¿Quién teme a lo queer? – Punto muerto: Qué/Cuándo es queer

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

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«Manhattan, 1989» por TL LITT. Disponible en http://www.whosestreets.photo/queeractivism.html

Hace ahora un año escribía sobre el punto muerto de lo queer, sobre ese lugar al que habíamos llegado y desde el que no sabíamos muy bien hacia dónde ni cómo continuar. Mi sensación entonces era que habíamos alcanzado una suerte de atalaya teórica, una cima que no nos permitía ver nuevas líneas de avance y que, además, no resolvía todos los problemas. Es más, se planteaban nuevos (porque de eso se trata en definitiva), y nos encontrábamos también afrontando la deriva más o menos inesperada de lo queer como ‘chic cultural’, asociado tanto a proyectos académicos sospechosamente elitistas como a productos culturales mainstream que poco o nada reflexionaban sobre la precariedad o los márgenes del texto. Parecía que bastaba con que cualquier artista revestido de aroma contracultural se autoetiquetase como queer para convertir su discurso en ‘disidente’, ‘outsider’ y/o ‘revolucionario’, vaciando de contenido esas palabras y, ya de paso, despolitizando toda potencialidad transformadora de lo queer. Como una praxis de resignificación de lo abyecto social hacia lo burgués inofensivo, hacia lo estético sin contenido (como vimos con el punk, como hemos visto, ay, tantas veces). La fuerza cultural del capitalismo esteticista y modulador hacia el consumo actuaba sin pausa, como ha hecho siempre que detecta un movimiento de peligro. Urgía preguntarse sobre ese punto muerto, urgía replantear qué/cuándo es queer.

Comencé entonces la columna con esa intención y hoy, un año después, escribo nuevamente sobre ese punto muerto. Un punto más muerto que nunca, por cierto, por muchas otras razones. En medio de la desgana asoladora que define y azota nuestro mapa político me pregunto sobre el propio significado de la expresión “punto muerto” y de qué manera nos condiciona en este paisaje, después de un verano marcado entre otras cosas por la (no)agenda política que ha dejado clara la incompetencia, la irresponsabilidad y, al final, lo marcadamente inútil de nuestras voces en lo que se refiere, al menos, a lo poco que se escuchan en realidad en cuanto a parámetros de participación democrática institucionalizada. Casi parece una estrategia el desganarnos de lo político. ¿Hemos llegado a un punto muerto en política institucional? Y antes de cuestionar si ese punto estuvo vivo alguna vez, que lógicamente es lo que todas nos preguntamos, cuestiono la condición misma de la pregunta. Porque el punto muerto no está muerto, es un significante trampa, es más bien un punto que mantiene constantes vitales pero no se mueve, se mantiene en pie, maleable y al servicio de la marcha que precede. El punto muerto en mecánica sirve para dejar al vehículo/máquina/cuerpo sin dirección controlada, para que pueda moverse según la pendiente preestablecida, según se le empuje o maneje en favor de la inercia. El punto muerto garantiza que la máquina/cuerpo sencillamente no ofrecerá resistencia. Por tanto parece que es un lugar muy interesante en el que colocarnos (interesado, quiero decir, para aquellos a quienes conviene la inercia, que nunca lleva una dirección casual o arbitraria, desde luego no en lo político, ni en lo personal que ya sabemos que también lo es). ¿Qué significa habitar el punto muerto? ¿Qué opciones tenemos si se nos fuerza a formar parte de una masa desganada y maleable? El punto muerto y su ambivalencia.

Es interesante establecer conexiones y no caer en simplicidades propias de la ingenuidad. Es interesante aunque nos equivoquemos, porque tenemos que actuar. Creo de verdad en esa cima teórica que construimos poco a poco, y que nos hizo encontrarnos perdidas sin saber cómo seguir (porque también creo en todos sus problemas, que no son sino oportunidades para continuar). Sin embargo también es cierto que ninguna atalaya es impermeable a los ataques, ni su desarrollo ocurre al margen de todo lo que socioculturalmente acontece de manera coetánea. Cerramos el pasado curso con malas noticias, con el auge de la extrema derecha y el crecimiento a la par de alas conservadoras dentro de los feminismos que clamaban con distintos argumentos (aunque al final no tan distintos) por una vuelta al orden en la lectura social de los cuerpos, sus afectos y efectos culturales. Escuchamos (entonces y ahora) disparates insoportables, como que la violencia no tiene género, o que el género en sí no existe, que los cuerpos han de leerse de manera canónica y binaria, etc. Se protesta desde el poder contra lo que denominan “dictadura queer”, “generismo”, “ideología de género” y otras lindezas que, para qué rememorar, se complementan más que otra cosa aunque aseguren proceder de orígenes antagónicos.

El fascismo ‘sin complejos’ y el feminismo conservador atacó y ataca políticamente sin posibilidad de réplica, y nuevamente desde lugares de privilegio (institucionales, en este caso) a las vidas y relatos más precarios. Es cierto que por desgracia no es nada nuevo, como tampoco lo es la guerrilla cotidiana que habitamos, esa que a veces hemos abandonado por ceguera o ignorancia, obnubiladas por el momento de engañosa calma (por el famoso kit-kat de Vidarte). No. Reconoce el agujero y la tierra mojada, qué mierda volver a la trinchera, ya lo sabes, ya lo sé, pero tenemos que volver porque nunca deberíamos haberla abandonado.

Hace ahora un año comencé esta columna con la intención de preguntarme qué/cuándo es queer, por qué es necesario seguir redefiniendo los lugares de la disidencia, sus posibilidades y brechas, quién las teme y en qué trata de convertirlas/nos y por qué. Los espacios de fisura en los que caen los cuerpos, atravesados por sus múltiples intersecciones relativas al sistema sexo-género, pero también por el racismo, el capacitismo, el clasismo y un largo etcétera, siguen siendo los espacios hacia los que debemos mirar para ampliar el debate (ese que pretenden que muera con tantas ganas, ese que pretenden dejar en punto muerto para manejar a voluntad). El debate sobre la autodeterminación, las libertades, los límites franqueables del yo privado y social, del yo contigo, de mi cuerpo ahí con el tuyo. El debate sobre quiénes somos, en definitiva, y sobre cómo podemos ser  y construir comunidad.

Tenemos que volver a preguntarnos quién teme a lo queer. Quién teme a los cuerpos disidentes y a sus voces en lo público. Y también ser críticas y preguntarnos de una vez por todas por qué no estamos desde hace meses en la calle cada día, quemando papeleras por los desahucios, las temporeras, los CIES, las violaciones, los abusos, las fronteras, los fascistas y su escalada, por sus piedras contra nuestra atalaya y contra todas las cimas. Abandona el punto muerto, pon la marcha, aunque te equivoques. Aunque nos equivoquemos. Tenemos que actuar.

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