Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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«Se ha dejado un pelo horrible»


No te imaginas qué pelo se ha dejado mi hermano. Se ha rapado los laterales y se ha dejado un poco de pelo en el centro de la cabeza, así para un lado, como formando una especie de triángulo. ¡Un horror! Casi no me atrevo a mirarlo. Y lo peor es que a él le encanta. Está feliz con ese aspecto tan quinqui, macarra o como quieras llamarlo, porque yo ya no sé si eso es de bakalas o de qué. Vamos, si no fuera mi hermano creo que me cruzaría de acera si me lo encontrara por la calle.

Mi amiga está realmente indignada con el aspecto de su hermano. Él tiene 16 años y me ha contado otras veces historias sobre él -muy similares a las que vivo en casa a diario- pero es la primera vez que la veo tan enfadada. Me lo dijo hace dos o tres días, y hoy me ha enseñado esta foto para que me haga una idea del «desastre».

«Es espantoso», repite sin parar mientras me muestra la foto. «Si lo ves por delante casi no se nota pero, claro, al chaval hay que mirarlo también de lado», insiste ella. Al parecer, él está encantado con su nuevo aspecto, algo en lo que no coincide con ningún otro miembro de la familia: «Mi madre le coge la cara entre las manos y le dice que cómo puede empeñarse en ponerse tan feo, y mi otro hermano, de 27 años, tampoco está muy contento con sus pintas», explica mi amiga.

Creo que es la primera vez que se siente tan lejos de un hermano al que le dobla la edad -ella tiene 32-. Hasta hace poco él llevaba el pelo bastante largo, con flequillo; hace unos meses se lo recortó un poco y ahora ha pasado a este modelo corto-rapado tan alejado de su aspecto habitual. Aunque ese es el único cambio en su aspecto, aclara ella: «Se ha rapado pero mantiene otras costumbres de niño pijo, como sus zapatillas Nike de 120 euros o la sudadera Adidas que se muere por tener y que cuesta 80 euros».

¿Te gusta el peinado? ¿te has hecho alguna vez un corte como este? ¿te atreverías a hacértelo?

Aquí huele a tigre

Entrar en el cuarto de dos adolescentes a media tarde, cuando llevan horas sin ducharse, tal vez después de una clase de gimnasia y con las hormonas en plena ebullición, puede ser una prueba de valor, o de imprudencia.

Esa mezcla de sudor y olor a pies que reina en la habitación echa para atrás a cualquiera. Y cuando acaban de llegar de un partido el aroma ya es… realmente insoportable. Se lo dices y ni se inmutan, así que optas por salir de allí y no volver a pisar la habitación hasta que la ventilan bien, pasan por la ducha y meten la ropa de deporte en la lavadora.

Ayer, a la vuelta del partido, no llegaron dos adolescentes sudorosos a casa, qué va, llegaron seis. El olor era mucho más intenso del que me había acostumbrado a soportar -y eso que ninguno llegó a quitarse las zapatillas-. Estaban felices, casi eufóricos por la victoria, comentando los goles, las faltas y las jugadas.

Creo que sólo les dejé hablar un par de minutos antes de lanzar una sonora queja: «¡Aquí huele a tigre!».

-«Mamáaa», dijo mi hijo pequeño con gesto de reprobación.

«Vosotros dos, a la ducha. Y el que quiera quedarse que pase también por allí», ordené ante el temor de que el olor terminara anestesiándome.

Un hijo pijo y otro macarra

«¿Has visto qué pijo se está volviendo? Si sólo lleva ropa de marca…», dice mi hijo pequeño dirigiéndose a mí, como si su hermano no le escuchara. «Tú sí que estás hecho un macarra, vaya pinta llevas con ese chándal y esas zapatillas rotas, por no hablar de los pelos», le responde directamente el mayor.

En esas están desde hace unos días.

Es curioso esto de descubrir, de repente, que tengo un hijo pijo y otro macarra, algo así como los Santxez de Vaya semanita, uno policía y otro borroka. ¡Y yo que creía que se parecían tanto!

