Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

Remando pibas

«¿Que si ligo? yo voy remando pibas por la calle», «¿A que soy tu hijo más guapo?», «Mamá, has visto qué bien me queda esta chupa, estoy que lo parto». Son algunas de las frases que le escuché ayer a mi hijo pequeño mientras le compraba ropa.

No estábamos solos, nos acompañaba una amiga suya y una prima algo mayor que él, y supongo que al encontrarse entre ellas, que no dejaban de decirle lo bien que le sentaba esto y aquello, le dio por ponerse en ese plan, parecía que tenía el ego por las nubes.

Cualquier excusa era buena para soltar una nueva fantasmada. En cuanto la dependienta que nos atendía se dio la vuelta para preguntarle al encargado si podía quitarle el jersey a un maniquí él empezó a decir que «la tenía rota» y que estaba seguro de que iba a conseguir ese jersey. Así que, en cuanto ella volvió con la respuesta afirmativa, él comenzó a hacer gestos alardeando de su presunta habilidad.

Ya he contado alguna vez que con público se crece. Y, claro, en presencia de dos chicas que le reían las gracias estaba imparable. Ya sé que estas fantasmadas son propias de la edad, y que a veces me hacen gracia, pero otras me agota.

Conducir sin carné


El 31% de los adolescentes reconoce que ha conducido sin el carné obligatorio. Además, un 20% dice que también han cometido infracciones como excesos de velocidad, saltarse semáforos o stops y conducir sin casco.

La información, publicada recientemente en 20minutos, se basa en un estudio realizado por investigadores de la Universitat de València entre 1.173 estudiantes de cuarto de ESO y segundo de bachillerato.

Los chavales consideran «poco probable» ser pillados infringiendo las normas de tráfico. Quizá sea ese uno de los motivos por los que cometan esas infracciones. Además, muchos de ellos no tienen nada claro qué consecuencias penales podría tener su conducta, especialmente si superan la velocidad permitida o conducen bajo los efectos del alcohol.

Si uno de cada tres adolescentes han conducido sin carné y además, según el estudio, «las mujeres son más prudentes y cometen menos ilegalidades que los hombres», supongo que lo habrá hecho al menos uno de mis dos hijos. ¿O tal vez los dos?

Cada vez que leo una estadística sobre conductas temerarias de los chavales -tanto da que se hable de conducir un coche sin carné o una moto sin casco (como en la imagen de arriba, de la película 7 vírgenes) como de consumo de alcohol, marihuana o cocaína- me da por traducir las cifras a mi casa.

No se trata de estar todo el día pendiente de lo que puedan hacer cuando yo no estoy delante, sino simplemente de que la ingenuidad no me pueda otra vez.

‘Pipas’, ‘tolais’, ‘lentejas’ y otras lindezas de su vocabulario

De vez en cuando tengo que interrumpir a mis hijos para que me aclaren algún término de los que utilizan al hablar. Ya aprendí hace tiempo que el bule es el bus, que estar empanao viene a ser como estar en babia y que al más despistado del grupo todos le llaman tolai o pipa (ésta última denominación tiene un carácter más peyorativo).

Hace poco advertí que ya no hablan de «tías buenas». No, ahora están «frescas» o «fresquísimas». Y tal como tienen las hormonas de revueltas es algo que no dejan de repetir.

Esta tarde he aprendido un nuevo significado de la palabra lentejas. «Esos son unos lentejas», ha dicho mi hijo mientras hablaba de unos chavales a los que conoció el otro día. «A ver, ¿y a qué llamas tú lentejas?», he preguntado yo. La respuesta ha sido una larga retahíla de sinónimos: «Pues tolais, tontos, empanaos, paraditos, lentos, lentejas».

He tenido que pararle para que se diera cuenta de que ya había comprendido a qué se refería, porque él más que paradito estaba lanzado. Después me ha explicado que «eso es lo peor que te pueden llamar en la vida» y que el término se utiliza mucho en Argentina -tiene un amigo de allí- .

Lo he buscado en Internet y he visto que se utiliza en muchos países latinoamericanos y que no sólo lo emplean los jóvenes, ya que incluso se habla de un sindrome lenteja para referirse a los jubilados que hacen las cosas lentamente.

¿Y tú? ¿conocías este significado de la palabra lentejas?

¿Puedes decidir sobre tu muerte a los 13 años?

