Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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La mejor cocinera… de mi casa

No soy buena cocinera. Nunca lo he sido aunque, como madre que soy, no haya tenido más remedio que cocinar a diario desde hace años. Durante algún tiempo me dio por investigar con nuevas recetas, especialmente de postres, pero hace tiempo que abandoné esa afición y cocino estrictamente por necesidad.

Además, mis hijos se han pasado años quejándose de la inclusión de algunos ingredientes en las comidas: «No me gusta el pimiento», «¿Qué es eso negro? qué asco», «Ese queso huele a pies, no lo pongas», eran algunas de sus frases habituales cuando eran más pequeños. Conclusión: he tendido a simplificar y a cocinar con los ingredientes que nos gustan a los tres, que para comer a la carta ya están los restaurantes.

Mis menús son muy básicos: ensalada y filete a la plancha, pasta con jamón y tomate y pescado a la plancha… Es cierto que muchas veces he conseguido engañarles, con el fin de que comieran de todo, y han terminado alabado las cualidades de una tortilla o un arroz que estaba «mejor que nunca» precisamente cuando incluía esa cebolla que tanto odiaban.

Ayer hice arroz blanco con huevos fritos después de que me lo pidiera mi hijo el pequeño, tan zalamero como sabe ponerse cuando quiere algo: «Anda, mami, ¿por qué no haces arroz? Hace tiempo que no lo preparas, con lo rico que te sale…».

El mayor, que últimamente está muy interesado en la cocina, vino a ayudarme. Estaba pendiente de cada paso y no paraba de preguntar mientras yo preparaba el arroz. Me ayudó a cortar la cebolla, que ahora ya le parece un ingrediente básico de muchos platos. Además, fue él quien se ocupó de freir los huevos -a uno se le rompió la yema y a otro le cayeron algunos trozos de cáscara que hubo que quitar pero terminó la tarea con éxito-.

Cuando empezamos a comer fue él quien alabó mi arroz: «Nadie lo hace tan rico como tú, siempre te lo he dicho». Creo que no me lo habían dicho tanto como creen, y mucho menos, los dos en un solo día.

Hoy también he tenido ayudante para preparar unas almejas a la marinera que estaban, según él, «impresionantes». En fin, que he empezado a creerme la mejor cocinera del mundo aunque sólo sea la de mi casa. Y si me descuido, mi hijo mayor me quita el puesto en cuatro días.

¿Viviré más que mis hijos?

Somos la primera generación que podría vivir más que sus hijos. Eso indica al menos un estudio que ha elaborado la Fundación La Caixa, y del que puedes conocer más detalles en este artículo de 20 minutos.

Ahora que nos estamos acostumbrando a ver cada vez más ancianos que superan los 100 años con buena salud, a mujeres de 70 tan ágiles que aparentan cincuentaytantos, o a treintañeras que podrían pasar por estudiantes, resulta que las nuevas generaciones pueden romper con todo eso y que nuestros hijos podrían tener, por primera vez en la historia, una esperanza de vida menor que la nuestra.

Lo más grave es que las causas de este gran cambio de tendencia son fácilmente evitables. El estudio habla de mala alimentación (con exceso de bollería industrial, embutidos y refrescos), sedentarismo y hábitos de vida poco saludables que han disparado la obesidad infantil y algunas enfermedades relacionadas con la alimentación, como la bulimia o la anorexia.

El 15% de los niños españoles son obesos, y están en el tercer lugar de un podio que lideran los estadounidenses (30%) y que sitúa a los británicos en el segundo puesto. Esos datos indican que en España hay ya una media de dos chavales obesos en cada clase de primaria o secundaria, algo que hasta ahora no estábamos acostumbrados a ver, que provoca muchos problemas de salud a quien lo padece y que podría evitarse con una alimentación sana y ejercicio físico desde la infancia. Acabo de preguntarles a mis hijos y, efectivamente, en sus respectivas clases se cumple la media de obesidad.