No es la primera vez que uno de los dos me sorprende con un cambio radical de estilo. Ambos han pasado semanas enteras de total y absoluta dejadez en las que no se ponían otra cosa que un chándal raído y, de repente, quieren reconvertirse en modelos de pasarela.

Tras una larga etapa de pelo largo, uno podía llegar de la peluquería con una minicresta, pelo corto por los laterales y unas colas por detrás (el look Jarrai, como el que luce Fernando Torres en la foto de la izquierda) y correr al armario en busca de sus mejores galas (¿una gran cita?). El otro, que inicialmente lo criticó, terminó copiando ese peinado en pocas semanas. Realmente parecía el uniforme de los adolescentes, todos iban peinados igual. Veías a uno y los habías visto a todos.

Ahora parece que eso ya no se lleva y hemos vuelto al peinado tradicional -demasiado corto para mi gusto- con el que es difícil distinguir quién es el macarra y quién el pijo. Creo que ambos pecan de una cosa o de otra según tengan el día, o las hormonas, si pasan de todo o si quieren impresionar a alguna chica… Además, una cosa es el aspecto que lleven un día determinado y otra, muy diferente, cómo ve un hermano al otro.

Estoy segura de que, mientras sigan buscando su estilo, me quedan aún muchas cosas por ver.

¡Otra maldita espinilla!

Si hay algo que odia un adolescente por encima de todo es el acné. Esas terribles espinillas que brotan en el momento más inesperado y que pueden arruinar una gran cita o, simplemente, hacerte sentir el más feo del grupo.

La mayoría de los chavales hacen como si no les importase tener la cara llena de granos o puntos negros, aunque luego pasen largas sesiones ante el espejo poniéndose algún potingue para secarlos o destrozándose la cara de tanto apretar espinillas.

Por el contrario, las chicas suelen hacer un gran drama del asunto: «¿Cómo voy a ir así a un cumpleaños? si no puedo ni salir a la calle», le escuché decir el sábado, con tono de desesperación, a una amiga de mi hijo. «Tengo la cara hecha un mapa y esto no lo disimula ni el mejor maquillaje«, insistía mientras mostraba su frente a todas sus amigas.

¿No salir por unas cuantas espinillas en la cara? A mis hijos no se les ha pasado jamás esa idea por la cabeza. Yo tampoco perdonaba una salida a su edad, aunque reconozco que alguna vez los granos estuvieron a punto de ganarme la partida. Y veo que el asunto sigue preocupándoles más a ellas que a ellos. Tan distintos somos ya desde la adolescencia…

Espejo, espejito…

No hay nada que le guste más a un adolescente que un espejo. No lo admitirán nunca, claro, pero se pasan horas muertas ensayando gestos, guiños, poses, probando ese último gel de peinado que les ha recomendado un amigo, primero con cresta, luego sin ella, con el pelo peinado como para ir de boda y, dos minutos después, con un estudiado despeinado.

Al verles me vienen a la cabeza los tiempos en los que yo hacía lo mismo. Me encerraba en el cuarto de mis padres, donde había uno de esos clásicos tocadores con un enorme espejo. Allí probaba a hacerme la raya a un lado, luego al otro, una trenza, me ponía todos los sombreros que encontraba… Después abría el armario que había a un lado, para enfrentar el espejo de la puerta con el del tocador. Así podía verme por detrás y por delante, no sólo el pelo sino también la ropa -y mi imagen mil veces repetida, eso me encantaba-. Creo que a esa edad nunca salía a la calle con algo nuevo sin antes pasar la prueba del doble espejo.

La situación se repite, pero con una diferencia: ellos rara vez cierran la puerta del cuarto de baño cuando van a probarse algo y, en lugar de esconderse suelen llamarme para que les dé mi opinión. Eso sí, siempre creen que en lugar de una hora han pasado sólo dos minutos desde que empezó su sesión de estilismo.

Lo más curioso de todo es que, después de una de estas sesiones intensivas, al día siguiente parecen haberse olvidado de todo y son capaces de salir a la calle con ese chándal viejo y raído que ya no debería servir ni para andar por casa.