Una adolescente británica, de 13 años y aquejada de leucemia desde los 5, rechaza el trasplante de corazón al que le obligaban a someterse las autoridades sanitarias. Corría riesgo de morir durante la intervención quirúrgica y asegura que «quiere ir a casa y no pasar por más tratamientos». Tanto ella como su familia reclaman el derecho a una muerte digna.

Hannah Jones sufre una lesión cardíaca, derivada de un tratamiento contra la leucemia, que impide que su corazón funcione con normalidad y que le ha generado innumerables sufrimientos durante los últimos años. Ella se niega a someterse al trasplante. Las autoridades sanitarias lllegaron a amenazar a los padres, que apoyan la decisión de su hija, con quitarles la custodia. Finalmente, Hannah ha conseguido convencer a la Justicia británica que, de momento, no va a adoptar ninguna medida legal contra la familia.

El asunto pone sobre la mesa un montón de preguntas. No se trata sólo del eterno debate sobre la eutanasia, del derecho a morir dignamente, sino el de la capacidad de decisión de una chica de 13 años sobre cuestiones vitales. Es el primer caso que conozco de un menor que reclama su derecho a morir y, si para cualquier otra decisión de menor envergadura -desde hacerse un piercing o un tatuaje hasta escoger el centro de estudios- es necesaria la aprobación de los padres, supongo que en casos como este las leyes -sean británicas o de cualquier otro país- deben cumplir ese principio a rajatabla.

¿Quién decide qué se hace en un caso así? ¿una chica de 13 años que lleva casi toda su vida sufriendo? ¿unos padres que, a todos los efectos, son sus responsables legales, que están de acuerdo con ella y que entienden perfectamente su dolor y su estado de ánimo? ¿los médicos que la tratan y que tienen la obligación moral de salvar su vida por todos los medios posibles? ¿o unas autoridades sanitarias o judiciales que están obligadas a aplicar estrictamente la ley?

«No me ralles»

Estoy harta de la dichosa frasecita. Si digo algo que no le gusta escuchar, ya sé la respuesta: «No me ralles». No importa si le digo que su cuarto está hecho una leonera, que no ha bajado la basura, que llega tarde o que está jugando a un videojuegos cuando debía estar estudiando. A veces parece que su vocabulario se haya reducido a esas tres palabras. Y lo peor no es la frase en sí sino el gesto de desprecio con que la acompaña o el portazo con el que remata la faena. Y lo peor es que lo dice como si con ella pusiera punto y final a cualquier bronca. Aunque sabe perfectamente que eso no es así.

Hablo de mi hijo pequeño. El mayor, que también utilizaba a menudo esa frase, razona bastante más cuando se enfada y ya sabe que así no va a conseguir zanjar ninguna conversación. Lo cierto es que a base de repetirla han conseguido que me venga a la cabeza en determinadas conversaciones. En los últimos días les he respondido a menudo con su propia medicina. Si uno me dice que no le gustan los garbanzos que he preparado le respondo: «No me ralles»; si el otro asegura que mis zapatillas nuevas son para jugar fútbol sala y no para ir a la calle vuelvo a decir «No me ralles». Todo lo que creen que he hecho mal tiene la misma respuesta. Y creo que la táctica ha funcionado: desde que soy yo quien repite la frase no he vuelto a escuchársela a ellos.

Cuatro años sin ver a una hija a la que no verá nunca más


Manuel, que desde que se había separado de su ex mujer, hace cuatro años, no veía ni a Maores ni a su otro hijo, se fue directamente al cementerio.

Ha asegurado que ahora se «arrepiente de no haber visto a su hija en este tiempo y no haberle dado todo el cariño». A pesar de todo, ha puntualizado que si no se reunió con sus hijos durante este tiempo «no fue porque no me dejaran verlos. Fue por las circunstancias».

Maores es la chica de 14 años que murió degollada y apaleada en Ripollet por colgar en Internet un vídeo en el que se besaba con su presunto asesino, Sergio, de 15 años.

El caso ya era lo suficientemente estremecedor por si solo, pero las declaraciones del padre me han dejado helada. ¿Cómo puede pasar un padre cuatro años sin ver a sus dos hijos? ¿y reaparecer ahora en escena para pedir en el programa de Ana Rosa (Telecinco) que los asesinos de su hija pasen toda la vida en la cárcel? Cuando la vio por última vez Maore sólo tenía 10 años.

