¿Quién teme a lo queer? – Apocalipsis Rojo. Polizones en las calles

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

Si quieres mandar preguntas o comentarios a Víctor Mora puedes escribir DM o de forma anónima a: https://curiouscat.me/Victor_Mora_G

Imagen: «15.11.2017 HazteOir.org rinde homenaje a la bandera de España» by HazteOir.org is licensed under CC BY-SA 2.0

Estem prenent-nos la vida emocional dels altres amb una lleugeresa que fa molta por.

Brigitte Vasallo.

 

No sé vosotres, pero yo empecé a notar que todo estaba cambiando hace no tanto, ¿no os pasó? Fue a finales del 2017. Sí. Yo, como persona que estudia el género y está obsesionada con lo queer, el lenguaje y sus posibilidades mágicas para cambiar nuestra relación con la realidad, me imagino muchas veces desde fuera como un símbolo lingüístico habitando un texto. ¿No os pasa? Y ese texto, ese contexto habitual y cotidiano, cambió hace no tanto.

A ver, ¿pero qué significa habitar un con/texto? Es como cuando decimos que un poder, un sentimiento, una emoción o sensación, sea cual sea, que experimentamos a través del cuerpo, es contextual. Porque todo es contextual. No hay emoción que no habite un contexto y no hay contexto que no nos provoque vivir unas emociones y no otras. Por ejemplo, lo que ya hemos comentado sobre las navidades: según el contexto hablamos de unas cosas y otras no, o nos sentimos más libres para expresarnos según dónde y frente a quién. O también, como dice Brigitte Vasallo en su entrevista para Àrtic/betevé, el capital erótico es contextual, ¿qué significa esto? Pues que ella como bollera visible, o yo leído como marika, experimentaremos un capital erótico diverso en función del contexto en el que nos encontremos. No es igual estar en una reunión familiar o de trabajo cisheteronormativa que en un entorno queer. No es lo mismo estar de borrachera con tu mejor amiga, que estar con ella y con su hermano o su padre; que todo bien (quizá), pero la conversación cambia. Cambiamos, como significantes que somos, en función del contexto. Porque los símbolos que se mezclan lo cambian todo, y los símbolos siempre están cargados de ideología y memoria.

Bien, si esto lo trasladamos a un mapa, es decir, si esta idea la proyectamos sobre el dibujo contextual de nuestra vida diaria, ¿qué podríamos identificar como resortes del cambio? Si imaginamos nuestro día a día, si nos proyectamos como elementos, como sintagmas o palabras a leer dentro de un texto más grande, para mí el cambio se dio en las calles a finales del 2017. En concreto en los balcones de las casas, ¿verdad?

De pronto me vi como sintagma, nos vimos, transitando por unas calles que parecían más hostiles que antes. No sé vosotres, pero yo sentí que algo había cambiado cuando caminaba por una calle, por una línea contextual, repleta de banderas patrióticas colgando del balcón, con las marcas del doblaje aún visibles. Repletas de un símbolo que, como todos, cargaba una ideología. Caminar por las calles inundadas de banderas de España me hizo sentirme de algún modo incómodo y no bienvenido, casi exiliado del contexto, sin saber aún muy bien por qué.

Y funciona así. No es difícil relacionarlo.

Una de las muchas cuestiones interesantes que trata Brigitte Vasallo en Pensamiento monógamo. Terror poliamoroso es la manera errónea en la que comprendemos la monogamia. La autora señala que esa relación que  sobreentendemos como un pacto entre dos personas tiene más que ver con una jerarquía establecida y preexistente que con un pacto consensuado entre dos personas libres. La monogamia es al amor lo que el patriotismo a la ciudadanía, una relación de supremacía impuesta que nada tiene que ver con la libre elección. Y si todes somos ciudadanes y todes somos libres de elegir, quizá nuestras ideas sobre la soberanía, la patria o el país también difieren, como pueden diferir nuestras ideas sobre cómo gestionar los afectos, cómo amar o cómo organizar nuestras relaciones.

