Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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Qué ocultan los hijos y por qué


_¿Qué ocultan los hijos?

_Mayoritariamente quién les gusta, las relaciones con chicos, si tienen novios, el sexo, dónde van y con quién, lo que hacen cuando salen, lo que hablan con los amigos y si se enfadan con éstos, si beben, hacen botellón o fuman, las malas notas y los suspensos, las peleas, los castigos…

El texto pertenece a una entrevista realizada a Javier Urra, psicólogo y ex defensor del menor, en La opinión de Tenerife acerca de su libro ¿Qué ocultan nuestros hijos?

Coincido con Urra en que casi todos los adolescentes ocultan todo lo que creen que puede suponerles una sanción, o simplemente aquello que creen que no vamos a entender.

Mis hijos suelen ocultar cuántas horas llevan ante el ordenador o la pantalla de la tele con un videojuego, a qué hora han llegado a casa si yo no estaba para comprobarlo o si ya me había dormido. Saben que sé que no han cumplido con lo pactado así que prefieren ocultar datos o mentir directamente para intentar evitarse una bronca.

Durante un tiempo me ocultaron que fumaban y quién sabe qué estarán ocultando ahora. ¿Y tú? ¿qué has ocultado a tus padres o crees que te han ocultado tus hijos?

¿Qué se puede hacer un día sin clase?

Un día sin clase puedes dormir todo lo que te da la gana. Si tus padres están trabajando y no hay nadie que te obligue a salir de la cama puede darte la hora de comer, o incluso puede hacerse algo más tarde sin que te des ni cuenta.

Entre que te desperezas, pasas por la ducha y desayunas ya se han hecho las cuatro o las cinco de la tarde. Para esa hora ya te habrá llamado algún colega. ¿Y la comida? ¿alguien tiene hambre cuando acaba de desayunar? Una partida de PRO antes de salir de casa o una al mus con los de clase, y luego una vuelta por los alrededores del instituto a ver si encuentras al resto de la pandilla para vaguear por ahí el resto de la tarde.

Si hay tiempo y dinero, un cine, «que para eso estás de vacaciones». Y si no, inviertes lo poco que te queda en una hamburguesa o un kebab con los que todavía no se hayan ido para casa.

Si llaman tus padres para reclamarte en casa a la hora de la cena, le dices que todavía estás por ahí y que te dejen estar un rato más, que para eso estás de vacaciones. Total, mañana no tienes que madrugar. No madrugas mañana, ni pasado ni hasta después de Reyes.

Cuando llegas a casa, lo más tarde que puedes, te metes en el ordenador a relacionarte con los que no has visto o a comentar la jugada con los que acabas de dejar. Eso si no te da por pasar más de una hora colgado al teléfono con esa chica que te gusta tanto o ver una peli en cinetube hasta las tantas de la mañana. Para entonces tu madre lleva un rato dormida, aburrida de decirte que te vayas a dormir.

Las vacaciones acaban de empezar. Te quedan por delante unos cuantos días para vivir como las marmotas de día y disfrutar de la tarde-noche. ¡Para eso estás de vacaciones!

Cuánto me quieren cuando no estoy

Si me alejo de ellos, aunque sólo sea un par de días, me llaman a menudo, me mandan mensajes cariñosos llenos de «tq» y «tqm»y parece que de verdad me quisieran más que nunca. Pero a los diez minutos de volver a casa, una vez que han visto si les he traído algo o no, todo eso pasa a la historia y ya no tienen tiempo para mi ni para que les cuente nada.

Esta vez ni siquiera les he visto. Han pasado el fin de semana con su padre y no vuelven a casa hasta mañana. Pero el proceso ha sido el mismo: cuando he llamado para decirles que ya estaba de vuelta han perdido todo el interés por verme que habían tenido hasta media tarde, cuando aún me echaban de menos.

Siempre ocurre lo mismo: vuelvo con ganas de verles, darles mil besos y abrazarles -lo mismo que se supone que quieren hacer ellos- pero llego a casa y se escapan rápidamente a hacer cualquier cosa. Uno dice que tiene que estudiar, o darse una ducha o hablar con un amigo de algo urgente mientras el otro se enfrasca en un videojuego o en la tele.

¿Y yo? Yo me convierto de repente en una pesada que intenta contarles un rollo sobre el viaje. Esas mismas cosas por lo que preguntaban con insistencia cuando no estaba a su lado y que han dejado de interesarles completamente.

Hoy la excusa para no verme ha sido el frío: «Es que se está tan bien en casa… ¿Nos vemos mañana mejor?». Pero si no hubiera hecho frío hubieran encontrado cualquier otra, estoy segura. Debe ser ley de vida, creo que ya no les toca mostrarse cariñosos hasta mi próxima escapada.

Encantados con su imagen, ¿y qué?

