¿Quién teme a lo queer? – Tecnologías de la violencia

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

Si quieres mandar preguntas o comentarios a Víctor Mora puedes escribir DM o de forma anónima a: https://curiouscat.me/Victor_Mora_G

«GEORGE ORWELL – ‘1984’ BOOK COVER» by Steph Morris is licensed under CC BY-ND 4.0

 

La violencia ni es bestial ni es irracional.

Hannah Arendt.

 

 

Nada resulta tan corriente, nos decía Hannah Arendt, como la combinación de violencia y poder. Nada tan corriente, convengamos, como el despliegue del discurso hegemónico que no busca (ni necesita) justificación, sino legitimidad. Una legitimidad que se enuncia mediante distintas tecnologías y que cuenta con la fuerza de la inercia a su favor.

La violencia emerge allí donde el poder está en peligro o se cuestiona. En forma de pequeñas vigilancias o grandes despliegues policiales, la violencia se ejerce como protección, como un resorte que salta cuando la norma se disputa. Desde el micro relato de un cuerpo disidente, por una expresión no normativa o una relación sospechosa, hasta la escritura de un relato más grande de múltiples cuerpos en asamblea o marcha, que protestan y muestran desacuerdo con cualquier vicisitud o decisión del discurso que, imponiendo una nueva escritura, trata de establecer una reproducción de la hegemonía.   

Esa violencia del relato siempre se genera mediante la división primaria del nosotros/ellos, desde un poder que no permite definiciones imprecisas cuando advierte amenazada su hegemonía. Esta idea me hizo recordar a Butler cuando, en Cuerpos aliados y lucha política, nos recordaba que “quienesquiera que seamos ‘nosotros’, somos también esos a los que nunca se escoge.” Ese ficticio y obligatorio ‘nosotros’ fuerza a expulsar fuera del marco inteligible a unos ‘otros’, a definirlos mediante la abstracción que convenga en cada momento al relato hegemónico y a construirnos, en definitiva, mediante la idea antisocial de que existimos en comunidad porque hay un fuera de la sociedad necesario. Un fuera, una otredad, unos bárbaros, unos monstruos que amenazan la estabilidad. El discurso legitima el ejercicio de la violencia sobre la disidencia, y se enuncia como protección frente a esa amenaza social.

Pensar estos días que la violencia es la protección, me ha hecho recordar la neolengua y los ministerios que Orwell planteaba como garantes del orden y funcionamiento social en la magistral 1984.

Han venido a mi memoria, no sé por qué, de forma especialmente brillante, El Ministerio de la Verdad y los Dos Minutos de Odio, tecnologías de la violencia con las que Orwell dibujaba su distopía. El Ministerio de la Verdad (Miniver), se encargaba precisamente de escribir el relato social y transmitirlo, de fabricar neolengua y reproducir el discurso verdadero. No se trataba, por tanto, de la comunicación de noticias o de información, sino de la escritura de la verdad conveniente. Sé que es difícil, pero tratemos de imaginar por un momento que habitamos un mapa social así, en el que en vez de relatar hechos se buscara por todos los medios crear un relato adecuado a los intereses de un poder. Imaginemos también que existe, de una u otra forma, ese ejercicio político que Orwell denominó ‘los dos minutos de odio’. Se trataba de un espacio (de dos minutos al día) de participación obligatoria. Se colocaba a la ciudadanía frente a una videopantalla en la que se proyectaban imágenes de Goldstein, el enemigo social por excelencia. Dos minutos de descarga de odio absolutamente legítimo (e insisto: obligatorio) durante los que estaba permitido gritar a la pantalla, a ese enemigo público, lanzarle objetos, insultos, etc. Lo más interesante de esta idea (lo más horrible en palabras de Winston Smith, protagonista de la novela) es que sin pretenderlo especialmente se encontraba participando, ‘gritando más que los demás’, porque la propia fuerza de esta performance colectiva impuesta le arrastraba:

Era imposible no participar. Al cabo de treinta segundos se hacía innecesario fingir. Un espantoso éxtasis de temor y afán de venganza, unos deseos de asesinar, torturar y aplastar caras con un mazo parecían recorrer a todo el mundo como una corriente eléctrica, y lo convertían a uno, incluso en contra de su voluntad, en un loco furioso.

Aunque la rabia era, como indica después, una emoción abstracta y carente de finalidad, que podía instrumentalizarse y dirigirse contra cualquier objeto. La manipulación de la rabia, la crispación colectiva fomentada por políticas precarizantes y dirigida después contra objetivos convenientes al poder, insisto, es parte del mapa distópico que Orwell plantea. Tratemos de imaginar, por un momento, que habitamos un contexto similar. ¿Cuáles serían las consecuencias? La violencia, nos decía Arendt, no es bestial ni es irracional, es decir, es un ejercicio de la actividad humana, de su dirección convencional y escritura forzosa hacia estructuras convenientes. Cierto es, no obstante, que esa violencia recaerá siempre sobre un cuerpo. Sobre un cuerpo significante revestido de significado abyecto. La violencia es la protección.

Llama la atención, en 1984, cómo hay elementos del todo peligrosos para la salud democrática (como el fascismo, el supremacismo, lo totalitario) que se enuncian y comunican como segmentos habitables, opinables y no amenazantes, como partes del todo social, respetables. Parece como si se hubiera asistido a la inversión de una balanza que descompensa. Una balanza que se inclina a criminalizar de manera evidente la protesta y el cuestionamiento crítico de las decisiones del poder y su reproducción. Una inercia que ha ido comiendo terreno al significado, que se ha ido escribiendo en neolengua y ha establecido sin que nos demos cuenta nuevos enemigos, nuevos terroristas, nuevos polizones que amenazan el sistema social y la estabilidad. Imaginemos por un momento que habitamos esa distopía.

En mapas distópicos como el descrito por Orwell, siempre se tratará de enfocar el odio abstracto contra un enemigo conveniente. Siempre se manipulará la emoción para crear la frontera ficticia del yo y el otro. Siempre, en suma, habrá instrucción colectiva de lo visceral, para utilizarse después como parte de la inercia interesada del poder y su relato. Y lo interesante es que ese odio personaliza, crea una identidad hacia la que dirigir la emoción negativa, y evita siempre que enfoquemos la crítica hacia elementos trascendentes, hacia las necesidades colectivas relativas a la justicia social, a los derechos humanos, a las necesidades que todo conjunto social precisa para la existencia común.

Butler reflexionaba a propósito de las respuestas colectivas frente a la instrumentalización de las emociones, frente a la clasificación siempre violenta y precaria, y rescataba lo queer como posibilidad para la construcción alternativa, conjunta, como ejercicio para la habitabilidad social.

“El término queer no alude a la identidad de una persona, sino a su alianza, y por su propia significación como algo anímalo, peculiar, es una palabra que podemos aplicar cuando establecemos alianzas incómodas o impredecibles en la lucha por la justicia social, política y económica.”

 

Los comentarios están cerrados.