Es evidente que la presencia del padre no hubiera podido evitar el terrible final que le esperaba a su hija. Seguramente él se habrá dado cuenta ahora de su terrible equivocación durante estos años. No importa que trabajase de pastor a muchos kilómetros del domilicio de sus hijos, ni que sólo cobre 600 euros al mes. Eso no justifica nada. Si hubiera querido ir a verlos, habría ido. Pero ha preferido estar ausente. Ahora que no venga con cuentos en las televisiones.

Estudiar en voz alta, paseando y con música de fondo


_Es que a mí me gusta estudiar aquí.

_No digas tonterías, ¿cómo vas a estudiar en esa mesa tan pequeña y rodeado de trastos de cocina? Anda, vete a tu cuarto.

_Que sí, que yo me concentro. No te preocupes, mamá.

_Pues sí me preocupo. Además, no nos dejas hacer nada aquí a los demás. Es hora de preparar la cena.

Conversaciones como esta se repiten a menudo en mi casa. A mi hijos les ha dado por estudiar cada día en un sitio: en la mesa de la cocina, en la del salón o, incluso, en el cuarto de baño. Les da igual que esté la tele en marcha, que haya alguien cocinando o escuchando música. Aseguran que son capaces de concentrarse pase lo que pase a su alrededor.

Les he explicado mil veces que lo normal es sentarse siempre en la misma mesa, donde tienen a mano todo lo que necesitan, además de silencio y la tranquilidad de que nadie va a molestarles. Pero parece que así se aburren. No aguantan ni diez minutos en su mesa y salen buscando ruido y actividad para seguir estudiando.

Ya me había acostumbrado a escuchar a uno de ellos recitando sus temas en voz alta en cualquier lugar de la casa, pero lo último es hacerlo dando paseos, de un lado a otro del pasillo, del salón a la cocina y viceversa. Y cuando coinciden los dos y sus temazos favoritos de fondo la situación se convierte en un caos, dentro del cual aseguran poder concentrarse.

Lo más curioso de todo es que si les preguntas algo de lo que están estudiando se lo saben, y lo cierto es que cuando llegan los exámenes aprueban las asignaturas. Y, claro, así no hay quien rebata sus métodos de estudio.

Violada y lapidada a los 14 años

¿Puede haber algo peor que ser violada por tres tíos a los 14 años? La pregunta se la hacía hace un rato una amiga de mis hijos que ha cenado en casa. Ha surgido a raíz de un reportaje televisivo sobre la lapidación de Asha Ibrahim, la chica somalí de 14 años que murió hace una semana lapidada por orden de un tribunal islámico.

_Pero allí lapidaron a otra mujer hace poco, ¿no?, ha preguntado mi hijo pequeño.

_No, era esta misma chica, lo que ocurre es que al principio dijeron que era mayor, le ha aclarado su amiga.

A mi también me cuesta creer que haya algo peor que una violación múltiple, pero la realidad se empeña en demostrar que sí, que el horror no tiene límites para unos pocos descerebrados. Y que una joven violada puede pasar de víctima a acusada de adulterio para terminar lapidada en la plaza pública, en Somalia o en Afganistán.

La corta vida de Asha es una muestra de esa disparatada realidad que se vive en algunos países, a unas pocas horas de avión de aquí.

Ni era una mujer, ni tenía 24 años, ni era una adúltera. Si hay un país en el mundo en el que lo malo se convierte en peor, ése es y desde hace décadas, Somalia. Y la historia de Asha Ibrahim Dhuhulow, la supuesta mujer de 24 años lapidada en público el pasado lunes en la ciudad portuaria de Kismayo, es sólo un reflejo. Porque no era mujer, sino casi niña. Asha no tenía 24, sino 14 años. No había cometido adulterio. Había sido violada por tres hombres del clan más poderoso de la ciudad.

Así arranca el reportaje que El País ha publicado sobre la lapidación de Asha, a la que inicialmente calificaron como «una mujer de 24 años, prostituta, bígama y adúltera».

_¿Así que allí si le pones los tochos a alguien te lapidan, no?, ha preguntado mi hijo al final de la conversación.