Confío en que los niños y adolescentes actuales puedan vivir tantos años o más que nosotros, y que sus hijos y sus nietos mantengan esa tendencia. Sólo hace falta que les demos una alimentación sana, que evitemos su sedentarismo y que les animemos a hacer deporte o lo hagamos con ellos. No es tan difícil.

«A ti te ha dejao el churri»

Tabletas de chocolate negro, con leche y almendras, con cacahuetes o pasas, bombones, galletas o pan de leche con chocolate… Llevo tres o cuatro días comiendo chocolate sin parar. No puedo evitarlo, llego a casa y me voy directa a por una tableta o unas galletas Príncipe, lo primero que pillo.

_¿Cuánto chocolate comes, no? me dijo ayer mi hijo pequeño.

Su reproche me hizo caer en la cuenta de que, efectivamente, llevo unos días sin dejar de darme atracones chocolateros.

_A ti te ha dejao el churri, no digas que no…

_¿Qué dices?

_Todas las pibas que conozco se hartan de chocolate cuando las deja el novio. No falla.

No pude evitar reírme con su ocurrencia.

-¿Ah, sí? ¿todas hacen eso? ¿y vosotros no?

_Qué va, yo me lo como porque me encanta, no para consolarme como vosotras.

Vaya, el chocolate como premio de consolación. La verdad es que ni tengo churri ni, por tanto, «me ha dejao» nadie. Pero creo que tiene razón en eso de que las mujeres tenemos una curiosa tendencia a atiborrarnos de chocolate cuando tenemos un problema, estamos estresadas o deprimidas, haya o no churri por medio. Estoy dándole vueltas a la cabeza a ver si descubro cuál es mi problema, ahora que he caído en la cuenta de que tengo uno. Voy a por una chocolatina, creo que me va a hacer falta.

Comen sin parar… y no engordan

La alimentación de un adolescente es tan caótica como casi todo lo suyo. Mis hijos son capaces de cenar un enorme plato de pasta y cinco o seis filetes de una sentada -son unos carnívoros empedernidos-. Y si la carne va acompañada de un buen montón de patatas fritas, mejor que mejor. Pero eso no es todo: a continuación pueden tomarse un par de cuajadas, una manzana o cualquier otra cosa de postre. Y terminar la noche con un gran tazón de leche.

Tienen días de un hambre incontenible en los que no paran de hacer visitas a la cocina, da igual dulce o salado, lo mezclan todo y después de un plato de sopa, una tortilla y un postre, por poner un ejemplo, son capaces de volver a empezar con un primer plato (¿No ibas a hacer garbanzos?, ¿preparo un poco de arroz?). ¿Dónde meten todo eso? No lo sé, la verdad, porque están delgadísimos. Ya me gustaría a mi comer sin parar, como hacen ellos, y no engordar.

Es cierto que, como buenos adolescentes, no siguen un patrón fijo y pueden pasar del atracón a la desgana de un día para otro. Nunca sabes si será suficiente el pan o el embutido que hay en casa, porque tras varios días de gigantescas merendolas con bocatas de más de media barra pueden olvidarse de ellos durante un par de semanas. Su plato favorito pasa, de repente y sin saber por qué, a ser un alimento que ya no les motiva en absoluto. Y, también sin venir a cuento, te encuentras con que uno de ellos ha terminado probando los pimientos -sí, esa cosa roja que siempre apartaba de todos los platos- o empieza a aficionarse al café para no dormirse cuando tiene que estudiar, aunque hasta hace cuatro días le parecía un brebaje asqueroso.

Los dulces, que siempre les habían vuelto locos, han pasado ahora a un segundo plano. De hecho, el roscón de reyes me lo terminé comiendo yo sola (aún me estoy arrepintiendo del atracón). De lo que no se olvidan es del chocolate, da igual que sea blanco, negro, con almendras o sin ellas, nocilla… Si pudieran, se la tomarían a cucharadas. Los cereales también les pierden, en cualquiera de sus variedades aunque si llevan chocolate mucho más; y los yogures, natillas, flanes… En fin, que en mi casa siempre está la nevera pelada, pero es que la vacían a una velocidad de vértigo. ¿Me habrán dejado algo para cenar hoy?