El problema se hizo presente cuando ese símbolo, utilizado en principio para reclamar una ficticia soberanía nacional, se utilizó paralelamente como contenedor sintáctico de todas las otras cosas. Y ya no sólo por quiénes imaginamos una bandera mejor con una franja morada, sino por la herencia colonial, supremacista y desmemoriada que supone para muches ciudadanes del contexto y que les señala directamente como polizones. Así me sentí, y te sentiste quizá. Como un polizón en tu calle. Y todo pareció cambiar.

Venimos asumiendo desde entonces la equidistancia en los medios, la convivencia con el extremismo, el fascismo envalentonado. Colgar en el balcón la bandera de España no te convierte en fascista, es cierto, pero no podemos ignorar la carga semántica y política de los símbolos, y la facilidad con la que se engarzan los significados interesadamente asociados.  Y si  entendemos el feminismo y lo queer como una teoría y una práctica política que lucha en contra de todas las formas de opresión, no podemos obviar la carga simbólica de los elementos que manejamos, que coronan los balcones de nuestras calles y que suponen un sintagma conectado con todos los relatos. También con los que no son el nuestro. ¿Cuál es, al final, nuestro relato? ¿Quiénes somos ese nosotros?

Jonathan Litell en Lo seco y lo húmedo  afirmaba que el fascismo es lo seco contra lo que fluye, lo rígido contra toda forma de diversidad. Y me venía a la cabeza sin poder evitarlo esta descripción contextual mientras caminaba con el cuerpo encogido por estas calles adornadas con banderas que, sin saber aún por qué, me exiliaban de alguna manera.

¿Qué es la patria y por qué se rompe? Y más aún, ¿por qué comprendemos los problemas territoriales como algo emocional, en vez de como algo político o sencillamente  económico? Cuando el fascismo crecía en España en tiempos de la II República, al problema territorial catalán se sumaban otras cosas. Se acusaba de la pérdida de sentimiento patriótico a cuestiones como el auge del feminismo, la ‘visibilidad de los invertidos’ y las vanguardias artísticas. Cuestiones todas que ponían en jaque al relato dominante y que propugnaban una lectura disidente, una estructura otra, una emancipación de las opresiones tradicionales. ¿Cuál es al final nuestro relato? ¿Quiénes son ese nosotros que cuelga la bandera en el balcón y qué pretende en suma conseguir con eso?

Todo cambió entonces. Las calles se engalanaban con banderas que simbolizaban mucho más que una cuestión territorial, suponían un todo emocional que iba más allá del territorio geográfico. Un todo que comenzaba a aunar un a por ellos elástico en el que comenzábamos a caber muchas más de pronto. Migrantes, trans, queer y toda disidencia que se te ocurra.

No. Los símbolos nunca son estáticos o inocentes, siempre conllevan una carga ideológica que puede aglutinar más categorías a conveniencia.

Los símbolos textuales se manipulan. Y por eso, cuando estos días leo que nos sobreviene ‘la pesadilla comunista’ o el ‘apocalipsis rojo’ pienso en esa manipulación de las emociones que manipula a la vez el binomio nosotros/ellos como si no fuésemos todes parte de la ciudadanía, como si no tuviésemos la responsabilidad moral de escuchar al otro en pro de la democracia.

No podemos seguir consintiendo falsos debates como estos. Tenemos que ser contundentes contra quienes quieren utilizar los símbolos como una manera de levantar muros. Porque no se trata de estar o no de acuerdo, se trata de comprender que los símbolos que utilizamos y la manera en la que usamos el lenguaje no debe caer nunca en esa rigidez que pretende el fascismo, en ese a por ellos, que es un contra nosotras, contra todas.

Piensa en tu contexto, en qué símbolos y palabras utilizas, en cómo lo llenas de significado. Piensa en qué simboliza eso y a quién beneficia. Y antes que en ficciones como tu país o tu patria, piensa en ti, en tu hija, en tu amante y en tu vecina.

Los comentarios están cerrados.