_Bueno, si eres hombre no pasa nada, puedes hasta violar. El problema lo tendríamos tu madre o yo, ha sentenciado su amiga

La mejor cocinera… de mi casa

No soy buena cocinera. Nunca lo he sido aunque, como madre que soy, no haya tenido más remedio que cocinar a diario desde hace años. Durante algún tiempo me dio por investigar con nuevas recetas, especialmente de postres, pero hace tiempo que abandoné esa afición y cocino estrictamente por necesidad.

Además, mis hijos se han pasado años quejándose de la inclusión de algunos ingredientes en las comidas: «No me gusta el pimiento», «¿Qué es eso negro? qué asco», «Ese queso huele a pies, no lo pongas», eran algunas de sus frases habituales cuando eran más pequeños. Conclusión: he tendido a simplificar y a cocinar con los ingredientes que nos gustan a los tres, que para comer a la carta ya están los restaurantes.

Mis menús son muy básicos: ensalada y filete a la plancha, pasta con jamón y tomate y pescado a la plancha… Es cierto que muchas veces he conseguido engañarles, con el fin de que comieran de todo, y han terminado alabado las cualidades de una tortilla o un arroz que estaba «mejor que nunca» precisamente cuando incluía esa cebolla que tanto odiaban.

Ayer hice arroz blanco con huevos fritos después de que me lo pidiera mi hijo el pequeño, tan zalamero como sabe ponerse cuando quiere algo: «Anda, mami, ¿por qué no haces arroz? Hace tiempo que no lo preparas, con lo rico que te sale…».

El mayor, que últimamente está muy interesado en la cocina, vino a ayudarme. Estaba pendiente de cada paso y no paraba de preguntar mientras yo preparaba el arroz. Me ayudó a cortar la cebolla, que ahora ya le parece un ingrediente básico de muchos platos. Además, fue él quien se ocupó de freir los huevos -a uno se le rompió la yema y a otro le cayeron algunos trozos de cáscara que hubo que quitar pero terminó la tarea con éxito-.

Cuando empezamos a comer fue él quien alabó mi arroz: «Nadie lo hace tan rico como tú, siempre te lo he dicho». Creo que no me lo habían dicho tanto como creen, y mucho menos, los dos en un solo día.

Hoy también he tenido ayudante para preparar unas almejas a la marinera que estaban, según él, «impresionantes». En fin, que he empezado a creerme la mejor cocinera del mundo aunque sólo sea la de mi casa. Y si me descuido, mi hijo mayor me quita el puesto en cuatro días.

«Se ha dejado un pelo horrible»


No te imaginas qué pelo se ha dejado mi hermano. Se ha rapado los laterales y se ha dejado un poco de pelo en el centro de la cabeza, así para un lado, como formando una especie de triángulo. ¡Un horror! Casi no me atrevo a mirarlo. Y lo peor es que a él le encanta. Está feliz con ese aspecto tan quinqui, macarra o como quieras llamarlo, porque yo ya no sé si eso es de bakalas o de qué. Vamos, si no fuera mi hermano creo que me cruzaría de acera si me lo encontrara por la calle.

Mi amiga está realmente indignada con el aspecto de su hermano. Él tiene 16 años y me ha contado otras veces historias sobre él -muy similares a las que vivo en casa a diario- pero es la primera vez que la veo tan enfadada. Me lo dijo hace dos o tres días, y hoy me ha enseñado esta foto para que me haga una idea del «desastre».

«Es espantoso», repite sin parar mientras me muestra la foto. «Si lo ves por delante casi no se nota pero, claro, al chaval hay que mirarlo también de lado», insiste ella. Al parecer, él está encantado con su nuevo aspecto, algo en lo que no coincide con ningún otro miembro de la familia: «Mi madre le coge la cara entre las manos y le dice que cómo puede empeñarse en ponerse tan feo, y mi otro hermano, de 27 años, tampoco está muy contento con sus pintas», explica mi amiga.

Creo que es la primera vez que se siente tan lejos de un hermano al que le dobla la edad -ella tiene 32-. Hasta hace poco él llevaba el pelo bastante largo, con flequillo; hace unos meses se lo recortó un poco y ahora ha pasado a este modelo corto-rapado tan alejado de su aspecto habitual. Aunque ese es el único cambio en su aspecto, aclara ella: «Se ha rapado pero mantiene otras costumbres de niño pijo, como sus zapatillas Nike de 120 euros o la sudadera Adidas que se muere por tener y que cuesta 80 euros».

¿Te gusta el peinado? ¿te has hecho alguna vez un corte como este? ¿te atreverías a hacértelo?