Soy amor y no estoy muerto – Crónica del Orgullo 1

Por Juan Andrés Teno (@jateno_), periodista y activista LGTBI especializado en Diversidad Familiar

Foto: Camdiluv ♥

Todo el mundo tiene derecho a amar y a ser amado, menos yo. Pasé los mejores años de mi infancia descubriéndome y negándome a partes iguales, intentando engañarme y mintiendo a los demás por el temor a ser lo que era.

Mi primer beso me lo regalé a los 20 años y me sentí culpable durante varios meses de un pecado que no existía. Su cara se me ha desdibujado en la memoria pero sigo sintiendo el calor de sus labios y la humedad de su lengua.

Hasta los 30 años no tuve relaciones sexuales. Furtivas, encarceladas, oscuras como la noche y sucias como los espacios en los que tuvieron lugar. Nunca hubo un te quiero, una caricia de complicidad, una mirada de ternura.

Gracias a estos encuentros con el deseo di con mis huesos en una celda. Vencido y humillado. Fui vejado como nunca imagine que un ser humano pudiera soportar. Tras la libertad vino el señalamiento familiar y social. De aquellos años solo recuerdo las lágrimas de mi madre al despedirme y el odio de mi padre al desterrarme.

No pude acudir al entierro de mi madre y la lloré inconsolable en una sucia y triste pensión de ciudad. Mi padre seguía actuando de cancerbero y me mizo llegar su prohibición con amenazas de denuncia a las autoridades.

Hasta cinco años después, cuando ese hombre que fecundó a mi madre murió, no pude volver al pueblo. Cinco años después lloré a mi madre abrazado a una lápida que las horas habían vuelto gris y fría. A él no lo lloré, no pude perdonarlo.

Mis hermanas me besaron con calidez y me permitieron llevarme el pañuelo de mi madre, pero las sabía incómodas, con miradas oblicuas hacia sus hijos e intentando rechazar la posibilidad de un estigma hereditario.

Ha pasado demasiado tiempo y sigo enjuagando mis lágrimas en el mismo pañuelo, lágrimas sobre lágrimas pasadas, el dolor de la separación y la barrera de la losa de mármol que impidió nuestro reencuentro.

Juro por mi vida que he intentado ser feliz. Lustros luchando por mi lugar y por un amor que no llegaba. Un activismo sobrevenido a los 50 años me devolvió a la vida, escarceos sexuales que me quitaban el hambre pero no me daban paz.

Ahora, cuando los surcos de mi cara son el camino ácido del sudor, sigo moviendo la mecedora esperando que llegue alguien a quien dar mi vida,  aguardando la primera carta de amor y las flores en la violetera.

Muchos me ven cercano a la muerte, aunque yo conserve mi corazón de adolescente intacto, ese que nunca he estrenado. Tengo tanto amor almacenado que las grietas de mi piel destilan el olor permanente de las amapolas. Te imagino a mi lado y las piernas me tiemblan como a una novicia. No es ardor, es necesidad de complicidad, de miradas de caramelo, de besos de telenovela.

Sin llegar al compromiso me siento rechazado por viejo, por almacenar más páginas del calendario de las que la juventud o la madurez consideran necesarias para decir un “te quiero”.

No me duelen los años, ni la exigua pensión, ni la artrosis que me ralentiza cada mañana. Me duele tu ausencia, tu pertinaz de deseo de esconderte de mí, de darme esquinazo aún antes de haber hallado la línea recta.

Tengo tanto que darte que me duelen las manos de ensayarte en caricias. Te juro que mi almacén de besos rebosa en un pozo virgen en el que el agua ya se está volviendo verde.

Acércate a mi lado, compañero, antes de que las algas cubran mi rostro. Sólo te ofrezco la paz de los cansados. No permitas que la parca se beba todo el oro líquido que germina en las paredes de mis venas.

Soy amor y no estoy muerto.

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