Acabo de leer una noticia que asegura que siete de cada diez adolescentes no estan conformes con su aspecto físico. En el anterior post ya conté que mi hijo pequeño tenía últimamente el ego por las nubes. Él se encuentra guapísimo, con un cuerpo perfecto… vamos, que está encantado consigo mismo.

Pero no es el único: mi otro hijo también está feliz con su aspecto. Y a ninguno de los dos les preocupa lo más mínimo cualquiera de esos pequeños defectos físicos que para otros adolescentes se convierten en un grave complejo.

Unicamente una cosa, que yo recuerde, les ha hecho preocuparse por su aspecto a lo largo de su vida: el acné, pero ni siquiera eso ha conseguido deprimirles ni arruinarles una cita o una tarde con los amigos.

Tal vez exageren un poco cuando hablan de su aspecto, no digo que no, pero no me parece una mala postura. Sinceramente prefiero esas fantasmadas sobre lo guapos que son, el cuerpazo que tienen o el éxito que tienen entre las chicas a una actitud derrotista o acomplejada. Por eso me ha sorprendido el tono de algunos comentarios a mi último post, con insultos incluidos.

Conducir sin carné


El 31% de los adolescentes reconoce que ha conducido sin el carné obligatorio. Además, un 20% dice que también han cometido infracciones como excesos de velocidad, saltarse semáforos o stops y conducir sin casco.

La información, publicada recientemente en 20minutos, se basa en un estudio realizado por investigadores de la Universitat de València entre 1.173 estudiantes de cuarto de ESO y segundo de bachillerato.

Los chavales consideran «poco probable» ser pillados infringiendo las normas de tráfico. Quizá sea ese uno de los motivos por los que cometan esas infracciones. Además, muchos de ellos no tienen nada claro qué consecuencias penales podría tener su conducta, especialmente si superan la velocidad permitida o conducen bajo los efectos del alcohol.

Si uno de cada tres adolescentes han conducido sin carné y además, según el estudio, «las mujeres son más prudentes y cometen menos ilegalidades que los hombres», supongo que lo habrá hecho al menos uno de mis dos hijos. ¿O tal vez los dos?

Cada vez que leo una estadística sobre conductas temerarias de los chavales -tanto da que se hable de conducir un coche sin carné o una moto sin casco (como en la imagen de arriba, de la película 7 vírgenes) como de consumo de alcohol, marihuana o cocaína- me da por traducir las cifras a mi casa.

No se trata de estar todo el día pendiente de lo que puedan hacer cuando yo no estoy delante, sino simplemente de que la ingenuidad no me pueda otra vez.

«No me ralles»

Estoy harta de la dichosa frasecita. Si digo algo que no le gusta escuchar, ya sé la respuesta: «No me ralles». No importa si le digo que su cuarto está hecho una leonera, que no ha bajado la basura, que llega tarde o que está jugando a un videojuegos cuando debía estar estudiando. A veces parece que su vocabulario se haya reducido a esas tres palabras. Y lo peor no es la frase en sí sino el gesto de desprecio con que la acompaña o el portazo con el que remata la faena. Y lo peor es que lo dice como si con ella pusiera punto y final a cualquier bronca. Aunque sabe perfectamente que eso no es así.

Hablo de mi hijo pequeño. El mayor, que también utilizaba a menudo esa frase, razona bastante más cuando se enfada y ya sabe que así no va a conseguir zanjar ninguna conversación. Lo cierto es que a base de repetirla han conseguido que me venga a la cabeza en determinadas conversaciones. En los últimos días les he respondido a menudo con su propia medicina. Si uno me dice que no le gustan los garbanzos que he preparado le respondo: «No me ralles»; si el otro asegura que mis zapatillas nuevas son para jugar fútbol sala y no para ir a la calle vuelvo a decir «No me ralles». Todo lo que creen que he hecho mal tiene la misma respuesta. Y creo que la táctica ha funcionado: desde que soy yo quien repite la frase no he vuelto a escuchársela a ellos.

La mejor cocinera… de mi casa

No soy buena cocinera. Nunca lo he sido aunque, como madre que soy, no haya tenido más remedio que cocinar a diario desde hace años. Durante algún tiempo me dio por investigar con nuevas recetas, especialmente de postres, pero hace tiempo que abandoné esa afición y cocino estrictamente por necesidad.

Además, mis hijos se han pasado años quejándose de la inclusión de algunos ingredientes en las comidas: «No me gusta el pimiento», «¿Qué es eso negro? qué asco», «Ese queso huele a pies, no lo pongas», eran algunas de sus frases habituales cuando eran más pequeños. Conclusión: he tendido a simplificar y a cocinar con los ingredientes que nos gustan a los tres, que para comer a la carta ya están los restaurantes.

