Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

Archivo de octubre, 2008

«Se ha dejado un pelo horrible»


No te imaginas qué pelo se ha dejado mi hermano. Se ha rapado los laterales y se ha dejado un poco de pelo en el centro de la cabeza, así para un lado, como formando una especie de triángulo. ¡Un horror! Casi no me atrevo a mirarlo. Y lo peor es que a él le encanta. Está feliz con ese aspecto tan quinqui, macarra o como quieras llamarlo, porque yo ya no sé si eso es de bakalas o de qué. Vamos, si no fuera mi hermano creo que me cruzaría de acera si me lo encontrara por la calle.

Mi amiga está realmente indignada con el aspecto de su hermano. Él tiene 16 años y me ha contado otras veces historias sobre él -muy similares a las que vivo en casa a diario- pero es la primera vez que la veo tan enfadada. Me lo dijo hace dos o tres días, y hoy me ha enseñado esta foto para que me haga una idea del «desastre».

«Es espantoso», repite sin parar mientras me muestra la foto. «Si lo ves por delante casi no se nota pero, claro, al chaval hay que mirarlo también de lado», insiste ella. Al parecer, él está encantado con su nuevo aspecto, algo en lo que no coincide con ningún otro miembro de la familia: «Mi madre le coge la cara entre las manos y le dice que cómo puede empeñarse en ponerse tan feo, y mi otro hermano, de 27 años, tampoco está muy contento con sus pintas», explica mi amiga.

Creo que es la primera vez que se siente tan lejos de un hermano al que le dobla la edad -ella tiene 32-. Hasta hace poco él llevaba el pelo bastante largo, con flequillo; hace unos meses se lo recortó un poco y ahora ha pasado a este modelo corto-rapado tan alejado de su aspecto habitual. Aunque ese es el único cambio en su aspecto, aclara ella: «Se ha rapado pero mantiene otras costumbres de niño pijo, como sus zapatillas Nike de 120 euros o la sudadera Adidas que se muere por tener y que cuesta 80 euros».

¿Te gusta el peinado? ¿te has hecho alguna vez un corte como este? ¿te atreverías a hacértelo?

«¿Cómo puedes vivir con dos adolescentes?»


¿Se puede saber cómo puedes vivir con dos adolescentes? Yo no los soporto. No aguanto sus burlas, su impertinencia y su falta de educación. Están irremediablemente idiotas, ¿no? No puedo con ellos…

Así comenzó mi amiga su relato sobre sus nuevos compañeros de clase en la universidad. Ella, que tiene treintaytantos, se acaba de matricular en una carrera y se ha visto de pronto rodeada de decenas de chavales de 18 años que no dejan de sorprenderle. El primer día de curso le hicieron mucha gracia, le parecían divertidos e ingeniosos, pero sólo han hecho falta unas cuantas semanas de curso para que los aborrezca.

Estaba tan cabreada que intenté hacerle recordar esas cosas divertidas de los primeros días de clase para animarla. Pero fue peor: cada vez que se acordaba de algo se iba encendiendo:

Coge un tubo de ensayo, mete a un joven entre 17 y 20, ponle un poco de mala educación, una pizca de alcohol, 6 horas de messenger y tres paginas de Harry Potter, ¡y ya tienes a un adolescente-macarra! Se creen super adultos por conocer los efectos de la marihuana. ¡Pobres inexpertos!

Si la realidad es tal como ella la cuenta va a ser terrible lo que me espera en casa en los próximos años -aunque ella considera a mis hijos mucho más educados que sus compañeros de clase-. Sinceramente, no creo que ellos vayan a cambiar tanto. Y si lo hacen, espero que sea a mejor con la salida de la adolescencia.

¿Será que mi amiga llevaba mucho tiempo sin relacionarse con chavales y yo estoy más que acostumbrada? ¿o tal vez se trata de que se comportan de forma totalmente diferente en casa y fuera de ella?

La foto es de Jorge París.

Unos cuantos blogs de adolescentes

He estado curioseando entre los blogs que se presentan a los Premios 20 blogs. Entre los más de 4.500 blogs inscritos he encontrado unos pocos escritos por adolescentes y ninguno sobre ellos escrito por adultos.

Algunos me han parecido caóticos, como el propio mundo adolescente; los hay individuales y colectivos, con faltas de ortografía, con mucho afán de protagonismo… y con tan poco como el de EMarts o Las crónicas de un adolescente, que llevan más de un mes sin actualizar.

Uno de los que más me ha gustado es el de Juanki. Tiene 14 años y se define como un «mocoso con las hormonas revueltas y un frikazo de los que dan miedito», aunque a mi no me lo parece. Escribe muy bien -conozco a pocos que lo hagan así a su edad- y habla sobre todo de sus experiencias en clase, de lo que odia y lo que le gusta, con tan poco pudor que es capaz de mostrar en un vídeo cómo evoluciona semanalmente su tratamiento antiacné con Clearasil.

