Dichas y desdichas de una familia monohomoparental

Hoy Día Internacional de la Familia seguimos con #FamiliaHayMasQueUna, Cefe Torres (@fericheCefe), activista LGTBI de GALEHI e Iguales, nos cuenta su experiencia como padre gay

Precisamente un 15 de mayo hace 35 años que mi compañera y yo paríamos a mi hijo mayor. Fue un acto lleno de amor y generosidad, amor por un ser que aún no existía y generosidad por parte de la madre que aún no teniendo desarrollado el instinto maternal, fue capaz de gestar para mi que deseaba con todas mis fuerzas convertirme en padre.

Sin duda estaba accediendo, sin ponerle nombre, a la gestación subrogada. Juntos vivimos día a día el proceso: reconocimientos, ecografías, algún que otro susto y finalmente parimos un 30 de abril, con sudor, con dolor, pero con una inmensa alegría, una nueva vida que dependía de nosotros y que con orgullo paseamos por todos los rincones de nuestra ciudad.

Éramos la familia perfecta, un padre y una madre con apenas 20 años y un niño precioso. El amor que sentíamos por él parecía contagiar nuestra relación y disfrazarla de un amor que no existía.

Cuando mi hijo tenía dos años la relación se rompió y nuevamente surgió  un acto de generosidad por parte de mi pareja. Ella se fue, pero no nos abandonó, fue un pacto de honor. Se fue para que ambos retomáramos nuestras vidas. Cada uno deberíamos buscar lo que éramos incapaces de darnos el uno a la otra. Ella, aunque enamorada, fue capaz de renunciar a su amor para que yo pudiera realizarme como homosexual y vivir con un hijo que había deseado tanto. La amistad no era suficiente para la convivencia en la que frecuentemente surgía la infidelidad por mi parte, que aunque consentida por ella era dolorosa para los dos.

Nunca más volvimos a verla. Juntos, mi hijo y yo, emprendimos una nueva vida nada fácil. Un chico joven con 23 años y con un hijo de dos, viviendo en un ambiente rural y todavía estudiando en la facultad. A las clases tenía que llevar a mi hijo, como lo venía haciendo desde que nació. Primero en colgado a mi pecho con un arnés y después en su carrito. Los fines de semana nos recorríamos varios pueblos donde daba clase de baile para poder subsistir  y para que a mi hijo no le faltara de nada.

En aquella época sentía que era un marginado social. No sólo era un padre gay, también era un padre con un montón de necesidades y sin ninguna ayuda por parte de nuestro gobierno. Menos mal que tenía a mis padres, que tanto y tanto nos ayudaron y nos quisieron.

Mi hijo fue un niño feliz, porque yo quería que lo fuera. A pesar de tener que renunciar a muchas cosas, incluidas varias relaciones de pareja, era muy feliz a su lado. Juntos crecimos en un hogar sin lujos, pero cargado de amor, de amigos, de familia y con mucha magia, éramos una estupenda familia monohomoparental, éramos, como dice la canción, dos hombres con un mismo destino.

Con el paso del tiempo mi hijo sentía cada vez más la necesidad de tener un hermano. Yo me sentí un poco frustrado porque no sabía cómo hacerlo de la mejor manera. Finalmente, informado por amigos, acudí a los servicios sociales de mi comunidad.

Sin saber ni cómo ni cuándo me vi inmerso en un proceso de adopción internacional. El inicio fue rápido: cursillos, idoneidad, visitas incómodas a nuestro hogar… No en demasiado tiempo tendríamos a nuestro niño en casa, un niño de Rumanía. Pero las cosas no resultaron tan fáciles y, tras varios años de espera, justo cuando nos tocaba a nosotros, la adopción en Rumania se cerró y nos quedamos a la puerta de un sueño, de un deseo, de muchas esperanzas. Fue bastante frustrante.

Nuevos años de espera y al final nos cambiamos de país: Rusia. A los nueve meses tuvimos que viajar por primera vez para conocer a nuestro niño. Menuda experiencia, nos cobraban hasta por respirar, lo único positivo fue que desde el primer día pudimos ver a nuestro niño, a nuestro pajarito. Cuanta pena en el orfanato, que lástima no poder adoptarlos a todos. Con mucho dolor nos volvimos a España. No podíamos olvidarnos de su carita en la despedida, que angustia tan grande.

Afortunadamente, a los dos meses mi hijo y yo volvimos de nuevo a Rusia. Esta para traernoslo a España para siempre. Ya éramos tres, la familia monohomoparental aumentaba de miembros, pero con las mismas carencias por parte de los organismos públicos, ni una ayuda.

Los gastos aumentaron mucho, tuvimos que enfrentarnos a demasiadas vicisitudes y tuve que vender una casa para poder hacer frente a los gastos que la adopción y la posterior adaptación. Pero seguíamos siendo una familia feliz, más feliz aún.

Al poco tiempo nos embarcamos en otra nueva aventura. En este caso optamos a una adopción nacional. Era impensable poder hacer frente a otra internacional. Además, creí que urgía atender a los niños algo más mayores que estaban en España y que ya nadie quería por su edad.

En poco tiempo tenía  a mi  tercer niño en casa, hace ahora nueve años. Seguía sembrando ilusión en mi familia, propiciando una relación basada en el cariño y en al amor. Pero cada vez y hasta hoy mismo sintiendo la necesidad de que las administraciones ayuden que ayudar a las familias monoparentales. Es obligatoria una ley que nos favorezca, que nos arrope y ampare.

Las familias monohomoparentales somos invisibles y mucho más las encabezadas por un hombre. Nadie habla de ellas, ni siquiera las familias monoparentales cuya cabeza es una mujer, ellas tienen sus asociaciones, luchan por sus derechos y en ninguna parte se habla de las familias formada por un padre y uno o varios hijos.

Desde aquí quiero lanzar un grito para que se nos tenga en cuenta, para que contemos a nivel social, igual que contamos a la hora de votar, para que nuestro hijos pueden tener las mismas posibilidades educativas y formativas que el resto de los niños de familias compuestas por dos progenitores, sean del sexo que sean.

En mi caso y en el de otros mucho la discriminación y la marginación es triple por ser familia monoparental, por ser un hombre encabezando solo esa familia y por ser gay.

Los comentarios están cerrados.