Mis menús son muy básicos: ensalada y filete a la plancha, pasta con jamón y tomate y pescado a la plancha… Es cierto que muchas veces he conseguido engañarles, con el fin de que comieran de todo, y han terminado alabado las cualidades de una tortilla o un arroz que estaba «mejor que nunca» precisamente cuando incluía esa cebolla que tanto odiaban.

Ayer hice arroz blanco con huevos fritos después de que me lo pidiera mi hijo el pequeño, tan zalamero como sabe ponerse cuando quiere algo: «Anda, mami, ¿por qué no haces arroz? Hace tiempo que no lo preparas, con lo rico que te sale…».

El mayor, que últimamente está muy interesado en la cocina, vino a ayudarme. Estaba pendiente de cada paso y no paraba de preguntar mientras yo preparaba el arroz. Me ayudó a cortar la cebolla, que ahora ya le parece un ingrediente básico de muchos platos. Además, fue él quien se ocupó de freir los huevos -a uno se le rompió la yema y a otro le cayeron algunos trozos de cáscara que hubo que quitar pero terminó la tarea con éxito-.

Cuando empezamos a comer fue él quien alabó mi arroz: «Nadie lo hace tan rico como tú, siempre te lo he dicho». Creo que no me lo habían dicho tanto como creen, y mucho menos, los dos en un solo día.

Hoy también he tenido ayudante para preparar unas almejas a la marinera que estaban, según él, «impresionantes». En fin, que he empezado a creerme la mejor cocinera del mundo aunque sólo sea la de mi casa. Y si me descuido, mi hijo mayor me quita el puesto en cuatro días.

«¿Cómo puedes vivir con dos adolescentes?»


¿Se puede saber cómo puedes vivir con dos adolescentes? Yo no los soporto. No aguanto sus burlas, su impertinencia y su falta de educación. Están irremediablemente idiotas, ¿no? No puedo con ellos…

Así comenzó mi amiga su relato sobre sus nuevos compañeros de clase en la universidad. Ella, que tiene treintaytantos, se acaba de matricular en una carrera y se ha visto de pronto rodeada de decenas de chavales de 18 años que no dejan de sorprenderle. El primer día de curso le hicieron mucha gracia, le parecían divertidos e ingeniosos, pero sólo han hecho falta unas cuantas semanas de curso para que los aborrezca.

Estaba tan cabreada que intenté hacerle recordar esas cosas divertidas de los primeros días de clase para animarla. Pero fue peor: cada vez que se acordaba de algo se iba encendiendo:

Coge un tubo de ensayo, mete a un joven entre 17 y 20, ponle un poco de mala educación, una pizca de alcohol, 6 horas de messenger y tres paginas de Harry Potter, ¡y ya tienes a un adolescente-macarra! Se creen super adultos por conocer los efectos de la marihuana. ¡Pobres inexpertos!

Si la realidad es tal como ella la cuenta va a ser terrible lo que me espera en casa en los próximos años -aunque ella considera a mis hijos mucho más educados que sus compañeros de clase-. Sinceramente, no creo que ellos vayan a cambiar tanto. Y si lo hacen, espero que sea a mejor con la salida de la adolescencia.

¿Será que mi amiga llevaba mucho tiempo sin relacionarse con chavales y yo estoy más que acostumbrada? ¿o tal vez se trata de que se comportan de forma totalmente diferente en casa y fuera de ella?

La foto es de Jorge París.

¿Por qué ahora no?

A menudo me siento como un guardia urbano que sólo sabe dar el alto: «No dejes las zapatillas ahí tiradas», «No hables así», «No escupas», «No pongas las toallas húmedas encima de la cama», «No subas tanto la música», «No comas encima del teclado», «No…». La lista es larguísima, y son cosas que he repetido tantas veces que no me explico por qué tengo que seguir recordándoselas a mis hijos, especialmente al pequeño. Debe haber algo en la palabra ‘no’ que no entiende.

Ya sé que todas las teorías sobre educación de los hijos aseguran que es suficiente con decir las cosas una vez. Pero a menudo eso no funciona. ¿Una sola vez en toda la vida? ¿o se refieren a una vez cada tarde? ¿o cada diez minutos?

Así que a menudo me encuentro repitiendo como un loro cosas que les expliqué por primera vez cuando todavía eran dos niños obedientes. Si entonces sabían hacer determinadas cosas, y las hacían sin esfuerzo, ¿por qué ahora no? ¿cómo se puede olvidar lo que antes se hacía sin pensar? Es un gran misterio que no consigo descifrar.

Estoy harta de esta situación. Me encantaría dejar ese trabajito extra de guardia urbano pero no lo veo fácil. Todo el mundo me dice que esto es temporal, que lo cura la edad, que el pequeño volverá a comportarse como solía en lugar de esforzarse en ser arisco y maleducado, que me reiré de sus tonterías tanto como lo hacen ahora los que le ven de vez en cuando…

Espero que llegue pronto ese momento porque mi paciencia se está agotando.