Entre los participantes hay también un adolescente novelista, Juan Ángel, de 15 años, que ha ido contando el proceso de creación, edición y corrección de El templo de los Nenúfares, una obra creada bajo licencia Creative Commons que él define como «la novela de fantasía libre». Ha trabajado en ella durante tres años y estará lista para su descarga gratuita a partir del 29 de noviembre.

Otro blog interesante, con formato de cuaderno escolar, es el de Marcos, un estudiante de 2º de Bachillerato y monitor deportivo de 17 años, que habla de lo que pasa en su instituto, de sus amigos, de sus juergas de botellón o de sus exámenes. Habla bastante de fútbol y de otros deportes, y también cuenta cómo se siente, quién le decepciona o qué frases le gustan.

El 17 de noviembre, se sabrá quienes han sido los ganadores de los Premios 20Blogs.

¿Has visto alguno de estos blogs? ¿qué opinas de ellos?

Unos pantalones de piba

«Estos pantalones son de piba», grita mi hijo mayor desde su cuarto. Cuando viene a enseñármelos descubro que tiene razón: llega literalmente embutido en uno de mis vaqueros.

_»¿Cómo te has puesto esos pantalones? si no te caben», le digo mientras intento evitar la risa.

_»Estaban en mi armario», es todo lo que se le ocurre decir.

Tiene una pinta realmente curiosa. Él, que siempre lleva los pantalones caídos y de dos o tres tallas más grandes de la que le correspondería, está plantado ante mi con cara de sorpresa y sin dejar de repetir que le quedan estrechos por todas partes.

_»He dicho todas», repite entre risas por si no me he dado cuenta de a qué se refería.

_»Me hago una idea de por dónde te aprietan más. Anda quítatelos antes de que los rompas», le digo.

Pero no hace ni caso. De repente empieza a hacerle gracia llevar mis pantalones. Se pone a dar saltos para conseguir subírselos -lo nunca visto- y tira de ellos hacia arriba cogiendo las trabillas entre los dedos. No para de reirse, se va al espejo del baño y luego busca otro para verse de cuerpo entero. No sólo se ríe, hace un montón de comentarios divertidos sobre su aspecto, especialmente sobre su culo.

Lo cierto es que no le quedan mal aunque él insista en que son incomodísimos, que no puede doblar las piernas y que le aprietan.

Cuando se cansa de hacer el payaso con los míos se prueba todo el repertorio de pantalones de su armario, y del de su hermano. Y nos hace a los dos un pase de modelos. Entre todo lo que se prueba hay unos vaqueros sin estrenar que le parecían estrechos y altísimos de cintura y que ahora, tras haber comprobado lo que es un pantalón estrecho, le parecen los más cómodos del mundo.

¿Por qué ahora no?

A menudo me siento como un guardia urbano que sólo sabe dar el alto: «No dejes las zapatillas ahí tiradas», «No hables así», «No escupas», «No pongas las toallas húmedas encima de la cama», «No subas tanto la música», «No comas encima del teclado», «No…». La lista es larguísima, y son cosas que he repetido tantas veces que no me explico por qué tengo que seguir recordándoselas a mis hijos, especialmente al pequeño. Debe haber algo en la palabra ‘no’ que no entiende.

Ya sé que todas las teorías sobre educación de los hijos aseguran que es suficiente con decir las cosas una vez. Pero a menudo eso no funciona. ¿Una sola vez en toda la vida? ¿o se refieren a una vez cada tarde? ¿o cada diez minutos?

Así que a menudo me encuentro repitiendo como un loro cosas que les expliqué por primera vez cuando todavía eran dos niños obedientes. Si entonces sabían hacer determinadas cosas, y las hacían sin esfuerzo, ¿por qué ahora no? ¿cómo se puede olvidar lo que antes se hacía sin pensar? Es un gran misterio que no consigo descifrar.

Estoy harta de esta situación. Me encantaría dejar ese trabajito extra de guardia urbano pero no lo veo fácil. Todo el mundo me dice que esto es temporal, que lo cura la edad, que el pequeño volverá a comportarse como solía en lugar de esforzarse en ser arisco y maleducado, que me reiré de sus tonterías tanto como lo hacen ahora los que le ven de vez en cuando…

Espero que llegue pronto ese momento porque mi paciencia se está agotando.

¿A que soy tu hijo más guapo?

Ésta es una de esas preguntas que una madre no responderá jamás. Llevo varios días escuchándola. La cosa empezó una noche en el sofá. Mis hijos hablaban de un programa de la tele, El juego de tu vida, en el que un concursante se somete a la máquina de la verdad para responder preguntas personales, que van siendo más intimas a medida que crece la cuantía económica del premio. Ese engendro televisivo da mucho juego entre sus amigos, por lo visto todos comentan a carcajadas las barbaridades a las que son capaces de responder los concursantes. El programa también da mucho juego en otras cadenas como podéis ver en este vídeo.

