordarle a este señor y a su séquito, que si acusa a la jugadora, esta también tiene su derecho a presunción de inocencia intacto.

Dudo que la sentencia le pueda ser favorable. De hecho, lo más normal hubiera sido que, al iniciar su discurso, su abogado le hubiese espetado, parafraseando a Juan Carlos, primero de su nombre, aquello de “¿Por qué no te callas?”. Pero no fue así. O no hizo caso a su abogado, o no tenía abogado, o mejor no haberlo tenido.

Lo peor es lo que se avecina. Pues si el Emérito es, por aclamación popular, el rey de estas frases célebres, no quiero pensar en la que se nos viene encima. Se ha planteado como sustituto al emperador en estos menesteres, los de frases de representante estatal que nos dejan coloraos al resto, un tal M. Rajoy.

Si esto es así, no van a correr ríos de tinta. Va a haber océanos de tinta.

Pero no sentenciemos antes de celebrar el juicio, que los juicios paralelos no están permitidos.

Me retiro

Por Sara Levesque

 

Lo cierto es que nuestra historia empezó realmente bien; casi parecía irreal. Luego, se fue torciendo poco a poco, sin avisar. Pasamos de la utopía a la misantropía. Empezamos a creer que sabíamos de todo cuando no teníamos ni idea. Y acabó de la peor manera: con un abismo de silencio que nos separó años y años, igual que una fatídica condena. Después de devanarme los sesos tantísimas noches, de aprender a sacarme el cerebro de la cabeza para manosearlo como se manosea una bola de cristal y averiguar cuál fue el error que cometí, creo que lo encontré. Me quedé esperando a que ella diera «el paso» en nuestra atracción mutua, como si fuese su obligación o su turno, sin darme cuenta de que yo también tenía pies para avanzar hasta sus labios.

En parte está bien, porque todo el dolor surgido desde entonces significa que lo vivido fue lo bastante real como para que ahora mortifique. Hubiese dado mi alma a cambio de asesinar sin piedad mi cobardía. Fundirnos en un «abrazazo», que eso era muy suyo. Quedarnos a vivir en las pupilas de la otra, parpadeando si nos apetecía estar a solas. Que, por una vez, los golpes de la vida los tradujéramos en golpearnos las caderas sobre la cama, en el suelo, contra la pared, sobre la lavadora para comprobar si lo del meneo del centrifugado era cierto o donde se nos antojase, sanándonos las heridas, rompiendo los «día a día», reventando la rutina al galope de nuestros orgasmos.

Me quedé con ganas de declararle que era la luz de mis días, que no soportaba respirar en una realidad ficticia con ella sin que estuviera de verdad. Que, a veces, no me soportaba a mí misma y solo toleraba el día si era con la persiana bajada. Que no me importaba dibujar el futuro con los esquemas del pasado. No me importaba, lo prometo, siempre y cuando ella estuviera a mi lado. No quería que el tiempo volviera a pasar y arrepentirme otra vez de comprobar que se distanciaba. Lo digo porque una vez se marchó prometiendo que volvería.

Expresó muchas cosas, entre ellas, que no me preocupara porque me avisaría de su regreso para que no me pillase por sorpresa. Me lo soltó como se le dice a un amigo que todo se arreglará cuando ni siquiera se han escrito las instrucciones. Cuando me trataba así, a veces deseaba no tener el corazón maduro. Que siguiera siendo de juguete. Que los años no pasasen por la vida. Que nunca se hubiera inventado la manera de medir el tiempo porque así no sabría por cuánto esperarla. Ni hubiera seguido enredando el dedo en el calendario al contar los días que faltaban para su reaparición.

Algunas veces conseguía olvidarla; aunque no por completo, claro. Siempre sobrevivían migajas de ella que aferraba y redondeaba entre los dedos como si fueran un moco, redondeando de paso el mismo bucle en el que nos metimos. El mismo en el que nos mentimos. A veces jugaba con ese pellizco. A veces me rebozaba con él. A veces retozaba a solas para no olvidar que una vez lo hicimos de verdad en el césped de El Retiro. Y poco después, allí mismo, tuvo el valor de soltarme «yo me retiro».

Se retiró diciendo que volvería. No supe salir de ese enredo. No supe sacarla de mí sin arrastrar con ella mi corazón. Porque era tan comprensiva como inhumana, tan risueña como desagradable, tan cautelosa como una putada. Mi cama la extrañó incluso cuando nunca la había disfrutado.

Sara Levesque