Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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Quiero una moto

«Quiero una moto, mamá ¿cuándo me la compras?» Llevo tres o cuatro años escuchando la misma petición. De hecho, ninguno de los dos tenía edad para conducir una cuando empezaron a pedirla. Y ahora que ya han rebasado ese límite siguen insistiendo cada poco tiempo, mucho más ahora que se acerca el verano.

La cosa ya suena a chiste. Cada vez que saben que saben que voy a negarles algo lo comparan con la moto:

«Esos pantalones no los tendrás nunca, ya sabes, como la moto», le dice uno al otro.

«Pero si no son caros, ni peligrosos», se queja el otro entre risas mientras los dos aprovechan para calificarme de miedosa, sobreprotectora, tacaña o cualquier otra lindeza similar.

Otras veces utilizan la táctica del todos menos yo: «Casi todos mis colegas tienen una», «La puerta del instituto está llena de motos y ninguna es mía», «A Jorge (o Álex, Sofía o Jaime, el nombre da igual) le van a comprar una este verano»… Ante mi insistente negativa han comenzado a contraatacar con su voluntad de pagarla: «¿Y si trabajo este verano y pago una parte me dejarías?».

Estoy un poco aburrida del tema. Aunque mi experiencia me dice que van a seguir pidiendo una moto hasta el fin de los tiempos. ¿Y tú? ¿tienes moto? ¿a qué edad tuviste la primera? ¿dejarías a tus hijos adolescentes conducir una?

La imagen pertenece a la película Diarios de motocicleta.

De fin de curso… a Mallorca

Ya está en marcha el viaje de fin de curso, ese que mi hijo pequeño lleva esperando desde que comenzaron las clases en septiembre, o tal vez antes. Han sido meses de rifas, venta de papeletas, fiestas y competiciones deportivas para conseguir fondos. Meses de planes, de visitas a agencias de viajes, de conversaciones con los que ya han estado. Una vez descontado lo que han logrado recaudar y con el viaje ya reservado -a la espera de las notas finales-, todos sus planes giran en torno a Mallorca. Y eso que aún quedan dos meses para ir.

Ya sé que ni la catedral ni el casco antiguo de Palma van a ser el centro de atención de ese viaje. Él sólo piensa en playas y discotecas, en disfrutar de esa gran aventura con los amigos, salir de noche y dormir de día, conocer a un montón de tías buenas, ligar todo lo que pueda…

En los últimos días no deja de hablar de la marcha, el ambientazo y las discotecas mallorquines -esas cosas que corren de boca en boca entre los que ya han estado en la isla antes que él-. Su hermano, que ya hizo un viaje similar, es uno de los que no dejan de calentar el ambiente. Y claro, con tanta juerga, tanta gogó, tanto DJ y tantas suecas en la cabeza no piensa en otra cosa que en las cálidas noches mallorquinas. De hecho, anoche le escuché mientras hablaba en pleno sueño del Tito’s, una conocida discoteca de Palma.

Sólo espero que a ninguno del grupo le de la vena exhibicionista como al estudiante holandés al que se le ocurrió mostrar su pene ante el Taj Mahal mientras un amigo grababa la escena. Ya se sabe que en grupo son todos más divertidos, más gamberros y más gallitos que nadie, y por un minuto de gloria en YouTube algunos son capaces de casi cualquier cosa.

La vecina del dedete

«¡No te imaginas lo que hemos visto esta tarde desde la ventana!». Lo dijo tan alterado que pensé en un fenómeno sobrenatural, un burro volando o cualquier otra barbaridad semejante. Pero lo que realmente habían visto mi hijo pequeño y sus amigos era mucho más mundano. Me lo explicó enseguida: «La vecina de enfrente se estaba haciendo un dedete».

-¿Un dedete?, pregunté sorprendida.

Su movimiento de rotación con un solo dedo y sus gemidos me lo dejaron claro enseguida.

-Sí, mamá, estaba en el sofá de su casa viendo la tele en albornoz y pasándoselo genial ella solita.

Acabábamos de llegar al edificio. Yo sólo conocía a dos vecinas bastante mayores -una de ellas, precisamente la del famoso dedete-. Lo más curioso del caso es que, aunque en nuestro primer encuentro me había parecido muy gruñona, a partir de entonces se mostró encantadora: «Qué simpáticos tus hijos, siempre me saludan por la ventana». Quienes la saludaron, como podréis imaginar, fueron los ocho o nueve adolescentes, chicos y chicas, con las hormonas totalmente revolucionadas, que estaban ese día en casa y que acudieron, uno tras otro, a la ventana para ver lo que ocurría enfrente.

A ninguno de ellos se le ha olvidado la escena. De hecho, cada vez que vienen a casa preguntan, entre risas, por la vecina del dedete o se asoman a la ventana del pasillo a ver si pueden volver a disfrutar del espectáculo. Aunque desde entonces los visillos están siempre echados.

Campeonato de pedos

Cuando intentan divertirme con sus gamberradas no hay quien les aguante. Y cuando eso deriva en una alianza de dos contra una, mucho menos. Su última idea para cabrearme son los concursos de pedos, una vieja práctica de cuando eran niños que ahora han recuperado.

La cosa empieza con un sonoro pedo de cualquiera de los dos. El otro intenta emularle, entre carcajadas más sonoras todavía, con otro más ruidoso. Y la cosa sigue así durante un estruendoso rato, hasta que uno de los dos es incapaz de mantener ese ritmo y el otro se alza con el dudoso título de campeón. En alguna ocasión creo que han simulado el sonido con esta máquina de pedos o con una especie de globo que aprietan convenientemente entre las manos, pero no me he quedado cerca para comprobar si dejan algún aroma a su paso. En momentos como esos, mejor alejarse.

Cuando se ponen así es como si realmente volvieran a la infancia, pero no a los 7 u 8 años sino mucho antes, a los 2 o 3, y aún no hubieran superado la etapa escatológica del «Caca, pedo, culo, pis«. Aunque, ahora que lo pienso, esto no es sólo propio de adolescentes. Tengo algunos amigos, de ambos sexos, que ya han pasado los 40 y a los que les divierte muchísimo hablar de pedos. Tendré que preguntarles si en su casa también hacen campeonatos. ¿A ti también te hacen tanta gracia los pedos?