¿Quién teme a lo queer? – Fascinante fascismo

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

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Imagen: ‘El Caudillo As David Bowie’ de Roberta Marrero (2012)

¿Qué supone, en concreto y bajado a tierra, la entrada del fascismo en el escenario político y cultural? ¿Cómo puede afectar en lo inmediato a las existencias queer, a las reivindicaciones transfeministas, antirracistas, y a los cuerpos y alianzas, en suma, precarizados y más vulnerables? Cuando se habla de retroceso o de involución, ¿a qué nos referimos?

La representación de la extrema derecha en las instituciones, en los medios de comunicación y en el cuerpo social es, de hecho, pedagógica. Desata un derrame performativo que legitima formas concretas de violencia y, además, la fuerza de este derrame nos sitúa ante otro problema urgente: la reorganización.

En Fascinante fascismo Susan Sontag recupera la más famosa película de Leni Riefenstahl a propósito de trabajos posteriores de la directora y fotógrafa alemana, y elabora una reflexión estética y política sobre la tibieza crítica con la que se han asumido, en ocasiones, elementos propagandísticos de la producción nazi. Cita a Genet, (“el fascismo es teatro”), y señala que “en El triunfo de la Voluntad, el documento (la imagen) no solo es el registro de la realidad sino que es una razón de que la realidad se haya construido, y debe, a la postre, reemplazarla”.

Realidad reemplazada. La idea del fascismo como teatro y, más bien, como dramaturgia desorbitada que escribe su propio texto cerrado, es una apuesta de reorganización del mapa y resulta, al fin y al cabo, una llave para la destrucción. A la hora de preguntarnos sobre este auge contemporáneo (más o menos esperado, más o menos inaudito) del monstruo fascista, cabe cuestionar el impacto de su narrativa en la democracia liberal; y concretamente aquí me pregunto por la colisión directa contra los cuerpos queer, es decir, contra las subjetividades aún otras en este escenario de ya mala salud democrática.

El relato del fascismo está resuelto en cada una de sus manifestaciones. Su aura triunfalista y de liberación entronca con antiguas proclamas asociadas al destino o la victoria. Lógicas abstractas y en sí vacías, que tratan de vincularse con la recuperación de valores perdidos, como si se tratara de una empresa de heroica salvación de la unidad comunitaria (desde luego imaginada) según significantes inexistentes como, por ejemplo, la nación o la españolidad. Y organizar el mapa político con significantes imaginados, ya sabemos, tiene la gran ventaja de poder colocar en ellos cualquier contenido que resulte conveniente.

Que el cuerpo encaje o no será contingente, y dependerá de la lógica que establezca el drama fascista como asunto cerrado. Sin embargo, la reorganización de los cuerpos en base a objetos o a prácticas (como puede ser un DNI, unos papeles y no otros, una expresión de género o una erótica concreta) no es patrimonio (ni mucho menos) del fascismo, eso ya lo sabemos.

Venimos habitando, de un tiempo a esta parte, el mapa textual de la democracia liberal. Un contexto que distribuye los cuerpos también en base a contingencias y que lo hace en nombre de los derechos y las libertades (y su marco de orientación es/debe ser el de los derechos humanos). En ese escenario es donde se han producido las batallas urgentes de los activismos pro-derechos, por ejemplo por la emancipación homosexual, que buscaron y en gran medida consiguieron, un reconocimiento como sujetos de ese mismo sistema. El problema vino cuando nos dimos cuenta de que esos avances y ese reconocimiento (en el marco legal, que obviamente queremos) generaba una nueva jerarquía de privilegios y exclusiones.

Un modelo de conducta (homonormativo, en este caso) y un marco de reorganización que volvía a dejar fuera del texto a cuerpos vulnerables y a experiencias disidentes. La redistribución de la democracia liberal condicionaba el reconocimiento a un patrón normativo de identidad con sus consecuentes problemas. La conquista de una urgencia legal no era/es, en definitiva, reconocimiento suficiente, y la emergencia de activismos queer y transfeministas,  pero también antirracistas, de trabajado sexual, antiprecariedad y un largo etcétera, funciona precisamente como cuestionamiento crítico de la praxis liberal que capitaliza el reconocimiento y lo moldea como producto.

La disidencia existe, es la parte del sistema que insiste en recordar que los lugares de reconocimiento social que produce están lejos de ser suficientes, y que hay que continuar ampliando los significados democráticos para que sean habitables. Por eso, cuando Leticia Sabsay dice que “la sociedad es irreconciliable”, se refiere a la inevitable necesidad de un texto social siempre abierto. Una democracia orientada hacia objetivos radicales debe estar abierta a rearticulaciones, a resignificaciones que amplíen el marco de lo reconocible y el concepto de ciudadanía.

Y no se trata (en absoluto) de hacer apología de nuestro sistema democrático liberal (además de lo dicho, es también este sistema de poca salud el que ha permitido la institucionalización emergente del drama fascista), pero sí es conveniente señalar que cuando se habla de retroceso o involución, parece que se habla de ese orden anterior, de la vuelta a la urgencia. La reorganización que trata de imponer el teatro del fascismo establece nuevos márgenes, nuevas lógicas de exclusión que, si bien recuerdan a las pasadas, nos sitúan en un mapa distinto.

No podemos no querer derechos, por críticas que seamos con la neonormatividad y el neoprivilegio que también ha supuesto su alcance; no podemos querer el Orgullo fuera del centro urbano, por críticas que seamos con la capitalización del mismo. No podemos, en definitiva, ceder al ante el reemplace arbitrario de la realidad que supone el texto (desorbitado y, a la postre) cerrado de la extrema derecha.

El drama fascista (re)organiza en relación al orden de la urgencia (y sus metacegueras adheridas). Y lo fascinante de su relato es que, siendo como es hoy una fuerza notable, pero (aún) extraordinariamente pequeña, impone su triunfalismo como si de facto hubiera reemplazado la realidad. No caigamos en su retórica (tampoco le demos la espalda). No asumamos como ya establecido el orden de la urgencia (ni sus escalones, turnos, plazos, sus objetos perentorios y secundarios) pero tampoco hagamos como que no sentimos la presión que trata de empujarnos a él.

La respuesta ha de ser contundente, no hay otra forma de actuar ante el fascismo, pero que esa contundencia no nos haga caer en la trampa de asumir los actos de su drama, aceptar sus tiempos y el orden de su discurso (ni asumirlo como verdadero). Tenemos que responder con todo, con todas, y sospechar (siempre sospechar) de que la permisión de cierto margen institucional no sea en realidad una licencia superflua que se nos otorga (que se nos tolera), y una condición encubierta, en definitiva, para legitimar otras violencias.

No perdamos de vista la enorme potencia transformadora de los cuerpos en alianza, que ponen en el centro su vulnerabilidad como motor de resistencia, como llave para la colectividad y para el cambio de paradigma. No caigamos en la trampa de las urgencias porque, si cedemos a ello, corremos el riesgo de volver a convertir en invisibles o en mal menor las violencias epistémicas y físicas contra las existencias queer, contra los cuerpos precarizados y en definitiva más vulnerables.

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