El caso es que, tomando como ejemplo el programa de marras, mi hijo mayor soltó de pronto: «¿A que soy tu hijo más guapo?». Después se respondió él mismo con voz grave: «Eso es… verdad» (la fórmula del programa). No hice ni caso a su broma, pero el pequeño contraatacó: «Ya sabes que el guapo soy yo, pero no te va a llamar feo en público». Hubo muchas más frases, ataques y risas sobre la presunta belleza o fealdad del contrario.

Ya estaba en la cama cuando vinieron los dos a mi cuarto. Seguían riéndose, se me echaron encima y amenazaron con no levantarse de allí si no respondía a su pregunta. Al día siguiente, antes de irse a clase volvieron a la carga; por la tarde me llamaron un par de veces al periódico para preguntármelo y por la noche continuaron con el bombardeo. Y así llevamos varios días. Es la nueva frase de moda en casa. Les encanta repetirla y cada vez les hace más gracia. ¡Son agotadores!

Adiós, Tintín

Un tazón partido en dos en la cocina, un macetero con un gran desconchón y varias grietas que quedan al descubierto al girarlo para regar (la parte destrozada estaba convenientemente situada cara a la pared). Cuando ya estoy empezando a enfadarme por los destrozos descubro, al lado del macetero, un pie que me resulta familiar. Es de Tintín, mi reportero preferido, que hasta ayer mismo estaba sentado metro y medio más arriba, en una estantería del salón.

No es la primera vez que se cae, o mejor dicho, que alguien lo tira. Una vez conseguí pegarlo con mucha paciencia -tenía la cabeza separada del cuerpo, la nariz y una pierna rotas y magulladuras por todas partes- pero esta vez va a ser más difícil, está hecho añicos: aparte del pie no queda ninguna otra parte de su cuerpo entera.

Los trozos en que se ha convertido Tintín -salvo ese pie indiscreto- están ya en la basura cuando llego a casa. Mi hijo pequeño dice que se le ha caído a él «el muñeco», se enfada por mis gritos y se defiende diciendo que no es para ponerse así, que la cosa no es tan grave. Las cosas nunca son graves si no le pasan a él, le respondo mientras se me escapa una lágrima. No estoy enfadada, estoy triste, le explico después.

Él no entiende nada pero promete comprarme otro Tintín. Le tenía mucho cariño a ese desde que me lo regalaron, creo que ya no quiero otro. A veces, las casualidades hacen que algo se rompa cuando se tiene que romper. Y no hay que darle más vueltas, ni enfadarse con nadie.

¿Se puede ser más ingenua?

Llevo muchos días sin actualizar el blog. He tenido mucho trabajo y algunos sobresaltos familiares que me han impedido hacerlo. Espero que sepais disculparme.

Ya conté aquí una vez que sospechaba que mi hijo pequeño había empezado a fumar. Cuando ya casi había descartado que fuera cierto volví a tener dudas. Había numerosas y variadas pistas por toda la casa: olor a tabaco en su habitación, que siempre decía que era del colega fumador que acababa de irse y no suyo; ceniza en la tierra de las macetas, que también habían dejado caer los colegas, claro; decenas de mecheros por cualquier parte y alguna cajetilla que, cómo no, él le guardaba a un colega.

Pues bien. Hace unos días nos reunimos mis hijos, su padre y yo para hablar sobre algunas cosas relativas a sus estudios y sus horarios. En mitad de la conversación surgió el tema del tabaco. Yo creía que fumaba el pequeño y su padre estaba convencido de que quien lo hacía era el mayor. Ambos descubrimos en ese momento que los dos teníamos razón: fuman los dos.

Aseguran que sólo fuman los fines de semana -aunque a ver quién se fía ahora de lo que dicen-. No parece que estén enganchados a la nicotina, ya que ambos son capaces de pasar un día entero en casa, o varios, sin un cigarrillo -de hecho, llevaban meses ocultando esta afición-. Son conscientes de que el tabaco no les va a hacer ningún bien aunque supongo que pesa mucho la edad, el grupo… Ni su padre ni yo podemos hacer nada para que lo dejen si no son ellos mismos los que deciden hacerlo. Sólo espero que la nicotina no termine ganándoles la partida.

Desde que sé que fuman me viene continuamente a la cabeza esa campaña publicitaria de prevención del consumo de alcohol entre los jóvenes en la que un padre, incrédulo ante los desmanes de su hija con la bebida, grita: «¿Mi hija? Mi hija no». Yo siempre pensaba que a mi eso no me pasaría, que sería capaz de detectar determinadas cosas aunque no me las contaran. ¿Se puede ser más ingenua?